Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
—Desarmarlo y meterlo en una lancha, ¿qué otra? ¿Están listos los bogadores?
—Sí, señor.
—¿Es gente de fiar?
—¿Usted qué cree? —interrumpió Rufino con petulancia.
Andreu se incorporó de la mesa y dijo en tono afable.
—¿Cómo le debo llamar? ¿Coronel, capitán, mayor?
—No tengo grado militar. Soy un escribano público. Llámeme Rufino, sólo Rufino.
Néstor y Andreu dedicaron el resto del día a adquirir provisiones en las tiendas de Villahermosa, más que una villa, una ciénaga aislada por dos ríos, el Grijalva y el Carrizal, y rodeada de una selva impenetrable, teñida de un intenso verdor. Sus vecinos de Chiapas la llamaban la ciudad de las dos mentiras, porque no era villa ni era hermosa. Las calles estaban cubiertas de hierbajos, las casas eran muy pobres y sus más connotados edificios habían sido destruidos o dañados por el bombardeo de la Armada franco-anglo-española que había invadido México años atrás. Vendedores de carbón, tortillas y chorote, una bebida hecha con maíz hervido en agua, se movían con lentitud de un lugar a otro. Y todo el lugar transmitía una honda sensación de apagamiento y suciedad.
—Bilioso, el señor —comentó Néstor—. ¿Le conocía de antes?
—El general me habló en México de él. Fue un lugarteniente de Cruz, de quien se separó antes de que a don Serapio lo decapitaran. Siguió luego guerreando por su cuenta y fracasó. Se quedó sin un centavo y se exilió aquí, en Chiapas. El general le vino a ver en septiembre. Mejor dicho, fue Dios quien le vino a ver, pues había abandonado la insurgencia. Se ganaba la vida como administrador en la finca de un tal Miguel Topete y en su tiempo libre vendía puros para jugar a los gallos, su pasatiempo favorito.
—Si no ha sido capaz de levantar una tropa, como Cruz, ni es siquiera oficial de milicias, ¿por qué lo eligió el general?
—Es un guerrero. Un buen guerrero, aunque todo cuanto sabe de la guerra lo haya aprendido en el campo de batalla. Los conservadores lo tienen por un montañés bárbaro y sanguinario que se complace en el latrocinio, el crimen y el asalto a las haciendas. Pero conoce bien la montaña. Cada vaguada, cada caserío, cada cerro. Es el único que puede reunir la gente que necesitamos.
—Ni siquiera se dignó saludarme.
—No le cayó usted bien, de plano. Y con razón. Mírese. Esas botas nuevecitas, esa pistolera repujada y sin usar, el revólver bruñido, la camisa limpia. Tiene usted toda la planta de un hombre de clase intermedia, como dicen los jesuítas. Gente instruida y de ciudad, quiero decir. El en cambio es un hijo del pueblo, nacido en una aldea de San Marcos.
—Estuve a punto de saltar cuando hizo alusión a la venta de las armas.
—Hizo bien en quedarse callado. Es un hombre de trato difícil. Una frase o una palabra inapropiada le pueden encender.
—Me di cuenta.
—Por lo demás, es hombre serio. Tiene esa fama. No toma licor ni tiene más vicios que el tabaco y las mujeres. Al parecer, tiene hijos regados por todas partes. En la capital, en San Lorenzo, su pueblo, en Malacatán, en Quetzaltenango.
—Es grosero y agresivo.
—Debe disculparlo. No se sentía bien esta mañana.
—¿Cómo lo sabe?
—Se veía muy pálido y, de vez en cuando, se llevaba la mano a la frente, como si le doliera la cabeza. Debe de padecer la fiebre del trópico, pero, como es así de suyo, no lo dice.
Poco antes del mediodía, ya habían adquirido buena parte de los víveres. El calor desmayaba sus cuerpos y empapaba sus camisas de sudor. Y Néstor llegó a pensar que la canícula le hacía ver alucinaciones al reparar que un mismo rostro, el de un indio cuadrado y cejudo, lo mismo aparecía al voltear una esquina que al salir de un almacén.
Concluida la tarea, entraron a una pulpería a refrescarse y fue allí donde una voz conocida les hizo voltear la cabeza.
—¡Caray, caray! ¡Parece que fueran a alimentar un ejército!
Tom van Tolosa les sonreía con su aire de aristócrata del trópico, su banda de jaguar en el sombrero y su bastón de bambú. Lucía menos atildado que en el barco y no era ni de lejos el dandi que a Néstor le había parecido la noche anterior. El holandés tenía aire de madrugada prematura o de nocturnidad sin agotar. En la zona de la bragueta brillaba una mancha de grasa y en el cuello de su camisa afloraba una pelusa color gris. Traía la barba desordenada, los dedos sucios de nicotina y su aliento despedía el agrio efluvio del alcohol.
—Vaya, vaya, el holandés errante —replicó Andreu sin mucho entusiasmo.
—¡Qué más quisiera yo! Mi vida sería más feliz, viajando de polo a polo, y no de pantano en pantano.
Levantó el bastón con gesto cortés.
—¿Me permiten acompañarles?
—Andamos con prisa, amigo, y tenemos mucho qué hacer.
—Serán sólo unos minutos.
—Debemos irnos, señor...
—He sido autorizado para hacerles una última oferta —dijo, bajando la voz—. Setenta mil dólares. Sólo por las armas. El resto de las cosas lo pueden vender por su cuenta. Una ganancia extra que les podría venir muy bien.
—¿De dónde saca usted tanto dinero? —preguntó Néstor, medio en serio, medio en broma.
—¿Y eso qué puede importar? El dinero no tiene padre ni madre.
—Vamos a suponer que aceptamos su oferta. ¿Cómo nos la piensa abonar? —dijo Néstor.
—Con un pagaré de cobro inmediato.
—¿Para cobrar aquí, en Nueva York, en Nueva Orleans?
—Donde ustedes digan.
—Hay un problema, don Tomás —terció Andreu—. Mejor dicho, hay dos. Si cobramos aquí el pagaré, ¿qué vamos a hacer con tanta plata en la bolsa y en un país tan inseguro como éste? Quién quita que a la salida del banco no nos desplumen.
—¿Y cuál es el otro problema?
—Que no le conocemos a usted de nada—replicó Néstor con sorna— y que el pagaré puede ser falso.
—Tengo amigos aquí y en Ciudad de México. Ellos garantizarían el desembolso donde ustedes digan.
—Y de qué especie son sus amigos, ¿pejelagartos o cangrejos?
—El dinero no conoce de idearios.
—Si no quiere responderme a eso, dígame al menos de dónde son. ¿De Yucatán, de Tabasco?... ¿De Guatemala?
El holandés se detuvo en mitad de la calle. Había dejado de sonreír.
—Se lo dijimos anoche, señor —concluyó Andreu—. Las armas no están en venta.
Tom van Tolosa se colocó el habano entre los dientes.
—Se van a arrepentir —dijo, con risa forzada.
Por el tono del holandés, Néstor concluyó que la frase era más una amenaza que el epílogo de una frustrada negociación.
Aquella noche, una inesperada tormenta se abatió sobre San Juan Bautista de Villahermosa. La lluvia martilleaba las maderas del muelle de la Aduana y hería los torsos desnudos de los bogadores que introducían las cajas de rifles, los bultos y el bastimento en los lanchones. La mayoría eran jóvenes de brazos musculosos que se afanaban en repartir la carga en las frágiles embarcaciones de unas quince varas de largo por dos de ancho, protegidas en el centro por una techumbre de palma. El río parecía hervir y el muelle se había convertido en un escenario de sombras que los relámpagos iluminaban con azulados fulgores.
Poco a poco, el aguacero fue cediendo y cuando al fin se volvió llovizna, la pequeña expedición —un cayuco explorador delante, otro a la zaga y tres lanchones en medio— inició su deriva sobre el río henchido por la tormenta. Los bogadores en la proa y la popa de cada lanchón hundieron sus pértigas en el fondo del río, colocaron las puntas a la altura del pecho y dieron un primer envión. Los hombres bajo el sombrajo de palma palearon con los remos cortos y las embarcaciones comenzaron a moverse río arriba, acompasadas por los apagados gemidos de bogadores y remeros.
Néstor Espinosa se despojó de la camisa. Enjugó con las manos su rostro y sus cabellos húmedos y extendió la prenda sobre las cajas de rifles.
—No sea bruto, póngase la camisa —le ordenó Rufino—. ¿Cuál cree que es el mayor peligro de la selva,
¿i-cenciadoi
—dijo en un tono con el que parecía resentir el hecho de que Néstor lo fuese—. Dígame uno. ¿Las serpientes, los caimanes, las fieras? No, señor. El mayor peligro de la selva son los animales pequeños: las arañas, los escorpiones, las abejas silvestres, las avispas, los zancudos. Así que mejor haría en taparse.
Recogió Néstor la camisa con desgana y se quedó mirando de hito en hito al guerrillero.
—No deje nunca la piel al descubierto —le espetó Rufino, como si se tratara de una letanía—. Métase los pantalones dentro de las botas. Nunca se suba las mangas. No se le ocurra descalzarse. Mantenga la camisa abrochada. Siempre, ¿me oye?, a toda hora.
Néstor aceptó en silencio la reprimenda y volvió la mirada a la jungla, especie de bestia dormida que parecía acechar el paso de aquel extraño cortejo. El río era el camino. Navegaban sin referencias por un territorio cuya cartografía desconocían y perder el río era perder el norte. Había que dejarse conducir por los límites de su cauce, por sus bordes, sus ribazos. Néstor observaba las orillas, inquieto y tenso. La selva parecía estar no sólo al acecho, sino también a la defensiva, dispuesta a proteger su virginidad con uñas y dientes. La vida, pensó, debió de haber empezado en un lugar así, en una jungla tersa y viva, tal y como la veía él ahora. Cada ave, cada insecto, cada tronco caído, cada serpiente escondida bajo el humus y las hojas, estaban allí sin duda desde el principio del tiempo.
Miró el reloj. La una de la madrugada. Quería dormir, pero la ansiedad se lo impedía. Y para distraerse cerró los ojos y buscó el rostro de Clara. Sus facciones sonreían. Clara era la alegría encarnada. Y no había nada que hiciera tan feliz a un hombre como la alegría de una mujer. Imaginó que ésa debió de haber sido su expresión al recibir la carta firmada con el nombre de Segismundo Salmón, un apodo que le venía al dedo ahora que remontaba la corriente, y entendía mejor la hazaña de aquellos valerosos peces al desplazarse río arriba.
Para evitar cruzarse con extraños, la caravana tomaba a veces algún ramal paralelo. Las lanchas penetraban en oscuros túneles de vegetación que invadían el cauce y estrechaban el paso de la comitiva. En otros tramos del río, la corriente se volvía un remanso cuya aparente serenidad impedía ver las traicioneras corrientes que se movían bajo las lanchas. En momentos así, Néstor extraía el revólver y con la mirada fija en aquella celosía impenetrable, aquella bóveda oscura y hostil que entoldaba el curso del río y obligaba a los expedicionarios a pasar agachados bajo la fronda.
Al llegar a Torno Largo, una curva del Grijalva que parecía no tener fin, apareció una bruma blancuzca y voraz que flotaba sobre el río como un fantasma. Y allí fue preciso detenerse y anclar en la orilla hasta el amanecer.
Reanudaron la marcha cuando las primeras luces del día comenzaban a mostrar los desnudos ribazos del río y el pasmoso espectáculo de una interminable sabana salpicada de esteros y lagunas, en cuyas orillas se aburrían millares de impávidas garzas. Las riberas del Grijalva mostraban el efecto devastador del invierno: áreas sin vegetación, árboles arrumbados en las orillas o atascados en el centro del cauce.
A la mitad de un meandro, apareció una playa del color de la panza de un mulo más allá de la cual crecía un espeso matorral al que daba sombra una larga fila de macuili-ses y flamboyanes. El aluvión traído desde las montañas durante el invierno había estrechado el paso del río y, tendido de través, yacía un frondoso guayacán que la crecida había arrancado de cuajo.
Uno de los hombres que iba en el lanchón de vanguardia se volvió a las demás embarcaciones e hizo señas para que el convoy se detuviese. Rufino ordenó arrimar los lanchones al bancal de arena, mientras los del cayuco se acercaban al árbol caído para trocearlo con machetes y hachas.
De las orillas fluía un raro sosiego. Las riberas parecían inanimadas, como si la vida hubiese huido de ellas. Y Néstor experimentó una vez más el desagradable pálpito de la premonición. Aquel silencio no era normal a una hora en que las aves anunciaban la llegada de la luz y quiso comentárselo a Rufino, pero cuando se volvió para hablarle, notó que el guerrillero temblaba.
—Me viene la calentura —dijo, como quien anuncia el día—. Voy a recostarme un rato.
Rufino se refugió bajo la techumbre que protegía el centro de la lancha, se tumbó en el sollado y se tapó con una cobija. Néstor se volvió a la segunda embarcación, a cuyo cargo estaba Andrés, el cuellilargo, y agitó los brazos en señal de alarma. Pero la respuesta del lugarteniente de Rufino fue un gesto con el que venía a decir algo así como no se preocupe, déjelo tranquilo.
Uno de los bogadores comentó:
—Es la fiebre. En un rato estará bien.
Néstor no sabía gran cosa de aquella dolencia que enfebrecía a las personas en los trópicos. Sólo que se daba en lugares pantanosos, que en Italia se achacaba a un mal aire o
mal aria
y que se trataba con quinina. Rufino la padecía, sin duda y, por conocerla bien, le había ordenado a Néstor que se protegiera la piel al salir de San Juan Bautista.
Recordó entonces unas ampollas que Andreu había adquirido en Nueva York y, con el cuchillo de monte, empezó a desgarrar el fardo donde venían los vendajes y los medicamentos, pero no pudo llegar a la quinina. De improviso, las ramas del árbol caído empezaron a escupir fuego. Uno de los hombres que iba en el cayuco de vanguardia se dobló. Otro cayó de espaldas con un balazo en el vientre. El tercero se arrojó al agua y nadó hacia la primera lancha, justo cuando un fuerte crujido delataba la caída de un enorme sauce tras el cayuco de cola.
Los lanchones empezaron a retroceder hasta quedar enredados unos con otros en el limitado espacio que los árboles marcaban sobre el agua. La expedición estaba trabada entre ambos y el ribazo más cercano era inaccesible, salvo que se nadara hasta él.
Por entre las ramas del sauce recién caído varias carabinas abrieron fuego contra los lanchones, en tanto que de los matorrales situados más allá del banco de arena surgía un tercer eje de fuego más nutrido.
En instantes, el meandro se volvió un infierno donde las balas zumbaban como tábanos, se estrellaban con siniestros chasquidos en las cajas de rifles y en los sombrajos de los lanchones o emitían un silbido aterrador cuando penetraban en el agua.
Empujado por la corriente, el primer cayuco se deslizó hasta la lancha donde iban Néstor y Rufino, topó con la proa de ésta y quedó inmóvil. El lanchón de Andreu y Gregorio se movió hacia la orilla y encalló en la arena, a unos cincuenta metros de los salteadores que disparaban desde los arbustos. Y la embarcación de Andrés, el cuellilargo, quedó atrapada e inmóvil entre el primero y el tercer lanchón.