Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
Aún así, se veía nervioso. Rufino estaba acostumbrado a escaramuzas menores con las tropas del Gobierno, no a enfrentar una fuerza muy superior a la de aquellos veintisiete jóvenes que, parapetados tras los matorrales y los troncos, esperaban arma en mano el encuentro con la muerte o con la gloria.
Rufino avanzó unos pasos hasta el borde del espolón y, con la mirada puesta en la cumbre de Ixchiguán, iluminada ya por la luz del alba, dijo con expresión ausente:
—Tiene dudas.
Néstor se le quedó mirando y, con la voz opacada por el pañuelo que le cubría la boca, preguntó a su vez:
—¿Por qué habría de tenerlas?
—Las personas inteligentes siempre dudan.
—Mucho me temo que yo no lo sea. La duda, además, no implica inteligencia. A lo mejor, es sólo una respuesta al miedo. Y de eso sí que podría hablarle un buen rato.
—No se haga, tiene dudas. Me basta con mirarle a los ojos. Puedo leer en ellos como en un libro.
—Pues se equivoca. No dudo de usted. Tampoco de su perspicacia ni su ánimo.
—Déjese de babosadas,
licenciado
, y dígame lo que piensa.
Néstor no sabía por qué despertaba siempre los demonios personales de Rufino, pero situaciones como aquélla le habían llevado a pensar que el guerrillero le utilizaba, si no como consultor de oficio, como voz de su conciencia. En toda decisión importante, buscaba la mirada o la opinión de Néstor, como si esperara de él un certificado de solvencia o la confirmación de que lo que hacía era lo debido.
—-Tengo una pregunta.
—Suéltela.
—¿Por qué los ha puesto tan pegados?
—¿A qué se refiere?
—A los hombres. ¿Por qué los ha puesto tan juntos?
—Para concentrar el fuego, para qué va a ser.
—¿Y de dónde sacó que eso era necesario?
—Y usted, ¿de dónde sacó ese pañuelo tan lindo?
—Ése no es asunto suyo.
—-Ni el de usted criticar cómo dispongo a mis hombres para el combate.
Néstor se refugió en un molesto silencio. No se entendían, no había manera. La posición de los hombres era la que, con toda seguridad, Rufino había utilizado siempre, pero combatir con carabinas de mecha era una cosa y hacerlo con los
Remington,
otra. Y tal vez —sólo tal vez— no estaba muy convencido de que concentrarlos fuese la mejor estrategia y por eso había ido a consultarle a Néstor.
—Le diré la razón —concedió Rufino, al fin, de mala gana—. Si Búrbano se ha dejado venir con todos los soldados del corregimiento, serán unos trescientos hombres. De modo que, si llegáramos al cuerpo a cuerpo, como es probable, y estamos muy separados, acabarán con nosotros en menos que se persigna un cura.
—No lo creo...
—Qué sabrá usted de estas cosas —replicó Rufino.
Néstor trató de ser, una vez más, amable.
—Muy poco, pero quiero que sepa que no pretendo competir con usted. Sólo trato de serle útil.
—¿Util? ¿Qué útil puede ser un
licenciado
en un lugar como éste?
—¿Me ha venido a preguntar o prefiere que me calle?
Rufino gruñó, pero no se movió del lugar, como si hubiese accedido a pactar una tregua.
—Sólo quería recordarle que un
Remington
le da a un solo hombre la misma potencia de fuego que a quince o veinte armados con carabinas de mecha.
—O sea que, en realidad, no somos veintisiete, sino... déjeme ver... unos quinientos. ¡Qué maravilla, licenciado! Ni el Señor de Esquipulas hace milagros tan grandes.
Néstor hizo caso omiso de la guasa y prosiguió:
—Con esto más. Debido a su precisión, el
Remington
puede concentrar el fuego donde usted quiera. No es necesario que los hombres estén juntos. Basta con que disparen al mismo blanco. De manera que, en vez de colocar a los hombres en el centro de la loma, sería mejor situarlos en los extremos. La mitad en este espolón; los demás, en la otra punta, y sólo unos pocos en el centro para despistar a Búrbano. Esta ladera es el único sitio por donde pueden atacarnos, y ahí, los rifles generarían un fuego cruzado mortífero.
Rufino parecía no escuchar. Miraba para otro lado como si la cosa ni fuera con él. Pero Néstor sabía que no perdía una palabra de lo que le decía y que su aparente reticencia era sólo una pose.
— La efectividad de estos rifles —continuó Néstor, señalando el suyo— mantiene alejado al enemigo. Las carabinas, en cambio, están obligadas a disparar muy cerca, pues no aciertan un toro a treinta pasos.
El guerrillero dirigió a Néstor una mirada de extra-ñeza.
—Lo que quiero decirle es que los
Remington
pueden evitar la posibilidad del cuerpo a cuerpo y que, si distribuye a los hombres como le digo, la potencia de fuego hará pensar a Búrbano que somos diez o quince veces más de los que somos.
Néstor no estaba muy seguro de lo que decía, pero si Mclnnery estaba en lo cierto, la táctica no podía ser otra.
Rufino movió la cabeza con un gesto de incredulidad y, dibujando en los labios una sonrisa burlona, hizo ademán de alejarse. Pero sólo alcanzó a dar unos pasos. De repente se detuvo y su mirada se clavó en los cerros con el gesto de un ave de presa. Néstor miró en la misma dirección. Una larga fila de hombres a pie y a caballo bajaba por el camino de Ixchiguán. La columna se movía por la sinuosa vereda como una culebra oscura cuya cola desaparecía en un recodo y, luego de una breve pausa, asomaba la cabeza en el siguiente.
—¿Cuántos cree que son? —preguntó Rufino.
Era difícil contarlos, pues aún estaban lejos, pero Néstor avanzó una conjetura.
—Más de trescientos no son, pero tampoco menos de doscientos.
—No está mal, para ser un
legisperto.
Y sin decir otra cosa, se dirigió a grandes pasos hacia donde se apostaban sus hombres.
El coronel Búrbano escuchaba distraído el informe de los exploradores que Guillén había enviado a las cercanías de la loma donde se atrincheraban los rebeldes.
Han elegido una buena posición, le decía el capitán, pero no tienen salida por la parte trasera de la loma, debido a lo escarpado del terreno. A decir verdad, la tienen, pero a costa de romperse el alma si intentan huir por ese lado. Bastará situar allí unos pocos fusileros para impedir que escapen por ahí. Los dos espolones son además muy escarpados, así que el ataque debe hacerse por el frente de la loma. Tiene una pendiente suave, de unas ciento cincuenta yardas, que los soldados pueden subir al trote. Será sencillo alcanzar la cumbre sin muchas bajas, debido a que la distancia a la cima es corta.
—Muy bien, Guillén —dijo Búrbano—. Haremos un primer asalto con las compañías de Cárdenas y Rubio, y dejaremos la suya en reserva para rematar, en el caso de que sea necesario.
—No resistirán el primer asalto, mi coronel. Se lo aseguro.
—Eso espero.
Búrbano sacó su reloj de bolsillo. Eran las tres y media. Miró a lo alto. Las habituales nubes del atardecer se habían empezado a formar y amenazaban desplomarse pronto de los cerros.
—Y saque de ahí a esos mirones. Cuatro gatos en el pueblo y tienen que venir a ver la fiesta. ¡Vaya, vaya, no se me quede ahí pasmado!
El coronel volvió grupas, oprimió con las rodillas los flancos del caballo y trepó hasta una pequeña milpa para observar desde allí el zafarrancho.
Media hora más tarde, los hombres de Búrbano comenzaron a salir del bosquecillo. Traían caladas las bayonetas y habían dejado en el suelo los morrales para ascender más deprisa.
—Ahí vienen —murmuró Rufino.
Luego, inesperadamente, murmuró con los dientes apretados:
—¡Ese maldito
piojoso
! ¡Cuando averigüe quién es, lo voy a despellejar vivo!
Néstor no dijo palabra. Durante la última hora, Rufino había repetido la amenaza varias veces. Y entendía su indignación. Alguien, a quien se refería siempre con el nombre del
piojoso
, los había delatado. Alguien había advertido a Búrbano del lugar donde los rebeldes le tenderían la celada. Y ésa debía de ser la razón de que la tropa del corregidor se hubiese detenido a una distancia prudente de la colina para preparar el asalto desde allí.
Sólo un par de horas antes estaban en posición de ventaja y con la iniciativa en sus manos. Pero la delación lo había cambiado todo. Se había perdido el factor sorpresa y, de tramperos al acecho de una fiera desprevenida, se habían convertido en víctimas de su propia trampa.
—El gobierno ha de tener espías en todas partes —explicó Néstor—. En Chiapas, en México, aquí.
—Ya sé, ya sé, licenciado —repuso Rufino, con irritación—. El mundo está lleno de cabrones, pero, por Dios, y aun a pesar del piojoso, que hoy vamos a darles a éstos en la madre.
Néstor movió la cabeza de arriba abajo en señal de acuerdo. Como en otras ocasiones, no habría sabido decir si algunas expresiones de Rufino obedecían más a la arrogancia que a la imprudencia, pero no podía dejar de admirar la confianza que aquel hombre tenía en sí mismo y en su habilidad para inspirársela a aquel puñado de hombres a quienes había dirigido sólo minutos antes una fervorosa arenga.
Vamos a cambiar la historia del país en este cerro, les había dicho con sencilla oratoria. Lucharemos aquí hasta morir. No habrá rendición. Si lo hacemos, no tendrán compasión de nosotros. Nos fusilarán sin contemplaciones o nos colgarán de un pino. Eso si no nos cortan la cabeza. Lo sé muy bien, los conozco. Sólo tenemos una salida, vencer. Vencer a toda costa.
A Néstor le había corrido un hormigueo por la espalda. En esos tensos minutos, Rufino había propagado entre el grupo de rebeldes el irresistible atractivo del garañón que conduce la manada, sobre todo cuando aquel hombre tosco y brutal, hecho a las asperezas de las sierras de San Marcos, concluyó su exhortación diciendo:
—No es la fuerza de un ejército lo que forja las victorias. Es el valor y el espíritu de sus hombres. Somos superiores por eso. Y también más fuertes. Vamos a derrotar a esos soldados porque, para ellos, éste es sólo un combate más. Para nosotros, en cambio, es el más importante de nuestra vida. ¡Hagamos una patria nueva y justa para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos! ¡Viva la libertad! ¡Muera la tiranía de la aristocracia y de los curas!
A la arenga siguió un profundo silencio. Y Néstor no pudo por menos de recordar las palabras de Mclnnery en
The Palisades.
La vida te ha traído hasta esta colina, se dijo, y no te queda otra alternativa que luchar. Todo sucederá en segundos, después de ese silencio que pone en orden tu mente, después de recordar las mejores horas de tu vida, tus ideales, tus amores. No es el
whisky
lo que infunde valor. Ni la arenga del teniente. Ni el sonido del clarín. Son tu fe y tus convicciones las que te ponen en pie.
El toque de carga sonó en el interior de la arboleda. Los tambores comenzaron a batir y la tropa de Búrbano se lanzó al asalto, colina arriba, exhalando un griterío aterrador.
Néstor experimentó un espasmo. Tenía las manos heladas y las sienes le latían con violencia. La turba transmitía un terror primario, pero, a la distancia que se encontraba, sus carabinas eran todavía inútiles.
Así se lo había explicado a Rufino cuando, tras una breve deliberación con el sobrino del general y los demás oficiales, el guerrillero se inclinó finalmente a aceptar la táctica sugerida por Néstor. Los hombres se habían escaqueado a lo largo de la cumbre y ahora observaban, sus ojos en el punto de mira, sus dedos en los gatillos, el progreso de la tropa de Búrbano.
—Recuerde que ellos sólo podrán hacer un disparo —le decía Néstor al oído—. No tienen tiempo para más. No se pueden entretener recargando sus carabinas de mecha. La distancia es demasiado corta. Se la van a jugar en el cuerpo a cuerpo. Por eso hay que detenerlos ahí abajo.
—¿Dónde?
—Aguarde un poco.
Los hombres de Rufino tenían una instrucción precisa, una sola. No debían disparar hasta que él diese la orden.
Y Rufino no lo iba a hacer hasta que Néstor le dijera a qué distancia los
Remington
eran más efectivos en manos de unos oficiales a los que el
licenciado
había entrenado personalmente y de cuya efectividad podía hacer algún estimado.
—Deje que se acerquen más —acertó Néstor a murmurar con la boca seca.
Esperar aquella avalancha era como ver venir a un tigre rugiendo. Y por el gesto de Rufino, dedujo que tampoco a él le gustaba lo que veía. Los hombres que, zigzagueando entre los arbustos, ascendían a la colina podían ser ignorantes y toscos, pero no eran salteadores como los del río, sino gente avezada al combate. Se percibía en sus movimientos, en la manera de portar el arma, en la disciplina que mostraban al correr, en cómo seguían las instrucciones de los oficiales que, con el sable en una mano y un revólver en la otra, les gritaban y hacían señales para acelerar la marcha de las puntas y enderezar las líneas de ataque. La apretada formación se empezaba a desdoblar hacia los lados y ahora integraban dos líneas compactas que iniciaban un movimiento envolvente hacia la cima de la loma.
La tropa estaba cada vez más cerca, pero, aun con el corazón en la boca, Néstor dispuso esperar. Debía sobreponerse al pánico de una posible muerte súbita y pensar con calma. Hacer fuego desde aquella distancia habría sido dilapidar la munición.
Cerró los ojos y se encomendó a San Brendan Mcln-nery, suplicándole que la estrategia resultase. Y cuando los abrió de nuevo, los hombres de Búrbano estaban ya a unas sesenta yardas. Entonces, se inclinó al oído de Rufino y susurró:
—Ahora, mi coronel.
Rufino se puso de pie, dio unos pasos atrás, desenfundó el sable y gritó:
—¡Fuego a discreción! ¡Fuego! ¡Fuego!
Néstor se llevó el rifle a la mejilla y, enardecido, comenzó a disparar con la misma rapidez y eficacia con que había tiroteado a los patos de Bergen County.
La descarga fue arrasadora. Varios soldados cayeron como costales, fulminados por las balas. Los rebeldes disparaban con destreza y, en menos tiempo de lo que se dice, sembraron el desorden en las dos líneas de ataque.
A la tropa de asalto no le quedó más remedio que arrojarse al suelo para protegerse del mortífero abejero que bajaba de la loma. La poderosa percusión de los
Remington y
la implacable tempestad de metralla que brotaba de ellos impedía a los soldados de Búrbano ponerse en pie. Caía tronchada la vegetación al impacto de las balas y del suelo emergía un furioso rocío de arcilla, como si la tierra estuviese reventando por sus poros.