El sueño de los justos (53 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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Y el padre Arroyo se lo contó al administrador de la Mitra, un carlista español que fue militar antes que cura, Raull y Bertram. Y con el fin de hacer las paces con el presidente, Raull le dio el soplo a Rufino. No cambian. No cambiarán nunca.

—Usted y su clerofobia.

—A estas alturas, mi querido Néstor, debería ya saber que el Alto Clero es, primero que nada, una organización política. No niego que soy anticlerical y que puedo equivocarme, pero, ¿por qué habría de mentirme
Sarastról
No se puede creer: después de haber sido vilipendiada, flagelada y expropiada por Rufino, viene la Iglesia y se arroja a los pies del dictador. Así es esa gente de sotana. Mejor estar con el poder, aunque sea de monaguillos.

Saint-Just
hace girar el bastón de bambú, mira al suelo, ensimismado y, luego de una larga pausa, agrega:

—Este es el invierno de nuestro descontento. Y el fin de nuestra quimera. Porque así veo la revolución yo ahora, como una bonita quimera. ¿Puede creer que Rufino ha puesto ministros conservadores en su gabinete?

—¿Y el cura implicado en la conspiración? ¿Qué van a hacer con él?

—Es un fanático a quien la Iglesia no va a ayudar. Harán las gestiones formales para que Rufino le indulte, pero el clérigo está condenado de antemano. Y a Raull, me dice
Sarastro,
le importa poco que lo fusilen.

—¿Pero quién va a creer que la conspiración fue cosa de dos militares y un cura?

—Ese es el meollo del asunto. Rufino necesita chivos expiatorios, no importa que sean más inocentes que una escoba, para que acompañen a los militares traidores. Y Joaquín va a ser uno de ellos. Es conservador, es opositor y es posiblemente un idiota que se metió en camisa de once varas sin saber dónde se metía. Todo está corrompido, todo apesta. Somos lo que somos, Néstor, una masa sin educar, gobernada por un grupo de bárbaros.

—No he tenido mi mejor día. Usted, por lo visto, tampoco.

—No es el día. Es la fatiga, el desaliento. ¿No le pasa a usted algo parecido?

—De vez en cuando.

—Tenía razón Joaquín. No se puede introducir la razón allí donde la razón no es bienvenida. No sin violencia ni sangre.

—¿Fue eso lo que le apartó de Rufino?

—Algo así.

—¿Qué sucedió entre él y usted?

—Creí verme en un espejo. Y no me gustó. Mejor dicho, no me gusté. Hacer la revolución que yo quería era terrible. Había que matar, torturar, convertirse en una bestia. No pude. La realidad me paraliza. Soy incapaz de hacer las cosas que pienso y digo.

—Ser coherente es costoso.

—Hay que vivir, conservar los amigos, la familia. Les exigimos demasiado cuando les pedimos que renuncien a su propia coherencia para que acepten la nuestra. Y el costo es, a menudo, perderlos. La coherencia ideológica es un privilegio de minorías. Sólo ellas pueden permitirse ese lujo. La mayoría no somos así, pero nos gusta que otros lo sean para convencernos de que la utopía no ha muerto.

Se alza el sombrero con la punta del bastón, rebufa y, luego, con corrosivo sarcasmo, resume su perorata:

—El poder se ha quedado sin intelectuales y el liberalismo se ha vuelto una tiranía apoyada por la Iglesia. ¿Qué ganas le pueden quedar a uno de seguir en esta lucha?

Saint-Just
se queda callado y, por momentos, sólo se escuchan en la calle los gritos y las carreras de sus hijos.

—Creo que Joaquín es inocente —dice al cabo—. Lo digo al margen de lo que hubo entre ustedes dos o de que no me cayera bien. Es injusto lo que Rufino quiere hacer con él y con los demás detenidos.

—¿Cómo sabe que Joaquín es inocente?

Saint-Just
se vuelve a Néstor y sonríe con intención.

—No lo sé, lo intuyo.

Dirige la mirada a su familia, a sus hijos. Mira al cielo desnudo de nubes. Se detiene.

—Nunca tuve la ocasión... bueno, sí la tuve, pero me faltó la voluntad. Nunca le agradecí que su intuición nos salvara aquella noche en
Las Acacias.
Eran mis días peores. Estaba muy obcecado, no era el que soy. Los creyentes acallan sus dudas. Yo hace tiempo que acallé mis certezas.

—Todos tenemos derecho a cambiar.

—Me casé, tengo hijos. Veo la vida de otro modo. No soy todo lo feliz que quisiera, pero bastante más de lo que nunca esperé.

En forma inesperada,
Saint-Just
se ha vuelto todo lo amistoso que puede volverse una persona a quien le cuesta demostrar afecto.

—Hace mucho que no hablo con Joaquín —murmura—. Y aunque no estaba de acuerdo con él en muchas cosas, fue uno de los nuestros. Si se le ocurre alguna idea y cree que puedo hacer algo por él, avíseme. Yo también quisiera ayudarle... en la medida que me sea posible.

4. Noche de espantos

A las tres de la mañana, el presidente aparta la colcha y se sienta al borde del lecho. Está vestido porque no se ha desnudado y apenas ha dormido unas horas. Podría tratar de conciliar el sueño, pero debe levantarse. Necesita crear la impresión de movimiento, de estar en todos lados y en ninguno, para que nadie sepa con certeza dónde se halla.

Se dirige al lavamanos de peltre y se mira en el espejo. Observa sus marcadas ojeras, su frente fruncida y la perilla en forma de candado a la que le han nacido algunas canas. Se la retocará más tarde, cuando haya luz. Por ahora, sólo se lavotea la cara, se calza unas botas a la rodilla y se ajusta un cinturón del que cuelgan dos revólveres.

No le espera un día fácil. Desconoce todavía cuán extensa pueda ser la maraña tejida en su contra, pero ya ha tomado la decisión de que no habrá juicios, sino sentencias dictadas por el juez supremo del país que es él. Su conciencia no se lo reprocha. Hace lo que debe y punto. Y para tener más libertad de acción, ha alejado a su familia unos días. Así no tendrán que ver el trajín que él se trae, ni sabrán de los interrogatorios, ni de los suplicios ni de las ejecuciones.

El mandatario tiene virtudes, no obstante, que compensan sus excesos. Es frugal a la hora de comer, nunca prueba el alcohol y ha nacido para ser padre. De hecho, a la edad de cuarenta y dos años, tiene más de cincuenta hijos ilegítimos desperdigados por toda la República, a más de otros tres nacidos de su matrimonio legal. El hijo del pueblo, como le gusta llamarse, se ha casado con una aristócrata, lo que tampoco le molesta demasiado. Siempre ha asumido sin pesar sus contradicciones. Haber unido su sangre mestiza con la de una joven blanca no ha sido óbice para seguir acosando a la clase que ha perseguido, flagelado y ejecutado desde que llegó al poder. La joven tiene ahora diecinueve años, se casaron cuando ella tenía dieciséis, y juntos han procreado dos niñas de uno y dos años, respectivamente, y un varón recién nacido. Y sólo pensar lo que les hubiera podido ocurrir de haber tenido éxito la sedición, le tiene desquiciado. El presidente nació para ser padre, sí. Y ahí están las pruebas. Pero que no le pidan ternuras. Antes de que acaben con él, se llevará por delante a cuanto desgraciado se oponga a sus designios. Se llama Justo Rufino, pero no le gusta que le digan Justo. Sabe que para su generación no lo es, pero eso tampoco le importa. Serán las generaciones próximas quienes lo decidan. También sabe que no es elocuente ni sutil. ¿Y qué? Su poder y su carisma provienen de su genio y su carácter, y de su habilidad para sobrevivir y para leer a la gente. Y de la energía que despliega en días como éstos, practicando el juego de la ubicuidad, moviéndose con sigilo a horas extrañas y sorprendiendo a centinelas y generales con apariciones súbitas que todos esperan angustiados como si se tratara del Juicio Final.

El presidente abre la puerta de su cuarto y sale al corredor.

—Buenos días, Feliciano —le dice a su secretario en tono frío y distante.

—Buenos días, don Rufino —responde Feliciano, quien espera a su jefe desde hace media hora, sentado en una silla.

En la casa ya hay luces encendidas, así como sirvientes que se mueven por los corredores donde una docena de soldados con la nuca tiesa se van cuadrando al paso del mandatario.

Cuando sale a la calle, un hombre emerge de las sombras, uno de los pocos coadjutores que, con Feliciano García, sigue la agenda de presidente.

—Buenos días, don Rufino.

—Buenos días, Fernando.

El hombre se apellida Córdova. Viste de negro riguroso y, en las sombras de la noche, parece un zope descomunal.

—¿Qué noticias me tiene,
Cordovitá?.

—No muchas, don Rufino. Hemos detenido a otros seis sospechosos, pero es difícil probar nada.


Cordovitá,
se lo tengo dicho. No necesita tener los pelos de la mula en la mano para decir que es parda. Usted me trae una mula. Y ya veré después lo que hago con ella, ¿me explico?

—Sí, señor presidente.

—Pues no me obligue a repetírselo.

El mandatario cierra la plática ahí. Todo lo que le interesa de momento es saber si alguno de los detenidos ha cantado, después de suavizarle con mimbre las espaldas y las nalgas.

—Apúrese, Feliciano. No se me quede atrás.

—Sí, don Rufino.

El trío pasa ante la puerta principal de la Comandancia de Armas, dobla la esquina sur del edificio y entra en el cuartelillo trasero donde reside la compañía de soldados que se ocupa de la seguridad del palacio y sus inmediaciones.

Cuando los centinelas ven llegar al presidente, se produce un gran revuelo. El cabo de guardia comienza a dar gritos y del interior del barracón sale un teniente a medio vestir. Detrás aparece el general Cuevas, hombre joven y de aire marcial, abrochándose el correaje del uniforme y, pocos pasos atrás, Sixto Pérez, jefe de la guardia pretoriana del presidente, rebautizada no hace mucho con el nombre de Guardia de Honor.

Córdova, Pérez y Cuevas conforman la temida trinca del mandatario. Ellos son, respectivamente, el espía, el inquisidor y el verdugo encargados de desentrañar la conjura y castigar con todo el peso del poder a sus autores.

El presidente pasa ante sus hombres sin devolverles el saludo.

—¿Ya confesaron? —pregunta.

—No, señor presidente —responde Pérez, hombre de catadura siniestra—. Los seis se resisten a hacerlo.

—Hijos, Sixto, voy a tener que cambiarlo por alguien más eficaz.

—Son duros, señor presidente. Juraron morir antes de delatarse entre ellos.

Seguido por varios soldados, el grupo se adentra por el pasillo que conduce a los calabozos. El lugar es oscuro y lúgubre y las candelas de sebo que cuelgan de las paredes sólo alcanzan a esbozar una procesión de sombras.

A un gesto imperativo de Pérez, un soldado descorre los cerrojos de las gruesas puertas de madera reforzadas con tirantes de hierro. Las celdas son pequeñas, de unos tres pasos de ancho por cuatro o cinco de largo y carecen de ventanas. Sus paredes están ennegrecidas y apestan a orines y heces.

Cuevas ordena sacar a los cautivos y formarlos frente a su respectivo calabozo. El sexto no puede tenerse en pie y lo dejan tirado en el suelo.

—¿Cómo se llaman? —pregunta el mandatario.

—José María Guzmán, Nazario Santa María, Tomás González, Francisco Carrera y aquél es don Jesús Batres.

El presidente se acerca al primero de ellos, quien se cubre con una frazada y tiene los pies descalzos. No puede erguirse. Su mirada está en el piso y tiene los brazos cruzados sobre el pecho. El mandatario no se puede contener y descarga en la cabeza, las orejas y las espaldas del infeliz una lluvia de zurriagazos con la fusta.

—¡De manera que querías asesinarme! —dice con voz trémula—. ¡A mí y a mi familia! ¿Eh? ¡Responde, hijo de la gran puta!

A Guzmán le cuesta hablar y, cuando abre la boca, rasgada por una de las comisuras, sólo alcanza a mendigar piedad con la mirada.

El presidente le cruza el rostro con otro latigazo.

—¿Por qué, maldito, por qué?

Guzmán logra articular unas palabras.

—Soy inocente, señor, soy inocente... —dice con voz desfallecida.

Encogido sobre sí mismo, a Guzmán le puede más la humillación que el dolor. Ha caído de rodillas y, con la mirada en el enlosado, repite:

—Soy inocente, señor... Nada tengo que ver con ninguna sedición... No sé quiénes son Rodas ni Kopetzky... Ni siquiera había oído antes sus nombres...

La bota del presidente golpea el rostro del desdichado quien estrella la cabeza con la puerta del calabozo y queda inmóvil, tendido en el suelo.

—Pedazo de cabrón...

El mandatario respira hondo y, algo más sereno, inquiere:

—¿A qué se dedica este tipo?

—Fabrica ollas, cántaros de leche, cubetas, cosas así.

—¿Un hojalatero?

—Sí, señor presidente.


Cordovita
, es usted un imbécil. ¿Cómo se le ocurre que alguien se vaya a creer que un hojalatero es parte de una conjura contra el presidente de la República? ¿En qué pie queda parada la Guardia de Honor y todos los que me cuidan a mí y a mi familia?

—Yo... señor presidente...

El chicote del mandatario cae varias veces sobre
Cordovita
quien se cubre para evitar los golpes.

—¡Estoy rodeado de estúpidos! ¿Qué clase de información obtiene por ahí, pedazo de ladrillo tocho? Y los demás, ¿quiénes son?

Nadie responde al presidente. El miedo los tiene sobrecogidos.

—¡Respondan, carajo! ¿O es que no hablan
la Castilla
? ¿A qué se dedican éstos?

Sixto Pérez se aventura a contestar.

—Ese tiene un taller de carpintería, aquel otro es escribano, éste medio calvo es un comerciante y el que está al final de la fila tiene una finca en Patulul.

El presidente cierra los ojos, en señal de resignación. Los reos tienen poca pinta de ser miembros de ninguna sociedad secreta.

—¿Y quién es ése de ahí? —dice señalando con la fusta al que yace tirado en el suelo.

—Se llama Joaquín Larios.

—Importa vinos y licores —dice Cuevas.

—Pero tiene antecedentes —aclara Sixto Pérez—. Durante la revolución, formó parte de la resistencia conservadora y parece ser que ayudó a los curas a financiar la rebelión de Oriente. Ha perdido el conocimiento. Se nos fue la mano con él, pero ya va a volver en sí, no tenga pena.

—Un tipo que aguanta tanto, quizás no sea culpable —acierta a decir el secretario del presidente.

—No se meta en esto, Feliciano.

—Sí, señor presidente.

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