Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
Observó a Joaquín soplarse los dedos y alzar el brazo armado con el viejo
Colt Dragoon.
Tenía cinco segundos para efectuar un disparo, uno solo. Si apuntaba más tiempo del debido, el juez podía interrumpir el duelo y ceder la iniciativa al rival.
Pero Joaquín no necesitaba esperar tanto. Era muy hábil con las armas. A quince pasos no podía fallar. Y Néstor deseó con todas sus fuerzas que no fallara.
El fragor de la detonación rebotó en las laderas de los barrancos y, cuando su eco se extinguió, tuvo la rara sensación de haber sido transportado a otro lugar y otro tiempo.
Abrió los ojos, aturdido. La carreta con el ataúd seguía en el mismo lugar, lo mismo que el cirujano y los caballos. Los testigos, el juez y Joaquín le miraban expectantes.
Deben de llevar siglos ahí, se dijo.
Movió los ojos a un lado y otro con cautela. Quería cerciorarse de que cuanto veía era real. Y sí, en efecto, lo era. Todo a su alrededor parecía revivir. Las ardillas abandonaban sus escondrijos, los cenzontles estrenaban su canto y del fondo de los abismos, entre jirones de bruma, ascendía un aroma a flores nuevas.
La muerte, sin duda menos ofuscada que él, había tenido el buen criterio de pasar de largo. Y esos cinco segundos de espera, mientras Joaquín le apuntaba, le habían revelado, no tanto las cosas por las que merecía la pena luchar (era sencillo descubrirlas) cuanto aquellas por las cuales no se justificaba morir. Algo había muerto en su interior, eso era cierto, pero él seguía vivo. Su espíritu latía ligero y se sentía, sin esperarlo, solvente consigo y con el mundo. En realidad, no debía nada a nadie. Ni a Joaquín ni a Clara ni a su país. Les había entregado lo mejor de sí y ellos le habían dado la espalda.
Giró el cuerpo hasta ponerse de perfil y alzó el
Remington
de cinco tiros que
Chico
Andreu le había regalado en Nueva York un día de aguanieve y frío.
A la distancia señalada, Joaquín esperaba, imperturbable, el disparo. No se había quitado la levita y los dorados botones de la prenda espejeaban al posarse en ellos los primeros rayos de sol.
Néstor dejó escapar un suspiro de nostalgia. Como un fogonazo, la memoria le había traído de regreso una de las tantas astucias que el bueno de Brandon Mclnnery le había enseñado en Bergen County, el mismo ardid que los
sharpshooters
yanquis practicaban durante la Guerra Civil para eliminar oficiales durante el combate y dejar al enemigo sin mandos.
—Apunte a los botones de la guerrera —le había dicho Mclnnery—, no hay referencia mejor ni más letal.
Néstor adelantó el pie derecho y, cuando sintió el cuerpo equilibrado, estiró el brazo, llenó los pulmones de aire y, tras dejarlo escapar lentamente, pulsó con suavidad el gatillo.
—Ahora sí que me cayó el peso de la noche encima, Elena. Quisiera descansar un rato.
—Ven, te mostraré la habitación.
—Espera un segundo... Gracias por escucharme. Hay pocas personas que tengan la paciencia de atender desgracias ajenas y que estén, además, dispuestas a ayudarte.
—No tienes nada que agradecer, Clarita.
—Por supuesto que sí. Las mujeres como tú son espejos en los que las demás nos miramos. Lástima que estuviste tantos años fuera. Siempre fuiste un ejemplo para mí, desde que íbamos al colegio. Eras fuerte, inteligente y, sobre todo, protectora con las vulnerables y las débiles.
—Exageras.
—Muy al contrario. Tuvo que ocurrir algo como lo ocurrido hoy para que pudiera hacer un balance de mi vida sin engaños ni tapujos. Así que, además de mi espejo, ahora eres también mi confesora.
—El pasado no se puede cambiar, pero confiemos en que el malentendido tenga arreglo.
—Temo al presidente, Elena, temo que no permita que los tribunales aclaren lo de Joaquín. Alguien tiene que hablarle y yo no puedo pensar en otra persona que en Néstor. ¿No es una fatalidad? Es como si le dieras un bofetón a alguien y le exigieras, encima, que te pidiera perdón. Pero no tengo a quien recurrir. Sólo a él... ya ti, mi querida amiga.
—Si Néstor te amó una vez como me dices, no debes perder la esperanza.
—No sé qué decirte. La memoria me tortura por lo que hice y no puedo evitar sentirme culpable. Es como si un duende se hubiese introducido en el tapanco de mi casa y deambulara por él haciendo crujir día y noche sus maderas... ¿Oíste eso?... ¿Oíste esos golpes o me estoy volviendo loca?
—Sí, los he oído.
—Parece que llaman a la puerta.
Los golpes eran contundentes, pero opacos. No tenían el sonido ligero de las aldabas, sino otro más áspero y exigente.
Elena se acercó a una de las ventanas.
—La calle está llena de soldados —dijo.
—¡Es lo que me temía, Elena! ¡Debieron ver que venía hacia aquí y me están buscando!
—Cálmate, Clarita. Tranquila. Es en la casa de enfrente. No pasa nada, tranquila.
Afuera, los culatazos estremecían las maderas del portón vecino, y los reniegos y amenazas de los soldados agrietaban el silencio de la noche.
Nueva Guatemala de la Asunción,
jueves 1 de noviembre de 1877
A las diez de la mañana, la ciudad ha recobrado el pulso perdido durante la noche anterior. Hay un callado bullicio en los arrimos del viejo cementerio donde visitantes y deudos se mueven con curiosidad y sonrisas entre tenderetes y chinamas. Algunos parecen no saber nada de los allanamientos, las detenciones y el miedo de la víspera, como ese caballero vestido con un terno inglés que se ha detenido a comprar flores. Otros acaso pretendan no saberlo, como esa florista de expresión intraducibie que se mueve entre haces de plantas ornamentales, recipientes de barro con agua y canastos repletos de dalias, margaritas y rosas.
—¿Le pongo mortal de seda, caballero?
Las dos coronas armadas con varas de encino y rellenas de pajón están casi concluidas, pero la vendedora ha hecho cábalas. Falta contraste, color. Demasiadas flores blancas. El mortal de seda, en cambio, una humilde flor de color violáceo, puede avivar la palidez de los adornos que le arregla al caballero.
Extasiado por lo que huele y lo que ve, el caballero no responde. La florista hace un gesto vago y, echando mano de otro ramillete, pregunta:
—¿O prefiere terciopelo monárquico?
El caballero observa con mirada perdida la polícroma acuarela que brinca a su alrededor. Hace tiempo que no se detiene a observar las flores y eso le tiene encandilado. Aspira una y otra vez los aromas del pequeño vergel y sonríe sin decir palabra mientras, ante la paciente mirada de la florista, escudriña los deslumbrantes crisantemos, las enhiestas varas de nardo o las agudas hojas de pacaya salpicadas de rocío.
—¿Terciopelo monárquico? —responde al fin—. No conozco esa flor. ¿Cómo es?
La mujer le muestra un mazo de florecillas en tonos granate y azul ultramar.
—Aquí la tiene.
El caballero asiente con un gesto complacido y la florista procede a entreverar las coronas con
terciopelos
y
mortales.
Las remata y las adorna con algunas hojas de ciprés, cobra sin mover una ceja y despide al caballero con un dulce y alargado buenos días.
Pero el acceso al camposanto no está sólo orillado con puestos de flores. También abundan las viandas. Y a medida que se acerca a la puerta principal, el caballero percibe más intensos los olores a longaniza asada y a maíz hervido. Humean aquí y allá ollas de barro en cuya superficie borbotan buñuelos y torrejas. Y sobre toscas frazadas tendidas en el terral se apilan naranjas, guineos, jocotes, duraznos.
—Pregunte, pida, pase adelante, caballero —le invita una vendedora.
El caballero debe hacer un esfuerzo para resistir la tentación del chocolate caliente, las champurradas, el atole, el pan de yema y las granizadas de limón, al tiempo que se pregunta por qué el recuerdo de los muertos abre el apetito de los vivos y se hace alguna reflexión acerca de ese vínculo macabro entre la cuchipanda y la muerte.
Ya en la apretada necrópolis, el caballero observa a la gente que camina entre las tumbas con aire distendido y calmo. Llevan cantarillos de agua, bayetas para asear las sepulturas, hojas de maíz y candelas, o depositan flores en pequeños búcaros, queman incienso, rezan, charlan y cuelgan coronas en cruces pintadas de cal.
La modestia es el signo de este día de Todos los Santos, sobre todo los anónimos y los ignorados, los que, aun mereciendo la gloria, no figuran en el Santoral. Es la ocasión de ser justos con los que se han ido, de reconciliarse con ellos y de pedirles perdón tras haberlos olvidado todo el año.
El caballero se adentra en el dédalo de tumbas. A su paso encuentra lápidas rotas, sepulturas invadidas de maleza, mármoles sumidos en el llanto gris del abandono, nombres ilegibles de personas que no dejaron rastro en la vida, ángeles afligidos, vírgenes llorosas y epitafios cursis o vulgares, cuando no siniestros. Y a modo de compensación por la grima que le procura lo que ve, el caballero trae a su memoria la frase que Moliére ordenó inscribir en su tumba:
Aquí yace el rey de los actores. Ahora hace de muerto y, en verdad, que lo hace muy bien.
—¿Agua, don? —le ofrece un jovencito que empuja una carretilla con dos cántaros.
El caballero rehúsa con un gesto de su mano enguantada y toma un sendero a la derecha.
—No llore, Lalo, no llore —dice una voz de mujer.
Respetuoso, el caballero inclina la cabeza y pasa sin mirar al hombre que solloza frente a un túmulo adornado con pedazos de obsidiana.
El caballero no sabe, en verdad, a dónde ir. Su mirada se va deteniendo en apellidos como Araújo, Barrera, Cobos, Méndez. Hace tiempo que no visita el lugar y parece despistado.
Finalmente se detiene ante un sepulcro de piedra caliza tallada, donde se lee
Ego sum resurrectio et vita
y, más abajo, Genoveva Galindo, viuda de Espinosa. El caballero deposita las coronas, se quita los guantes y el sombrero, mira a un lado y a otro.
No parece estar muy seguro de lo que quiere hacer.
Finalmente se sienta en un borde de la tumba. Inclina la cabeza, cierra los ojos y, con la barbilla hundida en el pecho, da la impresión de que reza...
...he venido a pedirte perdón, mama. He tardado demasiado, sí, lo sé. Casi nueve años, qué memoria la tuya. Me fui sin despedirme de ti y sentí muchísimo no haber podido volverte a ver. Llevo ese pesar en el corazón. Lamento haberte hecho sufrir, pero el destino me trazó un sendero desdichado. Lo entiendes, ¿verdad? Nadie elige la desgracia, y aunque yo he dejado de culparte de la mía... sí, a ti y a Rafa... aguarda, mama, he venido a hacer las paces, no a que me riñas... está bien, te creo, mama, y lamento la confusión, pero debes comprender mis dudas, nunca las pude aclarar... te creo, te creo, perdona, para eso he venido hoy... ¿Cómo? No, dejé la vida pública hace años. Cuando el general cayó, me quedé en el aire, a medio camino entre los que llegaron al poder y los que lo perdimos... Sí, es cierto, todo es una caricatura de lo que un día soñamos. Que sí, que sí, que tenías razón, pero no me lo machaques, mama. La revolución fue un barranco al que fueron atraídos los más altos ideales para ser arrojados desde allí al vacío... eso, como hacía la Siguanaba con quienes iban tras ella. Ser liberal hoy sólo significa estar contra la oligarquía y el clero, ¿lo puedes creer? Así es la cultura de este valle: un aguacero puede alterar su topografía, pero no su flora y su fauna. Llevamos el autoritarismo en las venas y eso tiene difícil cura... No creas. Hay de todo. Muchos de los que están en el poder eran antes conservadores. Metabolizaron el cambio sin pudor y ahora resulta que son liberales. La gente se acomoda con rapidez a los nombres, aunque no comprenda las ideas... No, mama, no se puede hacer gran cosa. Gobernar en este país es como gesticular en lo oscuro: sólo el que mueve la cara y las manos sabe qué está haciendo... Hay oposición, sí, pero no cuenta. Guatemala está dividido en dos tribus irreconciliables y, si una de ellas calla, es porque la otra no la deja hablar. O si habla, le rompen los dientes... Sí, claro, hay otras tribus, pero esas ni pinchan ni cortan... ¿La mía? No lo sé, no tiene nombre. Pertenezco al clan de los desubicados. Soy un optimista fallido y un pesimista exitoso. Los sueños son así de bastardos, mama... Bueno, sí, tuve uno, tengo uno. Lo llamo el sueño de los justos... No, mama. No me refiero a los que lloran, ni a los pobres de espíritu, ni a los ignorantes, ni a los misericordiosos, ni a los mansos. Esos son los del Evangelio, mama, y el Sermón de la Montaña no se hizo para mí... Pues porque pienso que es un llamado a la resignación. Los justos a los que me refiero son los que actúan, no los que duermen, los que nunca tuvieron libertad, pero luchan con fervor por ella. Y por la justicia. Y por la paz. Y por que se respeten sus derechos. Yo cuando menos soñé con eso, con que el imperio de la ley triunfaría sobre la ley de la selva, pero resultó otra cosa. Así que resta y sigue... Sí, de acuerdo, los del hambre y la sed de justicia están en el sermón también, pero las palabras no son suficientes. Hay dos clases de soñadores, mama. Los que buscan y los que esperan. Uno puede salir a buscar y no hallar el sueño que inspira tu vida, pero aun con lo que esto tiene de malogro y desencanto es más decoroso que creer que los demás te van a traer el sueño a la puerta de tu casa... No, mama, en eso no he cambiado. Sigo pensando lo mismo, creyendo en lo mismo, aunque ya no sea el mismo. La violencia insensibilizó mi vida y ahora trato de ser otra vez lo que era para no seguir siendo aquello en lo que la violencia me convirtió.... Hay otros mundos, mama. Trato de descubrirlos. Creo tener buenos sentimientos, aunque no sé si los podré recuperar del todo... Sí, claro, hay días que me parece estar volviendo a ser dueño de mí mismo, pero cuesta, cuesta... No, no hago teatro. También me aparté de eso. Abrí un bufete. Me va bien. Me gano la vida, tengo algunas influencias. En este aspecto, soy afortunado. Bastarme solo me da una libertad que enriquece mi vida y me da una serenidad muy deseable... No, no vivo todo el tiempo en la capital. Voy los fines de semana a Ciudad Vieja, a la propiedad que nos dejaste. Se la cambié a mi cuñado y mi hermana por la casa familiar y mi parte en el negocio de mi padre. No, nada de verduras. He sembrado café. Todo el mundo siembra café estos días... Sí, mama, da más plata... Bastante más que el güisquil y los ejotes, no seas terca... El país está cambiando: aprendemos a tomar café y dejamos poco a poco el chocolate... Pero te gustaría ver la finquita. Está preciosa. Lo que no te gustaría tanto es la ciudad. El convento de La Merced es ahora un cuartel y en el de Santo Domingo se han instalado la Administración de Licores y la Dirección de Rentas. La Recolección es una academia militar, y Santa Teresa, una cárcel... ¿De mi hermano Rafa? Sé muy poco, salvo que sigue en Roma. No, mama, no le permiten volver al país. Lo siento de veras... ¡Qué me va a escribir! Yo lo he hecho varias veces, pero no se digna contestar. Algo se rompió entre nosotros que... no sé... lo siento, mama, no puedo darte esa gratificación... Bueno, sí, vivo tranquilo, aunque no sea del todo feliz. He conservado a mis amigos. No a todos, pero sí a la mayoría. Nos reunimos a veces. Poco, en verdad. Hablar de la derrota no es divertido... Comprende, mama, pertenecemos a una generación que buscaba abolir la servidumbre, el miedo, la superstición, el fanatismo, la falta de libertad, el aburrimiento. Queríamos cambiar todo eso y no pudimos... Sí, ya sé que me lo dijiste, pero, por favor, no me lo recuerdes. Bastante triste es llegar a la verdad por el camino de la decepción... No, mama, no me he casado. Tengo novias, eso sí, pero sin gravámenes ni obligaciones. Yo las amo, ellas me aman y ahí se termina todo. Es lo primero que les digo: ya somos mayorcitos para saber lo que queremos. Y lo que queremos es pasar un buen rato. Yo las llamo mis Ariadnas porque me han ayudado y me siguen ayudando a salir de mi laberinto. .. No, mama, no son mujerzuelas. Son mujeres que me vieron morir y me han ayudado a resucitar. Además ni son tantas ni son tontas... Qué curiosa eres. Dos o tres. Y no voy a decirte sus nombres... No, mama, no rezo ni voy a la iglesia. Tampoco voy a la logia, si eso te hace feliz... Pues porque la masonería ha sido infiltrada por gente del Gobierno y las logias se han vuelto peligrosas... ¿Cómo? Sí, están legalizados. Protestantes y masones. Los dos... No empieces, mama. A estas alturas deberías ya saber que hay otras maneras de salvarse. Tú lo hiciste por la fe, pero hay gente a quienes les salvan otras cosas... Pues, no sé, el conocimiento, la filosofía, la ciencia, las lecturas, el sexo... Por favor, mama, tengo 33 años, soy un hombre adulto, ¿por qué te molesta eso tanto?... De acuerdo, lo prometo, un día de estos normalizaré mi situación, pero todavía no estoy preparado... ¿Qué? No, no quisiera hablar de Clara. No me hace bien. Estoy tan arrepentido de esa relación como de haber tomado las armas... No tengo una respuesta sencilla. Hice la revolución por amor y eso me hacía feliz. No podía haber causa más noble. El amor y el deber coincidían. Pero la política se entrometió y eso alteró mi existencia. Me dejé arrastrar. Después todo se enredó. Fui víctima de un amor engañoso, de una amistad desleal y de una revolución fallida, ¿qué tal?... No, mama, no he vuelto a tocar un arma... tampoco quiero hablar de lo que ocurrió en el potrero. Aquel día descubrí que la vida es buena y deseable y no deseo dar marcha atrás. Fue un paso importante. Allí empezó mi convalecencia. Los sentimientos han vuelto a mí, como te digo, pero no he logrado recuperar su intensidad... Pues porque las heridas siguen abiertas: la de Clara, la de Arcadio, la de Joaquín. Las de Chiapas, Reu y Pichucalco, en cambio, duelen menos... ¿No supiste? Pues verás, me caí de un globo cerca de Tuxtla y me desgoncé un hombro. Recibí un sablazo en Retalhuleu. Y en San Cristóbal de Las Casas me quebraron una costilla que aún muerde cuando viene el frío. Pero, como te digo, ninguna de ellas duele tanto como las otras... No, mama, no quiero saber nada del pasado. Ahora estoy en paz conmigo mismo, que es la paz más difícil de todas. Y tengo algún control sobre mi vida. Nadie decide por mí, tengo cierta armonía interior y... No sé, mama, tal vez la guerra me hizo menos ambicioso. Me basta con mi trabajo, mis Ariadnas y mi granja en Ciudad Vieja... Bueno, mama, tengo que irme. Voy a llevar esta corona a la tumba de mi padre... Ya sé, ya sé que te molesta que lo haga, pero se trata de mi padre al fin y al cabo. Adiós, mama. A pesar de lo difícil que es para mí entenderte, quiero que sepas que te recuerdo siempre con cariño y que éste es un gran día para mí. Necesitaba decirte estas cosas... Estoy bien, muy bien, no te preocupes. Y me siento muy feliz de haber hablado contigo.