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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (45 page)

BOOK: El sueño de los justos
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El Liberal Progresista
solía publicar en la última página de cada número alguna poesía, género al que los lectores eran asiduos. La patria iba a cumplir, además, 50 años de independencia y, entre las composiciones que le habían pasado a don Porfirio para que insertara la que mejor le pareciera en el número especial dedicado a la efeméride, había una que, a juicio del cajista, era ejemplar, una fábula remitida por un lector anónimo, la cual llevaba por título
De un charco en la cercanía.

Y como a don Porfirio la libertad de expresión le había cambiado un tanto la conciencia y don Elíseo andaba muy ocupado en otros negocios ese día, el bueno del cajista, sin encomendarse a Dios ni consultarlo a su corte, empezó a meter los dedos en las cajas y a alinear letras en el componedor, al tiempo que recitaba entre dientes la fábula que decía así:

De un charco en la cercanía

una luciérnaga estaba

que con su luz alumbraba

lo que en su entorno había.

Incómodo, un sapo obsceno,

de que viesen su figura

sobre la pobre criatura

derramó su cruel veneno.

Díjole ella suspirando:

hermano, ¿qué te hecho yo?

I él, muy bravo, respondió:

¿i esa luz que estás echando?

16 de septiembre de 1871

Casa Presidencial

—¿Has venido a amenazarme? ¿Es eso lo que te ha traído a mi despacho?

—He venido a prevenirte, pero si quieres tomarlo de otro modo, es tu problema. Sólo te repito, eso sí, que no podéis seguir haciendo monstruosidades.

—¿Monstruosidades? ¿De qué me hablas, Joaquín?

—De que las huestes de Rufino actúan en Santa Rosa como bandoleros. Asaltan las casas, cometen robos sacrilegos, afrentan a los sacerdotes, ofenden su honor, no respetan su inmunidad eclesiástica y les obligan a abandonar las parroquias bajo amenazas de muerte. Y eso no es todo. También detienen arbitrariamente a las personas, las azotan, las torturan, saquean sus casas, las incendian. Y a ese vendaval de sangre, vosotros tenéis el descaro de llamarlo la
Pacificación de Oriente.
¡Estáis convirtiendo el país en un infierno!

—Estáis
es multitud.

—¿Quién es el responsable, entonces, de las masacres, los fusilamientos, las torturas a mujeres y niños en presencia de padres y esposos, los atropellos, las violaciones, los ranchos quemados y las siembras destruidas?

—-Tú sabes muy bien quiénes son los responsables. El obispo y los jesuitas han financiado la revuelta y las armas. La culpa es de ellos. Ahora, que lo rasquen. Las guerras tienen estas servidumbres.

—¡Qué servidumbres ni qué joder, Néstor! ¿Dónde has dejado tus principios de libertad y tolerancia?

—¿Y dónde has dejado los tuyos, pasándote a los serviles, armando a los campesinos y uniéndote a los curas para que llamen a la guerra santa desde el pulpito? Yo lucho por un gobierno de leyes justas, de libertad y de respeto a los derechos individuales. ¿Por qué es lo que luchas tú?

—Te has vuelto un cínico, Néstor. Igual que todos los tuyos. Primero corrompéis la doctrina y luego os escudáis tras ella.

—Eso no es cierto.

—Asesináis sin piedad y obligáis a que la prensa calle. ¿Dónde está la libertad de imprenta que con tanta soberbia proclama el Gobierno? ¿Y dónde el respeto a los derechos de las personas?

—¡Dónde, dónde, dónde! ¿Te han nombrado acaso inquisidor los curas?

—¿Cómo tienes el descaro de decir que luchas por un gobierno de leyes, cuando no hay día que no violéis media docena?

—Al menos no soy un desertor como tú.

—¡Tú eres el que ha desertado, no yo!

—¿Y tú quién eres para juzgarme? ¿Qué te ocurre? ¿No puedes entender que no estoy contra ti ni contra tu fe? Sabes que el general, y todos los que estamos con él, hacemos cuanto está a nuestro alcance para frenar a Rufino, pero todo lo que se os ocurre es echar más leña al fuego. ¿Qué es lo que esperas de nosotros?

—Nada. Ya no espero nada. Y menos de ti. Pero es necesario que alguien te diga las verdades del arriero.

—Que son las de cualquier patán.

—¿Te atreves a negar que toda esa retórica sobre la libertad y los derechos es bagazo para el ganado, y no para la gente que sabe, y que lo que llamáis liberalismo es irreligión pura y simple?

—Por supuesto que lo niego. Tú me conoces, no soy un comecuras. Pero te diré algo. En tiempo de tinieblas, la mejor guía de los pueblos es la religión, del mismo modo que en la noche, un ciego es nuestro mejor lazarillo. El ciego conoce los senderos mejor que quienes pueden ver. Pero, cuando viene la luz, es una insensatez utilizar a los ciegos como guías. Lo dijo un ilustrado que debió de pasar por un problema parecido al nuestro. Y yo estoy de acuerdo con él.

—Te desconozco, Néstor. Nunca imaginé que tuvieses tantas gavetas.

—¿Crees que estaría en el gobierno si éste promoviera la destrucción de la Iglesia católica?

—A los hechos me remito, no a tus palabras.

—Pues te equivocas de medio a medio. Nosotros sólo pretendemos que la Iglesia deje de ser el primer poder de la nación. Queremos reducir su esfera a lo puramente religioso y que los clérigos reconozcan la autonomía de lo político y lo civil respecto de lo sagrado. Eso es todo. No hay más.

—¡Qué puede decir un descreído de las cosas que no sabe!

—No pido que creas a un descreído, sino a un amigo.

—¿Amigo? Tú no eres mi amigo.

—¡Qué país! Incluso la gente ilustrada parece haberse puesto de acuerdo en botar a un gobierno moderado y promover la anarquía.

—Conmovedor: libertad, moderación, democracia. De esa tos murió mi chucho.

—Pues sigan así, continúen azuzando a la chusma y en pocos meses estaremos todos comiendo cera. Ustedes, nosotros y la chusma.

—Sois unos criminales y lo peor del caso es que os importa un bledo serlo.

—Si no estuviéramos donde estamos, te ibas a tragar ese insulto.

—¿Sólo eso te pide el cuerpo? ¿Romperte el hocico conmigo? Si no tuvieras, como tienes, el amparo del Gobierno ibas a saber lo que vale un peine.

—¡Ordenanza!

—Sí, licenciado.

—Acompañe al señor a la puerta.

—Me das pena, compañero. Ahora veo que, en el fondo, has sido siempre un canalla que se escondía tras su modito inglés y sus dotes de actor. En mala hora te salvé la vida, desgraciado. Más me hubiera valido caer muerto. Pero ándate con cuidado. Un día, tú y yo vamos a tener que arreglar las cosas como lo hacen los hombres.

El Liberal Progresista,
25 de septiembre de 1871

Las tropas del general J. Rufino Barrios han derrotado a los insurrectos en Fraijanes y Cerro Gordo, y han entrado triunfalmente en Guilapa, Santa Rosa. La victoria ha sido total. Los rebeldes han huido a Honduras y en la capital se prepara un honroso recibimiento al salvador de la Patria.

26 de octubre de 1871

Asociación Anticlerical
La Antorcha

—¡Compañeros! Hacer de Guatemala la nación que no es, pues hasta el día de hoy ha sido más
ecclesia
que nación, constituye nuestra responsabilidad primera. Por ello, la revolución habría sido ineficaz, e infecunda la sangre derramada, si los jesuitas hubiesen permanecido en el país. Esta sociedad secreta, esa casta de traficantes, agiotistas y usureros que, amparada tras una doctrina religiosa, hacía más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, se había apoderado del Gobierno, dizque para mayor gloria de Dios. Tenían en un puño al país desde los días de Carrera, y no reconocían otra autoridad que la de ese soberano absoluto, y para más escarnio extranjero, que se llama Pío IX. ¡Pero los guatemaltecos no somos ciudadanos de Roma ni súbditos de ningún Papa! La filosofía y la historia enseñan que ninguna nación puede ser libre bajo la sofocante y tenebrosa influencia de la Compañía de Jesús. Por eso fue necesario deportar a esa casta perversa y, con ella, al arzobispo. ¡Que no les quepan dudas, compañeros! ¡Fueron los jesuitas y el prelado quienes promovieron la insurrección y el derramamiento de sangre en Santa Rosa! Ahora, los serviles arrojan ceniza sobre sus cabezas porque les hemos vencido, pero yo les digo a la cara: ¿no confiaban en que la Providencia se pusiera de su lado? ¿No querían un juicio de Dios? ¡Pues ya lo tienen! Dios ha juzgado y dispuesto que los jesuitas se vayan de Guatemala. ¿Y qué dios creen ustedes que ha juzgado este asunto, el de ellos o el nuestro? Sólo hay una respuesta, amigos míos: ¡ha sido nuestro dios quien ha decidido a quién entregar el poder y la victoria! ¡Es nuestro dios quien ha triunfado, por las razones que aducen estas hojas que circulan en la ciudad desde hoy, escritas por el gran Talleyrand! Nuestro dios ha vencido porque el de los jesuitas, el de los obispos, el de los papas y los serviles no es el padre de Cristo ni la Primera Persona de la Trinidad. Es un dios inventado por ellos, un dios codicioso que se mezcla e interviene de manera mezquina en los asuntos terrenales, un dios que Cristo no reconocería si volviese hoy a la Tierra. Por eso fue derrotado por el nuestro, por el dios verdadero, el dios de la humana razón, el dios de toda pureza, toda justicia y toda piedad. ¿Qué clase de ministros sagrados pueden ser quienes, como los jesuitas, sólo apetecen poder y riquezas, siembran la división entre los cristianos y son soberbios, intolerantes y vengativos? ¡Fuera del país esa lepra! ¡Y si se les ocurre regresar, que sepan que no quedará uno con vida! Pero no quisiera excederme en esta ocasión, compañeros. Hoy es un gran día para nosotros. La revolución debe proseguir sin clemencia ni indulgencia con medidas como éstas a fin de imponer la libertad en el país y salvar a la plebe ignorante de una servidumbre de siglos. ¡Por la revolución radical, compañeros! ¡Por la abolición del estado confesional! ¡Por la educación laica, la libertad de conciencia y la expulsión de los curas de los cargos públicos!

6. Entre dos fuegos

«—El país estaba trastornado, pero el vulgo analfabeto ignoraba lo que ocurría. Si a mí no me daba tiempo a masticar los hechos, imagínate a la masa analfabeta. Ideas y creencias se mezclaban y se usaban de la forma más cochina. La reacción radical, de un lado, y el extremismo liberal, de otro, se habían empeñado en derribar al gobierno de García Granados. Y Néstor se extravió entre esos fuegos. Cada día le veía más desordenado y nervioso. Descuidó su vida, su indumentaria, su persona. Ya no era el joven varonil y refinado, vestido a la inglesa, que calzaba botines y llevaba en la mano un bastón. Se vestía con descuido y llegaba a casa con botas altas, sombrero, revólver y oliendo a sudor de acémila. Perdió su afición por el teatro, su refinamiento, su humor. El hombre del amor cortés y las cartas delicadas se esfumaba ante mis ojos.

»Mas no era sólo Néstor el del cambio. Hubo muchos que no soportaron la embestida y, de la simpatía inicial, pasaron primero al reproche y luego a la oposición. Ese fue el caso de Joaquín. Había abrazado el liberalismo con fervor, pero comenzó a dar marcha atrás cuando vio venir la marea anticristiana y los excesos que, en nombre de la libertad, se cometían contra la Iglesia católica. Y las diferencias entre los dos se empezaron a agudizar al extremo de negarse la palabra.

»Yo misma me sentía abochornada. Repudiaba aquel exceso que iba desde los estúpidos que se declaraban enemigos personales de Jesucristo) hasta la difusión de panfletos repugnantes que databan de los días del Terror en Francia. La derrota de la moderación era inminente y, en medio de aquella tensión que nos desbordaba a todos, vine un día a descubrir que Néstor
y yo...
perdona, Elena... me falta el aire.... que Néstor
y
yo no nos conocíamos. Fue algo muy doloroso. La distancia y mi imaginación habían idealizado un amor que la política y el conflicto armado se encargaban ahora de mostrar tal cual era.

»Para empezar, Néstor no abrió el bufete. La política le había sorbido el seso. No tenía tiempo para otra cosa. Llegaba casi al mandado y se volvía a marchar. La Patria me necesita, alegaba. ¿Más que yo a ti?, le decía. Y eso le ponía de mal humor.

»El deterioro de nuestras relaciones empezó así, como una enfermedad, con pequeñas desazones y molestias que fácilmente se volvían enojos, porfías tontas, largos silencios. El corazón no se rompe de golpe. Lo hace poco a poco debido a una palabra inoportuna, un silencio injustificado, una vuelta brusca en el lecho. Pero en mi caso el malestar se debió a que Néstor no me entregaba todo el tiempo de su vida. Me enfurecía que lo empleara en otros quehaceres y otras personas. Se había vuelto adicto al combate, a la lucha política, a la guerra contra los conservadores. Y siempre había algún asunto que atender más relevante que yo: la educación laica, la libertad política, el registro civil. No paraba en la ciudad y, cuando volvía, estaba conmigo lo que dura una visita de pésame. Nuestras citas se fueron espaciando e insensiblemente la relación derivó en una etapa de encuentros apresurados y uniones sin paladar. Había altibajos, desde luego. Algunos días llegaba contento y estaba más tiempo conmigo. Como cuando el presidente aprobó la nueva bandera y el nuevo escudo de armas de la República que había diseñado un grabador suizo. García Granados ordenó suprimir los colores de la bandera española y dejó sólo dos franjas azules y una blanca, dispuestas en forma vertical, al estilo de los pabellones de México y Francia. Y en el escudo, el grabador había dibujado un pergamino con la fecha de la independencia y un quetzal que simbolizaba la libertad. Había también dos sables dorados, pero al general no acababa de satisfacerle el diseño. Al escudo le faltaba algo. Néstor le sugirió entonces que le agregara dos
Re-mington
cruzados en aspa, como símbolo de la revolución que el general había emprendido. Y el general aceptó con entusiasmo. Quería quedar bien, estoy segura, con Néstor, después del penoso asunto de Rafa.

»Llegó esa noche muy feliz. No sólo porque el general había aceptado su propuesta, sino porque su aventura en la compra y traída de los rifles quedaría plasmada para siempre en el escudo de la República. Pero fue sólo un episodio aislado. Al día siguiente volvió a desaparecer. Se fue a El Salvador dos semanas en una misión presidencial y, cuando volvió, las fricciones entre él y yo se agravaron. Yo había dejado de ser su prioridad afectiva y supuse que su amor se agotaba porque, para mí, pasión y amor eran entonces la misma cosa. Ignoraba yo que el amor es todo aquello que subyace bajo el ímpetu del deseo. Y me precipité, lo admito.

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