Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
Salieron a la vereda por la que habían venido. Rufino se detenía en cada esquina, echaba una ojeada al interior del pueblo y hacía señas a Néstor de que el camino estaba libre.
A media carrera, escucharon una fortísima explosión.
El Niño
debía de haber empezado a hacer fuego, pero, entre la deflagración y el griterío que se desató en las calles, ninguno de los dos hombres alcanzó a oír los cascos de un caballo atrás de ellos.
Néstor se volvió justo a tiempo de ver cómo se le echaba encima un oficial que, sable en alto, se aprestaba a descargarlo sobre su cabeza. Escuchó el silbido del acero cerca de la nuca y, si bien logró apartarse del caballo, no pudo evadir el mandoble. Sintió un inesperado escozor y se llevó una mano a la espalda. La punta de la hoja le había hecho un corte a la altura del omóplato y sintió con desagrado en los dedos la tibieza de la sangre.
Pero el oficial no se detuvo. Siguió galopando hacia Rufino quien cayó atropellado por un brutal empujón del animal. El jinete tiró de la rienda y volvió grupas. Espoleó al caballo y, a media carrera, desenfundó el revólver y corrió hacia Rufino, quien, todavía aturdido y con una rodilla en el suelo, no lograba incorporarse. El santarroseño amartilló el arma y la enfiló hacia el rebelde con el visible propósito de ejecutarlo.
Néstor no tuvo tiempo de apuntar. Se llevó el rifle a la cadera y disparó. El oficial cayó al suelo, boca arriba, con un orificio en el pómulo y la mirada perdida en el cielo.
Dos soldados aparecieron en una esquina. Al ver a Rufino, se llevaron las carabinas al rostro. La camisa roja del comandante rebelde era seguramente una referencia conocida por ellos y a la garibaldina enfilaron las armas.
Néstor disparó otras dos veces. Uno de los soldados cayó de rodillas. El otro soltó la carabina y se llevó las manos al pecho.
El caballo del oficial caracoleaba, entretanto, sin rumbo. Néstor se plantó ante él con . los brazos en alto, consiguió atrapar la rienda y lo montó. Galopó luego hacia Rufino, quien había logrado erguirse, y le tendió una mano. Rufino se aferró a ella y, de un salto, se subió a la grupa del corcel.
A sus espaldas oyeron más disparos. Otro grupo de san-tarroseños había irrumpido en el andurrial y vaciaban sus carabinas contra los dos fugitivos. Néstor giró en la primera calle que vio y lanzó el caballo a galope tendido en dirección a la plaza.
El recinto continuaba en manos de los rebeldes. Los hombres de añil disparaban sin tregua tras los improvisados parapetos levantados con puntales y piedras.
Se apearon de un brinco y Rufino ordenó a Néstor:
—¡Encarámese al campanario de la iglesia con un par-de hombres y vea qué puede hacer desde ahí arriba!
Cuando Néstor alcanzó la torre, Retalhuleu era ya un infierno. La barrera de fuego se había extendido a todo el pueblo y devoraba casas, tiendas, establos. La gente abandonaba espantada sus míseros ranchos y las callejas eran ríos de humo y fuego donde se combatía a ciegas en medio de un fuerte olor a pólvora y a carne achicharrada.
Néstor comenzó a disparar desde el campanario a los francotiradores que, subidos en los techos de ranchos aún sin quemar, causaban numerosas bajas a los rebeldes. Más allá de la barrera de fuego, decenas de soldados retrocedían hacia las afueras de la villa, acosados por
Los Duendes,
en tanto los sitiadores aislados entre el fuego y la plaza eran ahora los sitiados.
Poco a poco, la potencia de fuego de los
Remington
comenzó a imponerse al de las carabinas de mecha, pero en una de las calles se había llegado al cuerpo a cuerpo y una vivienda de la plaza había sido tomada por los santarroseños.
Rufino pidió a gritos el cañón y ordenó apuntar a la endeble vivienda. El propio Rufino acercó el botafuego a la pieza y
El Niño
disparó una imponente andanada de metralla que, en medio de una nube de polvo y astillas, abrió un boquete en la casa. Varios rebeldes ingresaron a ella bayoneta en ristre y remataron a los soldados que se habían atrincherado allí.
Agobiada por el humo, el calor y el poderoso fuego de los
Remington
, la tropa atacante empezó a retirarse de una Retalhuleu oscurecida por negros penachos de humo cuyo irritante hálito obligaba a huir del lugar a animales y personas.
Al caer la tarde, los humos aún continuaban emanando de viviendas convertidas en ceniza, horcones ennegrecidos y tablas carbonizadas. Familias enteras lloraban a los infortunados deudos que no habían podido escapar de las llamas y se mesaban los cabellos ante lo que había quedado de sus viviendas. Más de trescientas habían sido consumidas por las llamas. Agobiados por la sed, los heridos pedían agua, pero sólo unos pocos recibían alivio en algún lienzo mojado. Otros expiraban solos, convulsos por la agonía o despidiendo espantosos sonidos guturales junto a caballos reventados con los dientes de por fuera.
Néstor observaba con creciente repugnancia el desolado paisaje
y
reprimía con el pañuelo de Clara el nauseabundo olor que despedía el lugar. Un grupo de indios entre los que el general había repartido alguna plata para que enterraran a los soldados del Gobierno, depositaban los cadáveres en una carreta. La mayoría de los muertos eran adolescentes, no mayores de dieciocho años. No querrían verlos sus madres, pensó Néstor, con los rostros desfigurados por el dolor, las carnes desgarradas por la bayoneta o la metralla, y los ojos, oídos y labios asediados por oscuros enjambres de moscas. No había dignidad ni gloria en morir de esa manera y a esa edad. Lo único que se erguía con petulante dignidad esa tarde en las polvorientas calles de Retalhuleu era la herencia de Caín, su ira, su desvarío, su saña.
Aquél era sin duda el infierno del que le había hablado una vez mister Ross. La revolución repleta de razones que Néstor había imaginado le mostraba su rostro más brutal. Y tal vez el más costoso. Alrededor de treinta rebeldes muertos y otros tantos heridos había sido el costo de la victoria.
El general, sin embargo, había querido salvar los platos con un gesto. Nombró general a Rufino y ascendió a sus lugartenientes. Pero no todo quedó en los homenajes. Después del acto, Rufino puso al alcalde frente al muro de la iglesia y lo fusiló sin más trámite. Quemó luego el Corregimiento, la casa parroquial, el estanco de aguardiente y la Administración de Rentas. Al cura le decomisó dos caballos y el dinero de las limosnas. Dio permiso a la tropa para que saqueara las casas y, por último, ordenó abandonar el pueblo con las primeras sombras de la noche, por temor a que los santarroseños se agruparan y volvieran a atacar.
Pirro no lo hubiera hecho mejor, pensó Néstor, mientras se alejaban de la villa. Elias, uno de los
Profetas
, había muerto y
Lucio
, el sastre, tenía un bayonetazo en las costillas. Tuvo suerte que no penetró en lo blando.
Estiró los músculos de la espalda y sintió de nuevo el ardor. Le escocía el corte del sable y sentía bajo la camisa la pegajosa humedad de la herida que
Saint-Just
le había curado y vendado.
—¿Duele?
Rufino había puesto su caballo a la altura del de Néstor. Llevaba un habano en la boca y la bufanda escocesa enrollada a la cintura.
Por el tono con que había preguntado, Néstor tuvo la impresión de que tal vez quería escuchar de nuevo el «sólo cuando me río», pero, esta vez, no respondió. La fiebre ardía en sus sienes y tenía pocos deseos de hablar.
Rufino se pasó una mano por la nuca.
—No le gustó lo de hoy.
Más que curiosidad, parecía una conclusión, y así tomó Néstor sus palabras.
—Hay muchas cosas que no me gustan.
—No es eso lo que le pregunto.
Néstor movió la cabeza y suspiró. Era malo llevar la contraria a Rufino, pero quizás era peor no ser sincero con él.
—¿Era necesario fusilar a Sologaistoa? —acertó finalmente a decir.
—Usted y sus idealismos pendejos —replicó Rufino, percutiendo la última palabra como si fuera un tapón—. ¿Y qué creía usted, que las revoluciones se hacen al baño María?
Apocarse ante Rufino, como hacían casi todos, era lo que el líder buscaba cuando desataba sus iras. Pero si Néstor le conocía bien, su caso era diferente. Cuando Rufino le hablaba en aquel tono, sencillamente buscaba un juicio franco, de hombre a hombre.
—¿Para qué, entonces, quiere saber mi opinión, sólo para enojarse conmigo?
Lo dijo y se arrepintió al instante. Necesitaba a aquel hombre para reconstruir su vida. Se había dado cuenta de que García Granados no podía hacer la revolución solo, ni había nadie en las filas rebeldes con las dotes de mando y el temple de Rufino, por más que su carácter le llevara con frecuencia a un callejón sin salida.
—No me gusta matar sapos. Me repugnan. Pero a veces no queda más remedio que hacerlo —respondió.
Nunca estaría seguro de si aquel hombre hacía la revolución por un ideal o sólo por liberar sus resentimientos y saciar sus apetencias. Había en él algo de contradictorio y mucho de sombrío que no acertaba a discernir. Odiaba tanto a la chusma como a los ricos, y tanto a las sotanas como a los serviles. Tenía espinas en la lengua y una propensión irrefrenable a dominar y humillar a las personas.
—Yo sólo fusilo a los traidores. ¡Gente rastrera, por la gran puta! —prosiguió Rufino—. Estos caciques de aldea no merecen otra cosa que les rompan el hocico. Al Gobierno le dicen que les defiendan. Y a nosotros, que botemos al Gobierno. Hijos de la retostada... ese alcalde de mierda había vendido nuestras vidas, las de todos, licenciado. ¿Puede entender eso? La traición de ese maldito nos ha costado un buen puñado de muertos y heridos, a más de la piña de renegados que desertó en el combate. ¿Y todavía quiere usted que le perdone la vida? Hasta ahí podíamos llegar. Todas las revoluciones exigen un tributo de sangre. Debería saberlo. Para eso le mandaron a estudiar fuera.
—No sabía que ese tributo tuviera que ser tan alto.
Sí lo sabía, pero no estaba preparado para admitirlo. La guerra había hecho de él una persona diferente y, más que nada, contradictoria. Se veía como un soldado sin haber dejado de ser un civil. Y si el combate le causaba una ebriedad arrolladora, la sangre y la desolación del día después le provocaban un asco parecido a despertar al lado de una prostituta, atiborrado de alcohol.
—La carrera larga tiene estas cosas, lie. La fatiga y el dolor son por momentos tan fuertes que uno está tentado a abandonarla. Y sólo los fuertes pueden alcanzar la meta. Olvide lo que sucedió hoy. Lo único que cuenta en la guerra es la victoria final. Y olvidarse de los traidores. En la vida hay que aprender a lidiar con desleales y desagradecidos. Si no ha aprendido eso, no ha aprendido nada. Me la han hecho tantas veces que por eso no confío en casi nadie. Ni siquiera en usted.
Rufino guardó un interrogante silencio, como siempre que probaba a las personas con su medido sarcasmo.
—¿Y qué creía, que podía confiar en un muchachito de camisa limpia, botas recién compradas y el revólver sin usar? Lo primero que pensé cuando le vi en Villahermosa fue que era un coyote disfrazado, un espía de los cachurecos. Y desde entonces no le quité la vista de encima.
—Me di cuenta.
—En Tacaná cambié de opinión. Y hoy sé que puedo tenerle confianza. Le confesaré una cosa. Hay, como sabe muy bien, un
piojoso
hijo de mala madre entre nosotros que informa a los espías de Cerna. No sé quién es ni cómo lo hace. Ni si es uno de mis hombres o alguno del general. Hoy he confirmado que no es usted. Pudo matarme cuando caí al suelo y huir con el oficial que nos atacó. Y ahí habría acabado todo. Pero no lo hizo.
Por el rostro de Rufino pasó entonces lo que parecía ser un remoto gesto de estima.
—No soy hombre delicado, pero sí agradecido.
Su voz sonó sincera como pocas veces y Néstor quiso entender que algo había cambiado en aquel hombre de mirada intraducibie que podía expresar mejor lo que sentía en la derrota que en el triunfo.
—Le debo la vida, licenciado. No sé cuándo ni cómo podré saldar esa deuda. Pero tenga la certeza de que lo haré un día.
No dijo más. Sólo espoleó el caballo y se alejó en dirección a la vanguardia de la columna.
Acamparon esa noche en las inmediaciones de San Andrés Villaseca, sobre un terreno pedregoso a orillas del río Quilá. Rufino y el general departían con los heridos, se sentaban a charlar en torno a las hogueras y animaban a la diezmada y abatida hueste.
Al llegar al corro donde se encontraba Néstor, el general se inclinó y le preguntó en voz baja.
—¿Cómo se encuentra, licenciado?
Néstor hizo intención de levantarse, pero el general se lo impidió con un gesto.
—Bien, mi general —respondió—. Tengo todavía algo de fiebre. Espero que la herida cicatrice pronto.
—Me alegro. Cuídese mucho. Todos le necesitamos.
García Granados era un hombre débil, e indeciso a veces, pero de buen corazón. A esas alturas de la marcha, todos sabían que le había reclamado a Rufino los excesos de ese día. No quería que se dijera de su tropa que eran una cuadrilla de ladrones y asesinos, como se había dicho de Cruz. Pero Rufino, todavía enardecido por el combate, se había impuesto a García Granados con su brutalidad y su ira.
Cuando el general se alejó de la fogata, Rufino se sentó junto a Néstor y le alargó un habano. Néstor lo tomó, aunque no fumaba, para evitar un nuevo zipizape, y sacando un chirivisco del fuego encendió el puro.
—Hemos caminado en el alambre varias horas, pero tenemos buenas noticias —dijo Rufino al grupo—. La tropa del Gobierno se ha regresado a Quetzaltenango. Eso nos dará un respiro. Tomaremos el camino de La Antigua. Necesitamos más gente y provisiones. Pero tenemos que seguir moviéndonos. Sin una ruta previsible, sin repe-tir estrategias ni reglas, sin ofrecer ningún frente. En las próximas semanas tenemos que ser impredecibles. No podemos dejar de movernos ni quedarnos en un sitio fijo.
Parecía de buen humor. La luz de la hoguera resaltaba sus pómulos y en sus ojos negros y menudos chispeaba el entusiasmo.
—¿Cómo ha seguido, licenciado?
—Más o menos.
—¿Qué tiene ahí?
—Un libro. Me entretiene a ratos. Un poema, en realidad, escrito hace mucho tiempo por un ciego.
—¿Uno de esos que andan por los mercados cantando tragedias?
—No... bueno, sí, algo parecido. Es la historia de un reino gobernado por un amo poderoso. Uno de sus súbditos logra atraer a un grupo de rebeldes y le declara la guerra.