Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
El oscuro personaje no contesta y Córdova tiene la inquietante sensación, una vez más, de estar jugándose el pellejo. El soplón lleva siempre las manos en los bolsillos, donde acaso oculte un revólver o una daga, y toma todo género de precauciones para que no le esperen ni le sigan. Está atento a cuanto sucede a su alrededor, a cualquier movimiento, a cualquier ruido. Y aunque el esbirro del presidente está habituado a estos juegos, no puede dejar de sentir una ominosa aprensión cada vez que se cruza con tan torvo sujeto en lugares como éste y a estas horas.
—De la mejor fuente posible, ¿de dónde la voy a sacar? —dice el otro, en voz baja—. De los círculos más esco
gidos del conservadurismo, de los liberales inconformes, de la gente que pagó a los militares para que mataran al presidente.
—Se sacó esos nombres de la manga, cabrón, y me hizo quedar mal ante mis jefes.
—Usted me ofende, señor.
—¡Y usted ha puesto en peligro mi vida!
—¿Y qué me dice de Leocadio Ortiz? ¿Cómo es posible que haya dejado en libertad a ese hijo de su madre? No fue eso lo que pactamos.
—¿Para eso me ha citado esta noche? ¿Para reclamarme la liberación de Ortiz?
—Justamente.
—A Leocadio le dimos cien palos en una noche y no dijo esta boca es mía. Lo mismo ha ocurrido con los otros. Y nadie aguanta cien palos sin cantar. Nadie. No digamos cuatrocientos.
—Se lo dije, señor. Hay entre ellos un pacto de sangre y morirán antes de decir una palabra.
Córdova observa al soplón, sus espejuelos oscuros, su sombrero hasta las cejas, y le dan ganas de arrojarse sobre él y patearlo.
—Necesito más pruebas, más nombres —dice, conteniéndose.
—Cuántos.
—Quince o veinte. Y nombres que sean sonados. Gente que se opone al Gobierno o que se sepa que habla mal del presidente.
—Usted debe de creer que esto de dar nombres es como recortar muñequitos de papel.
—¡Mire con quién está hablando y no me caliente los cascos! Tiene hasta el domingo. ¡Quince nombres! ¡Ni uno menos!
—Máteme si quiere, ahora y aquí. Pero eso que me pide es imposible. Si quiere credibilidad, necesito tiempo.
—¡El domingo, le digo!
—Tendrá que ser el martes. Tómelo o déjelo.
—No sea estúpido —ríe el esbirro con sorna—. Usted no puede imponer condiciones.
El soplón ignora el comentario.
—Tiene que detener a Leocadio Ortiz otra vez.
—No me pida imposibles. El general Cuevas le protege.
—Entonces no hay trato.
—¿Cómo que no hay trato, desgraciado?
Córdova ha sacado un revólver y se lo ha colocado al
oreja
en el entrecejo, pero éste no se inmuta.
—Le puedo dar una lista de gente desafecta al Gobierno, gente que ustedes conocen, nada nuevo, pero ninguno de ellos es un conspirador y nadie le creerá a usted ni al señor presidente —dice con frialdad.
—¡Usted consígame los nombres y deje que yo me encargue del resto!
El
oreja
exhala un largo suspiro.
—Haré lo que pueda, pero no le prometo nada.
—¿Cómo que no me promete nada? ¡Usted me trae el domingo la lista o su vida termina en un barranco, con los brazos por un lado y los pies por otro!
—El martes —replica, firme, el
oreja.
Córdova resopla, airado. No puede con este tipo, pero también es poco lo que puede hacer sin él. La dictadura ha roto toda comunicación con los conservadores y cuesta muchísimo obtener información del enemigo. A diferencia de los demás soplones, éste sabe de lo que habla y maneja como pocos un oficio al que no se le da la importancia debida. ¿Por qué nadie en el Gobierno entiende que la inteligencia política es una actividad esencial a la que se debería asignar más presupuesto y más hombres, para no depender de personajes como éste?
El esbirro baja el arma y la enfunda.
—Es la última vez, se lo advierto —dice en tono amenazador—. Otra metida de pata, un error más, y le juro que lo paga con la vida.
—No se preocupe —dice el
oreja
, en tono conciliador—. Tendrá su lista el martes.
—¡Y ni un hojalatero más, ni un cafetalero ni un tendero! ¿Está claro?
—Está claro, señor, no se preocupe.
—¡Y no vuelva a citarme en este sitio de porquería!
Sábado 3 de noviembre de 1877
Son las once de la mañana. El mesón de San Agustín, un lugar oscuro cargado de humo y amueblado con mesas de mármol, está repleto de gente. El piso ha sido espolvoreado con aserrín y hay un fuerte olor a limón y a chicharrones.
Néstor Espinosa busca con la mirada a sus amigos, se incorpora a algunos corros, habla, inquiere. Está preocupado. No ha recibido respuesta a su carta dirigida al presidente ni hay novedad alguna sobre la suerte de los detenidos en la Comandancia de Armas. Todo son suposiciones, y bolas.
Pasadas las doce, se dirige a la vieja casa familiar, donde ahora vive su hermana. Almuerza con ella y con su esposo, juega un rato con los sobrinos y, luego de una distendida sobremesa, dormita una hora en la hamaca del corredor.
Regresa a su casa después de las cinco. El frío ha llegado al valle. El viento azota las ramas de los árboles que sobresalen por encima de los patios y arroja a las calles una llovizna de hojas secas, briznas de pino y palitroques. Por el cielo deambula una cohorte de esperpentos grises y los cerros de poniente se acicalan con un halo carmesí.
Llega a su casa, toca el portón, pero nadie responde. Espera un tiempo prudencial y sacude la aldaba con más fuerza. El resultado es el mismo. Va a hacerlo por tercera vez, cuando aparece su ama de llaves. Sus ojos, muy irritados, evidencian el paso de las lágrimas.
Néstor Espinosa se pone lívido.
—¿Qué le ha ocurrido, Josefa? ¿Qué sucede?
Josefa no llega a responder. Un hombre de negra levita y bombín negro aparece tras ella y la hace a un lado con brusquedad.
—¿El licenciado Espinosa? —pregunta.
Néstor no conoce al personaje, pero sí puede identificar a quienes le acompañan: cuatro soldados de la Guardia de Honor.
—Soy Fernando Córdova... —empieza a decir.
—¡Y yo la Bella Durmiente! —le interrumpe Néstor—. ¿Qué está haciendo en mi casa? ¿Y qué le ha hecho a esta mujer?
Córdova no responde. Su rostro tampoco se altera. Se limita a enderezar el cuerpo y en esa posición permanece unos segundos, muy callado, tiempo con el que, aparentemente, pretende que Néstor tome conciencia de la situación en que se halla.
Pero Néstor Espinosa no da muestras de entender.
—¡Haga el favor de salir de mi casa, ahora mismo!
—Con mucho gusto me iré, pero usted se viene conmigo, licenciado —responde Córdova, muy sereno.
—¿Quién, yo? ¿Por qué motivo? ¿Tiene acaso la orden de un juez?
Córdova sonríe.
—No sea ingenuo. Haga lo que le digo y no me obligue a usar la fuerza.
—Dígame al menos de qué se trata y a dónde me lleva.
—Es sólo una formalidad.
—No le creo. Para eso no necesita venir con cuatro hombres armados.
Del estupor inicial, Néstor ha ido dando paso a la preocupación. Teme ser víctima de alguna sórdida maniobra, aunque no se explica de quién, e insiste ante la estatua vestida de levita y sombrero.
—Usted se ha equivocado de persona.
—No, licenciado. Sabemos muy bien quién es usted.
Néstor, quien ha permanecido en el umbral del portón, da un paso atrás. Córdova hace una seña y los soldados amartillan sus
Winchester
de repetición.
—Por favor, licenciado, no sea necio.
El sonido metálico de los mecanismos ha paralizado a Néstor. Podría echar a correr, calle abajo, pero no pasaría de la esquina. Por lo que ha podido percibir, el enlutado personaje no tendría ningún empacho en dar orden de disparar. De otro lado, se ha dado cuenta de que no puede convencerle. Tendrá que confiar en su oficio para resolver la situación y, resignado, permite que dos de los hombres le aten los codos a la espalda al tiempo que, adusto e inexpresivo, y sin alzar un ápice el tono de voz que ha usado hasta este momento, Fernando Córdova recita:
—Queda usted arrestado por conspirar contra la vida del señor presidente de la República, la de su esposa y sus hijos.
Sábado, 3 de noviembre de 1877
Sangra el día por el ocaso. Un viento racheado e imprevisible revuelve las hojas secas de la Plaza de Armas. La solitaria fuente de piedra, la arquería del ayuntamiento y el monótono empedrado del recinto se atezan con las últimas luces del día y, pegadas unas a las otras, las palomas zurean, ateridas, en las cornisas de la catedral. Nada a esta hora de la tarde —gentes, caballos, carruajes— anima la desoladora estampa que el presidente observa desde la ventana de su despacho.
Lleva ya un buen rato ahí, de pie, sopesando en soledad el curso de sus acciones, lo que ha hecho, lo que piensa hacer. Ha sembrado el terror, ha torturado, ha estremecido a la ciudad con amenazas, allanamientos y detenciones, pero no tiene modo de averiguar ni de saber qué se mueve bajo el agua. Desconoce aún los alcances de la trama para asesinarle y no puede descartar que ese negro rosario de intrigantes y de Judas sea más extenso de lo que aparenta.
Y eso le tiene intranquilo. Las ejecuciones serán un aviso para todo filibustero que pretenda abordar por sorpresa la nave del Estado, pero si no acierta con los verdaderos culpables, el escarmiento servirá de poco.
El mandatario alza la mirada a un cielo donde agoniza la luz. Su gobierno carece de capacidad para obtener información que proteja su vida, la de su familia y la seguridad del Estado. Por ese orden. Sabe además que, si él muere, la revolución se derrumba. Y eso es algo que no puede consentir. Juarista y garibaldino a un tiempo, con toques de bonapartista, el presidente es un hijo de su siglo y, además de reformar su país y encauzarlo por la senda de la modernidad, tiene un sueño que pocos conocen. Y es el de la reunificación de la América Central, dividida desde hace más de medio siglo en cinco republiquitas sin grandeza. El mandatario quiere reunificarlas, hacer de nuevo una sola. Centroamérica será
la nación
, y cada una de sus provincias,
la patria
de cada quien. Pero «el rostro lívido de Vanderbilt», el magnate norteamericano de los ferrocarriles, se ha vuelto hacia la región y desea construir en Nicaragua un canal que comunique el Pacífico con el Atlántico a través de los Grandes Lagos. Y el presidente quiere llegar a Nicaragua antes que Vanderbilt y evitar que Estados Unidos divida Centroamérica en dos.
Antes, sin embargo, debe aglutinar su país, indisciplinado, rebelde y disperso. Y para eso no queda más alternativa que la vara de membrillo. Y la red. Y las ejecuciones públicas. A un pueblo joven e ignorante, le sucede lo que al árbol joven: hay que sujetarlo con un palo hasta que crezca y pueda sostenerse por sí mismo.
Oculto tras el visillo que adorna la ventana del despacho, el presidente ve salir del Portal del Comercio a un grupo de hombres y, cuando éstos doblan la esquina y desaparecen, baja la mirada al suelo. De pronto ha recordado algo, una frase, algo así como
más vale en el Infierno gobernar que ser esclavos del Cielo.
Eso es, ésa es la sentencia que mejor describe la nueva realidad del país. Y nadie podría haberlo expresado mejor que el hombre que acaba de pasar frente a su ventana, atado por los codos y custodiado por Fernando Córdova.
O acaso fuese el poeta ciego que la había escrito. El país puede ser ahora un infierno, pero se acabó el cura-cacique y el militar caduco, se acabó el obispo monárquico y la aristocracia servil. Los oligarcas se han plegado a la voluntad del presidente: unos por interés, otros por miedo. La esclavitud a la teocracia ha fenecido. El ejército se profesionaliza a marchas forzadas. Y él no permitirá que el país regrese al viejo orden, aunque le vaya en ello la vida.
El presidente deja de cavilar sobre sus obsesiones y sus planes. Su mente calcula ahora el tiempo que el grupo tardará en llegar a su despacho, una estancia en penumbra, decorada con austeridad: escritorio modesto, algunas sillas, la nueva enseña del país, el escudo nacional tallado en caoba, una alfombra de petate, algunas fotos en las paredes y una vitrina donde guarda el sable que enarboló en Tacaná.
Cuando tocan a la puerta, dice adelante sin volverse.
—Desátenlo —ordena en voz baja.
Uno de los hombres corta la cuerda que inmoviliza los brazos de Néstor Espinosa.
—Déjennos solos.
Fernando Córdova sale del despacho, seguido por sus hombres. Sólo entonces, el presidente se vuelve y observa al detenido con curiosidad.
Hace cinco años que no ve al
licenciado
y la última conversación que tuvo con él concluyó de manera poco grata, suceso que parece reflejarse en la expresión del presidente quien puede ser una persona arbitraria y sin talento administrativo, pero que, entre otras virtudes cuenta con una memoria temible. Por su mente acaba de pasar su difícil relación con este abogado que se frota con suavidad las muñecas y los codos. Y al reparar en su expresión, ahora más serena y madura, no puede por menos de recordar el respeto que sentía por él, lo que les unía, lo que les separaba y lo que finalmente les distanció.
Tiene, no obstante, una duda, un escrúpulo que quiere esclarecer cuanto antes y que le impide tratar a Espinosa como un viejo camarada, y no como uno de los asesinos que pretendía acabar con su vida, la de su mujer y la de sus pequeños hijos. Así que con timbre oscuro y amenazador, como quien se dirige a un desconocido, inquiere con brusquedad:
—¿Qué tiene usted que ver con Leocadio Ortiz?
El presidente se concentra en las facciones del detenido quien sabe que es lo bastante sagaz como para haberse percatado de que alguien vigilaba a la joven que le esperaba frente al almacén de los Ascoli y que ambos habían sido seguidos hasta la herrería de Ortiz por los hombres de Fernando Córdova. Con lo que no había contado seguramente el
licenciado,
a pesar de su listeza, era con que el presidente ordenara soltar a Ortiz a fin de vigilar a todos los que entraban y salían de su casa.
—Tengo que ver muy poco, señor presidente —responde Néstor—. A Leocadio Ortiz le conocí ayer. Me pidió que fuera a verle para hablarme de un viejo asunto.
El tiempo ha alterado el aspecto y la presencia de Espinosa, pero es su personalidad la que el presidente nota más cambiada. El
licenciado
parece más seguro, más dueño de sí. Puede que esté mintiendo, pero, en caso de que sea verdad, no se le nota. Siempre fue un buen comediante que imitaba personajes y fingía voces, y además carece de un defecto que el mandatario percibe en quienes se dirigen a él: el servilismo que nace del miedo.