Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
—El tipo es terco y no suelta palabra —tercia
Cordo-vita,
repuesto de los fustazos—, pero sabemos ya lo que hizo.
—¿Y quién le dio a usted información tan
valiosa?.
—Un
cuije,
señor presidente. Parece ser que este Joaquín Larios fue quien proporcionó a los sediciosos el vino con morfina para narcotizar a la guardia de su casa, antes de entrar a matarle a usted.
—¿Vino? ¿Vino con morfina?
—Sí, señor presidente. Tenemos por ahí uno de los garrafones.
—Quiero verlo.
El cortejo se desplaza hacia la puerta principal del cuartelillo. De una pieza pequeña y oscura, dos soldados sacan un envase de vidrio color verde forrado de mimbre. Se lo muestran al presidente y llenan en su presencia un vaso.
El mandatario pide que le acerquen una candela. Huele el líquido, lo mira al trasluz, arruga la nariz, entrecierra los párpados.
—A mí me parece normal —dice—. ¿Cómo saben que tiene morfina?
Sixto Pérez vuelve a carraspear y
Cordovita
sale en su ayuda.
—Le dimos de beber a un gato y se quedó frito.
Al mandatario parece satisfacerle la respuesta.
—¿Cuántos palos le han dado a ese Larios?
—Doscientos, señor presidente.
—Que le den otros doscientos.
—¿Y si se queda?
-¡Que se quede, carajo! Necesito más nombres, más detenidos. No puedo decir al país que he abortado una sedición de pipiripao. ¡Denle palo hasta que confiese! ¡Y si se muere, que se muera! ¡Quiero nombres! ¡Pero de renegados y canallas, no de hojalateros y pendolistas!
El mandatario se dirige a la salida del cuartelillo. Sale sin despedirse de sus subalternos, seguido al trote por Feliciano. Unos pasos adelante se detiene y comenta.
—No sabía que a los gatos les gustara el vino. ¿Lo sabía usted, Feliciano?
—No, señor presidente.
—Raro, ¿no?
—Sí, señor presidente.
—Tome nota, Feliciano. Un día lo contaré en mis memorias.
El único objeto que Néstor Espinosa conserva de la casa de su madre es un reloj de péndulo, empotrado en una caja de caoba. Se lo pidió a su hermana cuando le cambió la casa y el negocio por la propiedad de Ciudad Vieja. La esfera del reloj es blanca con números romanos negros y en la parte inferior de la misma pueden verse las posiciones del sol y de la luna. El reloj es muy ruidoso y tiene un sonido macabro, pero esta madrugada su sonoridad resulta aún más enojosa cuando, de repente, da con estrépito las cinco.
Néstor se despabila al ruido, presa de un angustioso ahogo y se sienta de golpe en el jergón. No es capaz de discernir si está despierto o aún sueña. Duda incluso de estar solo, pues segundos antes le acompañaban sus muertos, si bien su sensación de agonía le induce a creer que aún se encuentra en el mundo de los vivos.
Se levanta a tientas de la cama y enciende un quinqué. Se palpa la frente, la camisa húmeda. En su pecho late un timbal y jadea como un perro. Camina hasta una mesa de pino donde hay un pichel con agua. Bebe a grandes tragos de la jarra hasta que le falta el aire. Se detiene unos momentos y, con la boca muy abierta, bebe aire en vez de agua.
Todavía resollando, echa una mirada en torno. Nada de lo que ve a su alrededor —la cortina de la ventana, una pequeña librera, grabados de Londres y Edimburgo, el viejo
Remington
que cuelga de la pared— alivia su desasosiego. Esta es la hora de sus fantasmas, de sus muertos, cuando los hombres a los que ha matado se levantan de sus tumbas y regresan para exigirle la vida que les quitó. Lo que le parece explicable. Es el Día de Difuntos, tienen todo el derecho a volver: los piratas del Grijalva, los soldados de Tacaná, los remicheros de Santa Rosa, los orientales de Jalapa, los indios de Tierra Blanca o de las alturas de Coxom. Hasta el caballo de Búrbano regresa. Suelen aparecérsele en tropel, como un estrépito de sombras apretadas y harapientas. Si se esfuerza, puede contarlos y hasta fijar el lugar donde los mató. Huelen a pantano y a tierra putrefacta, y de sus carnes parece emanar el fétido gas del quinqué.
Su conciencia tiene una memoria canalla. Quizás sea su conciencia moral, pero él la llama conciencia canalla. Sólo se acuerda de lo malo: de sus muertos, de sus errores, de sus incontinencias. Y no puede soslayarla evocando, para compensar, algunas de sus mejores horas. La memoria canalla es tozuda y no se deja desplazar por la noble. Moriré un día, se dice, recordando todo lo que he hecho mal en la vida y sin haber podido valorar lo que hice bien, si es que alguna vez hice algo bueno.
Néstor escucha la noche. Quiere distraerse con los ruidos de la madrugada. Mas la madrugada calla. Extrae un libro de un anaquel. Son las
Meditaciones
de Marco Aurelio. Se sienta en la cama, lo abre al azar y lee:
eres un alma que sostiene un cadáver.
—Es al revés —murmura—. Eres un cadáver incapaz de sostener tu alma.
Tira el libro sobre las sábanas empapadas en sudor. No puede leer ni pensar. Su mente se ha detenido en el rostro hinchado de Joaquín, en su mirada perdida. Y en el Potrero de Corona. Y en la desesperación de aquel día, cuando quiso dejarse matar. Se ve allí con el revólver, apuntando al entrecejo de su amigo, sin saber que éste ha errado su disparo a propósito y que, con el mayor aplomo, le envía este callado mensaje:
Aquí estoy, a tus expensas, para probarte que no te engañé, que he sido un amigo leal. No te he quitado la vida por eso. ¿Qué harás tú con la mía?
Alza la mirada a la pared. Una enorme mariposa negra duerme asida a los grumos del repello, cerca de un bastidor forrado de tela del que cuelga el revólver que le regaló
Chico.
Lo observa como quien mira a una sima, con el vértigo en el vientre, y torna los ojos al pichel de agua y al vaso, junto a los cuales yacen la lista inconclusa y la nota anónima que Josefa le entregó por la mañana.
Se incorpora y examina ambos papeles.
Sarastro
le había platicado de una lista, el día antes de partir al destierro, doce nombres proporcionados al Gobierno por un traidor. Supongamos, que lo descubres, se dice. ¿Qué harías con él? ¿Matarlo? ¿Otro muerto más, el veintitrés? ¿Volver a las andadas, después de años intentando reprimir la «fiera condición», como decía Segismundo, que había despertado en ti la violencia? ¿Qué has sacado de todo eso, sino sudores nocturnos, olor a pantano y agobios de tu memoria canalla?
Apaga el quinqué, intenta conciliar el sueño. Pero las tinieblas le devuelven de nuevo el rostro de Joaquín Larios, su mirada perdida, su cuerpo convertido en una llaga.
—A veces, un pequeño sacrificio nos redime. Es todo cuanto necesitamos para recobrar la salud y regresar a la vida: hacer felices a las personas que amamos es la causa de nuestra felicidad.
No está de acuerdo con Elena Castellanos. No se cierra el peor capítulo de nuestra vida como se cierran las
Meditaciones
de Marco Aurelio. Los sentimentalismos, además, le tienen escaldado.
Pero... ¿y si era verdad? ¿Y si Joaquín había errado a propósito?
El reloj de pared comienza a dar las horas con estrépito, pero antes de que llegue a la sexta, Néstor se levanta de un brinco. Se viste con rapidez, se llega a la caballeriza y ensilla el caballo. Sale de la casa, pone el corcel al trote y escapa hacia el sur de la ciudad.
Diez minutos más tarde, cruza la garita de la Barran-quilla. Salva el riachuelo que corre al fondo de la cañada, deja a un lado San Pedro las Huertas y emprende al galope el breve ascenso que conduce al Llano de la Virgen, la suntuosa sabana arbolada que se abre a las afueras de la ciudad. Deja atrás la finca
El Recreo
y después
Tívoli.
Ha decidido no ir a Ciudad Vieja, sino acercarse a Los Arcos, el acueducto de ladrillo que cruza la llanura, y subir al talud por cuya cornisa corre el agua.
Néstor jinetea el overo con movimientos súbitos, saltando por encima de troncos y haciendo salpicar el agua de los humedales. Cerca del acueducto, detiene el caballo, se apea y ata la cabalgadura a un encino. Asciende a lo alto del talud y, todavía sofocado, deja vagar la mirada por la masiva eternidad de los volcanes.
El día se abre entre vahos de bruma, pero nada quita a esa hora el protagonismo al sol que pinta las copas de la arboleda de un intenso color verde. Las bromeliáceas se ensortijan en las ramas de los cedros, el agua corre mansa por la acequia de ladrillo y los cantos lejanos de los gallos parecieran salpicar de rojo las ramas de los flamboyanes.
Aire fresco y soledad. Es todo lo que necesita: escuchar el gorjeo invisible del bosque, contemplar el cabeceo de las varas de bambú, el vuelo majestuoso del águila o el gozo de las palomas que reciben con gratitud el calor de la alborada. La belleza no tiene necesidad de explicarse y el gozo de los sentidos anula los juegos de la razón. Sólo debe dejarse penetrar por la luz, sentirla, y eludir con su ayuda el acoso de la memoria.
Media hora después, baja del acueducto, se acerca al caballo, lo toma de la rienda y lo lleva al paso por entre una floresta plagada de orquídeas, unas blancas como vestales, otras veteadas de violeta o maquilladas de rosa. El aire acaricia el zacate y, de cuando en vez, se detiene en un silencio abrupto, inquietante, que el chillido de algún clarinero interrumpe, como si, tocando a diana, invitara a las demás aves a cantar.
Una idea le sorprende entonces, una idea sencilla, de ésas que llegan sin ser invocadas. Nadie ama a su país porque es pequeño o grande, pobre o rico, cruel o devoto. Lo ama porque es su país. Esta es mi patria, mi tierra, se dice entonces, y no ha de haber un lugar en el mundo donde los colores sean tan hermosos y la luz tan diáfana.
Al final de La Culebra, el sinuoso montículo precolombino que sostiene el acueducto colonial, Néstor vuelve a subirse al caballo y emprende el retorno a la ciudad por el lado del Guarda Nuevo. Es el mismo camino que recorrió victorioso un casi olvidado 30 de junio de 1871. Pero la impresión es otra. No hay gente ni aplausos ni vítores. Tampoco él es el héroe de aquel día, el caballero que regresaba victorioso de una guerra contra el mal. Pero se siente distinto al que salió una hora antes de su casa huyendo de los muertos que le reclamaban sus vidas. Y a medida que va dejando a su derecha la luminosa acuarela del llano, y a su izquierda, los cerros de Mixco y el Alux, advierte que de manera insensible, la mañana le ha devuelto esencias que creía perdidas. Aún se le subleva la sangre cuando presencia una injusticia. Aún es capaz de dar todo de sí a cambio de nada. Aún puede ilusionarse con la vida.
A las once de la mañana, el licenciado Solís entra en la farmacia de Elena Castellanos. Echa un vistazo a la colección de albarelos de cerámica que adornan los estantes, saluda a la empleada que atiende el mostrador y entra sin más en la rebotica, un laboratorio de pequeñas dimensiones con dos mesas en las que se alinean morteros, prensas y un alambique.
Al verlo entrar, Elena, bata gris hasta los pies, cofia y gabacha blancas, se dirige a la puerta y la cierra por dentro. Y entre costales de extractos, garrafas de aceite y media docena de redomas con líquidos de color morado, azul y ámbar, se pone a cuchichear con el abogado.
—Joaquín fue apaleado anoche y ésta es la hora en que no ha recuperado la conciencia —dice don Ernesto.
—¡Qué horror! ¿Se lo ha dicho usted a Clara?
—Me ha parecido una crueldad. Se lo digo a usted para que esté al corriente.
—Ha habido más detenciones, me dicen.
—Todas ilegales. Se trata de buenas personas a las que quieren usar como excusa.
—Y que han aparecido pruebas.
—Un juego de cuchillos con los cuales, dizque, iban a matar al presidente.
—¿Se conoce ya el tribunal que juzgará a los acusados?
—No habrá tribunal, Elena.
—Por Dios, eso es inaudito.
—No es inaudito, es atroz.
—También cuentan que han soltado a dos o tres.
—Es verdad, pero ninguno es Joaquín. Y de los liberados, a uno de ellos lo han vuelto a detener.
—¿Y qué sabe del presidente?
—No quiere recibir a nadie hasta tanto no descubra los entresijos de la sedición. A propósito, quería preguntarle algo. ¿Está usted autorizada para importar morfina?
—No, licenciado. La única entidad que lo puede hacer es el Ejército. La vende en pequeñas cantidades y con autorización.
—¿Está segura?
Por toda respuesta, Elena extiende los brazos, señalando los fardos, las garrafas, los líquidos. Conoce su negocio.
—Comprendo —dice don Ernesto—. La conspiración tiene entonces muy poco de civil.
—Puede que haya algunos comparsas, pero quienes pusieron morfina en el vino han tenido que ser militares que ahora echan la culpa a otros.
—No hay, pues,
Sociedad del Rosario Negro
ni cosa que se le parezca.
—A saber, licenciado. Todo es tan confuso.
—Pienso que no ocultan información, sencillamente no la tienen. Y carecen de pruebas. Esperemos que la situación se prolongue para ganar algún tiempo.
—Recemos por que sea así.
—Mucho me temo, Elenita, que con rezar no baste
Viernes, 2 de noviembre de 1877,
Día de Difuntos
Néstor Espinosa toma un pliego de papel color marfil y redacta la solicitud con rápidos trazos. Es una carta sencilla, formularia, sin los recargamientos al uso ni la empalagosa cascada de elogios con que se suele pedir audiencia al presidente. Su nombre bastará para llamar la atención de Rufino. Le ha costado convencerse de que debe interceder ante el mandatario, pero, al fin, ha dispuesto hacerlo. No por Joaquín, sino por Clara, como le había dicho Elena Castellanos. Esa inteligente mujer lo había notado. Aún ama a Clara Valdés, su fantasma, su amor inacabado, su herida abierta.
A punto de firmar la carta, tocan a la puerta del despacho. Dice sí alzando al voz y el rostro solícito del pasante asoma para preguntar:
—¿Puedo irme, licenciado?
—Un minuto, Galisteo —responde sin levantar la vista del papel.
Rubrica el documento, espolvorea arenilla encima, lo dobla, lo mete en un sobre y se lo entrega a su asistente.
—Me hace el favor de entregarlo en Casa Presidencial.
—Claro, licenciado. ¿Alguna otra cosa?
—Tómese la tarde libre. Nos vemos el lunes, Galisteo.