Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
»Pero no es menos verdad que la política ejercía sobre Néstor una pasión avasalladora. Lo más importante de mi vida era él; enterrar el Antiguo Régimen, lo más importante de la suya. Para salvar la situación, le propuse que nos casáramos. Me contestó que debíamos esperar, que no era el mejor momento. El país es un gallinero invadido por un tacuazín, me dijo con mala cara. Los constituyentes no se reúnen, los compañeros de armas del general le ignoran, el radicalismo pide que el poder sea entregado a una voluntad más fuerte, la República liberal se tambalea, ¡y usted no parece percatarse de ello! ¿Cómo quiere que
nos
casemos en estas circunstancias? Yo la amo, Clara, la amo con todas mis fuerzas, pero el matrimonio no asegura el amor. Las mujeres creen eso y no es verdad.
»No tenía derecho a hablarme así. O eso pensé en ese momento. El caso es que ese día se fue de casa sin despedirse y no le volví a ver durante las siguientes tres semanas»
«Uno de aquellos días terribles en que tirios y troyanos pretendían instalar en el país su propia versión del orden, la tía Emilia se puso muy grave. Amaneció con los ojos en blanco y la boca muy abierta. Respiraba con dificultad y todo su cuerpo temblaba. Mandé llamar al doctor de cabecera. El diagnóstico fue demoledor: la pobrecita había entrado en agonía.
»Falleció en mis brazos al día siguiente. Lo hizo con la boca descolgada, como a la espera de una última bocanada de aire que nunca llegó. Durante el tiempo que había estado enferma, yo había sentido el consuelo de tenerla en casa, aunque ya no pudiera comunicarse conmigo, pero, de golpe, me sobrevino un hondo sentimiento de abandono. Su muerte me dejaba sin sustento emocional. Y para variar, Néstor no estaba conmigo.
»En mayo del 72, hubo otra buruca en Zacapa, promovida por los clérigos. El gobierno de Honduras había ofrecido santuario a los rebeldes y les permitía entrar y salir para atacar al gobierno de García Granados. Dispuesto a aplastar la rebelión, don Miguel cedió temporalmente su puesto a Rufino y resolvió invadir Honduras para derrocar al gobierno conservador de aquel país. Y Néstor se fue de nuevo a la guerra y estuve otro mes sin saber de él.
»Entonces apareció Joaquín, como lo había hecho otras veces en los momentos difíciles, para mostrar su hombría de bien, su generosidad y su amor por mí, pese a lo ingrata que yo había sido con él. Se ocupó personalmente de todo: el funeral, los asuntos legales, las gestiones.
»Cuando volvíamos del entierro, me sentí en medio de la nada. Y sin pensarlo muy bien, le pedí que se quedara esa noche conmigo. Nada ocurrió, te lo juro. Fue una velada como ésta entre tú y yo, sólo que cuajada de silencios. Joaquín había reemplazado el dolido gesto con que me miraba aquel día en la casa del general por otro de comprensión y de ternura. Y estuvo a mi lado hasta el amanecer, cuando mi miedo a la noche había al fin capitulado. Siempre fue un caballero. Algo precipitado y fácil de engañar, pero un caballero, muy distinto al que yo pensé que había venido de lejos a rescatarme de mi soledad».
El Liberal Progresista,
10 de junio de 1872
Con esta fecha, el presidente interino de la República, general J. Rufino Barrios, ha emitido una serie de decretos que, en ausencia de don Miguel García Granados, han causado gran ansiedad entre la población. El encargado de la presidencia ha clausurado cinco conventos i ha declarado extintas las órdenes dominica, franciscana y jesuita por considerar que no eran depositarías del saber ni un elemento eficaz para morigerar las costumbres. Las propiedades de estas órdenes han pasado a poder del Estado, sin ninguna compensación.
Guatemala, 12 de junio de 1872
Mr. James Stark,
Manchester, England
Mi dilecto amigo:
Correspondo a su afectuosa carta en la que muestra su preocupación por mí y por mi familia, debido a la situación que padece mi país desde junio del pasado año.
Mil gracias por su interés. La prensa y la distancia suelen magnificar los sucesos de países remotos como el nuestro
,
pero en este caso no creo que se hayan excedido un ápice. Mi familia y yo estamos bien, gracias a Dios, pues los conflictos, los excesos y la sangre no han afectado la vida de la ciudad, la cual sigue siendo parecida a la que usted y Mr Leatherby conocieron cuando estuvieron hospedados en mi casa hace cosa de dos años.
Pero hay motivos para el temor. El desgarramiento se hace cada vez más doloroso y el país se encamina hacia un precipicio del cual no sé si podremos salir. Hemos perdido la paz, que tanto costó construir tras la independencia de España. Las pasiones políticas han alcanzado un grado de exaltación tan febril como malsano. Y lo más triste es que cada día va quedando menos de las virtudes antiguas con las cuales construimos nuestra patria.
Vivimos la transición de una sociedad sagrada a otra profana, una especie de refundación nacional impulsada por un liberalismo salvaje. Nunca la imprenta había sido tan escandalosa. La difamación impune, las injurias más repugnantes y el irrespeto a los sentimientos religiosos están a la orden del día. Dicen estos bárbaros que la opinión ha de ser libre, sin detenerse a pensar que la variedad de opiniones es el germen de la cizaña, los conflictos y las guerras fratricidas.
Dos revolucionarios sin legitimidad histórica, uno blanco, viejo y ambicioso, el otro mestizo, joven y brutal, se disputan el liderazgo del gobierno que ha usurpado el sitial de nuestros padres. Pero el fin de ambos es el mismo: erradicar los principios sobre los cuales se construyó esta nación, alegando no sé qué derechos, en nombre de los cuales matan y destruyen. Y esto, mi querido amigo, es fatal, pues la primera virtud pública es el orden, y los liberales, lamento decirlo, son gente sin ninguna virtud. Para ellos sólo hay un propósito político: destruir lo antiguo en la estúpida creencia de que lo nuevo es superior por el mero hecho de serlo.
Examine las constituciones del mundo civilizado. Sólo un ciego no vería en ellas los principios que estos bárbaros pretenden arrancar de la nuestra, principios de prudencia política tan viejos como la propia humanidad. El pernicioso influjo de una doctrina ajena a nuestra cultura y a nuestras tradiciones es, a mi modo de ver, la causa. Pero, no, rectifico: el bando del desorden no tiene siquiera doctrina. Sólo abriga odio y resentimiento, ocultos bajo una dialéctica espuria.
Somos católicos, James, y nos gloriamos de serlo. Nuestra identidad no la forjaron los españoles, sino la Iglesia. El catolicismo ha sido el cemento que ha unido a nuestro pueblo durante siglos y me cuesta creer que el liberalismo pueda hacer algo que remotamente se le parezca.
Gracias de nuevo por su interés en nosotros. Pido a Dios que este conflicto acabe pronto. Entretanto, reciba usted las más vivas muestras de mi consideración y afecto.
Luis Felipe Ábalos.
El Liberal Progresista
, 14 de junio de 1872
Estamos de nuevo en campaña. La guerra va siendo para nosotros un estado natural. Apenas acabamos de celebrar el triunfo contra la insolencia i la osadía del tirano hondureno i ya tenemos un nuevo enemigo. La reacción ha reaparecido en Oriente al grito de ¡viva la religión! Fuerzas del Gobierno en considerable número han salido hacia allá al mando del comandante de Occidente con el objeto de establecer el orden. Damos por descartada la victoria, pero si seguimos obteniendo triunfos así, el país estará pronto en la ruina.
Rompiendo con su hábito de leer el texto antes de llevarlo al componedor, don Porfirio Frutos había resuelto levantar sin más el que la redacción acababa de entregarle. Pero a medida que lo iba armando, don Porfirio se iba también percatando de que, por primera vez desde que había libertad de imprenta (aunque ya no tanta, pues don Elíseo había recibido ya un par de advertencias incómodas) alguien decía las cosas con meridiana claridad o cuando menos con la suficiente para que todo el mundo las entendiera.
El texto no llevaba firma. Se titulaba
El ferrocarril y las vacas
y empezaba con una dramática frase a la que seguía un planteamiento diferente a los habituales.
Nos estamos rompiendo en dos, decía el texto. Elegir entre la libertad y el laicismo, por un lado, y la sumisión al estado clerical-aristocrático, por otro, nos ha llevado a este callejón sin salida, pues la tradición es más filosa y más dura de lo que los liberales imaginaban. La tradición es como un hato de ganado que se detiene en medio de la vía justo cuando una tren se acerca a toda velocidad. Y una de dos, o el tren atropella el ganado o se detiene para evitar la masacre. Pues bien, además de conservador, nuestro pueblo es tradicionalista. Y don Miguel García Granados no sabe cómo resolver este dilema. Tal vez quisiera detener el tren, pero don Rufino no se lo permite. Y ése es justamente el drama. Nos arrastra un torbellino de pasiones cuyos excesos se justifican en nombre de la razón o de la fe, ya que ambas creen tener
todas
las respuestas a
todos
los problemas de los hombres. Pero tanto una como la otra parece ignorar que, si los excesos de la razón pueden desatar las iras de la sinrazón y causar un sangriento estropicio, el fanatismo religioso engendra cruzadas y persecuciones aborrecibles. Dicho de otra manera: la razón quiere destruir la fe, y la fe, acogotar la razón, lo que no es sino locura, pues, del mismo modo que no se puede razonar la fe, no se puede exigir a la razón que crea en cosas indemostrables. Tenemos derecho a construir una nueva nación, concluía el texto, pero nuestra monte se ha escindido. También nuestros sentimientos. Ahora ya no somos una, sino dos naciones. La modernidad ha abierto esta herida y sólo Dios sabe cuándo podrá cerrarse. Y ante un desgarrón así sólo cabe reiterar que la violencia no construye naciones. Lo hace una convocatoria a allanar el solar de la convivencia. Pero aún estamos muy lejos de eso. Don Miguel quiere frenar. Don Rufino, acelerar. Y en medio de ese estira y afloja corre el tren, mientras el rebaño espera.
El Liberal Progresista
, 3 de agosto de 1872
El pasado fin de semana tuvimos el gusto de ver en Quetzaltenango funcionar la ametralladora. El ensayo tuvo lugar a orillas de la ciudad, en el punto conocido con el nombre de La Ciénaga, i asistió a él don Rufino. Las dianas se colocaron a quinientas varas i se les pegó a la perfección. La ametralladora es la máquina de guerra más temible que hayamos visto.
Pastelería de don Librado Olivares,
19 de agosto de 1872
—Una espumilla y una taza de chocolate, si me hace el favor.
—Para mí igual, pero con dos espumillas.
—Tan goloso como siempre, hermano
Sarastro.
—Prefiero que me llames padre Sanabria o simplemente Vidal.
—Pues no te vendría mal llevar apodo, ahora que están arriba los masones.
—Que la boca se te tuerza,
Basilio.
¿Quién se puede llevar bien con esos bárbaros?
—Son sólo unos pocos.
—No mientas.
—Lo digo en serio. Quita a unos cuantos extremistas y el resto no es mala gente.
—¿Cómo puedes decir eso después de las expropiaciones a la Iglesia y de expulsar del país a las órdenes religiosas?
—Lo dices por los nueve decretos emitidos por Rufino, mientras don Miguel combatía en Oriente.
—¿Tú que crees?
—Sí, ha sido tremendo. Abolió el fuero eclesiástico, expulsó a los religiosos que quedaban, proclamó la libertad de cultos. Pero no hay que culpar del todo a los masones. Rufino era presidente temporal y promulgó los decretos sin consultar ni pedir permiso a García Granados.
—Eso no es excusa. El general volvió de Oriente y ratificó los decretos.
—Don Miguel es débil, ya se sabe. De haber tenido lo que hay que tener, los habría derogado. Pero le tuvo miedo a Rufino, como todos. En el poco tiempo que estuvo en el Gobierno,
La Pantera
empezó a dar muestras de manías persecutorias. Detuvo a gente sin motivo, fusiló a dos en la Plaza de Armas y nadie se atrevió a protestar. ¿Supiste lo de don Rafael Batres?
—¿Quién es don Rafael Batres?
—Un sobrino de don Miguel. Se le ocurrió pasear por Jocotenango, ¡en estos liberales tiempos!, con dos banderas de la república servil en el carruaje.
~¿Y?
—La gente de Rufino le echó mano y le han dado una paliza que por poco no la cuenta. Cuando el general volvió de Oriente, se tragó la humillación. Y eso que el muchacho es de su sangre.
—Hay que ver la de cosas que sabe usted, hermano
Basilio.
—Menos de las que usted imagina, hermano
Sarastro.
—¿Tienes noticias de Néstor? ¿Sigue siendo asistente de
Chico
Andreu, en la Presidencia?
—Ahí sigue, pero no es el mismo. Ha perdido la serenidad, el buen humor. Hay tres cosas que cambian al hombre: la mujer, el saber y la guerra. Y a él, me sospecho, le han alterado las tres.
—Todos hemos cambiado. Tú mismo eres diferente.
—Mira quién habla.
—Dos años en la provincia cambian a cualquiera, pero no me juzgues mal. Hago todo lo que puedo por ser coherente con mi fe y mis ideales.
—¿Qué haces en Quetzaltenango?
—Soy asistente del vicario de la diócesis, el padre Arroyo. Pertenezco al sector moderado de la Iglesia. Intentamos convencer a la Jerarquía de que la influencia política es tan importante o más que el poder y, además, desgasta menos. Pero cuéntame, ¿y los demás, qué ha sido de ellos? ¿Cómo está
Juliano
?
—Del lado de la
Jiebre.
Rufino ha prometido abrir el país al protestantismo y ahí anda el venerable
Juliano
, el de «hay que imponer la fuerza de la razón a la razón de la fuerza», echando punta con los radicales. Tan modosito que se veía.
—¿Y Joaquín?
—Cambió de estaca. Un traidor hecho y derecho. Ahora es conservador. Tiene intereses que cuidar, ya sabes. Sus vinos y sus licores. Un gran cabrón, un tipo sin escrúpulos.
—Nunca te cayó bien.
—Es un riquito de miércoles. No se junta con los amigos porque nos tiene de menos y se lleva con Néstor a matar.
—¿Y eso por qué?
—Qué bueno está este chocolate, ¿no?
—Siempre será usted un picaro, hermano
Basilio.