Según Saldaña Roca los administradores hacían aquello como escarmiento, pero, también, por diversión. Les gustaba. Hacer sufrir, rivalizar en crueldades, era un vicio que habían contraído de tanto practicar las flagelaciones, los golpes, las torturas. A menudo, cuando estaban borrachos, buscaban pretextos para esos juegos de sangre. Saldaña Roca citaba una carta del administrador de la Compañía a Miguel Flores, jefe de estación, amonestándolo por «matar indios por puro deporte» sabiendo que había falta de brazos y recordándole que sólo se debía recurrir a aquellos excesos «en caso de necesidad». La res puesta de Miguel Flores era peor que la inculpación: «Pro testo porque estos últimos dos meses sólo murieron unos cuarenta indios en mi estación».
Saldaña Roca enumeraba los distintos tipos de castigo a los indígenas por las faltas que cometían: latigazos, encierro en el cepo o potro de tortura, corte de orejas, de narices, de manos y de pies, hasta el asesinato. Ahorcados, abaleados, quemados o ahogados en el río. En Matanzas, aseguraba, había más restos de indígenas que en ninguna de las otras estaciones. No era posible hacer un cálculo pero los huesos debían corresponder a cientos, acaso millares de víctimas. El responsable de Matanzas era Armando Normand, un joven boliviano-inglés, de apenas veintidós o veintitrés años. Aseguraba haber estudiado en Londres. Su cruel dad se había convertido en un «mito infernal» entre los huitotos, a los que había diezmado. En Abisinia, la Compañía multó al administrador Abelardo Agüero, y a su segundo, Augusto Jiménez, por hacer tiro al blanco con los indios, sabiendo que de este modo sacrificaban de manera irresponsable a brazos útiles para la empresa.
Pese a estar tan lejos, pensó una vez más Roger Casement, el Congo y la Amazonia estaban unidos por un cordón umbilical. Los horrores se repetían, con mínimas variantes, inspirados por el lucro, pecado original que acompañaba al ser humano desde su nacimiento, secreto inspirador de sus infinitas maldades. ¿O había algo más? ¿Había ganado el diablo la eterna contienda?
Mañana le esperaba un día muy intenso. El cónsul había localizado en Iquitos a tres negros de Barbados que tenían nacionalidad británica. Habían trabajado varios años en las caucherías de Arana y aceptaron ser interrogados por la Comisión si luego los repatriaban.
Aunque durmió muy poco, se despertó con las primeras luces. No se sentía mal. Se lavó, se vistió, se embutió un sombrero panamá, cogió su máquina fotográfica y salió de la casa del cónsul sin ver a éste ni a los sirvientes. En la calle apuntaba el sol en un cielo limpio de nubes y comenzaba a hacer calor. Al mediodía, Iquitos sería un horno. Había gente en las calles y circulaba ya el pequeño y ruidoso tranvía, pintado de rojo y azul. De tanto en tanto vendedores ambulantes indios, de rasgos achinados, pieles amarillentas y caras y brazos pintarrajeados con figuras geométricas, le ofrecían frutas, bebidas, animales vivos —monitos, guacamayos y pequeños lagartos— o flechas, mazos y cerbatanas. Muchos bares y restaurantes seguían abiertos pero con pocos clientes. Había borrachos despatarrados bajo las techumbres de hojas de palma y perros removiendo las basuras. «Esta ciudad es un hueco vil y pestilente», pensó. Dio un largo paseo por las calles terrosas, cruzando la Plaza de Armas donde reconoció la Prefectura, y desembocó en un malecón con barandales de piedra, un bonito paseo desde el cual se divisaba el enorme río con sus islas flotantes, y, lejos, rutilando bajo el sol, la hilera de altos árboles de la otra orilla. Al final del malecón, donde éste desaparecía en una enramada y una ladera con árboles al pie de la cual había un embarcadero, vio a unos muchachos descalzos y con sólo un pantalóncitó corto clavando unas estacas. Se habían puesto unos gorros de papel para protegerse del sol.
No parecían indios, sino más bien cholos. Uno de ellos, que no debía llegar a los veinte años, tenía un torso armonioso, con músculos que destacaban con cada martillazo. Después de dudar un momento, Roger se le acercó, mostrándole la cámara fotográfica.
—¿Me permite tomarle una fotografía? —le preguntó en portugués—. Puedo pagar.
El muchacho lo miró, sin entender.
Le repitió dos veces la pregunta en su mal español, hasta que el muchacho sonrió. Cotorreó con los otros algo que Roger no adivinó. Y, por fin, se volvió hacia él y preguntó, haciendo chasquear los dedos: «¿Cuánto?». Roger rebuscó en sus bolsillos y sacó un puñado de monedas. Los ojos del muchacho las examinaron, contándolas.
Le tomó varias placas, entre las risas y burlas de sus amigos, haciéndolo quitarse el gorro de papel, levantar los brazos, mostrar los músculos y adoptar la postura de un discóbolo. Para esto último tuvo que tocar un instante el brazo del muchacho. Sintió que tenía las manos empapa das por los nervios y el calor. Dejó de tomar fotografías cuando advirtió que estaba rodeado de chiquillos harapientos que lo observaban como a un bicho raro. Alcanzó las monedas al muchacho y regresó de prisa al consulado.
Sus amigos de la Comisión, sentados a la mesa, desayunaban con el cónsul. Se unió a ellos, explicándoles que todos los días comenzaba la jornada dando una buena caminata. Mientras tomaban una taza de café aguado y dulzón, con trozos de yuca frita, Mr. Stirs les explicó quiénes eran los barbadenses. Comenzó por prevenirlos que los tres habían trabajado en el Putumayo, pero habían terminado en malos términos con la Compañía de Arana. Se sentían engañados y estafados por la Peruvian Amazon Company y por lo tanto su testimonio estaría cargado de resentimiento. Les sugirió que los barbadenses no comparecieran ante todos los miembros de la Comisión a la vez porque se sentirían intimidados y no abrirían la boca. Decidieron dividirse en grupos de dos o tres para la comparecencia.
Roger Casement hizo pareja con Seymour Bell, quien, como esperaba, al poco rato de comenzada la entrevista con el primer barbadense, alegando su problema de deshidratación dijo que no se sentía bien y partió, dejándolo solo con aquel antiguo capataz de la Casa Arana.
Se llamaba Eponim Thomas Campbell y no estaba seguro de su edad, aunque creía no tener más de treinta y cinco años. Era un negro de pelos largos ensortijados en los que brillaban algunas canas. Vestía una blusa descolorida abierta en el pecho hasta el ombligo, un pantalón de crudo que sólo le llegaba a los tobillos, sujeto a la cintura con un pedazo de cuerda. Iba descalzo y sus enormes pies, de uñas largas y muchas costras, parecían de piedra. Su inglés estaba lleno de expresiones coloquiales que a Roger le costaba trabajo entender. A veces se mezclaba con pa labras portuguesas y españolas.
Usando un lenguaje sencillo, Roger le aseguró que su testimonio sería confidencial y que en ningún caso se vería comprometido por lo que declarara. El ni siquiera tomaría notas, se limitaría a escuchar. Sólo le pedía una información veraz sobre lo que ocurría en el Putumayo.
Estaban sentados en la pequeña terraza que daba al dormitorio de Casement y en la mesita, frente al banco que compartían, había una jarra con jugo de papaya y dos vasos. Eponim Thomas Campbell había sido contratado hacía siete años en Bridgetown, la capital de Barbados, con otros dieciocho barbadenses por el señor Lizardo Arana, hermano de don Julio César, para trabajar como capataz en una de las estaciones en el Putumayo. Y ahí mismo comenzó el engaño porque, cuando lo contrataron, nunca le dije ron que tendría que dedicar buena parte de su tiempo a las «correrías».
—Explíqueme qué son las «correrías» —dijo Casement.
Salir a cazar indios en sus aldeas para que vengan a recoger caucho en las tierras de la Compañía. Los que fuera: huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros o boras. Cualquiera de los que había por la región. Porque todos, sin excepción, eran reacios a recoger jebe. Había que obligarlos. Las «correrías» exigían larguísimas expediciones, y, a veces, para nada. Llegaban y las aldeas estaban desiertas. Sus habitantes habían huido. Otras veces, no, felizmente. Les caían a balazos para asustarlos y para que no se defendieran, pero lo hacían, con sus cerbatanas y garrotes. Se armaba la pelea. Luego había que arrearlos, atados del pescuezo, a los que estuvieran en condiciones de caminar, hombres y mujeres. Los más viejos y los recién nacidos eran abandonados para que no atrasaran la marcha. Eponim nunca cometió las crueldades gratuitas de Armando Normand, pese a haber trabajado a sus órdenes por dos años en Matanzas, donde el señor Normand era administrador.
—¿Crueldades gratuitas? —lo interrumpió Roger—. Deme algunos ejemplos.
Eponim se revolvió en la banca, incómodo. Sus grandes ojos bailotearon en sus órbitas blancas.
—El señor Normand tenía sus excentricidades —murmuró, quitándole la vista—. Cuando alguien se por taba mal. Mejor dicho, cuando no se portaba como él esperaba. Le ahogaba sus hijos en el río, por ejemplo. El mismo. Con sus propias manos, quiero decir.
Hizo una pausa y explicó que, a él, las excentricidades del señor Normand lo ponían nervioso. De una persona tan rara se podía esperar cualquier cosa, incluso que un día le diera el capricho de vaciar su revólver en la persona que tuviera más cerca. Por eso pidió que lo cambiaran de estación. Cuando lo pasaron a Ultimo Retiro, cuyo ad ministrador era el señor Alfredo Montt, Eponim durmió más tranquilo.
—¿Alguna vez tuvo usted que matar indios en el ejercicio de sus funciones?
Roger vio que los ojos del barbadense lo miraban, se escabullían y volvían a mirarlo.
—Formaba parte del trabajo —admitió, encogiendo los hombros—. De los capataces y de los «muchachos», a los que llaman también «racionales». En el Putumayo corre mucha sangre. La gente termina por acostumbrarse. Allá la vida es matar y morir.
—¿Me diría cuánta gente tuvo usted que matar, señor Thomas?
—Nunca llevé la cuenta —repuso Eponim con prontitud—. Hacía el trabajo que tenía que hacer y pro curaba pasar la página. Yo cumplí. Por eso sostengo que la Compañía se portó muy mal conmigo.
Se enfrascó en un largo y confuso monólogo contra sus antiguos empleadores. Lo acusaban de estar comprometido con la venta de una cincuentena de huitotos a una cauchería de colombianos, los señores Iriarte, con los que la Compañía del señor Arana andaba siempre peleándose por los braceros. Era mentira. Eponim juraba y rejuraba que él no había tenido nada que ver con la desaparición de esos huitotos de Ultimo Retiro que, se supo después, reaparecieron trabajando para los colombianos. Quien los había vendido era el propio administrador de esa estación, Alfredo Montt. Un codicioso y un avaro. Para ocultar su culpa los denunció a él y a Dayton Cranton y Simbad Douglas. Puras calumnias. La Compañía le creyó y los tres capataces tuvieron que huir. Pasaron penalidades terribles para llegar a Iquitos. Los jefes de la Compañía, allá en el Putumayo, habían dado orden a los «racionales» de matar a los tres barbadenses donde los encontraran. Ahora, Eponim y sus dos compañeros vivían de la mendicidad y trabajitos eventuales. La Compañía se negaba a pagarles los pasajes de regreso a Barbados. Los había denunciado por abandono del trabajo y el juez de Iquitos dio la razón a la Casa Arana, por supuesto.
Roger le prometió que el Gobierno se encargaría de repatriarlos a él y a sus dos colegas, ya que eran ciudadanos británicos.
Exhausto, fue a tumbarse en su cama apenas despidió a Eponim Thomas Campbell. Sudaba, le dolía el cuerpo y sentía un malestar itinerante que iba atormentándolo a pocos, órgano por órgano, de la cabeza a los pies. El Congo. La Amazonia. ¿No había pues límites para el sufrimiento de los seres humanos? El mundo estaba plagado de esos enclaves de salvajismo que lo esperaban en el Putumayo. ¿Cuántos? ¿Cientos, miles, millones? ¿Se podía derrotar a esa hidra? Se le cortaba la cabeza en un lugar y reaparecía en otro, más sanguinaria y horripilante. Se quedó dormido.
Soñó con su madre, en un lago de Gales. Brillaba un sol tenue y esquivo entre las hojas de los altos robles, y, agitado, con palpitaciones, vio asomar al joven musculoso al que había fotografiado esta mañana en el malecón de Iquitos. ¿Qué hacía en aquel lago galés? ¿O era un lago irlandés, en el Ulster? La espigada silueta de Anne Jephson desapareció. Su desasosiego no se debía a la tristeza y la piedad que provocaba en él aquella humanidad esclaviza da en el Putumayo, sino a la sensación de que, aunque no la veía, Anne Jephson andaba por los alrededores espiándolo desde aquella arboleda circular. El temor, sin embargo, no atenuaba la creciente excitación con que veía acercarse al muchacho de Iquitos. Tenía el torso empapado por el agua del lago de cuyas aguas acababa de emerger como un dios lacustre. A cada paso sus músculos sobresalían y había en su cara una sonrisa insolente que lo hizo estremecerse y gemir en el sueño. Cuando despertó, comprobó con asco que había eyaculado. Se lavó y se cambió el pantalón y el calzoncillo. Se sentía avergonzado e inseguro.
Encontró a los miembros de la Comisión abrumados por los testimonios que acababan de recibir de los barbadenses Dayton Cranton y Simbad Douglas. Los ex capataces habían sido tan crudos en sus declaraciones como Eponim con Roger Casement. Lo que más los espantaba era que tanto Dayton como Simbad parecían sobre todo obsesionados por desmentir que ellos hubieran «vendido» esos cincuenta huitotos a los caucheros colombianos.
—No les preocupaban lo más mínimo las flagelaciones, mutilaciones ni asesinatos —repetía el botánico Walter Folk, quien no parecía sospechar la maldad que puede suscitar la codicia—. Semejantes horrores les pare cen lo más natural del mundo.
—Yo no pude aguantar toda la declaración de Simbad —confesó Henry Fielgald—. Tuve que salir a vomitar.
—Ustedes han leído la documentación que reunió el Foreign Office —les recordó Roger Casement—. ¿Creían que las acusaciones de Saldaña Roca y de Hardenburg eran puras fantasías?
—Fantasías, no —replicó Walter Folk—. Pero, sí, exageraciones.
—Después de este aperitivo, me pregunto qué vamos a encontrar en el Putumayo —dijo Louis Barnes.
—Habrán tomado precauciones —sugirió el botánico—. Nos mostrarán una realidad muy maquillada.
El cónsul los interrumpió para anunciarles que es taba servido el almuerzo. Salvo él, que comió con apetito un sábalo preparado con ensalada de chonta y envuelto en hojas de maíz, los comisionados apenas probaron bocado. Permanecían callados y absorbidos por sus recuerdos de las recientes entrevistas.
—Este viaje será un descenso a los infiernos —profetizó Seymour Bell, que se acababa de reintegrar al grupo. Se volvió a Roger Casement—. Usted ya ha pasado por esto. Se sobrevive, entonces.