En el viaje a Londres, Roger recuperó la energía, el entusiasmo, la esperanza. Volvió a tener la seguridad de que su informe sería muy útil para poner fin a aquellos horrores. La impaciencia con que el Foreign Office esperaba su
report
lo demostraba. Los hechos eran de tal magnitud que el Gobierno británico tendría que actuar, exigir cambios radicales, convencer a sus aliados, revocar esa disparatada concesión personal a Leopoldo II de un continente como era el Congo. Pese a las tempestades que sacudieron al Zaire entre Santo Tomé y Lisboa, y que tuvieron con mareos y vómitos a la mitad de la tripulación, Roger Casement se las arregló para seguir redactando su informe. Disciplinado como antaño y entregado con celo apostólico a la tarea, procuraba escribir con la mayor precisión y sobriedad, sin incurrir en el sentimentalismo ni en consideraciones subjetivas, describir con objetividad sólo lo que había podido comprobar. Mientras más exacto y conciso fuera, sería más persuasivo y eficaz.
Llegó a Londres un 1 de diciembre glacial. Apenas tuvo tiempo de echar una ojeada a esa ciudad lluviosa, fría y fantasmal, porque, una vez que dejó su equipaje en su departamento de Philbeach Gardens, en Earl's Court, y echó un vistazo a la correspondencia acumulada, debió correr al Foreign Office. A lo largo de tres días se sucedieron reuniones y entrevistas. Se quedó muy impresionado. No había duda, el Congo estaba en el centro de la actualidad desde aquel debate en el Parlamento. Las denuncias de la Iglesia bautista y la campaña de Edmund D. Morel habían hecho mella. Todos exigían un pronunciamiento del Gobierno. Este, antes de hacerlo, contaba con su
report
. Roger Casement descubrió que, sin quererlo ni saberlo, las circunstancias habían hecho de él un hombre importante. En las dos exposiciones, de una hora cada una, ante funcionarios del Ministerio —a una de ellas asistieron el director para Asuntos Africanos y el viceministro— advirtió el efecto de sus palabras en los oyentes. Las miradas incrédulas del principio se tornaban luego, cuando él respondía a las preguntas con nuevas precisiones, expresiones de repugnancia y espanto.
Le dieron una oficina en un lugar tranquilo de Kensington, lejos del Foreign Office, y un mecanógrafo joven y eficiente, Mr. Joe Pardo. Comenzó a dictarle su informe el viernes 4 de diciembre. Se había corrido la noticia que el cónsul británico en el Congo había llegado a Londres, con un documento exhaustivo sobre la colonia, y trataron de entrevistarlo la agencia Reuters,
The Spectator, The Times
y varios corresponsales de diarios de Estados Unidos. Pero él, de acuerdo con sus superiores, dijo que sólo hablaría con la prensa luego de que el Gobierno se hubiera pronunciado sobre el tema.
En los días siguientes no hizo otra cosa que trabajar en el
report
mañana y tarde, añadiendo, cortando y rehaciendo el texto, releyendo una y otra vez sus libretas con los apuntes del viaje que ya conocía de memoria. A mediodía comía apenas un sandwich y todas las noches cenaba temprano en su club, el Wellington. Aveces se le unía Herbert Ward. Le hacía bien charlar con su viejo amigo. Un día éste lo arrastró a su estudio, en el 53 de Chester Square, y lo distrajo mostrándole sus recias esculturas inspiradas en el África. Otro día, para hacerlo olvidar por unas horas de su obsesiva preocupación, Herbert lo obligó a salir y a comprarse una de las chaquetas de moda, con telas a cuadraditos, una gorra a la francesa y unos zapatos con empeines artificiales de color blanco. Luego, lo llevó a almorzar al lugar preferido de los intelectuales y artistas londinenses, el Eiffel Tower Restaurant. Fueron sus únicas diversiones aquellos días.
Desde su llegada, había pedido autorización al Foreign Office para entrevistarse con Morel. Dio como pretexto querer cotejar con el periodista algunas de las informaciones que él traía. El 9 de diciembre obtuvo la autorización. Y, al día siguiente, Roger Casement y Edmund D. Morel se vieron las caras por primera vez. En lugar de estrecharse la mano, se abrazaron. Conversaron, cenaron juntos en el Comedy, fueron al departamento de Roger en Philbeach Gardens donde pasaron el resto de la noche bebiendo cognac, charlando, fumando y discutiendo hasta que descubrieron a través de las persianas que ya era el nuevo día. Llevaban doce horas de ininterrumpido diálogo. Ambos dirían, después, que aquel encuentro había sido el más importante de sus vidas.
No podían ser más distintos. Roger era muy alto y muy delgado y Morel más bien bajo, fortachón y con tendencia a engordar. Todas las veces que lo vio, a Casement le dio la impresión de que a su amigo los trajes le quedaban apretados. Roger había cumplido treinta y nueve años, pero, pese a su físico afectado por el clima Africano y las fiebres palúdicas, parecía, acaso por lo cuidado de su atuendo, más joven que Morel, que tenía sólo treinta y dos y había sido apuesto de joven pero estaba ahora envejecido, con el cabello cortado al medio ya gris, al igual que sus mostachos de foca, y unos ojos ardientes y algo saltones. Les bastó verse para entenderse y —la palabra no les hubiera parecido exagerada— quererse.
¿De qué hablaron aquellas doce horas ininterrumpidas? Mucho del África, por supuesto, pero también de sus familias, de su infancia, de sus sueños, ideales y anhelos de adolescentes, y de cómo, sin proponérselo, el Congo se había instalado en el corazón de sus vidas y las había transformado de pies a cabeza. Roger se quedó maravillado de que alguien que nunca hubiera estado allá conociera tan bien ese país. Su geografía, su historia, su gente, sus problemas. Escuchó fascinado cómo, hacía ya de esto muchos años, ese oscuro empleado de la Eider Dempster Line (la misma empresa en la que había trabajado Roger de joven en Liverpool) que era Morel, encargado en el puerto de Amberes de registrar los barcos y hacer auditorías de su cargamento, entró en sospechas al advertir que el comercio libre que, se suponía, había abierto Su Majestad Leopoldo II entre Europa y el Estado In dependiente del Congo, era no sólo asimétrico, sino una farsa. ¿Qué clase de comercio libre era aquel en el que los barcos que venían del Congo descargaban en el gran puerto flamenco toneladas de caucho y cantidades de marfil, aceite de palma, minerales y pieles, y cargaban para llevar allá sólo fusiles, chicotes y cajas de vidrios de colores?
Así comenzó Morel a interesarse por el Congo, a investigar, a interrogar a los que iban allí o volvían a Europa, comerciantes, funcionarios, viajeros, pastores, sacerdotes, aventureros, soldados, policías, y a leer todo lo que caía en sus manos sobre aquel inmenso país cuyos infortunios llegó a conocer al dedillo, como si hubiera hecho decenas de viajes de inspección parecidos a los de Roger Casement por el Medio y Alto Congo. Entonces, sin renunciar todavía a su puesto en la compañía, comenzó a escribir cartas y artículos en revistas y periódicos de Bélgica y de Inglaterra, al principio con seudónimo y luego con nombre propio, denunciando lo que descubría y des mintiendo con datos y testimonios la imagen idílica del Congo que los plumarios al servicio de Leopoldo II ofrecían al mundo. Llevaba ya muchos años en esta empresa, publicando artículos, folletos y libros, hablando en iglesias, centros culturales, organizaciones políticas. Su campaña había prendido. Mucha gente ahora lo secundaba. «Esto es también Europa», pensó muchas veces ese 10 de diciembre Roger Casement. «No sólo los colonos, policías y cri minales que mandamos al África. Europa es también este espíritu cristalino y ejemplar: Edmund D. Morel».
A partir de entonces se vieron a menudo y continuaron esos diálogos que a ambos los exaltaban. Empezaron a llamarse con seudónimos afectuosos: Roger era
Tiger
y Edmund
Bulldog
. En una de esas charlas surgió la idea de crear la fundación Congo Reform Association. Ambos se quedaron sorprendidos con el vasto apoyo que lograron en sus gestiones en pos de patrocinadores y adherentes. La verdad es que muy pocos de los políticos, periodistas, escritores, religiosos y figuras conocidas a quienes pidieron ayuda para la Asociación se la negaron. Así conoció Roger Casement a Alice Stopford Green. Herbert Ward se la presentó. Alice fue una de las primeras en dar dinero, su nombre y su tiempo a la Asociación. Joseph Conrad también lo hizo y muchos intelectuales y artistas lo imitaron. Reunieron fondos, nombres respetables y muy pronto comenzaron las actividades públicas, en iglesias, centros culturales y humanitarios, presentando testimonios, pro moviendo debates y publicaciones para abrir los ojos de la opinión pública sobre la verdadera situación del Congo. Aunque Roger Casement, por su condición de diplomático, no podía figurar oficialmente en la directiva de la Association, dedicó a ella todo su tiempo libre, una vez que, por fin, entregó al Foreign Office su informe. Donó una partida de sus ahorros y su sueldo a la Asociación y escribió cartas, visitó a muchas personas y consiguió que buen nú mero de diplomáticos y políticos se convirtieran también en promotores de la causa que Morel y él defendían.
Al cabo de los años, cuando Roger Casement recordaba esas semanas febriles de fines de 1903 y las primeras de 1904, se diría que lo más importante, para él, no había sido la popularidad que alcanzó aun antes de que el Gobierno de Su Majestad publicara su
Informe
, y muchísimo más después, cuando los agentes al servicio de Leopoldo II comenzaron a atacarlo en la prensa como un enemigo y calumniador de Bélgica, sino, gracias a Morel, a la Asociación y a Herbert, haber conocido a Alice Stopford Green, de quien, desde entonces, sería amigo íntimo y, como él se jactaba, discípulo. Desde el primer momento hubo entre ambos un entendimiento y simpatía que el tiempo no haría más que profundizar.
A la segunda o tercera vez que estuvieron solos, Roger abrió su corazón a su flamante amiga, como lo habría hecho un creyente a su confesor. A ella, irlandesa de familia protestante como él, se atrevió a decirle lo que no había dicho a nadie todavía: allá, en el Congo, conviviendo con la injusticia y la violencia, había descubierto la gran mentira que era el colonialismo y había empezado a sentirse un «irlandés», es decir, ciudadano de un país ocupado y explotado por un Imperio que había desangrado y desalmado a Irlanda. Se avergonzaba de tantas cosas que había dicho y creído, repitiendo las enseñanzas paternas. Y hacía propósito de enmienda. Ahora que, gracias al Congo, había descubierto a Irlanda, quería ser un irlandés de verdad, conocer su país, apropiarse de su tradición, de su historia y su cultura.
Cariñosa, un poco maternal —Alice era diecisiete años mayor que él—, reconviniéndolo a veces por esos raptos infantiles de entusiasmo que tenía siendo ya un cuarentón, pero ayudándolo con consejos, libros, charlas que eran para él clases magistrales, mientras tomaban el té con galletas o scones con crema y mermelada. En esos pri meros meses de 1904, Alice Stopford Green fue su amiga, su maestra, su introductora a un antiquísimo pasado en el que historia, mito y leyenda —la realidad, la religión y la ficción— se confundían para construir la tradición de un pueblo que seguía conservando, pese al empeño desnacionalizador del Imperio, su lengua, su manera de ser, sus costumbres, algo de lo que cualquier irlandés, protestante o católico, creyente o incrédulo, liberal o conservador, debía sentirse orgulloso y obligado a defender. Nada ayudó tan to a serenar el espíritu de Roger, a curarlo de esas heridas morales que le había causado el viaje al Alto Congo, como haber entablado amistad con Morel y con Alice. Un día, al despedirse de Roger que, habiendo pedido una licencia de tres meses en el Foreign Office, estaba a punto de partir a Dublín, la historiadora le dijo:
—¿Te das cuenta de que te has convertido en una celebridad, Roger? Todo el mundo habla de ti, aquí, en Londres.
No era algo que lo halagara pues nunca había sido vanidoso. Pero Alice decía la verdad. La publicación de su
Informe
por el Gobierno británico tuvo una repercusión enorme en la prensa, en el Parlamento, en la clase política y en la opinión pública. Los ataques que recibía en Bélgica en las publicaciones oficiales y de gacetilleros ingleses propagandistas de Leopoldo II, sólo sirvieron para robustecer su imagen de gran luchador humanitario y justiciero. Fue entrevistado en los medios de prensa, fue invitado a hablar en actos públicos y en clubes privados, le llovieron invitaciones de los salones liberales y anticolonialistas, y aparecían sueltos y artículos poniendo por las nubes su
Informe
y su compromiso con la causa de la justicia y la libertad. La campaña del Congo tomó un nuevo impulso. La prensa, las iglesias, los sectores más avanzados de la sociedad inglesa, horrorizados con las revelaciones del In forme, exigían que Gran Bretaña pidiera a sus aliados que se revocara aquella decisión de los países occidentales de entregar el Congo al rey de los belgas.
Abrumado por esta súbita fama —la gente lo re conocía en los teatros y restaurantes y lo señalaba en la calle con simpatía—, Roger Casement partió a Irlanda. Estuvo unos días en Dublín, pero pronto siguió al Ulster, al North Antrim, a Magherintemple House, la casa familiar de su infancia y adolescencia. La había heredado su tío y tocayo Roger, hijo de su tío abuelo
John
, fallecido en 1902. La tía Charlotte aún vivía. Lo recibió con gran ca riño, así como sus otros parientes, primos y sobrinos. Pero él sentía que una distancia invisible había surgido entre él y su familia paterna, que seguía siendo firmemente anglo fila. Sin embargo, el paisaje de Magherintemple, el gran caserón de piedras grises, rodeado de sicomoros resistentes a la sal y a los vientos, muchos de ellos ahogados por la hiedra, los álamos, olmos y durazneros dominando los prados donde remoloneaban las ovejas, y, allende el mar, la visión de la isla de Rathlin y de la pequeña ciudad de Ballycastle con sus niveas casitas, lo conmovió hasta el tuétano. Recorriendo los establos, el huerto a la espalda de la casa, las grandes habitaciones con cornamentas de ciervos en las paredes, o los antiquísimos villorrios de Cushendun y Cushendall, donde estaban enterradas varias generaciones de antecesores, resucitaban los recuerdos de su niñez y lo llenaban de nostalgia. Pero sus nuevas ideas y sentimientos sobre su país hicieron que esta estancia, que se prolongaría varios meses, se convirtiera en otra gran aventura para él. Una aventura, a diferencia de su viaje al Alto Congo, grata, estimulante y que le daría la sensación, al vivirla, de estar mudando de piel.
Se había llevado un alto de libros, gramáticas y ensayos, recomendados por Alice, y dedicó muchas horas a leer sobre las tradiciones y leyendas irlandesas. Trató de aprender gaélico, primero por su cuenta, y, al comprobar que nunca lo conseguiría, con ayuda de un profesor, con el que tomaba lecciones un par de veces por semana.