El sueño del celta (11 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Zarpó a la mañana siguiente en el
Henry Reed
rumbo a Lukolela. Estuvo allí tres días, hablando día y noche con toda clase de gente: funcionarios, colonos, capataces, nativos. Luego avanzó hasta Ikoko, donde penetró en el lago Mantumba. En sus alrededores se encontraba esa enorme extensión de tierra llamada «Dominio de la Corona».

En torno a ella operaban las principales compañías priva das caucheras, la Lulonga Company, la ABIR Company y la Société Anversoise du Commerce au Congo, que tenían vastas concesiones en toda la región. Visitó decenas de aldeas, algunas a orillas del inmenso lago y otras en el interior. Para llegar a estas últimas era preciso desplazarse en pequeñas canoas a remo o pértiga y caminar horas en plena maleza oscura y húmeda, que iban abriendo a machetazos los indígenas y que, muchas veces, lo obligaban a chapotear con el agua hasta la cintura por terrenos inundados y fangales pestilentes entre nubes de mosquitos y siluetas silentes de murciélagos. Todas esas semanas resistió la fatiga, las dificultades naturales y las inclemencias del tiempo sin amilanarse, en un estado de fiebre espiritual, como hechizado, porque cada día, cada hora, le parecía estar sumiéndose en capas más profundas de sufrimiento y de maldad. ¿Sería así el infierno que Dante describió en su
Divina Comedia
? No había leído ese libro y en esos días se juró leerlo apenas pudiera echar mano a un ejemplar.

Los indígenas, que, al principio de su viaje, echaban a correr apenas veían aproximarse el
Henry Reed
, creyendo que el vaporcito traía soldados, pronto empezaron más bien a salir a su encuentro y a enviarle emisarios para que visitara sus aldeas. Había corrido la voz entre los nativos que el cónsul británico recorría la región escuchando sus quejas y pedidos, y, entonces, iban a él con testimonios e historias cada cual peor que la otra. Creían que él tenía poderes para enderezar todo lo que andaba torcido en el Congo. Se lo explicaba en vano. No tenía poder alguno. El informaría sobre esas injusticias y crímenes y Gran Bretaña y sus aliados exigirían al Gobierno belga que pusiera fin a los abusos y castigara a los torturadores y criminales. Era todo lo que podía hacer. ¿Le entendían? Ni siquiera era seguro que lo escucharan. Estaban tan urgidos de hablar, de contar las cosas que les sobrevenían que no le prestaban atención. Hablaban a borbotones, con desesperación y rabia, atorándose. Los intérpretes tenían que atajarlos, rogándoles que hablaran más despacio para poder hacer bien su trabajo.

Roger escuchaba, tomando notas. Luego, noches enteras escribía en sus fichas y cuadernos lo que había oído, para que nada de aquello se perdiera. Apenas probaba bocado. Lo angustiaba tanto el temor de que todos aquellos papeles que borroneaba pudieran extraviarse que no sabía ya dónde ocultarlos, qué precauciones tomar. Optó por llevarlos consigo, sobre los hombros de un cargador que tenía orden de no apartarse nunca de su lado.

Apenas dormía y, cuando la fatiga lo rendía, lo atacaban las pesadillas, haciéndolo pasar del miedo al pasmo, de visiones satánicas a un estado de desolación y tristeza en que todo perdía sentido y razón de ser: su familia, sus amigos, sus ideas, su país, sus sentimientos, su trabajo. En esos momentos añoraba más que nunca a su amigo Herbert Ward y su entusiasmo contagioso por todas las manifestaciones de la vida, esa alegría optimista que nada ni nadie podía abatir.

Después, cuando aquel viaje hubo terminado y él escribió su informe y partió del Congo y sus veinte años pasados en el África fueron sólo memoria, Roger Casement se dijo muchas veces que si había una sola palabra que fuera la raíz de todas las cosas horribles que ocurrían aquí, esa palabra era codicia. Codicia de ese oro negro que, para desgracia de su gente, albergaban en abundancia los bosques congoleses. Esa riqueza era la maldición que había caído sobre esos desdichados y, de seguir así las cosas, los desaparecería de la faz de la Tierra. A esa conclusión llegó en esos tres meses y diez días: si el caucho no se agotaba antes, serían los congoleses los que se agotarían con ese sistema que los estaba aniquilando por cien tos y millares.

En aquellas semanas, a partir de su ingreso en las aguas del lago Mantumba, los recuerdos se le mezclarían como naipes barajados. Si no hubiera llevado en sus cuadernos un registro tan minucioso de fechas, lugares, testimonios y observaciones, en su memoria todo aquello andaría revuelto y trastocado. Cerraba los ojos y, en un torbellino vertiginoso, aparecían y reaparecían esos cuerpos de ébano con cicatrices rojizas como viboritas rajándoles las espaldas, las nalgas y las piernas, los muñones de niños y viejos en sus brazos cercenados, las caras macilentas, cadavéricas, de las que parecían haber sido extraídas la vida, la grasa, los músculos, quedando en ellas sólo la piel, la calavera y esa expresión o mueca fija que expresaba, más que el dolor, la infinita estupefacción por aquello que padecían. Y era siempre lo mismo, hechos que se repetían una y otra vez en todas las aldeas y villorrios donde Roger Casement ponía los pies con sus libretas, lápices y su cámara fotográfica.

Todo era simple y claro en el punto de partida. A cada aldea se le habían fijado unas obligaciones precisas: entregar unas cuotas semanales o quincenales de alimentos —mandioca, aves de corral, carne de antílope, cerdos salvajes, cabras o patos— para alimentar a la guarnición de la Forcé Publique y a los peones que abrían caminos, plantaban los postes de telégrafo y construían embarcaderos y depósitos. Además, la aldea debía entregar determinada cantidad de caucho recolectado en canastas tejidas con lianas vegetales por los mismos indígenas. Los castigos por incumplir estas obligaciones variaban. Por entregar menos de las cantidades establecidas de alimentos o de caucho, la pena eran los chicotazos, nunca menos de veinte y a veces hasta cincuenta o cien. Muchos de los castigados se desangraban y morían. Los indígenas que huían —muy pocos— sacrificaban a su familia porque, en ese caso, sus mujeres quedaban como rehenes en las maisons d'otages que la Forcé Publique tenía en todas sus guarniciones. Allí, las mujeres de prófugos eran azotadas, condenadas al suplicio del hambre y de la sed, y a veces sometidas a torturas tan retorcidas como hacerles tragar su propio excremento o el de sus guardianes.

Ni siquiera las disposiciones dictadas por el poder colonial —compañías privadas y propiedades del rey por igual— se respetaban. En todos los lugares el sistema era violado y empeorado por los soldados y oficiales encarga dos de hacerlo funcionar, porque en cada aldea los mili tares y agentes del Gobierno aumentaban las cuotas, a fin de quedarse ellos con parte de los alimentos y unas canas tas de caucho, con los que hacían pequeños negocios revendiéndolos.

En todas las aldeas que Roger visitó, las quejas de los caciques eran idénticas: si todos los hombres se dedicaban a recoger caucho ¿cómo podían salir a cazar y cultivar mandioca y otros alimentos para dar de comer a las autoridades, jefes, guardianes y peones? Además, los árboles de caucho se iban agotando, lo que obligaba a los recolectores a internarse cada vez más lejos, en regiones desconocidas e inhóspitas donde muchos habían sido atacados por leopardos, leones y víboras. No era posible cumplir con todas esas exigencias, por más esfuerzos que hicieran.

El 1 de septiembre de 1903 Roger Casement cumplió treinta y nueve años. Navegaban en el río Lopori. La víspera habían dejado atrás el poblado de Isi Isulo, en las colinas que trepaban la montaña de Bongandanga. El cumpleaños quedaría grabado de manera imborrable en su memoria, como si Dios o acaso el diablo hubiera querido que ese día comprobara que, en materia de crueldad humana, no había límites, que siempre era posible ir más allá inventando maneras de infligir tormento al prójimo.

El día amaneció nublado y con amenaza de tormenta, pero la lluvia no llegó a estallar y toda la mañana la atmósfera estuvo cargada de electricidad. Roger se disponía a desayunar cuando llegó hasta el improvisado embarcadero donde estaba acoderado el
Henry Reed
un monje trapense, de la misión que tenía aquella orden en la localidad de Coquilhatville: el padre Hutot. Era alto y flaco como un personaje del Greco, con una larga barba canosa y unos ojos en los que rebullía algo que podía ser cólera, espanto o pasmo, o las tres cosas a la vez.

—Sé lo que hace usted por estas tierras, señor cónsul —dijo alcanzándole a Roger Casement una mano esquelética. Hablaba un francés atropellado por una exigencia imperiosa—. Le ruego que me acompañe a la aldea de Walla. Está sólo a una hora u hora y media de aquí. Usted tiene que verlo con sus propios ojos.

Hablaba como si tuviera la fiebre y tembladera del paludismo.

—Está bien,
mon père
—asintió Casement—. Pero, siéntese, tomemos un café y coma usted algo, primero.

Mientras desayunaba, el padre Hutot explicó al cónsul que los trapenses de la misión de Coquilhatville tenían permiso de la orden para romper el estricto régimen de clausura que en otras partes los regía, a fin de prestar ayuda a los naturales, «que tanto lo necesitan, en esta tierra donde Belcebú parece estar ganándole la batalla al Señor».

No sólo la voz le temblaba al monje, también los ojos, las manos y el espíritu. Pestañeaba sin tregua. Vestía una túnica rústica, manchada y mojada, y sus pies llenos de barro y arañazos estaban embutidos en unas sandalias de tiras. El padre Hutot llevaba cerca de diez años en el Congo. Desde hacía ocho recorría las aldeas de la región de tanto en tanto. Había trepado hasta la cumbre del Bongandanga y visto de cerca un leopardo que, en vez de saltar sobre él, se apartó del sendero moviendo la cola. Hablaba lenguas indígenas y se había ganado la confianza de los nativos, en especial los de Walla, «esos mártires».

Se pusieron en marcha por una angosta trocha, entre altos ramajes, interrumpidos de tanto en tanto por delgados arroyos. Se oía el canto de invisibles pájaros y a veces una bandada de papagayos volaba chillando sobre sus cabezas. Roger advirtió que el monje caminaba por el bosque con desenvoltura, sin tropezar, como si tuviera una larga experiencia en estas marchas a través de la maleza. El padre Hutot le fue explicando lo ocurrido en Walla. Como el pueblo, ya muy mermado, no pudo entregar completo el último cupo de alimentos, caucho y maderas, ni ceder el número de brazos que las autoridades exigían, vino un destacamento de treinta soldados de la Forcé Publique al mando del teniente Tanville, de la guarnición de Coquilhatville. Al verlos acercarse, el pueblo entero huyó al monte. Pero los intérpretes fueron a buscarlos y a asegurarles que podían volver. Nada les ocurriría, el teniente Tanville sólo quería explicarles las nuevas disposiciones y negociar con el pueblo. El cacique les ordenó regresar. Apenas lo hicieron, los soldados cayeron sobre ellos. Hombres y mujeres fueron atados a los árboles y azotados. Una embarazada que pretendía alejarse para ir a orinar fue matada de un balazo por un soldado que creyó que huía. Otras diez mujeres fueron llevadas a la
maison d'otages
de Coquilhatville como rehenes. El teniente Tanville dio una semana de plazo a Walla para que completaran el cupo que debían so pena de que esas diez mujeres fueran fusiladas y la aldea quemada.

Cuando, pocos días después de esa ocurrencia, el padre Hutot llegó a Walla se encontró con un espectáculo atroz. Para poder cumplir con las cuotas que adeudaban, las familias de la aldea habían vendido a hijos e hijas, y dos de los hombres a sus mujeres, a mercaderes ambulantes que hacían la trata de esclavos a ocultas de las autoridades. El trapense creía que los niños y las mujeres vendidas debían ser al menos ocho, pero acaso eran más. Los indígenas estaban aterrorizados. Habían enviado a comprar caucho y alimentos para cumplir con la deuda, pero no era segu ro que el dinero de la venta alcanzara.

—¿Puede usted creer que ocurran cosas así en este mundo, señor cónsul?

—Sí,
mon père
. Ahora ya creo todo lo malo y terrible que me cuentan. Si algo he aprendido en el Congo, es que no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano.

«No vi llorar a nadie en Walla», pensaría después Roger Casement. Tampoco oyó a nadie quejarse. La aldea parecía habitada por autómatas, seres espectrales que ambulaban en el claro, entre la treintena de chozas de varillas de madera y techos cónicos de hojas de palma, de un lado al otro, desbrujulados, sin saber adonde ir, olvidados de quiénes eran, dónde estaban, como si una maldición hubiera caído sobre la aldea convirtiendo a sus pobladores en fantasmas. Pero fantasmas con espaldas y nalgas llenas de cicatrices frescas, algunas con rastros de sangre como si las heridas estuvieran aún abiertas.

Con la ayuda del padre Hutot, que hablaba corrido el idioma de la tribu, Roger cumplió con su trabajo. Interrogó a cada uno y a cada una de los pobladores, es cuchándolos repetir lo que ya había oído y oiría después muchas veces. Aquí también, en Walla, se sorprendió de que ninguno de esos pobres seres se quejara de lo principal: ¿con qué derecho habían venido esos forasteros a invadir los, explotarlos y maltratarlos? Sólo tenían en cuenta lo inmediato: las cuotas. Eran excesivas, no había fuerza humana que pudiera reunir tanto caucho, tantos alimentos y ceder tantos brazos. Ni siquiera se quejaban de los azotes y de los rehenes. Sólo pedían que les rebajaran un poco las cuotas para poder cumplir con ellas y de este modo tener contentas a las autoridades con la gente de Walla.

Roger pernoctó esa noche en la aldea. Al día siguiente, con sus libretas cargadas de anotaciones y testimonios, se despidió del padre Hutot. Había decidido alterar la trayectoria programada. Volvió al lago Mantumba, abordó el
Henry Reed
y se dirigió a Coquilhatville. El pueblo era grande, de calles irregulares y de tierra, con viviendas esparcidas entre palmeras y pequeños cuadrados de cultivos. Apenas desembarcó, fue a la guarnición de la Forcé Publique, un vasto espacio de rústicas construcciones y una empalizada de estacas amarillas.

El teniente Tanville había salido en misión de trabajo. Pero lo recibió el capitán Marcel Junieux, jefe de la Guarnición y militar responsable de todas las estaciones y puestos de la Forcé Publique de la región. Era un cuarentón alto, delgado, musculoso, con la piel bruñida por el sol y los cabellos ya grises cortados al rape. Tenía una medallita de la Virgen colgándole del cuello y el tatuaje de un animalito en el antebrazo. Lo hizo pasar a un rústico despacho en el que había, prendidos de las paredes, algunos banderines y una fotografía de Leopoldo II en uniforme de parada. Le ofreció una taza de café. Lo hizo sentar frente a su pequeña mesa de trabajo llena de libretas, reglas, mapas y lápices, en una sillita muy frágil, que parecía a punto de desplomarse con cada movimiento de Roger Casement. El capitán había vivido en su infancia en Inglaterra, donde su padre tenía negocios, y hablaba buen inglés. Era un oficial de carrera que se ofreció como voluntario a venir al Congo hacía cinco años, «para hacer patria, señor cónsul». Se lo dijo con ácida ironía.

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