Su amigo Herbert Ward le diría después que todo ello era puro prejuicio, que las cosas que vio y oyó en las semanas posteriores retroactivamente le enturbiaron el re cuerdo de Leopoldville. Por lo demás, su memoria no sólo conservaría malas imágenes de su estancia en la ciudad fundada por Henry Morton Stanley en 1881. Una maña na, luego de una larga caminata aprovechando la frescura del día, Roger llegó hasta el embarcadero. Allí, de pronto, su atención se concentró en dos muchachos morenos y semidesnudos que descargaban unas lanchas, cantando. Parecían muy jóvenes. Llevaban un ligero taparrabos que no llegaba a ocultar la forma de sus nalgas. Ambos eran delgados, elásticos y, con los movimientos rítmicos que hacían descargando los bultos, daban una impresión de salud, armonía y belleza. Estuvo contemplándolos larga mente. Lamentó no tener consigo su cámara. Le hubiera gustado retratarlos, para recordar después que no todo era feo y sórdido en la emergente ciudad de Leopoldville.
Cuando, el 2 de julio de 1903, el
Henry Reed
zarpó y atravesaba la tersa y enorme laguna fluvial de Stanley Pool, Roger se sintió conmovido: en la orilla francesa se divisaban, en la limpia mañana, unos acantilados de arena que le recordaron los blancos farallones de Dover. Ibis de grandes alas sobrevolaban la laguna, elegantes y soberbias, luciéndose al sol. Buena parte del día la hermosura del paisaje se mantuvo, invariable. De tanto en tanto los intérpretes, cargadores y macheteros señalaban, excitados, las huellas en el lodo de elefantes, hipopótamos, búfalos y antílopes.
John
, su bulldog, feliz con el viaje, corría de un lado a otro por la embarcación lanzando de pronto estruendosos ladridos. Pero al llegar a Chumbiri, donde atracaron para recoger leña,
John
, cambiando bruscamente de humor, se encolerizó y se las arregló para morder en pocos segundos a un cerdo y una cabra y al guardián del huerto que los pastores de la Sociedad Bautista Misionera tenían junto a su pequeña misión. Roger tuvo que desagraviarlos con regalos.
A partir del segundo día de viaje empezaron a cru zar vaporcitos y lanchones cargados de canastas llenas de caucho que bajaban el río Congo hacia Leopoldville. Este espectáculo los acompañaría todo el resto del recorrido, así como, de tanto en tanto, divisar sobresaliendo del ramaje de las orillas los postes del telégrafo en construcción y techumbres de aldeas de las que, al verlos acercarse, los habitantes huían, internándose en el bosque. En adelante, cuando Roger quería interrogar a los nativos de algún pueblo, optó por enviar primero a un intérprete que explicase a los vecinos que el cónsul británico venía solo, sin ningún oficial belga, para averiguar los problemas y necesidades que afrontaban.
Al tercer día de viaje, en Bolobo, donde había también una misión de la Sociedad Bautista Misionera, tuvo el primer anticipo de lo que le esperaba. En el grupo de misioneros bautistas, quien más lo impresionó, por su energía, su inteligencia y su simpatía, fue la doctora Lily de Hailes. Alta, incansable, ascética, locuaz, llevaba catorce años en el Congo, hablaba varios idiomas indígenas y dirigía el hospital para nativos con tanta dedicación como eficacia. El local estaba atestado. Mientras recorrían las hamacas, camastros y esteras donde yacían los pacientes, Roger le preguntó con toda intención por qué había tan tas víctimas de heridas en las nalgas, piernas y espaldas. Miss Hailes lo miró con indulgencia.
—Son víctimas de una plaga que se llama chicote, señor cónsul. Una fiera más sanguinaria que el león y la cobra. ¿No hay chicotes en Boma y en Matadi?
—No se aplican con tanta liberalidad como aquí.
La doctora Hailes debía haber tenido de joven una gran cabellera rojiza, pero, con los años, se había llenado de canas y sólo le quedaban algunos mechones encendidos que escapaban del pañuelo con que se cubría la cabeza. El sol había requemado su cara huesuda, su cuello y sus brazos, pero sus ojos verdosos seguían jóvenes y vivos, con una fe indomable titilando en ellos.
—Y, si quiere usted saber por qué hay tantos congoleses con vendas en las manos y en sus partes sexuales, también se lo puedo explicar —añadió Lily de Hailes, desafiante—. Porque los soldados de la Forcé Publique les cortaron las manos y los penes o se los aplastaron a machetazos. No se olvide de ponerlo en su informe. Son cosas que no se suelen decir en Europa, cuando se habla del Congo.
Aquella tarde, después de pasar varias horas ha blando a través de intérpretes con los heridos y enfermos del Hospital de Bolobo, Roger no pudo cenar. Se sintió en falta con los pastores de la misión, entre ellos la doctora Hailes, que habían asado un pollo en su honor. Se excusó, diciendo que no se sentía bien. Estaba seguro de que, si probaba un solo bocado, vomitaría sobre sus anfitriones.
—Si lo que ha visto lo ha descompuesto, tal vez no es prudente que se entreviste con el capitán Massard —le aconsejó el jefe de la misión—. Escucharlo es una experiencia, bueno, cómo diré, para estómagos fuertes.
—A eso he venido al Medio Congo, señores.
El capitán Pierre Massard, de la Forcé Publique, no estaba destacado en Bolobo sino en Mbongo, donde había una guarnición y un campo de entrenamiento para los Africanos que serían soldados en ese cuerpo encargado del orden y la seguridad. Se hallaba en viaje de inspección y había armado una pequeña tienda de campaña vecina a la misión. Los pastores lo invitaron a departir con el cónsul, advirtiéndole a éste que el oficial era famoso por su carácter irascible. Los nativos lo apodaban «Malu Malu» y entre las siniestras hazañas que se le atribuían figuraba haber matado a tres Africanos díscolos, a los que puso en hilera, de un solo balazo. No era prudente provocarlo pues de él podía esperarse cualquier cosa.
Era un hombre fortachón y más bien bajo, de cara cuadrada y pelos cortados al rape, con unos dientes manchados de nicotina y una sonrisita congelada en su cara. Tenía unos ojos pequeñitos y algo rasgados y una voz aguda, casi femenina. Los pastores habían preparado una mesa con pastelitos de mandioca y jugos de mango. Ellos no bebían alcohol pero no pusieron objeción a que Casement trajera del
Henry Reed
una botella de brandy y otra de clarete. El capitán dio la mano a todos, ceremonioso, y saludó a Roger haciéndole una venia barroca y llamándolo
«Son Excellence, Monsieur le Cónsul»
. Brindaron, bebieron y encendieron cigarrillos.
—Si usted me permite, capitán Massard, me gustaría hacerle una pregunta —dijo Roger.
—Qué buen francés, señor cónsul. ¿Dónde lo aprendió?
—Comencé a estudiarlo de joven en Inglaterra. Pero, sobre todo, aquí, en el Congo, donde llevo muchos años. Debo hablarlo con acento belga, me imagino.
—Hágame todas las preguntas que quiera —dijo Massard, bebiendo otro traguito—. Su brandy es excelente, dicho sea de paso.
Los cuatro pastores bautistas estaban allí, quietos y silenciosos, como petrificados. Eran norteamericanos, dos jóvenes y dos ancianos. La doctora Hailes se había marchado al hospital. Comenzaba a anochecer y se escuchaba ya el runrún de los insectos nocturnos. Para espantar a los mosquitos, habían encendido una fogata que crujía suavecito y a ratos humeaba.
—Se lo voy a decir con toda franqueza, capitán Massard —dijo Casement, sin alzar la voz, muy lentamente—. Esas manos trituradas y esos penes cortados que he visto en el Hospital de Bolobo me parecen un salvajismo inaceptable.
—Lo son, claro que lo son —admitió de inmediato el oficial, con un gesto de disgusto—. Y algo peor que eso, señor cónsul: un desperdicio. Esos hombres mutilados ya no podrán trabajar, o lo harán mal y su rendimiento será mínimo. Con la falta de brazos que padecemos aquí, es un verdadero crimen. Póngame delante a los soldados que cortaron esas manos y esos penes y les rajaré la espalda hasta dejarlos sin sangre en las venas.
Suspiró, abrumado por los niveles de imbecilidad que padecía el mundo. Volvió a tomar otro sorbo de brandy y a dar una buena calada a su cigarrillo.
—¿Permiten las leyes o los reglamentos mutilar a los indígenas? —preguntó Roger Casement.
El capitán Massard soltó una risotada y su cara cuadrada, con la risa, se redondeó y aparecieron en ella unos hoyuelos cómicos.
—Lo prohíben de manera categórica —afirmó, manoteando contra algo en el aire—. Hágales entender lo que son leyes y reglamentos a esos animales en dos patas. ¿No los conoce? Si lleva tantos años en el Congo, debería. Es más fácil hacer entender las cosas a una hiena o a una garrapata que a un congolés.
Se volvió a reír pero, al instante, se enfureció. Ahora su expresión era dura y sus ojillos rasgados casi habían desaparecido bajo sus párpados hinchados.
—Le voy a explicar lo que pasa y, entonces, lo entenderá —añadió, suspirando, fatigado de antemano por tener que explicar cosas tan obvias como que la Tierra es redonda—. Todo nace de una preocupación muy sen cilla —afirmó, manoteando otra vez con más furia contra ese enemigo alado—. La Forcé Publique no puede derrochar municiones. No podemos permitir que los soldados se gasten las balas que les repartimos matando monos, culebras y demás animales de porquería que les gusta me terse en la panza a veces crudos. En la instrucción se les enseña que las municiones sólo pueden utilizarse en defensa propia, cuando los oficiales se lo ordenen. Pero a estos negros les cuesta acatar las órdenes, por más chicotazos que reciban. La disposición se dio por eso. ¿Lo comprende, señor cónsul?
—No, no lo comprendo, capitán —dijo Roger—. ¿Qué disposición es ésa?
—Que cada vez que disparen le corten la mano o el pene al que han disparado —explicó el capitán—. Para comprobar que no malgastan las balas cazando. Una manera sensata de evitar el desperdicio de municiones ¿no es cierto?
Volvió a suspirar y a tomar otro trago de brandy. Escupió hacia el vacío.
—Pues no, no fue así —se quejó de inmediato el capitán, enfurecido de nuevo—. Porque estas mierdas encontraron cómo burlarse de la disposición. ¿Adivina usted cómo?
—No se me ocurre —dijo Roger.
—Sencillísimo. Cortándoles las manos y los penes a los vivos, para hacernos creer que han disparado contra personas, cuando lo han hecho contra monos, culebras y demás porquerías que se tragan. ¿Comprende ahora por qué hay ahí en el hospital todos esos pobres diablos sin manos y sin pájaros?
Hizo una larga pausa y se tragó el resto del brandy que quedaba en su vaso. Pareció que se entristecía y hasta hizo un puchero.
—Hacemos lo que podemos, señor cónsul —añadió el capitán Massard, apesadumbrado—. No es nada fácil, se lo aseguro. Porque, además de brutos, los salvajes son unos falsarios de nacimiento. Mienten, engañan, ca recen de sentimientos y principios. Ni siquiera el miedo les abre las entendederas. Le aseguro que los castigos en la Forcé Publique a los que cortan manos y pájaros a los vivos para engañar y seguir cazando con las municiones que les da el Estado, son muy duros. Visite usted nuestros puestos y compruébelo, señor cónsul.
La conversación con el capitán Massard duró el tiempo que duró la fogata que chisporroteaba a sus pies, dos horas por lo menos. Cuando se despidieron, hacía rato que los cuatro pastores bautistas se habían retirado a dormir. El oficial y el cónsul se habían bebido el brandy y el clarete. Estaban algo achispados, pero Roger Casement conservaba la lucidez. Meses o años después hubiera podido referir al detalle los exabruptos y confesiones que escuchó, y la manera como la cara cuadrada del capitán Pierre Massard se fue congestionando con el alcohol. En las semanas siguientes tendría muchas otras conversaciones con oficiales de la Forcé Publique, belgas, italianos, franceses y alemanes, y oiría de sus bocas cosas terribles, pero en su memoria destacaría siempre como la más llamativa, un símbolo de la realidad congolesa, aquella charla, en la noche de Bolobo, con el capitán Massard. A partir de cierto momento el oficial se puso sentimental. Confesó a Roger que echaba mucho de menos a su mujer. No la veía hacía dos años y recibía de ella pocas cartas. Tal vez había dejado de quererlo. Tal vez se había echado encima un amante. No era de extrañar. Les ocurría a muchos oficia les y funcionarios que, por servir a Bélgica y a Su Majestad el rey, venían a enterrarse en este infierno, a contraer enfermedades, a ser mordidos por víboras, a vivir sin las comodidades más elementales. ¿Y para qué? Para ganar unos sueldos mezquinos, que apenas permitían ahorrar. ¿Alguien les agradecería luego esos sacrificios allá en Bélgica? Por el contrario, en la metrópoli había un prejuicio tenaz contra los «coloniales». Los oficiales y funcionarios que regresaban de la colonia eran discriminados, tenidos a distancia, como si, de tanto codearse con salvajes, se hubieran vuelto salvajes también.
Cuando el capitán Pierre Massard derivó sobre el tema sexual, Roger sintió un disgusto anticipado y quiso despedirse. Pero el oficial estaba ya borracho y para no ofenderlo ni tener un altercado con él debió quedarse. Mientras, aguantando las náuseas, lo escuchaba, se decía que no estaba en Bolobo para hacer de justiciero, sino para investigar y acumular información. Mientras más exacto y completo fuera su informe, más efectiva sería su contribución a luchar contra esta maldad institucionalizada que se había vuelto el Congo. El capitán Massard compadecía a esos jóvenes tenientes o clases del Ejército belga que venían llenos de ilusiones a enseñar a estos infelices a ser soldados. ¿Y su vida sexual, qué? Tenían que dejar allá en Europa a sus novias, esposas y amantes. ¿Y aquí, qué? Ni siquiera prostitutas dignas de ese nombre había en estas soledades dejadas de la mano de Dios. Sólo unas negras asquerosas llenas de bichos a las que había que estar muy borracho para tirárselas, corriendo el riesgo de pescar ladillas, una purgación o un chancro. A él, por ejemplo, le costaba trabajo. Tenía fiascos,
¡nom de Dieu!
No le había ocurrido nunca antes, en Europa. ¡Fiascos en la cama, él, Fierre Massard! Ni siquiera era recomendable la corneta porque, con esos dientes que tantas negras tenían la costumbre de afilarse, de pronto le daban a uno un mordisco y lo capaban.
Se cogió la bragueta y se echó a reír haciendo una mueca obscena. Aprovechando que Massard seguía festejándose, Roger se puso de pie.
—Tengo que irme, capitán. Debo partir mañana muy temprano y quisiera descansar un poco.
El capitán le estrechó la mano de manera mecánica, pero siguió hablando, sin levantarse de su asiento, con la voz floja y los ojos vidriosos. Cuando Roger se alejaba, lo escuchó a sus espaldas, murmurando que elegir la carrera militar había sido el gran error de su vida, un error que seguiría pagando el resto de su existencia.