Había sido la primera vez que hizo el amor, si es que se podía llamar hacer el amor excitarse y eyacular en el agua contra el cuerpo del muchacho que lo masturbaba y que sin duda eyaculó también sobre él, aunque eso Roger no lo notó. Cuando salió del agua y se vistió, los dos bakongos le convidaron unos bocados del pescado que ahumaron en una pequeña fogata a orillas de la poza que formaba el arroyuelo.
Qué vergüenza sintió después. Todo el resto del día estuvo aturdido, sumido en unos remordimientos que se mezclaban con chispazos de dicha, la conciencia de haber franqueado los límites de una cárcel y alcanzado una libertad que siempre deseó, en secreto, sin haberse atrevido nunca a buscarla. ¿Tuvo remordimientos, hizo propósito de enmienda? Sí, sí. Los había tenido. Se prometió a sí mismo, por su honor, por la memoria de su madre, por su religión, que aquello no se repetiría, sabiendo muy bien que se mentía, que, ahora que había probado el fruto prohibido, sentido cómo todo su ser se convertía en un vértigo y una antorcha, ya no podría evitar que aquello se repitiera. Esa fue la única, o, en todo caso, una de las muy escasas veces en que gozar no le había costado dinero. ¿Había sido el hecho de pagar a sus fugaces amantes de unos minutos o unas horas lo que lo había liberado, muy pronto, de esos cargos de conciencia que al principio lo acosaron luego de esas aventuras? Tal vez. Como si, con vertidos en una transacción comercial —me das tu boca y tu pene y yo te doy mi lengua, mi culo y unas libras—, aquellos encuentros veloces, en parques, esquinas oscuras, baños públicos, estaciones, hoteluchos inmundos o en plena calle —«como los perros», pensó— con hombres con los que a menudo sólo podía entenderse con gestos y ademanes porque no hablaban su lengua, despojaran a esos actos de toda significación moral y los volvieran un puro intercambio, tan neutro como comprar un helado o un paquete de cigarrillos. Era el placer, no el amor. Había aprendido a gozar pero no a amar ni a ser correspondido en el amor. Alguna vez en África, en Brasil, en Iquitos, en Londres, en Belfast o en Dublín, luego de un encuentro particularmente intenso, algún sentimiento se había añadido a la aventura y él se había dicho: «Estoy enamorado». Falso: nunca lo estuvo. Aquello no duró. Ni siquiera con Eivind Adler Christensen, a quien había llegado a tener afecto, pero no de amante, acaso de hermano mayor o de padre. Vaya infeliz. También en este campo su vida había sido un completo fracaso. Muchos amantes de ocasión —decenas, acaso centenas— y ni una sola relación de amor. Sexo puro, apresurado y animal.
Por eso, cuando hacía un balance de su vida sexual y sentimental, Roger se decía que ella había sido tardía y austera, hecha de esporádicas y siempre veloces aventuras, tan pasajeras, tan sin consecuencias, como aquella del arroyo con cascadas y pozas en las afueras de lo que era todavía un campamento medio perdido en un lugar del Bajo Congo llamado Boma.
Lo embargó esa profunda tristeza que había seguido casi siempre a sus furtivos encuentros amorosos, general mente a la intemperie, como el primero, con hombres y muchachos a menudo extranjeros cuyos nombres ignoraba u olvidaba apenas sabidos. Eran efímeros momentos de placer, nada que pudiera compararse a esa relación estable, prolongada a lo largo de meses y años, en que a la pasión se iban añadiendo la comprensión, la complicidad, la amistad, el diálogo, la solidaridad, esa relación que él siempre había envidiado entre Herbert y Sarita Ward. Era otro de los gran des vacíos, de las grandes nostalgias, de su vida.
Advirtió que, allí donde debía estar el quicio de la puerta de su celda, asomaba un rayito de luz.
«Dejaré mis huesos en ese maldito viaje», pensó Roger cuando el canciller sir Edward Grey le dijo que, en vista de las contradictorias noticias que llegaban del Perú, la única manera para el Gobierno británico de saber a qué atenerse sobre lo que allí ocurría, era que el propio Casement regresara a Iquitos y viera sobre el terreno si el Gobierno peruano había hecho algo para poner fin a las iniquidades en el Putumayo o se valía de tácticas dilatorias pues no quería o no podía enfrentarse a Julio C. Arana.
La salud de Roger andaba de mal en peor. Desde su regreso de Iquitos, incluso durante los pocos días de fin de año que pasó en París con los Ward, volvió a atormentarlo la conjuntivitis y rebrotaron las fiebres palúdicas. También las hemorroides lo fastidiaban de nuevo, aunque sin las hemorragias de antaño. Apenas volvió a Londres, en los primeros días de enero de 1911, fue a ver a los médicos. Los dos especialistas que consultó dictaminaron que su estado era consecuencia de la inmensa fatiga y la tensión nerviosa de su experiencia amazónica. Necesitaba reposo, unas vacaciones muy tranquilas.
Pero no pudo tomarlas. La redacción del informe que el Gobierno británico requería con urgencia y las múltiples reuniones del Ministerio en las que debió informar sobre lo que había visto y oído en la Amazonia, así como las visitas a la Sociedad contra la Esclavitud, le quitaron mucho tiempo. Asimismo tuvo que reunirse con los directores ingleses y peruanos de la Peruvian Amazon Company, quienes, en la primera entrevista, después de escuchar cerca de dos horas sus impresiones del Putumayo, quedaron petrificados. Las caras largas, las bocas entreabiertas, lo miraban incrédulos y espantados como si el piso hubiera comenzado a cuartearse bajo sus pies y el techo a derrumbarse sobre sus cabezas. No sabían qué decir. Se des pidieron sin formularle una sola pregunta.
A la segunda reunión de Directorio de la Peruvian Amazon Company asistió Julio C. Arana. Fue la primera y última vez que Roger Casement lo vio en persona. Había oído hablar tanto de él, escuchado a gente tan diversa endiosarlo como se hace con santones religiosos o líderes políticos (jamás con empresarios) o atribuirle crueldades y delitos horrendos —cinismo, sadismo, codicia, avaricia, deslealtad, estafas y pillerías monumentales— que se quedó observándolo largo rato, como un entomólogo a un insecto misterioso todavía sin catalogar.
Se decía que entendía inglés, pero nunca lo hablaba, por timidez o vanidad. Tenía a su lado un intérprete que le iba traduciendo todo al oído, en voz muy apagada. Era un hombre más bajo que alto, moreno, de rasgos mes tizos, con una insinuación asiática en sus ojos algo sesgados y una frente muy ancha, de cabellos ralos y cuidadosamente asentados, con raya en el medio. Llevaba un bigotito y barbilla recién escarmenados y olía a colonia. La leyenda sobre su manía con la higiene y el atuendo debía ser ver dad. Vestía de manera impecable, con un traje de paño fino cortado acaso en una sastrería de Savile Row. No abrió la boca mientras los otros directores, esta vez sí, interrogaban a Roger Casement con mil preguntas que, sin duda, les habían preparado los abogados de Arana. Intentaban hacerlo caer en contradicciones e insinuaban equívocos, exageraciones, susceptibilidades y escrúpulos de un euro peo urbano y civilizado que se desconcierta ante el mundo primitivo.
Mientras les respondía, y añadía testimonios y precisiones que agravaban lo que les había dicho en la primera reunión, Roger Casement no dejaba de lanzar miradas a Julio C. Arana. Quieto como un ídolo, no se movía de su asiento y ni siquiera pestañeaba. Su expresión era impenetrable. En su mirada dura y fría había algo inflexible. A Roger le recordó esas miradas vacías de humanidad de los jefes de estación de las caucherías del Putumayo, mi radas de hombres que han perdido (si alguna vez la tuvieron) la facultad de discriminar entre el bien y el mal, la bondad y la maldad, lo humano y lo inhumano.
Este hombrecito atildado, ligeramente rechoncho, era pues el dueño de ese imperio del tamaño de un país europeo, dueño de vidas y haciendas de decenas de miles de personas, odiado y adulado, que en ese mundo de miserables que era la Amazonia había acumulado una fortuna comparable a la de los grandes potentados de Europa. Había comenzado como un niño pobre, en ese pueblecito perdido que debía ser Rioja, en la selva alta peruana, vendiendo de casa en casa los sombreros de paja que tejía su familia. Poco a poco, compensando su falta de estudios —sólo unos pocos años de instrucción primaria— con una capacidad de trabajo sobrehumana, una intuición genial para los negocios y una absoluta falta de escrúpulos, fue escalan do la pirámide social. De vendedor ambulante de sombreros por la vasta Amazonia, pasó a ser habilitador de esos caucheros misérrimos que se aventuraban por su cuenta y riesgo en la selva, a los que proveía de machetes, carabinas, redes de pescar, cuchillos, latas para el jebe, conservas, harina de yuca y utensilios domésticos, a cambio de parte del caucho que recogían y que él se encargaba de vender en Iquitos y Manaos a las compañías exportadoras. Hasta que, con el dinero ganado, pudo pasar de habilitador y comisionista a productor y exportador. Se asoció al principio con caucheros colombianos, que, menos inteligentes o diligentes o faltos de moral que él, terminaron todos malvendiéndole sus tierras, de pósitos, braceros indígenas y a veces trabajando a su servicio. Desconfiado, instaló a sus hermanos y cuñados en los pues tos claves de la empresa, que, pese a su gran tamaño y estar registrada desde 1908 en la Bolsa de Londres, seguía funcionando en la práctica como una empresa familiar. ¿A cuánto ascendía su fortuna? La leyenda sin duda exageraba la realidad. Pero, en Londres, la Peruvian Amazon Company tenía este valioso edificio en el corazón de la City y la mansión de Arana en Kensington Road no desmerecía entre los palacios de los príncipes y banqueros que la rodeaban. Su casa en Ginebra y su palacete de verano en Biarritz estaban amueblados por decoradores de moda y lucían cuadros y objetos de lujo. Pero de él se decía que llevaba una vida austera, que no bebía ni jugaba ni tenía amantes y que dedicaba todo su tiempo libre a su mujer. La había enamora do desde niño —ella era también de Rio ja— pero Eleonora Zumaeta sólo le dio el sí luego de muchos años, cuando ya era acomodado y poderoso y ella una maestra de escuela del pueblito donde nació.
Al terminar la segunda reunión de Directorio de la Peruvian Amazon Company, Julio C. Arana aseguró, a través del intérprete, que su compañía haría todo lo necesario para que cualquier deficiencia o mal funcionamiento en las caucherías del Putumayo se corrigiera de inmediato. Pues era política de su empresa actuar siempre dentro de la legalidad y la moral altruista del Imperio británico. Arana se despidió del cónsul con una venia, sin extenderle la mano.
Redactar el
Informe sobre el Putumayo
le tomó mes y medio. Comenzó a escribirlo en una oficina del Foreign Office, ayudado por un mecanógrafo, pero, luego, prefirió trabajar en su departamento de Philbeach Gardens, en Earl's Court, junto a la bella iglesita de St. Cuthbert y St. Matthias a la que a veces Roger se metía a escuchar al magnífico organista. Como incluso allí venían a interrumpirlo políticos y miembros de organizaciones humanitarias y antiesclavistas y gente de prensa, pues los rumores de que su
Informe sobre el Putumayo
sería tan devastador como el que escribió sobre el Congo corrían por todo Londres y ciaban pie a conjeturas y chismografías en las gacetillas y mentideros londinenses, pidió autorización al Foreign Office para viajar a Irlanda. Allí, en un cuarto del Hotel Buswells, de Molesworth Street, en Dublín, terminó su trabajo a comienzos de marzo de 1911. De inmediato llovieron sobre él las felicitaciones de sus jefes y colegas. El propio sir Edward Grey lo llamó a su despacho para elogiar su
Informe
, a la vez que le sugería algunas correcciones menores. El texto fue enviado de inmediato al Gobierno de los Estados Unidos, a fin de que Londres y Washington hicieran presión sobre el Gobierno peruano del presidente Augusto B. Leguía, exigiéndole, en nombre de la comunidad civilizada, que pusiera fin a la esclavitud, las torturas, raptos, violaciones y aniquilamiento de las comunidades indígenas y que llevara a los tribunales a las personas incriminadas.
Roger no pudo tomar todavía el descanso prescrito por los médicos y que tanta falta le hacía. Debió reunir se varias veces con comités del Gobierno, del Parlamento y de la Sociedad contra la Esclavitud que estudiaban la forma más práctica de que las instituciones públicas y privadas actuaran para aliviar la situación de los nativos de la Amazonia. A sugerencia suya, una de las primeras iniciativas fue sufragar la instalación de una misión religiosa en el Putumayo, algo que la Compañía de Arana había siempre impedido. Ahora se comprometió a facilitarla.
Por fin, en junio de 1911 pudo partir de vacaciones a Irlanda. Allí estaba cuando recibió una carta personal de sir Edward Grey. El canciller le informaba que, debido a su recomendación, Su Majestad George V había decidido ennoblecerlo en mérito a sus servicios prestados al Reino Unido en el Congo y la Amazonia.
En tanto que parientes y amigos lo colmaban de felicitaciones, Roger, que las primeras veces que se oyó llamar sir Roger estuvo a punto de soltar la carcajada, se llenó de dudas. ¿Cómo aceptar este título otorgado por un régimen del que, en el fondo de su corazón, se sentía adversario, el mismo régimen que colonizaba a su país? Por otra par te, ¿no servía él mismo como diplomático a este rey y a este Gobierno? Nunca como en esos días sintió tanto la recóndita duplicidad en la que vivía hacía años, trabajando por una parte con disciplina y eficiencia al servicio del Imperio británico, y, por otra, entregado a la causa de la emancipación de Irlanda y vinculándose cada vez más, no con aquellos sectores moderados que aspiraban, bajo el liderazgo de
John
Redmond, a conseguir la Autonomía (Home Rule) para Eire, sino a los más radicales como el IRB, dirigido en secreto por Tom Clarke, cuya meta era la independencia a través de la acción armada. Corroído por estas vacilaciones, optó por agradecer a sir Edward Grey en una amable carta el honor que se le confería. La noticia se difundió en la prensa y contribuyó a aumentar su prestigio.
Las gestiones que emprendieron los Gobiernos británico y estadounidense ante el Gobierno peruano pidiéndole que los principales criminales señalados en el
Informe
—Fidel Velarde, Alfredo Montt, Augusto Jiménez, Arman do Normand, José Inocente Fonseca, Abelardo Agüero, Elias Martinengui y Aurelio Rodríguez— fueran capturados y juzgados, parecieron en un principio dar frutos. El encargado de Negocios del Reino Unido en Lima, Mr. Lucien Gerome, cablegrafió al Foreign Office que los once principales empleados de la Peruvian Amazon Company habían sido despedidos. El juez Carlos A. Valcárcel, enviado desde Lima, apenas llegó a Iquitos preparó una expedición para ir a investigar a las caucherías del Putumayo. Pero no pu do ir con ella, pues cayó enfermo y debió viajar de urgencia a Estados Unidos a operarse. Puso al frente de la expedición a una persona enérgica y respetable: Rómulo Paredes, director del diario
El Oriente
, quien viajó al Putumayo con un médico, dos intérpretes y una escolta de nueve soldados. La comisión visitó todas las estaciones caucheras de la Peruvian Amazon Company y acababa de regresar a Iquitos, donde también estaba de vuelta el juez Carlos A. Valcárcel, ya recuperado. El Gobierno peruano había prometido a Mr. Gerome que, apenas recibiera el informe de Paredes y Valcárcel, actuaría.