—Veo que le ha tomado cariño, señor Casement. ¿Por qué no se lo lleva? Es huérfano. Se lo regalo.
Después, Roger pensaría que la frase «se lo regalo» con que Víctor Macedo había querido congraciarse con él, decía más que cualquier otro testimonio: ese jefe podía «regalar» a cualquier indio de su dominio, pues cargadores y recogedores le pertenecían al igual que los árboles, las viviendas, los fusiles y los «chorizos» de caucho. Preguntó a Juan Tizón si habría algún inconveniente en que se llevara consigo a Londres a Omarino —la Sociedad contra la Esclavitud lo tomaría bajo su protección y se encargaría de darle una educación— y aquél no puso objeción alguna.
Arédomi, un adolescente que pertenecía a la tribu de los andoques, se uniría a Omarino unos días más tarde. Había llegado a La Chorrera de la estación Sur, y, al día siguiente, en el río, mientras se bañaba, Roger vio al chiquillo desnudo, chapoteando en el agua con otros indígenas. Era un hermoso muchacho, de cuerpo armonioso y ágil, que se movía con una elegancia natural. Roger pensó que Herbert Ward podría hacer una hermosa escultura de este adolescente, el símbolo de ese hombre amazónico despojado de su tierra, su cuerpo y su belleza por los caucheros. Repartió latas de comida entre los andoques que se bañaban. Arédomi le besó la mano en agradecimiento. Sintió desagrado y, al mismo tiempo, emoción. El chiquillo lo siguió hasta la vivienda, hablando y gesticulando con vehemencia, pero él no le entendía. Llamó a Frederick Bishop y éste le tradujo:
—Que lo lleve con usted, a donde vaya. Que lo ser virá bien.
—Dile que no puedo, que ya me voy a llevar a Omarino.
Pero Arédomi no dio su brazo a torcer. Permanecía inmovilizado junto a la cabaña donde Roger dormía o siguiéndolo a donde fuera, a pocos pasos, con una súplica muda en los ojos. Optó por consultar a la Comisión y a Juan Tizón. ¿Les parecía conveniente que, además de Omarino, se llevara también a Londres a Arédomi? Tal vez los dos chiquillos darían mayor fuerza persuasiva a su informe: ambos tenían cicatrices de latigazos. Por otra parte, eran lo bastante jóvenes para ser educados e incorporados a una forma de vida que no fuera la de la esclavitud.
En vísperas de la partida en el
Liberal
llegó a La Chorrera Carlos Miranda, jefe de la estación Sur. Venía trayendo a un centenar de indígenas con el caucho recogido en esa región los últimos tres meses. Era un hombre gordo, cuarentón y muy blanco. Por su manera de hablar y comportarse, parecía haber recibido mejor educación que otros jefes. Sin duda procedía de una familia de clase media. Pero su prontuario no era menos sangriento que el de sus colegas. Roger Casement y los demás miembros de la Comisión habían recibido varios testimonios sobre el episodio de la vieja bora. Una mujer que, unos meses antes, en Sur, en un ataque de desesperación o de locura, comenzó de pronto a exhortar a gritos a los horas a que pelearan y no se dejaran humillar más ni tratar como es clavos. Su griterío paralizó de terror a los indígenas que la rodeaban. Enfurecido, Carlos Miranda se lanzó sobre ella con el machete que arrebató a uno de sus «muchachos» y la decapitó. Blandiendo la cabeza de la mujer, que lo iba bañando en sangre, explicó a los indios que eso les ocurriría a todos si no cumplían con su trabajo e imitaban a la vieja. El decapitador era un hombre campechano y risueño, hablador y desenvuelto, que trató de hacerse simpático a Roger y sus colegas contándoles chistes y anécdotas de los personajes extravagantes y pintorescos que había conocido en el Putumayo.
Cuando, el miércoles 16 de noviembre de 1910, subió al
Liberal
en el embarcadero de La Chorrera para emprender el regreso a Iquitos, Roger Casement abrió la boca y respiró hondo. Tenía una extraordinaria sensación de alivio. Le pareció que aquella partida limpiaba su cuerpo y su espíritu de una angustia opresiva que no había sentido antes, ni siquiera en los momentos más difíciles de su vida en el Congo. Además de Omarino y Arédomi, llevaba en el
Liberal
a dieciocho barbadenses, a cinco mujeres indígenas esposas de aquéllos y a los hijos de
John
Brown, Alian Davis, James Mapp, J. Dyall y Philip Bertie Lawrence.
Que los barbadenses estuvieran en el barco era el resultado de una difícil negociación llena de intrigas, concesiones y rectificaciones, con Juan Tizón, Víctor Macedo, los otros miembros de la Comisión y los propios barbadenses. Todos estos, antes de testificar habían pedido garantías, pues sabían muy bien que se exponían a represalias de los jefes a quienes su testimonio podía mandar a la cárcel. Casement se comprometió a sacarlos vivos del Putumayo él mismo en persona.
Pero, en los días anteriores a la llegada del
Liberal
a La Chorrera, la Compañía inició una ofensiva cordial para retener a los capataces de Barbados, asegurándoles que no serían víctimas de represalias y prometiéndoles aumento de salario y mejores condiciones para que permanecieran en sus puestos. Víctor Macedo anunció que, cualquiera que fuese su decisión, la Peruvian Amazon Company había decidido descontarles el veinticinco por ciento de la deuda que tenían con el almacén por la compra de medicinas, ropas, utensilios domésticos y alimentos. Todos aceptaron la oferta. Y, en menos de veinticuatro horas, los barbadenses anunciaron a Casement que no partirían con él. Se quedarían trabajando en las estaciones. Roger sabía lo que eso significaba: presiones y sobornos harían que, apenas partiera, se retractaran de sus confesiones y lo acusaran de haberlas inventado o habérselas impuesto con amenazas. Habló con Juan Tizón. Este le recordó que, aunque estaba tan afectado como él con las cosas que ocurrían y decidido a corregirlas, seguía siendo uno de los directores de la Peruvian Amazon Company y no podía ni debía influir en los barbadenses para que se marcharan si querían quedarse. Uno de los comisiona dos, Henry Fielgald, apoyó a Tizón con los mismos argumentos: él también trabajaba, en Londres, con el señor Julio C. Arana, y, aunque exigiría reformas profundas en los métodos de trabajo en la Amazonia, no podía convertirse en liquidador de la empresa que lo empleaba. Casement tuvo la sensación de que el mundo se le venía abajo.
Pero, como en uno de esos rocambolescos cambios de situación de los folletines franceses, todo ese panorama se transformó de manera radical al llegar el
Liberal
a La Chorrera, al atardecer del 12 de noviembre. Traía correspondencia y periódicos de Iquitos y de Lima. El diario El Comercio, de la capital peruana, en un largo artículo de dos meses atrás, anunciaba que el Gobierno del presiden te Augusto B. Leguía, atendiendo las solicitudes de Gran Bretaña y de Estados Unidos sobre supuestas atrocidades cometidas en las caucherías del Putumayo, había enviado a la Amazonia, con poderes especiales, a un juez estrella de la magistratura peruana, el doctor Carlos A. Valcárcel. Su misión era investigar e iniciar de inmediato las acciones judiciales correspondientes, llevando, si lo consideraba necesario, fuerzas policiales y militares al Putumayo, a fin de que los responsables de crímenes no escaparan de la justicia.
Esta información hizo el efecto de una bomba entre los empleados de la Casa Arana. Juan Tizón comunicó a Roger Casement que Víctor Macedo, muy alarmado, había convocado a todos los jefes de estaciones, incluso las más alejadas, a una reunión en La Chorrera. Tizón daba la impresión de un hombre desgarrado por una contradicción insoluble. Se alegraba, por el honor de su país y un sentido innato de la justicia, de que, por fin, el Gobierno peruano se hubiera decidido a actuar. Por otro lado, no se le ocultaba que este escándalo podía significar la ruina de la Peruvian Amazon Company, y, por lo tanto, de él mismo. Una noche, entre tragos de whiskey tibio, Tizón con fió a Roger que todo su patrimonio, con excepción de una casa en Lima, estaba colocado en acciones de la Compañía.
Los rumores, chismografías y temores generados por las noticias de Lima hicieron que una vez más los barbadenses cambiaran de opinión. Ahora, de nuevo querían marcharse. Temían que los jefes peruanos trataran de librarse de sus responsabilidades en las torturas y asesinatos de indígenas echándoles la culpa a ellos, los «negros extranjeros», y querían salir cuanto antes del Perú y retomar a Barbados. Estaban muertos de inseguridad y de miedo.
Roger Casement, sin decírselo a nadie, pensó que si los dieciocho barbadenses llegaban con él a Iquitos, cual quier cosa podía ocurrir. Por ejemplo, que la Compañía los hiciera responsables de todos los crímenes y los mandara a la cárcel, o tratara de sobornarlos para que rectificaran sus confesiones y acusaran a Casement de haberlas falsificado. La solución era que los barbadenses, antes de llegar a Iquitos, desembarcaran en alguna de las escalas en territorio brasileño y esperaran allí a que Roger los recogiera, en el barco
Atahualpa
, en el que viajaría desde Iquitos a Europa, con escala en Barbados. Confió su plan a Frederick Bishop. Este estuvo de acuerdo con el plan pero dijo a Casement que lo mejor era no comunicárselo a los barbadenses hasta el último minuto.
Hubo una extraña atmósfera en el embarcadero de La Chorrera cuando partió el
Liberal
Ninguno de los jefes fue a despedirlo. Se decía que varios de ellos habían decidido partir, rumbo al Brasil o a Colombia. Juan Tizón, que se quedaría todavía otro mes en el Putumayo, abrazó a Roger y le deseó suerte. Los miembros de la Comisión, que también permanecerían unas semanas más en el Putumayo, dedicados a hacer estudios técnicos y administrativos, lo despidieron al pie de la escala. Quedaron en verse en Londres, para leer el informe de Roger antes de que lo presentara al Foreign Office.
Esa primera noche de viaje en el río una luna llena de luz rojiza iluminó el cielo. Reverberaba en las aguas oscuras con un chisporroteo de estrellitas que parecían pececillos luminosos. Todo era cálido, bello y sereno, salvo el olor a caucho que continuaba allí, como si se le hubiera metido en las narices para siempre. Roger estuvo mucho tiempo apoyado en la baranda de la cubierta de popa con templando el espectáculo y de pronto se dio cuenta que tenía la cara empapada de lágrimas. Qué maravillosa paz, Dios mío.
Los primeros días de navegación la fatiga y la ansiedad le impidieron trabajar revisando sus fichas y cuadernos y haciendo bosquejos de su informe. Dormía poco, con pesadillas. A menudo se levantaba en la noche y salía al puente a observar la luna); las estrellas si estaba despejado. En el barco viajaba un administrador de Aduanas del Brasil. Le preguntó si los barbadenses podían desembarcar en algún puerto brasileño de donde pudieran viajar a Manaos a esperarlo, para seguir luego juntos hasta Barbados. El funcionario le aseguró que no había la menor dificultad. Aun así, Roger continuó preocupado. Temía que ocurriera algo que salvara a la Peruvian Amazon Company de toda sanción. Después de haber visto de manera tan directa la suerte de los indígenas amazónicos era perentorio que el mundo en tero lo supiera e hiciera algo para remediarla.
Otro motivo de angustia era Irlanda. Desde que había llegado al convencimiento de que sólo una acción resuelta, una rebelión, podía librar a su patria de «perder el alma» a causa de la colonización, como les había pasado a huitotos, boras y demás infelices del Putumayo, ardía de impaciencia por volcarse en cuerpo y alma en preparar aquella insurrección que acabara con tantos siglos de servidumbre para su país.
El día que el
Liberal
cruzó la frontera peruana —navegaba ya en el Yavarí— y entró a Brasil, desapareció el sentimiento de recelo y peligro que lo asediaba. Pero, luego, volverían a entrar en el Amazonas y a remontarlo en territorio peruano, donde, estaba seguro, de nuevo sentiría la zozobra de que alguna catástrofe imprevista viniera a frustrar su misión y volviera inútiles los meses pasados en el Putumayo.
El 21 de noviembre de 1910, en el puerto brasileño de La Esperanza, sobre el río Yavarí, Roger desembarcó a catorce barbadenses, a las mujeres de cuatro de ellos y a cuatro niños. La víspera los había reunido para explicarles el riesgo que corrían si lo acompañaban a Iquitos. Desde que la Compañía, coludida con los jueces y la policía, los detuviera para responsabilizarlos por todos los crímenes, hasta que fueran objeto de presiones, agravios y chantajes a fin de que se retractaran de las confesiones que incriminaban a la Casa Arana.
Catorce barbadenses aceptaron su plan de desembarcar en La Esperanza y tomar allí el primer barco hasta Manaos, donde, protegidos por el consulado británico, esperarían a que Roger los recogiera en el
Atahualpa
, de la Booth Line, que hacía el trayecto Iquitos-Manaos-Pará. Desde esta última ciudad otro barco los llevaría a casa. Roger los despidió con abundantes provisiones que había comprado para ellos, con un certificado de que su pasaje a Manaos sería abonado por el Gobierno británico y una carta de presentación para el cónsul británico en esa ciudad.
Siguieron viaje con él hasta Iquitos, además de Arédomi y Omarino, Frederick Bishop,
John
Brown con su mujer y su hijo, Larry Clarke y Philip Bertie Lawrence, también con dos hijos pequeños. Estos barbadenses tenían cosas que recoger y cheques de la Compañía que cobrar en la ciudad.
Los cuatro días que faltaban para llegar, Roger los pasó trabajando en sus papeles y preparando un memo rando para las autoridades peruanas.
El 25 de noviembre desembarcaron en Iquitos. El cónsul británico, Mr. Stirs, insistió una vez más en que Roger se instalara en su casa. Y acompañó a éste a una pensión vecina donde encontraron alojamiento para los barbadenses, Arédomi y Omarino. Mr. Stirs estaba inquieto. Había gran nerviosismo en todo Iquitos con la noticia de que pronto llegaría el juez Carlos A. Valcárcel para investigar las acusaciones de Inglaterra y Estados Unidos contra la Compañía de Julio C. Arana. El temor no era sólo de empleados de la Peruvian Amazon Company sino de los iquiteños en general, pues todos sabían que la vida de la ciudad dependía de la Compañía. Había una gran hostilidad contra Roger Casement y el cónsul le aconsejó que no saliera solo pues no se podía descartar un atentado contra su vida.
Cuando, después de la cena y la consabida copa de oporto, Roger le resumió lo que había visto y oído en el Putumayo, Mr. Stirs, que lo había escuchado muy serio y mudo, sólo atinó a preguntarle:
—¿Tan terrible como en el Congo de Leopoldo II, entonces?
—Me temo que sí y acaso peor —repuso Roger—. Aunque me parece obsceno establecer jerarquías entre crímenes de esa magnitud.