El sueño del celta (32 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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En su ausencia, había sido nombrado un nuevo prefecto en Iquitos, un señor venido de Lima llamado Esteban Zapata. A diferencia del anterior, no era empleado de Julio C. Arana. Desde que llegó guardaba cierta distancia con Pablo Zumaeta y los otros directivos de la Compañía. Sabía que Roger estaba a punto de llegar y lo esperaba con impaciencia.

La entrevista con el prefecto tuvo lugar a la maña na siguiente y duró más de dos horas. Esteban Zapata era un hombre joven, muy moreno, de maneras educadas. Pese al calor —sudaba sin cesar y se limpiaba la cara con un gran pañuelo morado— no se quitó la levita de paño. Escuchó a Roger muy atento, asombrándose a ratos, interrumpiéndolo alguna vez para pedir precisiones y con frecuentes exclamaciones de indignación («¡Qué terrible! ¡Qué espanto!»). De tanto en tanto le ofrecía vasitos de agua fresca. Roger se lo dijo todo, con gran detalle, nombres, números, lugares, concentrándose en los hechos y evitando los comentarios, salvo al final, en que concluyó su relación con estas palabras:

—En resumen, señor prefecto, las acusaciones del periodista Saldaña Roca y del señor Hardenburg no eran exageradas. Por el contrario, todo lo que ha publicado en Londres la revista
Truth
, aunque parezca mentira, está todavía por debajo de la verdad.

Zapata, con un malestar en la voz que parecía sincero, dijo que se sentía avergonzado por el Perú. Esto ocurría porque el Estado no había llegado a esas regiones apartadas de la ley y carentes de toda institución. El Gobierno estaba decidido a actuar. Por eso estaba él aquí. Por eso llegaría pronto un juez íntegro como el doctor Valcárcel. El propio presidente Leguía quería lavar el honor del Perú, poniendo fin a esos execrables abusos. Se lo había dicho así, con esas mismas palabras. El Gobierno de Su Majestad comprobaría que los culpables serían sanciona dos y los indígenas protegidos a partir de ahora. Le preguntó si el informe de Roger Casement a su Gobierno se haría público. Cuando éste le repuso que, en principio, el informe era para uso interno del Gobierno británico y que, sin duda, se enviaría una copia al Gobierno peruano para que éste decidiera si lo publicaba o no, el prefecto respiró aliviado:

—Menos mal —exclamó—. Si todo esto se da a conocer, le haría un daño enorme a la imagen de nuestro país en el mundo.

Roger Casement estuvo a punto de decirle que lo que haría más daño al Perú no sería el informe sino que ocurrieran en tierra peruana las cosas que lo motivaban. De otra parte, el prefecto quiso saber si los barbadenses que habían venido a Iquitos —Bishop, Brown y Lawrence— aceptarían confirmarle sus testimonios sobre el Putumayo. Roger le aseguró que mañana los enviaría a primera hora a la Prefectura.

El señor Stirs, que había servido de intérprete en este diálogo, salió de la entrevista cabizbajo. Roger había notado que el cónsul añadía muchas frases —a veces verdaderos comentarios— a lo que él decía en inglés y que esas interferencias tendían siempre a atenuar la dureza de los hechos relativos a la explotación y sufrimiento de los indígenas. Todo ello aumentó su desconfianza hacia este cónsul, que, pese a estar aquí varios años y saber muy bien lo que pasaba, nunca había informado al Foreign Office sobre ello. La razón era simple: Juan Tizón le había revelado que Mr. Stirs hacía negocios en Iquitos y como tal dependía también de la Compañía del señor Julio C. Ara na. Sin duda, su preocupación actual era que este escándalo lo perjudicara. El señor cónsul tenía un alma peque ña y su tabla de valores estaba supeditada a su codicia.

En los días siguientes Roger trató de ver al padre Urrutia, pero en la misión le dijeron que el superior de los agustinos estaba en Pebas, donde los indios yaguas —Roger los había visto en una escala que hizo allí el
Liberal
y se había quedado impresionado con las túnicas de fibras hiladas con que esos indígenas cubrían sus cuerpos—, pues iba a inaugurar allí una escuela.

Así que, los días que le faltaban para tomar el
Atahualpa
, que seguía descargando en el puerto de Iquitos, Roger se dedicó a trabajar en el informe. Luego, en las tardes, salía a pasear y, un par de veces, se metió al cine Alhambra, en la Plaza de Armas de Iquitos. Existía desde hacía unos meses y en él se proyectaban películas mudas, con el acompañamiento de una orquesta de tres músicos, muy desafinada. El verdadero espectáculo para Roger no eran las figuras en blanco y negro de la pantalla, sino la fascinación del público, indios venidos de las tribus y sol dados serranos de la guarnición local que observaban todo aquello maravillados y desconcertados.

Otro día hizo un paseo a pie hasta Punchana, por una trocha de tierra que al regresar se había vuelto un lodazal debido a la lluvia. Pero el paisaje era muy hermoso. Una tarde intentó llegar a pie hasta Quistococha —llevaba con sigo a Omarino y Arédomi— pero un aguacero interminable los sorprendió y debieron refugiarse en la maleza. Cuando la tormenta cesó, la trocha estaba tan llena de charcos y barro que debieron regresar de prisa a Iquitos.

El
Atahualpa
zarpó rumbo a Manaos y a Pará, el 6 de diciembre de 1910. Roger iba en primera clase y Omarino, Arédomi y los barbadenses en la clase común. Cuando el barco, en la clara y cálida mañana, se alejaba de Iquitos y se iban empequeñeciendo las gentes y las viviendas de las orillas, Roger sintió otra vez en su pecho aquella sensación de libertad que da la desaparición de un gran peligro. No un peligro físico sino moral. Tenía la sensación de que si hubiera permanecido más tiempo en ese lugar terrible, donde tanta gente padecía de manera tan injusta y cruel, él también, por el simple hecho de ser un blanco y un europeo, quedaría contaminado, envilecido. Se dijo que, felizmente, nunca volvería a pisar estos lugares. Ese pensamiento le dio ánimos y lo sacó en parte del abatimiento y sopor que le impedía trabajar con la concentración y el ímpetu de antaño.

Cuando, el 10 de diciembre, el
Atahualpa
atracó en el puerto de Manaos al atardecer, Roger ya había deja do atrás el desaliento y recuperado su energía y su capacidad de trabajo. Los catorce barbadenses ya estaban en la ciudad. La mayoría había decidido no regresar a Barbados sino aceptar contratos de trabajo en el ferrocarril Madeira-Mamoré, que ofrecía buenas condiciones. El resto continuó viaje con él hasta Pará, donde el barco atracó el 14 de diciembre. Aquí Roger buscó una nave que fuera a Barba dos y embarcó en ella a los barbadenses y a Omarino y Arédomi. Encargó éstos a Frederick Bishop, para que en Bridgetown los llevara al reverendo Frederick Smith, con instrucciones de que los matriculara en el colegio de los jesuitas donde, antes de continuar viaje a Londres, recibieran una mínima formación que los preparara para hacer frente a la vida en la capital del Imperio británico.

Luego, buscó y encontró un barco que lo llevara a Europa. Halló el
SS Ambrose
, de la Booth Line. Como sólo zarparía el 17 de diciembre, aprovechó esos días para visitar los lugares que frecuentó cuando fue cónsul británico en Pará: bares, restaurantes, el Jardín Botánico, el inmenso mercado abigarrado y variopinto del puerto. No tenía ninguna nostalgia de Pará, pues su estancia no había sido feliz aquí, pero reconoció la alegría que transpiraba la gente, la apostura de las mujeres y de los muchachos ociosos que se paseaban exhibiéndose en los malecones que daban al río. Una vez más se dijo que los brasileños tenían con su cuerpo una relación saludable y feliz, muy distinta de la de los peruanos, por ejemplo, quienes, al igual que los ingleses, parecían sentirse siempre incómodos con su físico. En cambio, aquí, lo lucían con descaro, sobre todo quienes se sentían jóvenes y atractivos.

El 17 zarpó en el
SS Ambrose
y en el viaje decidió que, como este barco llegaría al puerto francés de Cherburgo los últimos días de diciembre, desembarcaría allí y tomaría el tren a París, para pasar el Año Nuevo con Herbert Ward y Sarita, su mujer. Regresaría a Londres el primer día útil del próximo año. Sería una experiencia lustral pasar un par de días con esa pareja amiga, culta, en su hermoso estudio repleto de esculturas y recuerdos Africanos, hablando de cosas bellas y elevadas, arte, libros, teatro, música, lo mejor que había producido ese contradictorio ser humano que era también capaz de tanta maldad como la que reinaba en las caucherías de Julio C. Arana en el Putumayo.

XI

Cuando el
sheriff
gordo abrió la puerta de su celda, entró y sin decir nada se sentó en la esquina del camastro donde estaba tendido, Roger Casement no se sorprendió. Desde que, violando el reglamento, el
sheriff
le había permitido tomar una ducha, sentía, sin que hubiera mediado palabra entre ambos, un acercamiento entre él y el carcelero y que éste, acaso sin darse cuenta, acaso a pesar de sí mismo, había dejado de odiarlo y tenerlo por responsable de la muerte de su hijo en las trincheras de Francia.

Era la hora del crepúsculo y la pequeña celda estaba casi a oscuras. Roger, desde el camastro, veía la silueta en sombra del
sheriff
ancha y cilíndrica, muy quieta. Lo sentía jadear hondo, como exhausto.

—Tenía pies planos y hubiera podido librarse de ir a filas —lo oyó salmodiar, traspasado de emoción—. En el primer centro de reclutamiento, en Hastings, cuan do le examinaron los pies, lo rechazaron. Pero él no se resignó y volvió a presentarse en otro centro. Quería ir a la guerra. ¿Se ha visto semejante locura?

—Amaba a su país, era un patriota —dijo Roger Casement, bajito—. Usted tendría que estar orgulloso de su hijo,
sheriff
.

—De qué me sirve que fuera un héroe, si ahora está muerto —repuso el carcelero, con voz lúgubre—. Era lo único que tenía en el mundo. Ahora, es como si yo también hubiera dejado de existir. A ratos pienso que me he vuelto un fantasma.

Le pareció que, en las sombras de la celda, el
sheriff
gemía. Pero tal vez era una falsa impresión. Roger recordó a los cincuenta y tres voluntarios de la Brigada Irlandesa que quedaron allá, en Alemania, en el pequeño campo militar de Zossen, donde el capitán Robert Monteith los había entrenado en el uso de fusiles, ametralladoras, tácticas y maniobras militares, procurando mantenerles en alto la moral pese a las circunstancias inciertas. Y las preguntas que se había hecho mil veces volvieron a atormentarlo. ¿Qué habrían pensado cuando desapareció sin despedirse al igual que el capitán Monteith y el sargento Bailey? ¿Qué eran unos traidores? ¿Qué, después de embarcarlos en esa aventura temeraria, se mandaban mudar, ellos sí, a luchar a Ir landa, y los dejaban rodeados de alambradas, en manos de los alemanes y odiados por los prisioneros irlandeses de Limburg, que los consideraban unos tránsfugas y desleales con sus compañeros muertos en las trincheras de Flandes?

Una vez más se dijo que su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos, donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o de su propia torpeza, oscurecida, distorsionada, trastrocada en mentira. Esos cincuenta y tres patriotas, puros e idea listas, que habían tenido el coraje de enfrentarse a dos mil y pico de sus compañeros del campo de Limburg e inscribirse en la Brigada Irlandesa para luchar «junto a, pero no dentro de» el Ejército alemán por la independencia de Ir landa, nunca sabrían de la pelea titánica que había librado Roger Casement con el alto mando militar alemán para impedir que los despacharan a Irlanda en el
Aud
junto con los veinte mil fusiles que enviaba a los Voluntarios para el Alzamiento de Semana Santa.

—Yo tengo la responsabilidad de esos cincuenta y tres brigadistas —le dijo Roger al capitán Rudolf Nadolny, encargado de asuntos irlandeses en la Jefatura Militar en Berlín—. Yo los exhorté a desertar del Ejército británico. Para la ley inglesa son traidores. Serán ahorcados de inmediato si la Royal Navy los captura. Algo que ocurrirá, irremediablemente, si el Alzamiento tiene lugar sin el apoyo de una fuerza militar alemana. No puedo enviar a la muerte y la deshonra a esos compatriotas. Ellos no irán a Irlanda con los veinte mil fusiles.

No había sido fácil. El capitán Nadolny y los oficiales del alto mando militar alemán trataron de hacerlo ceder con un chantaje.

—Muy bien, comunicaremos de inmediato a los dirigentes de los Irish Volunteers en Dublín y en Estados Unidos que, en vista de la oposición del señor Roger Casement al Alzamiento, el Gobierno alemán suspende el envío de los veinte mil fusiles y los cinco millones de municiones.

Fue preciso discutir, negociar, explicar, conservan do siempre la calma. Roger Casement no se oponía al Alzamiento, sólo a que los Voluntarios y el Ejército del Pueblo se suicidaran, lanzándose a pelear contra el Imperio británico sin que los submarinos, zepelines y comandos del Káiser distrajeran a las Fuerzas Armadas británicas y les impidieran aplastar brutalmente a los rebeldes, retrasando de este modo vaya usted a saber cuántos años la independencia de Irlanda. Los veinte mil fusiles eran in dispensables, por supuesto. El mismo iría con esas armas a Irlanda y explicaría a Tom Clarke, Patrick Pearse, Joseph Plunkett y demás líderes de los Voluntarios las razones por las que, a su juicio, el Alzamiento debía aplazarse.

Al final, lo consiguió. El barco con el armamento, el
Aud
, partió, y Roger, Monteith y Bailey zarparon también en un submarino hacia Eire. Pero los cincuenta y tres brigadistas se quedaron en Zossen, sin entender nada, preguntándose sin duda por qué esos mentirosos se fueron a pelear a Irlanda y los dejaron aquí, después de haberlos entrenado para una acción de la que ahora los privaban sin explicación alguna.

—Cuando el pequeño nació, su madre se largó y nos abandonó a los dos —dijo de pronto la voz del
sheriff
y Roger dio un brinco en el camastro—. Nunca más supe de ella. De modo que tuve que convertirme en una madre y un padre para el niño. Se llamaba Hortensia y era medio loca.

Había oscurecido totalmente en la celda. Roger no veía ya la silueta del carcelero. Su voz sonaba muy cercana y más parecía el lamento de un animal que una expresión humana.

—Los primeros años casi todo el salario se me iba en pagos a una mujer que lo amamantara y lo criara —pro siguió el
sheriff
—. Todo mi tiempo libre lo pasaba con él. Siempre fue un chico dócil y afable. Nunca uno de esos muchachos que cometen diabluras como robar y emborracharse y enloquecen a sus padres. Estaba de aprendiz en una sastrería, bien considerado por su jefe. Hubiera podido hacer carrera allí, si no se le metía en la cabeza alistarse, pese a sus pies planos.

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