Cuando supo que una expedición de cargadores iba a partir de Matanzas llevando el caucho reunido en los últimos tres meses a la estación de Entre Ríos y de ahí a Puerto Peruano para ser embarcado al extranjero, anunció a sus compañeros que iría con ella. La Comisión podía permanecer aquí hasta terminar con la inspección y las entrevistas. Sus amigos estaban tan exhaustos y desanima dos como él. Le contaron que las maneras insolentes de Armando Normand habían cambiado de golpe cuando le hicieron saber que el «señor cónsul» había recibido la misión de venir a investigar las atrocidades del Putumayo del propio sir Edward Grey, canciller del Imperio británico, y que los asesinos y torturadores, puesto que trabajaban en una compañía inglesa, podían ser llevados a los tribunales en Inglaterra. Sobre todo si tenían la nacionalidad inglesa o pretendían adquirirla, como podía ser su caso. O entregados a los Gobiernos peruano o colombiano para ser juzgados aquí. Desde que escuchó esto, Normand man tenía una actitud sumisa y servil con la Comisión. Negaba sus crímenes y les había asegurado que, a partir de ahora, no se volverían a cometer los errores del pasado: los indígenas serían bien alimentados, curados cuando se enfermaran, pagados por su trabajo y tratados como seres humanos. Había hecho poner un cartel en el centro del descampado diciendo estas cosas. Era ridículo, pues los indígenas, todos analfabetos, no podían leerlo, y tampoco la mayoría de los «racionales». Era para que lo leyeran los comisionados exclusivamente.
El viaje a pie, a través de la selva, de Matanzas a Entre Ríos, acompañando a los ochenta indígenas —boras, andoques y muinanes— que transportaban en sus hombros el caucho recogido por la gente de Armando Normand, sería uno de los recuerdos más pavorosos del primer viaje al Perú de Roger Casement. Normand no iba al man do de la expedición sino Negretti, uno de sus lugartenientes, un mestizo achinado, con dientes de oro, que siempre andaba escarbándose la boca con un palillo y cuya estentórea voz hacía temblar, saltar, apresurarse, con caras des figuradas por el miedo, al ejército de esqueletos llagados, marcados y con cicatrices, entre ellos muchas mujeres y niños, algunos de pocos años, de la expedición. Negretti llevaba un fusil al hombro, un revólver en la cartuchera y un látigo en la cintura. El día de la partida, Roger le pidió permiso para fotografiarlo y Negretti aceptó, riéndose. Pero se le eclipsó la sonrisa cuando Casement le advirtió, señalándole el látigo:
—Si lo veo usar eso contra los indígenas, lo entregaré personalmente a la policía de Iquitos.
La expresión de Negretti fue de total desconcierto. Al cabo de un momento, murmuró:
—¿Usted tiene alguna autoridad en la Compañía?
—Tengo la autoridad que me ha confiado el Gobierno inglés para investigar los abusos que se cometen en el Putumayo. ¿Usted sabe que la Peruvian Amazon Company para la que trabaja es británica, no es cierto?
El hombre, desconcertado, terminó por apartarse.
Y Casement no lo vio nunca azotar a los cargadores, sólo gritarlos para que se apresuraran o abrumarlos con carajos y otros insultos cuando dejaban caer los «chorizos» de caucho que llevaban al hombro y en la cabeza porque los ven cían las fuerzas o se tropezaban.
Roger se había traído consigo a tres barbadenses, Bishop, Sealy y Lañe. Los otros nueve que los acompañaban se quedaron con la Comisión. Casement recomendó a sus amigos que no se alejaran nunca de estos testigos pues corrían el riesgo de ser intimidados o sobornados por Normand y sus compinches para que se retractaran de sus testimonios, o, incluso, asesinados.
Lo más duro de la expedición no fueron los moscones azules, grandes y zumbones, que los acribillaron a picaduras día y noche, ni las tormentas que, a veces, les caían encima, empapándolos y convirtiendo el suelo en riachuelos resbaladizos de agua, barro, hojas y árboles muertos, ni la incomodidad de los campamentos que armaban en las noches, para dormir a la mala de Dios después de comer una latita de sardinas o de sopa y beber del termo unos tragos de whiskey o de té. Lo terrible, una tortura que le daba remordimientos y mala conciencia, era ver a estos indígenas desnudos, doblados por el peso de los «chorizos» de caucho a los que Negretti y sus «mu chachos» hacían avanzar a gritos, siempre apurándolos, con muy espaciados descansos y sin darles un bocado de comida. Cuando preguntó a Negretti por qué las raciones no se repartían también a los indígenas, el capataz lo miró como si no entendiera. Cuando Bishop le explicó la pregunta, Negretti afirmó, con total impudicia:
—A ellos no les gusta lo que comemos los cristianos. Tienen sus propios alimentos.
Pero no tenían ninguno, porque no podía llamar se comida a los puñaditos de harina de yuca que se llevaban a veces a la boca, o los tallos de plantas y hojas que enrollaban con mucho cuidado antes de tragárselos. Lo que resultaba incomprensible a Roger era cómo unos niños de diez o doce años podían cargar horas de horas esos «cho rizos» que pesaban —había hecho la prueba de cargarlos— nunca menos de veinte kilos y a veces treinta o más. El primer día de marcha un muchacho bora de pronto cayó de bruces, aplastado por su carga. Se quejaba débilmente cuando Roger trató de reanimarlo haciéndolo beber una latita de sopa. Los ojos del chiquillo despedían un pánico animal. Dos o tres veces intentó levantarse, sin conseguir lo. Bishop le explicó: «Tiene tanto miedo porque, si usted no estuviera aquí, Negretti lo remataría de un balazo como escarmiento para que a ningún otro pagano se le ocurra desmayarse». El muchacho no estaba en condiciones de ponerse de pie, de modo que lo abandonaron en el monte. Roger le dejó dos latitas de comida y su paraguas. Ahora comprendió por qué esos seres enclenques podían cargar tales pesos: por el miedo a ser asesinados si osaban desmayarse. El terror multiplicaba sus fuerzas.
Al segundo día una mujer vieja cayó muerta de golpe, cuando trataba de subir una cuesta con treinta kilos de caucho en las espaldas. Negretti, después de comprobar que estaba sin vida, se apresuró a repartir los dos «chorizos» de la muerta entre otros indígenas, con una mueca de disgusto y carraspeando.
En Entre Ríos, apenas se bañó y descansó un poco, Roger se apresuró a anotar en sus cuadernos las peripecias y reflexiones del viaje. Una idea volvía una y otra vez a su conciencia, una idea que en los días, semanas y meses siguientes retornaría obsesivamente y empezaría a modelar su conducta: «No debemos permitir que la colonización llegue a castrar el espíritu de los irlandeses como ha castrado el de los indígenas de la Amazonia. Hay que actuar ahora, de una vez, antes de que sea tarde y nos volvamos autómatas».
Mientras esperaba la llegada de la Comisión, no perdió el tiempo. Hizo algunas entrevistas, pero, sobre todo, revisó las planillas, libros de cuentas del almacén y los registros de la administración. Quería establecer cuán to recargaba la Compañía de Julio C. Arana los precios de los alimentos, remedios, prendas de vestir, armas y utensilios, que adelantaba a los indígenas y también a los capataces y a los «muchachos». Los porcentajes variaban de producto a producto pero lo constante era que en todo su material de ventas el almacén duplicaba, triplicaba y a veces hasta quintuplicaba los precios. El se compró dos camisas, un pantalón, un sombrero, un par de botines de campo y hubiera podido adquirir todo eso en Londres por la tercera parte de su precio. No sólo los indígenas eran esquilmados, también esos pobres infelices, vagos y matones que estaban en el Putumayo para ejecutar las consignas de los jefes. No era raro que unos y otros estuvieran siempre en deuda con la Peruvian Amazon Company y quedaran atados a ella hasta su muerte o hasta que la empresa los considerara inservibles.
Más difícil le resultó a Roger hacerse una idea aproximada de cuántos indígenas había en el Putumayo hacia 1893, cuando se instalaron en la región las primeras caucherías y comenzaron las «correrías», y cuántos quedaban en este año de 1910. No había estadísticas serias, lo que se había escrito al respecto era vago, las cifras diferían mu cho de una a otra. Quien parecía haber hecho el cálculo más confiable era el infortunado explorador y etnólogo francés Eugéne Robuchon (desaparecido de manera misteriosa en la región del Putumayo en 1905 cuando cartografiaba todo el dominio de Julio C. Arana), según el cual las siete tribus de la zona —huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros y boras— debían sumar unos cien mil antes de que el caucho atrajera a los «civilizados» al Putumayo. Juan Tizón consideraba esta cifra muy exagerada. El, por distintos análisis y cotejos, sostenía que unos cuarenta mil estaba más cerca de la verdad. En todo caso, ahora no quedaban más de unos diez mil sobrevivientes. Así, el régimen impuesto por los caucheros había liquidado ya tres cuartas partes de la población indígena. Muchos sin duda habían sido víctimas de la viruela, la malaria, el beriberi y otras plagas. Pero la inmensa mayoría desapareció por la explotación, el hambre, las mutilaciones, el cepo y los asesinatos. A este paso a todas las tribus les ocurriría lo que a los iquarasi, que se habían extinguido totalmente.
Dos días más tarde llegaron a Entre Ríos sus compañeros de la Comisión. Roger se sorprendió al ver aparecer con ellos a Armando Normand, seguido de su harén de chiquillas. Folk y Barnes le advirtieron que, aunque la razón que les dio el jefe de Matanzas para venir era que debía vigilar personalmente el embarque del caucho en Puerto Peruano, lo hacía por lo asustado que estaba res pecto a su futuro. Apenas se enteró de las acusaciones de los barbadenses contra él, puso en marcha una campaña de sobornos y amenazas para que se desdijeran. Y había con seguido que algunos, como Levine, mandaran una car ta a la Comisión (redactada sin duda por el propio Normand) diciendo que desmentían todas las declaraciones, que, «con engaños», les habían sonsacado y que querían dejar claro y por escrito que en la Peruvian Amazon Company nunca se había maltratado a los indígenas y que empleados y cargadores trabajaban en amistad por el engrandecimiento del Perú. Folk y Barnes pensaban que Normand trataría de sobornar o amedrentar a Bishop, Sealy y Lañe y acaso al propio Casement.
En efecto, a la mañana siguiente, muy temprano, Armando Normand vino a tocar la puerta de Roger y a proponerle «una conversación franca y amistosa». El jefe de Matanzas había perdido su seguridad y la arrogancia con que se dirigió a Roger la vez anterior. Se lo veía nervioso. Se frotaba las manos y se mordía el labio inferior mientras hablaba. Fueron hasta el depósito del caucho, un descampado con matorrales que la tormenta de la noche había llenado de charcos y de sapos. Una pestilencia de látex salía del depósito y a Roger se le pasó por la cabeza la idea de que ese olor no provenía de los «chorizos» de caucho almacenados en el gran cobertizo, sino del hombrecillo rubicundo que, a su lado, parecía un enanito.
Normand tenía bien preparado su discurso. Los siete años que llevaba en la selva exigían privaciones tremendas para alguien que había recibido una educación en Londres. No quería que, por malentendidos y calumnias de envidiosos, su vida se truncara con enredos judiciales y no pudiera realizar su anhelo de volver a Inglaterra. Le juró sobre su honor que no tenía sangre en sus manos ni en su conciencia. El era severo pero justo y estaba dispuesto a aplicar todas las medidas que la Comisión y el «señor cónsul» sugirieran para mejorar el funcionamiento de la empresa.
—Que cesen las «correrías» y el secuestro de indígenas —enumeró Roger, despacio, contando con los dedos de sus manos—, desaparezcan el cepo y los látigos, que los indios no vuelvan a trabajar gratis, que los jefes, capa taces y «muchachos» no vuelvan a violar ni a robarse a las mujeres ni a las hijas de los indígenas, que desaparezcan los castigos físicos y se paguen reparaciones a las familias de los asesinados, quemados vivos y a los que les cortaron orejas, narices, manos y pies. Que no se robe más a los carga dores con balanzas trucadas y precios multiplicados en el almacén para tenerlos de eternos deudores de la Compañía. Todo eso, sólo para empezar. Porque harían falta mu chas reformas más para que la Peruvian Amazon Company merezca ser una compañía británica.
Armando Normand estaba lívido y lo miraba sin comprender.
—¿Usted quiere que la Peruvian Amazon Company desaparezca, señor Casement? —balbuceó al fin.
—Exactamente. Y que todos sus asesinos y torturadores, empezando por el señor Julio C. Arana y terminando por usted, sean juzgados por sus crímenes y ter minen sus días en la cárcel.
Adelantó el paso y dejó al jefe de Matanzas con la cara descompuesta, parado en el sitio, sin saber qué más decir. Inmediatamente se arrepintió de haber cedido de este modo al desprecio que le merecía el personaje. Se había ganado un enemigo mortal, que, ahora, podía muy bien sentir la tentación de liquidarlo. Lo había prevenido y Normand, ni corto ni perezoso, actuaría en consecuencia. Había cometido un gravísimo error.
Pocos días después, Juan Tizón les hizo saber que el jefe de Matanzas había pedido a la Compañía sus liquidaciones, al contado y no en soles peruanos sino en libras esterlinas. Viajaría de regreso a Iquitos, en el
Liberal
, junto con la Comisión. Lo que pretendía era obvio: ayudado por sus amigos y cómplices, atenuar los cargos y acusaciones contra él y asegurarse una fuga al extranjero —al Brasil, sin duda—, donde tendría buenos ahorros esperándolo. Las posibilidades de que fuera a la cárcel se habían reducido. Juan Tizón les informó que Normand recibía desde hacía cinco años el veinte por ciento del caucho recogido en Matanzas y un «premio» de doscientas libras esterlinas anuales si el rendimiento superaba el del año anterior.
Los días y semanas siguientes fueron de una rutina asfixiante. Las entrevistas con barbadenses y «racionales» seguían poniendo al descubierto un impresionante catálogo de atrocidades. Roger sentía que lo abandonaban las fuerzas. Como empezó a tener fiebre en las tardes temió que fuera de nuevo el paludismo y aumentó las dosis de quinina, al acostarse. El temor de que Armando Normand o cualquier otro jefe pudiera destruir los cuadernos con las transcripciones de los testimonios hizo que en todas las estaciones —Entre Ríos, Atenas, Sur y La Chorrera— lle vara consigo esos papeles, sin dejar que nadie los tocara. De noche los metía debajo del camastro o la hamaca en que dormía, siempre con el revólver cargado al alcance de la mano.
En La Chorrera, cuando preparaban maletas para el retomo a Iquitos, Roger vio llegar un día al campamento a una veintena de indios procedentes de la aldea de Naimenes. Acarreaban caucho. Los cargadores eran jóvenes u hombres, con la excepción de un niño de unos nueve o diez años, muy flaquito, que llevaba sobre la cabeza un «chorizo» de caucho más grande que él. Roger fue con ellos hasta la balanza donde Víctor Macedo recibía las entregas. La del niño pesaba veinticuatro kilos y él, Omarino, sólo veinticinco. ¿Cómo pudo venir andando por la selva todos esos kilómetros con semejante peso en la cabeza? Pese a las cicatrices en las espaldas, tenía unos ojos vivos y alegres y sonreía con frecuencia. Roger le hizo tomar una latita de sopa y otra de sardinas que compró en el almacén. Desde entonces, Omarino no se apartó de su lado. Lo acompañaba a todas partes y estaba siempre dispuesto a hacer cualquier mandado. Un día Víctor Macedo le dijo, señalando al chiquillo: