Roger Casement no sabía qué decirle. Lo apenaba el sufrimiento del
sheriff
y hubiera querido consolarlo, pero ¿qué palabras podían aliviar el dolor animal de este pobre hombre? Hubiera querido preguntarle su nombre y el de su hijo muerto, de este modo los sentiría a ambos más cerca, pero no se atrevió a interrumpirlo.
—Recibí dos cartas suyas —prosiguió el
sheriff
—. La primera, durante su entrenamiento. Me decía que le gustaba la vida en el campamento y que, al terminar la guerra, tal vez se quedaría en el Ejército. Su segunda carta era muy distinta. Muchos párrafos habían sido tachados con tinta negra por el censor. No se quejaba, pero había cierta amargura, incluso algo de miedo, en lo que escribía. Nunca más tuve noticias de él. Hasta que llegó una carta de duelo del Ejército, anunciándome su muerte. Que había tenido un fin heroico, en la batalla de Loos. Nunca oí hablar de ese lugar. Fui a ver en un mapa dónde quedaba Loos. Debe ser un pueblo insignificante.
Por segunda vez Roger sintió aquel gemido, semejante al ulular de un pájaro. Y tuvo la impresión de que la sombra del carcelero se estremecía.
¿Qué ocurriría ahora con esos cincuenta y tres compatriotas? ¿Respetaría el alto mando militar alemán los compromisos y permitiría que la pequeña Brigada se man tuviera unida y aislada en el campo de Zossen? No era seguro. En sus discusiones con el capitán Rudolf Nadolny, en Berlín, Roger advirtió el desprecio que los militares alemanes tenían por ese ridículo contingente de apenas medio centenar de hombres. Qué diferente su actitud al principio, cuando, dejándose convencer por el entusiasmo de Casement, apoyaron su iniciativa de reunir a todos los prisioneros irlandeses en el campo de Limburg, suponiendo que, una vez que les hablara, cientos de ellos se enrolarían en la Brigada Irlandesa. ¡Qué fracaso y qué decepción! La más dolorosa de su vida. Un fracaso que lo dejaba en el ridículo y hacía trizas sus sueños patrióticos. ¿En qué se equivocó? El capitán Robert Monteith creía que su error fue hablar a los 2.200 prisioneros juntos, en vez de hacerlo por grupos pequeños. Con veinte o treinta hubiera sido posible un diálogo, responder objeciones, aclarar lo que les resultaba confuso. Pero ante una masa de hombres adoloridos por su derrota y la humillación de sentirse prisioneros ¿qué podía esperar? Sólo entendieron que Roger les pedía aliarse con sus enemigos de ayer y de ahora, por eso reaccionaron con tanta beligerancia. Había muchas maneras de interpretar su hostilidad, sin duda. Pero ninguna teoría podía borrar la amargura de verse insultado, llamado traidor, amarillo, cucaracha, vendido, por esos compatriotas a quienes él había sacrificado su tiempo, su honor y su futuro. Recordó las bromas de Herbert Ward cuando, burlándose de su nacionalismo, lo exhortaba a volver a la realidad y salir de ese «sueño del celta» en el que se había encastillado.
La víspera de su partida de Alemania, el 11 de abril de 1916, Roger escribió una carta al canciller imperial Theobald von Bethmann-Hollweg, recordándole los términos del acuerdo firmado entre él y el Gobierno alemán sobre la Brigada Irlandesa. Según lo acordado, los brigadistas sólo podían ser enviados a combatir por Irlanda y en ningún caso utilizados como mera fuerza de apoyo del Ejército alemán en otros escenarios de la guerra. Asimismo, se estipulaba que si la contienda no concluía con una victoria de Alemania, los soldados de la Brigada Irlandesa debían ser enviados a los Estados Unidos o a un país neutral que los acogiera y de ningún modo a Gran Bretaña, donde serían sumariamente ejecutados. ¿Cumplirían los alemanes con estos compromisos? La incertidumbre volvía una y otra vez a su mente desde que fue capturado. ¿Y si, apenas partieron él, Monteith y Bailey rumbo a Irlanda, el capitán Rudolf Nadolny disolvió la Brigada Irlandesa y envió de nuevo a sus integrantes al campo de Limburg? Vivirían entre insultos, discriminados por los otros prisioneros irlandeses y corriendo el riesgo diario de ser linchados.
—Yo hubiera querido que me devolvieran sus res tos —volvió a sobresaltarlo la voz adolorida del
sheriff
—. Para hacerle un entierro religioso, en Hastings, donde na ció, como yo, mi padre y mi abuelo. Me contestaron que no. Que, por las circunstancias de la guerra, la devolución de sus restos era imposible. ¿Usted entiende eso de «circunstancias de la guerra»?
Roger no contestó porque comprendió que el carcelero no estaba hablando con él, sino consigo mismo a través de él.
—Yo sé muy bien lo que quiere decir —prosiguió el
sheriff
—. Que no queda resto alguno de mi pobre hijo. Que una granada o un mortero lo pulverizó. En ese conde nado sitio, Loos. O que lo echaron a una fosa común, con otros soldados muertos. Nunca sabré dónde está su tumba para ir a echarle unas flores y una oración de vez en cuando.
—Lo principal no es la tumba sino la memoria,
sheriff
—dijo Roger—. Eso es lo que cuenta. A su hijo, allí donde esté ahora, lo que le importa es saber que usted lo recuerda con tanto cariño y nada más.
La sombra del
sheriff
había hecho un movimiento de sorpresa al oír a Casement. Tal vez había olvidado que estaba en la celda y a su lado.
—Si supiera dónde está su madre, habría ido a verla, a darle la noticia y a que lo lloráramos juntos —dijo el
sheriff
—. No le guardo ningún rencor a Hortensia por haberme abandonado. Ni siquiera sé si sigue viva. Nunca se dignó preguntar por el hijo que abandonó. No era mala sino medio loca, ya se lo dije.
Ahora, Roger se preguntaba una vez más, como lo hacía sin tregua día y noche desde el amanecer de su llegada a la playa de Banna Strand, en Tralee Bay, cuando había oído el canto de las alondras y había visto cerca de la playa las primeras violetas salvajes, por qué maldita razón no había habido ningún barco ni piloto irlandés esperando al carguero
Aud
que traía los fusiles, las ametralladoras y las municiones para los Voluntarios y al sub marino donde venían él, Monteith y Bailey. ¿Qué había pasado? El leyó con sus propios ojos la carta perentoria de
John
Devoy al conde Johann Heinrich von Bernstorff, que éste transmitió a la Cancillería alemana, advirtiendo que el levantamiento sería entre el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. Y que, por lo tanto, los fusiles debe rían llegar, sin falta, el 20 de abril a Fenit Pier, en Tralee Bay. Allí estarían esperando un piloto experto en la zona y botes y barcos con Volunteers para descargar las armas. Dichas instrucciones fueron reconfirmadas en los mismos términos de urgencia el 5 de abril por Joseph Plunkett al encargado de Negocios alemán en Berna, quien retransmitió el mensaje a la Cancillería y la Jefatura Militar en Berlín: las armas tenían que llegar a Tralee Bay en el anochecer del día 20, no antes ni después. Y ésa era la fecha exacta en que tanto el
Aud
como el submarino U-19 llegaron al lugar de la cita. ¿Qué demonios ocurrió para que no hubiera nadie esperándolos y tuviera lugar la catástrofe que lo había sepultado a él en la cárcel y contribuido al fracaso del levantamiento? Porque, según las informaciones que le dieron sus interrogadores Basil Thomson y Reginald Hall, el
Aud
fue sorprendido por la Royal Navy en aguas irlandesas bastante después de la fecha acordada para el desembarco —arriesgando su seguridad había se guido esperando a los Volunteers—, lo que obligó al capitán del
Aud
a hundir su barco y mandar al fondo del mar los veinte mil fusiles, las diez ametralladoras y los cinco millones de municiones que, acaso, hubieran dado otro sesgo a esa rebelión que los ingleses aplastaron con la ferocidad que cabía esperar.
En verdad, lo que había ocurrido Roger Casement lo podía suponer: nada grandioso ni trascendental, una de esas menudencias estúpidas, descuidos, contraórdenes, diferencias de opinión entre los dirigentes del Consejo Supremo del IRB, Tom Clarke, Sean McDermott, Patrick Pearse, Joseph Plunkett y unos pocos más. Algunos de ellos, o acaso todos, habrían cambiado de opinión sobre la fecha más conveniente para la llegada del
Aud
a Tralee Bay y enviado la rectificación sin pensar que la contraorden a Berlín podía extraviarse o llegar cuando el carguero y el submarino estuvieran ya en alta mar y, debido a las espantosas condiciones atmosféricas de esos días, prácticamente desconectados de Alemania. Tenía que haber sido algo de eso. Una pequeña confusión, un error de cálculo, una tontería y un armamento de primer orden estaba ahora en el fondo del mar en vez de llegar a manos de los Voluntarios que se habían hecho matar en la semana que duraron los combates en las calles de Dublín.
No había errado pensando que era una equivocación alzarse en armas sin una acción militar alemana simultánea, pero no se alegraba por ello. Hubiera preferido equivocarse. Y haber estado allí, con esos insensatos, el centenar de Voluntarios que en la madrugada del 24 de abril capturaron la Oficina de Correos de Sackville Street, o con los que intentaron tomar por asalto el Dublin Castle, o con los que quisieron volar con explosivos el Magazine Fort, en Phoenix Park. Mil veces preferible morir como ellos, con las armas en la mano —una muerte heroica, noble, romántica—, antes que en la indignidad del patíbulo, como los asesinos y los violadores. Por imposible e irreal que hubiera sido el designio de los Voluntarios, el Irish Republican Brotherhood y el Ejército del Pueblo, debió ser hermoso y exaltante —sin duda todos los que estuvieron allí lloraron y sintieron su corazón tronando— oír a Patrick Pearse leyendo el manifiesto que proclamaba la República. Aunque sólo por un brevísimo paréntesis de siete días, el «sueño del celta» se hizo realidad: Irlanda, emancipada del ocupante británico, fue una nación independiente.
—A él no le gustaba que yo hiciera este oficio —volvió a sobresaltarlo la voz acongojada del
sheriff
—. Se avergonzaba de que la gente del barrio, de la sastrería, supiera que su padre era un empleado de prisiones. La gente supone que, por codearnos día y noche con delincuentes, los guardianes nos contagiamos y nos volvemos también sujetos fuera de la ley. ¿Se ha visto cosa más in justa? Como si alguien no tuviera que hacer este trabajo para bien de la sociedad. Yo le ponía el ejemplo de Mr.
John
Ellis, el verdugo. Es también peluquero en su pueblo, Rochdale, y allí nadie habla mal de él. Por el contra rio, todos los vecinos le tienen la mayor consideración. Hacen cola para que los atienda en su barbería. Estoy se guro que mi hijo no hubiera permitido que nadie hablara mal de mí delante de él. No sólo me tenía mucho respeto. Yo sé que me quería.
Otra vez Roger oyó aquel gemido apagado y sintió moverse el camastro con el temblor del carcelero. ¿Le hacía bien al
sheriff
desahogarse de este modo o aumentaba su dolor? Su monólogo era un cuchillo escarbando una herida. No sabía qué actitud tomar: ¿hablarle? ¿Tratar de consolarlo? ¿Escucharlo en silencio?
—Nunca dejó de regalarme algo el día de mi cumpleaños —añadió el
sheriff
—. El primer salario que recibió en la sastrería me lo entregó íntegro. Debí insistir para que se quedara con el dinero. ¿Qué muchacho de hoy muestra tanto respeto por su padre?
El
sheriff
volvió a hundirse en el silencio y en la in movilidad. No eran muchas las cosas que Roger Casement había llegado a saber del Alzamiento: la toma de Correos, los fracasados asaltos al Dublin Castle y el Magazine Fort, en Phoenix Park. Y los fusilamientos sumarios de los principales dirigentes, entre ellos el de su amigo Sean McDermott, uno de los primeros irlandeses contemporáneos en haber escrito prosa y poesía en gaélico. ¿A cuántos más habrían fusilado? ¿Los habrían ejecutado en las mismas mazmorras de Kilmainham Gaol? ¿O los habían llevado a Richmond Barracks? Alice le dijo que a James Connolly, el gran organizador de los gremios, tan malherido que no podía tenerse en pie, lo habían enfrentado al pelotón de fusilamiento sentado en una silla. ¡Bárbaros! Los datos fragmentados del Alzamiento que había conocido Roger por sus interrogadores, el jefe de Scotland Yard, Basil Thomson y el capitán de navío Reginald Hall, del Ser vicio de Inteligencia del Almirantazgo, por su abogado George Gavan Duffy, por su hermana Nina y Alice Stop ford Green, no le daban una idea clara de lo ocurrido, sólo de un gran desorden con sangre, bombas, incendios y disparos. Sus interrogadores le iban refiriendo las noticias que llegaban a Londres cuando aún se combatía en las calles de Dublín y el Ejército británico sofocaba los últimos reductos rebeldes. Anécdotas fugaces, frases sueltas, hilachas que trataba de situar en su contexto usando su fantasía y su intuición. Por las preguntas de Thomson y Hall durante aquellos interrogatorios descubrió que el Gobierno inglés sospechaba que él había llegado de Alemania para encabezar la insurrección. ¡Así se escribía la Historia! El, que vino a tratar de atajar el Alzamiento, convertido en su líder por obra del despiste británico. El Gobierno le atribuía desde hacía tiempo una influencia entre los independentistas que estaba lejos de la realidad. Quizás eso explicaba las campañas de denigración de la prensa inglesa, cuando él estaba en Berlín, acusándolo de vender se al Káiser, de ser un mercenario además de un traidor, y, en estos días, las vilezas que le atribuían los diarios londinenses. ¡Una campaña para hundir en la ignominia a un líder supremo que nunca fue ni quiso ser! Eso era la historia, una rama de la fabulación que pretendía ser ciencia.
—Una vez le vinieron las fiebres y el médico de la enfermería dijo que se iba a morir —retomó su monólogo el
sheriff
—. Pero entre Mrs. Cubert, la mujer que lo amamantaba, y yo, lo cuidamos, lo abrigamos y con cariño y paciencia le salvamos la vida. Me pasé muchas noches en vela haciéndole frotaciones en todo el cuerpo con alcohol alcanforado. Le sentaba bien. Partía el alma verlo tan pequeñito, tiritando de frío. Espero que no haya sufrido. Quiero decir, allá, en las trincheras, en ese sitio, Loos. Que su muerte haya sido rápida, sin darse cuenta. Que Dios no haya sido tan cruel de infligirle una larga agonía, dejando que se desangrara a pocos o se asfixiara con los gases de mostaza. El siempre asistió al oficio dominical y cumplió con sus obligaciones de cristiano.
—¿Cómo se llamaba su hijo,
sheriff
? —preguntó Roger Casement.
Le pareció que en las sombras el carcelero daba de nuevo una especie de respingo, como si acabara de descubrir otra vez que él estaba allí.