El sueño del celta (37 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Pero inmediatamente después de hacer estas afirmaciones lúgubres, soltaba una broma o contaba una anécdota que parecían desmentirlas. A Roger le gustaba conversar con el doctor Dickey, aunque, a la vez, lo deprimía un poco. El
Boniface
llegó a Pará el 10 de septiembre a mediodía. Todo el tiempo que estuvo como cónsul, se había sentido frustrado y asfixiado. Sin embargo, varios días antes de llegar a este puerto experimentó oleadas de deseo recordando la Praga do Palácio. Solía ir allí en las noches a levantarse a alguno de esos muchachos que se paseaban buscando clientes o aventuras entre los árboles con pantaloncitos muy ajustados, luciendo el culo y los testículos.

Se alojó en el Hotel do Comércio, sintiendo que renacía en su cuerpo la antigua fiebre que se apoderaba de él al emprender esos recorridos en aquella
praça
. Recordaba —¿o los inventaba?— algunos nombres de esos encuentros que por lo general terminaban en un hotelito de mala muerte de las inmediaciones o, a veces, en algún rincón oscuro en el césped del parque. Anticipaba esos entreveros veloces y sobresaltados sintiendo que su corazón se desbocaba. Pero esta noche estuvo también de malas, porque ni Marco, ni Olympio, ni Bebé (¿se llamaban así?) aparecieron, y, más bien, estuvo a punto de ser atracado por dos vagos en harapos, casi niños. Uno de ellos intentó meterle la mano al bolsillo en pos de una cartera que no llevaba, mientras el otro le preguntaba por una dirección. Se libró de ellos dándole a uno un empellón que lo hizo rodar por el suelo. Al ver su actitud decidida, ambos se echaron a correr. Regresó al hotel enfurecido. Se calmó escribiendo en su diario: «Praça do Palácio: uno gordo y durísimo. Sin respiración. Gotas de sangre en calzoncillo. Dolor placentero».

A la mañana siguiente visitó al cónsul inglés y a algunos europeos y brasileños conocidos de su estancia anterior en Pará. Sus averiguaciones fueron útiles. Localizó por lo menos a dos fugitivos del Putumayo. El cónsul y el jefe de la Policía local le aseguraron que José Inocente Fonseca y Alfredo Montt, luego de pasar un tiempo en una plantación a orillas del río Yavarí, estaban ahora instalados en Manaos, donde la Casa Arana les había conseguido trabajo en el puerto como controladores de aduanas. Roger telegrafió de inmediato al Foreign Office que pi diera a las autoridades brasileñas una orden de arresto contra ese par de criminales. Y tres días más tarde la Cancillería británica le respondió que Petrópolis veía de manera favorable esa solicitud. Ordenaría de inmediato a la policía de Manaos que detuviera a Montt y Fonseca. Pero no serían extraditados sino juzgados en el Brasil.

Su segunda y tercera noche en Pará fueron más fructíferas que la primera. Al anochecer del segundo día, un muchacho descalzo que vendía flores se ofreció prácticamente a él cuando Roger lo sondeaba preguntándole el precio del ramo de rosas que tenía en la mano. Fueron a un pequeño descampado, donde, en las sombras, Roger escuchó jadeos de parejas. Esos encuentros callejeros, en condiciones precarias siempre llenas de riesgos, le infundían sentimientos contradictorios: excitación y asco. El vendedor de flores olía a axilas, pero su aliento espeso y el calor de su cuerpo y la fuerza de su abrazo lo caldearon y llevaron muy pronto al clímax. Al entrar al Hotel do Comércio, advirtió que tenía el pantalón lleno de tierra y manchas y que el recepcionista lo miraba desconcertado. «Me asaltaron», le explicó.

A la noche siguiente, en la Praga do Palácio tuvo un nuevo encuentro, esta vez con un joven que le pidió una limosna. Lo invitó a pasear y en un quiosco bebieron una copa de ron. Joao lo llevó a una cabaña de latas y este ras en una barriada miserable. Mientras se desnudaban y hacían el amor a oscuras sobre un petate de fibras tendido en el suelo de tierra, oyendo ladrar a unos perros, Roger estuvo seguro de que en cualquier momento sentiría en su cabeza el filo de un cuchillo o el golpe de un garrote. Estaba preparado: en estos casos no sacaba nunca mucho dinero ni su reloj ni su lapicera de plata, apenas un puñado de billetes y monedas para dejarse robar algo y así aplacar a los ladrones. Pero nada le ocurrió. Joao lo acompañó de vuelta hasta las cercanías del hotel y se des pidió de él mordiéndole la boca con una gran risotada. Al día siguiente, Roger descubrió que Joao o el vendedor de flores le habían pegado ladillas. Tuvo que ir a una farmacia a comprar calomel, quehacer siempre desagradable: el boticario —peor si se trataba de una boticaria— solía clavarle la vista de una manera que lo avergonzaba y, a veces, le lanzaba una sonrisita cómplice que, además de confundirlo, lo enfurecía.

La mejor, pero también la peor experiencia en los doce días que estuvo en Pará, fue la visita a los esposos Da Matta. Eran los mejores amigos que había hecho durante su estancia en la ciudad: Junio, ingeniero de caminos, y su esposa, Irene, pintora de acuarelas. Jóvenes, guapos, ale gres, campechanos, exhalaban amor a la vida. Tenían una niña preciosa, María, de grandes ojos risueños. Roger los conoció en alguna reunión social o en un acto oficial, por que Junio trabajaba para el Departamento de Obras Públicas del gobierno local. Se veían con frecuencia, hacían paseos por el río, iban al cine y al teatro. Recibieron a su antiguo amigo con los brazos abiertos. Lo llevaron a cenar a un restaurante de comida bahiana, muy picante, y la pequeña María, que tenía ya cinco años, bailó y cantó para él haciendo morisquetas.

Esa noche, en el largo desvelo en su cama del Hotel do Comércio, Roger cayó en una de esas depresiones que lo habían acompañado casi toda su vida, sobre todo luego de un día o una racha de encuentros sexuales callejeros. Lo entristecía saber que nunca tendría un hogar como el de los Da Matta, que su vida sería cada vez más solitaria a medida que envejeciera. Pagaba caros esos minutos de placer mercenario. Se moriría sin haber saborea do esa intimidad cálida, una esposa con quien comentar las ocurrencias del día y planear el futuro —viajes, vacaciones, sueños—, sin hijos que prolongaran su nombre y su recuerdo cuando se fuera de este mundo. Su vejez, si llegaba a tenerla, sería la de los animales sin dueño. E igual de miserable, pues, aunque ganaba un salario decente desde que era diplomático, nunca había podido ahorrar por la cantidad de donaciones y ayudas que daba a las entidades humanitarias que luchaban contra la esclavitud, por los derechos a la supervivencia de los pueblos y culturas primitivas, y, ahora, a las organizaciones que defendían el gaélico y las tradiciones de Irlanda.

Pero, aún más que todo eso, lo amargaba pensar que moriría sin haber conocido el verdadero amor, un amor compartido, como el de Junio e Irene, esa complicidad e inteligencia silenciosa que se adivinaba entre ellos, la ternura con que se cogían de la mano o intercambiaban sonrisas viendo los aspavientos de la pequeña María. Como siempre en estas crisis, se desveló muchas horas y, cuan do por fin pescaba el sueño, presintió delineándose en las sombras de su cuarto la lánguida figura de su madre.

El 22 de septiembre Roger, Omarino y Arédomi partieron de Pará rumbo a Manaos en el vapor
Hilda
de la Booth Line, un barco feo y calamitoso. Los seis días que navegaron en él hasta Manaos fueron un suplicio para Roger, por la estrechez de su camarote, la suciedad que reinaba por doquier, la execrable comida y las nubes de mosquitos que atacaban a los viajeros desde el atardecer hasta el alba.

Apenas desembarcaron en Manaos, Roger volvió a la caza de los fugitivos del Putumayo. Acompañado del cónsul inglés, fue a ver al gobernador, el señor Dos Reis, quien le confirmó que, en efecto, había llegado una orden del Gobierno central de Petrópolis para que se detuviera a Montt y a Fonseca. ¿Y por qué no los había detenido la policía todavía? El gobernador le dio una razón que le pareció estúpida o un simple pretexto: esperaban que él llegara a la ciudad. ¿Podían hacerlo de inmediato, antes que los dos pájaros volaran? Lo harían hoy mismo.

El cónsul y Casement, con la orden de arresto venida de Petrópolis, tuvieron que hacer dos viajes de ida y vuelta entre la Gobernación y la policía. Finalmente, el jefe de Policía envió a dos agentes a detener a Montt y a Fonseca en la aduana del puerto.

A la mañana siguiente, el cariacontecido cónsul inglés vino a anunciar a Roger que el intento de detención había tenido un desenlace grotesco, de sainete. Se lo acababa de comunicar el jefe de la Policía, pidiéndole toda clase de disculpas y haciendo propósito de enmienda. Los dos policías enviados a capturar a Montt y Fonseca los conocían y, antes de llevarlos a la comisaría, se fueron a tomar unas cervezas con ellos. Se habían pegado una gran borrachera, en el curso de la cual los delincuentes se fugaron. Como no se podía descartar que hubieran recibido dinero para dejarlos escapar, los policías en cuestión estaban presos. Si se comprobaba la corrupción, serían severamente sancionados. «Lo siento, sir Roger —le dijo el cónsul—, pero, aunque no se lo dije, me esperaba algo de eso. Usted, que ha sido diplomático en el Brasil, lo sabe de sobra. Aquí es normal que pasen cosas así».

Roger se sintió tan mal que el disgusto aumentó su desazón física. Permaneció en cama la mayor parte del tiempo, con fiebre y dolores musculares, mientras esperaba la partida del barco a Iquitos. Una tarde, en que luchaba contra la sensación de impotencia que lo vencía, fantaseó así en su diario: «Tres amantes en una noche, dos marineros entre ellos. ¡Me lo hicieron seis veces! Llegué al hotel caminando con las piernas abiertas como una parturienta». En medio de su mal humor, la enormidad que había escrito le provocó un ataque de risa. El, tan educado y pulido con su vocabulario ante la gente, sentía siempre, en la intimidad de su diario, una invencible necesidad de escribir obscenidades. Por razones que no comprendía, la coprolalia le hacía bien.

El
Hilda
continuó viaje el 3 de octubre y, después de una travesía accidentada, con lluvias diluviales y el encuentro con una pequeña palizada, llegó a Iquitos al amanecer del 6 de octubre de 1911. Allí estaba en el puerto, esperándolo, sombrero en mano, Mr. Stirs. Su reempla zante, George Michell y su esposa, llegarían pronto. El cónsul estaba buscándoles una casa. Esta vez Roger no se alojó en su residencia sino en el Hotel Amazonas, cerca de la Plaza de Armas, en tanto que Mr. Stirs se llevaba consigo, temporalmente, a Omarino y Arédomi. Ambos jóvenes habían decidido quedarse en la ciudad trabajando como empleados domésticos, en vez de regresar al Putumayo. Mr. Stirs prometió ocuparse de encontrarles alguna familia que quisiera emplearlos y los tratara bien.

Como Roger se temía, dados los antecedentes de Brasil, aquí tampoco las noticias eran alentadoras. Mr. Stirs no sabía cuántos detenidos había entre los dirigentes de la Casa Arana de la larga lista de 237 presuntos culpables que el juez doctor Carlos A. Valcárcel había mandado arrestar luego de recibir el informe de Rómulo Paredes sobre su expedición al Putumayo. No había podido averiguarlo porque reinaba un extraño silencio sobre el asunto en Iquitos, así como sobre el paradero del juez Valcárcel. Este, desde hacía varias semanas, era inencontrable. El gerente general de la Peruvian Amazon Company, Pablo Zumaeta, que figura ba en aquella lista, andaba escondido en apariencia, pero Mr. Stirs aseguró a Roger que su escondite era una farsa, porque el cuñado de Arana y su esposa Petronila se lucían en los restaurantes y fiestas locales sin que nadie los molestara.

Más tarde, Roger recordaría estas ocho semanas que pasó en Iquitos como un lento naufragio, un irse hundiendo insensiblemente en un piélago de intrigas, falsos rumores, mentiras flagrantes o esquinadas, contradicciones, un mundo donde nadie decía la verdad, porque ésta traía enemistades y problemas o, con más frecuencia, por que las gentes vivían dentro de un sistema en el que ya era prácticamente imposible distinguir lo falso de lo cierto, la realidad del embauco. El había conocido, desde sus años en el Congo, esa sensación desesperante de haber caído en unas arenas movedizas, un suelo fangoso que se lo iba tragando y donde sus esfuerzos sólo servían para hundirlo más en esa materia viscosa que terminaría por englutirlo. ¡Debía salir de aquí cuanto antes!

Al día siguiente de llegar fue a visitar al prefecto de Iquitos. Había uno nuevo, otra vez. El señor Adolfo Gamarra —bigotes recios, barriguita abultada, puro humean te, manos nerviosas y húmedas— lo recibió en su despacho con abrazos y felicitaciones:

—Gracias a usted —le dijo, abriendo los brazos de manera teatral y palmeándolo—, se ha descubierto una monstruosa injusticia social en el corazón de la Amazonia. El Gobierno y el pueblo peruano le están reconocidos, señor Casement.

Inmediatamente después añadió que el informe que, para satisfacer los requerimientos del Gobierno inglés, había hecho por encargo del Gobierno peruano el juez Carlos A. Valcárcel, era «formidable» y «devastador». Constaba de cerca de tres mil páginas y confirmaba todas las acusaciones que Inglaterra había transmitido al presiden te Augusto B. Leguía.

Pero, cuando Roger le preguntó si podía tener una copia del informe, el prefecto le repuso que se trataba de un documento de Estado y que estaba fuera de su jurisdicción autorizar que lo leyera un extranjero. El señor cónsul debía presentar una solicitud en Lima al Supremo Gobierno, a través de la Cancillería, y sin duda obtendría el permiso. Cuando Roger le preguntó qué podía hacer para entrevistarse con el juez Carlos A. Valcárcel, el prefecto se puso muy serio y recitó de corrido:

—No tengo la menor idea del paradero del doctor Valcárcel. Su misión ha terminado y entiendo que ha abandonado el país.

Roger salió de la Prefectura completamente aturdido. ¿Qué era lo que ocurría, en verdad? Este sujeto sólo le había dicho mentiras. Esa misma tarde fue al local del diario
El Oriente
, a hablar con su director, el doctor Rómulo Paredes. Se encontró con un cincuentón muy moreno, en mangas de camisa, cubierto de sudor, vacilante y presa del pánico. Pintaba algunas canas. Apenas Roger comenzó a hablar, lo hizo callar con un gesto perentorio que parecía decir: «Cuidado, las paredes oyen». Lo cogió del brazo y lo llevó a un barcito de la esquina llamado La Chipirona. Lo hizo sentar en una mesita apartada.

—Le ruego que me disculpe, señor cónsul —le dijo, mirando todo el tiempo a su alrededor con recelo—. No puedo ni debo decirle gran cosa. Estoy en una situación muy comprometida. Que la gente me vea con usted representa para mí un gran riesgo.

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