—Se llamaba Alex Stacey —dijo por fin—. Como mi padre. Y como yo.
—Me alegra saberlo —dijo Roger Casement—. Cuando uno conoce sus nombres se imagina mejor a las personas. Las siente, aunque no las conozca. Alex Stacey es un nombre que suena bien. Da la idea de una buena persona.
—Educado y servicial —murmuró el
sheriff
—. Un poco tímido, tal vez. Sobre todo con las mujeres. Yo lo había observado, desde niño. Con los varones se sentía cómodo, se desenvolvía sin dificultad. Pero con las mujeres se intimidaba. No se atrevía a mirarlas a los ojos. Y, si ellas le dirigían la palabra, comenzaba a balbucear. Por eso, estoy seguro que Alex murió virgen.
El
sheriff
volvió a callar, a sumirse en sus pensamientos y en la total inmovilidad. ¡Pobre muchacho! Si era cierto lo que su padre decía, Alex Stacey había muerto sin haber conocido el calor de una mujer. Calor de madre, calor de esposa, calor de amante. Roger, al menos, había conocido, aunque por poco tiempo, la felicidad de una madre bella, tierna, delicada. Suspiró. Había pasado algún tiempo sin que pensara en ella, algo que antes jamás le ocurrió. Si existía un más allá, si las almas de los muertos observaban desde la eternidad la vida pasajera de los vivos, era seguro que Anne Jephson habría estado pendiente de él todo este tiempo, siguiéndole los pasos, sufriendo y angustiándose con los percances que tuvo en Alemania, compartiendo sus decepciones, contrariedades y esa sensación atroz de haberse equivocado, de —en su ingenuo idealismo, en esa propensión romántica de la que se burlaba tanto Herbert Ward— haber idealizado demasiado al Káiser y a los alemanes, de haber creído que iban a hacer suya la causa irlandesa y convertirse en unos leales y entusiastas aliados de sus sueños independentistas.
Sí, era seguro que su madre había compartido con él, en esos cinco días indecibles, sus dolores, vómitos, mareos y retortijones en el interior del submarino U-19 que los trasladaba a él, a Monteith y a Bailey del puerto alemán de Heligoland a las costas de Kerry, Irlanda. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan mal, en su físico y en su ánimo. Su estómago no resistía alimento alguno, salvo sorbitos de café caliente y pequeños bocados de pan. El capitán del U-19, Kapitánleutnant Raimund Weissbach, le hizo tomar un traguito de aguardiente que, en vez de quitarle el mareo, lo hizo vomitar hiel. Cuando el submarino navegaba en la superficie, a unas doce millas por hora, era cuando más se movía y cuando los mareos le causaban más estragos. Cuando se sumergía, se movía menos, pero su velocidad disminuía. Ni frazadas ni abrigos atenuaban el frío que le corroía los huesos. Ni esa permanente sensación de claustrofobia que había sido como una anticipación de la que sentiría luego, en la prisión de Brixton, en la Torre de Londres o en Pentonville Prison.
Sin duda por los mareos y el horrible malestar durante el viaje en el U-19, olvidó en uno de sus bolsillos el boleto de tren de Berlín al puerto alemán de Wilhelmshaven. Los policías que lo detuvieron en McKenna's Fort lo descubrieron al registrarlo en la comisaría de Tralee. El boleto de tren sería mostrado en su juicio por el fiscal como una de las pruebas de que había venido a Irlanda desde Alemania, el país enemigo. Pero todavía peor fue que, en otro de sus bolsillos, los policías de la Royal Irish Constabulary hallaran el papel con el código secreto que le dio el Almirantazgo alemán para que, en caso de emergencia, se comunicara con los mandos militares del Káiser. ¿Cómo era posible que no hubiera destruido un documento tan comprometedor antes de abandonar el U-19 y saltar al bote que los llevaría a la playa? Era una pregunta que supuraba en su conciencia como una herida infectada. Y, sin embargo, Roger recordaba con nitidez que, antes de despedirse del capitán y la tripulación del submarino U-19, por la insistencia del capitán Robert Monteith, él y el sargento Daniel Bailey habían vuelto a registrarse los bolsillos una última vez a fin de destruir cualquier objeto o documento comprometedor sobre su identidad y procedencia. ¿Cómo pudo descuidarse al extremo de que el boleto de tren y el código secreto se le pasaran? Recordó la sonrisa de satisfacción con que el fiscal exhibió aquel código secreto durante el juicio. ¿Qué perjuicios habría causado a Alemania esa información en manos de la inteligencia británica?
Lo que explicaba aquellas gravísimas distracciones era, sin duda, su calamitoso estado físico y psicológico, destrozado por los mareos, el deterioro de su salud en los últimos meses en Alemania y, sobre todo, las preocupaciones y angustias que los acontecimientos políticos —des de el fracaso de la Brigada Irlandesa hasta haberse entera do de que los Voluntarios y el IRB habían decidido el Alzamiento militar para la Semana Santa aun cuando no hubiera una simultánea acción militar alemana— afecta ron su lucidez, su equilibrio mental, haciéndole perder reflejos, capacidad de concentración y serenidad. ¿Eran los primeros síntomas de locura? Ya le había ocurrido antes, en el Congo y en la selva amazónica, ante el espectáculo de las mutilaciones y demás torturas y atrocidades sin cuento a que eran sometidos los indígenas por los caucheros. En tres o cuatro ocasiones había sentido que lo abandonaban las fuerzas, que lo dominaba una sensación de impotencia frente a la desmesura del mal que advertía a su alrededor, ese cerco de crueldad e ignominia tan extendido, tan avasallador que parecía quimérico enfrentarse a él y tratar de derribarlo. Quien siente una desmoralización tan profunda puede cometer distracciones tan graves como las que él cometió. Estas excusas lo aliviaban unos instan tes; luego, las rechazaba y el sentimiento de culpa y el remordimiento eran peores.
—He pensado en quitarme la vida —lo hizo sobresaltar de nuevo la voz del
sheriff
—. Alex era mi única razón para seguir viviendo. No tengo más parientes. Tampoco amigos. Conocidos, apenas. Mi vida era mi hijo. ¿Para qué seguir en este mundo sin él?
—Conozco ese sentimiento,
sheriff
—murmuró Roger Casement—. Y, sin embargo, pese a todo, la vida tiene también cosas hermosas. Ya encontrará usted otros alicientes. Todavía es un hombre joven.
—Tengo cuarenta y siete años, aunque parezca mucho más viejo —contestó el carcelero—. Si no me he matado, es por la religión. Ella lo prohíbe. Pero no está excluido que lo haga. Si no consigo vencer esta tristeza, esta sensación de vacío, de que ahora ya nada importa, lo haré. Un hombre debe vivir mientras sienta que la vida vale la pena. Si no, no.
Hablaba sin dramatismo, con tranquila seguridad. Volvió a permanecer quieto y callado. Roger Casement trató de escuchar. Le pareció que de alguna parte del exterior llegaban reminiscencias de una canción, acaso de un coro. Pero el rumor era tan apagado y tan remoto que no alcanzó a descifrar las palabras ni la tonada.
¿Por qué los líderes del Alzamiento habían querido evitar que viniera a Irlanda y pidieron a las autoridades alemanas que permaneciera en Berlín con el ridículo título de «embajador» de las organizaciones nacionalistas irlandesas? El había visto las cartas, leído y releído las frases que le concernían. Según el capitán Monteith, porque los dirigen tes de los Voluntarios y el IRB sabían que Roger era opuesto a una rebelión sin una ofensiva alemana de envergadura que paralizara al Ejército y a la Royal Navy británicos. ¿Por qué no se lo habían dicho a él, directamente? ¿Por qué hacerle llegar esa decisión a través de las autoridades alemanas? Desconfiaban, tal vez. ¿Creían que ya no era de fiar? Acaso habían dado crédito a esos chismes estúpidos y descabellados que hizo circular el Gobierno inglés acusándolo de ser un espía británico. El no se había preocupado lo más mínimo con esas calumnias, siempre supuso que sus amigos y compañeros comprenderían que se trataba de operaciones de intoxicación de los servicios secretos británicos para sembrar las sospechas y la división entre los nacionalistas. Acaso alguno, algunos de sus compañeros se habían dejado engañar por esas tretas del colonizador. Bueno, ahora ya se habrían convencido de que Roger Casement seguía siendo un luchador fiel a la causa de la independencia de Irlanda.
¿Quienes dudaron de su lealtad serían algunos de los fusila dos en Kilmainham Gaol? ¿Qué le importaba ahora la comprensión de los muertos?
Sintió que el carcelero se ponía de pie y se alejaba hacia la puerta de la celda. Oyó sus pasos apagados y re molones, como si arrastrara los pies. Al llegar a la puerta, le oyó decir:
—Esto que he hecho está mal. Una violación del reglamento. Nadie debe dirigirle a usted la palabra, y yo, el
sheriff
, menos que nadie. Vine porque no podía más. Si no hablaba con alguien me iba a reventar la cabeza o el corazón.
—Me alegro que viniera,
sheriff
—susurró Casement—. En mi situación, hablar con alguien es un gran alivio. Lo único que siento es no haber podido consolarlo por la muerte de su hijo.
El carcelero gruñó algo que podía ser una despedida. Abrió la puerta de la celda y salió. Desde afuera volvió a cerrarla echando llave. La oscuridad era de nuevo total. Roger se ladeó, cerró los ojos y trató de dormir, pero sabía que el sueño no vendría tampoco esta noche y que las horas que faltaban para el amanecer serían lentísimas, una interminable espera.
Recordó la frase del carcelero: «Estoy seguro que Alex murió virgen». Pobre muchacho. Llegar a los diecinueve o veinte años sin haber conocido el placer, aquel desmayo afiebrado, aquella suspensión de lo circundante, esa sensación de eternidad instantánea que duraba apenas el tiempo de eyacular y, sin embargo, tan intensa, tan pro funda que arrebataba todas las fibras de su cuerpo y hacía participar y animarse hasta el último resquicio del alma. El hubiera podido morir virgen también, si, en vez de partir al África al cumplir veinte años, se hubiera quedado en Liverpool trabajando para la Eider Dempster Line. Su timidez con las mujeres había sido la misma —acaso peor— que la del joven de pies planos Alex Stacey. Recordó las bromas de sus primas, y, sobre todo, de Gertrude, la querida Gee, cuando querían hacerlo ruborizar. Bastaba que le hablaran de chicas, que le dijeran por ejemplo: «¿Has visto cómo te mira Dorothy?». «¿Te has dado cuenta que Malina siempre se las arregla para sentarse a tu lado en los picnics?». «Le gustas, primo». «¿Te gusta ella a ti también?». ¡La incomodidad que le producían estas chanzas! Perdía la desenvoltura y empezaba a balbucear, a tartamudear, a decir tonterías, hasta que Gee y sus amigas, muertas de risa, lo tranquilizaban: «Era una broma, no te pongas así».
Sin embargo, desde muy joven había tenido un aguzado sentido estético, sabido apreciar la belleza de los cuerpos y las caras, contemplando con delectación y alegría una silueta armoniosa, unos ojos vivaces y picaros, una cintura delicada, unos músculos que denotaran la fortaleza inconsciente que exhibían los animales predadores en libertad. ¿Cuándo tomó conciencia de que la belleza que lo exaltaba más, añadiendo un aderezo de inquietud y alarma, la impresión de cometer una transgresión, no era la de las mu chachas sino la de los muchachos? En África. Antes de pisar el continente Africano, su educación puritana, las costumbres rígidamente tradicionales y conservadoras de sus parientes paternos y matemos, habían reprimido en embrión cualquier amago de excitación de esa índole, fiel a un medio en el que la sola sospecha de atracción sexual entre personas del mismo sexo era considerada una aberración abomina ble, justamente condenada por la ley y la religión como un delito y un pecado sin justificación ni atenuantes. En Magherintemple, Antrim, en la casa del tío abuelo
John
, en Liverpool, donde sus tíos y primas, la fotografía había sido el pretexto que le permitió gozar —sólo con los ojos y la mente— de esos cuerpos masculinos esbeltos y hermosos por los que se sentía atraído, engañándose a sí mismo con la excusa de que aquella atracción era sólo estética.
El África, aquel continente atroz pero hermosísimo, de enormes sufrimientos, era también tierra de libertad, donde los seres humanos podían ser maltratados de manera inicua pero, asimismo, manifestar sus pasiones, fantasías, deseos, instintos y sueños, sin las bridas y pre juicios que en Gran Bretaña ahogaban el placer. Recordó aquella tarde de calor sofocante y sol cenital, en Boma, cuando ésta ni siquiera era una aldea sino un asentamiento minúsculo. Asfixiado y sintiendo que su cuerpo echaba llamas había ido a bañarse a aquel arroyo de las afueras que, poco antes de precipitarse en las aguas del río Congo, formaba pequeñas lagunas entre las rocas, con cascadas murmurantes, en un paraje de altísimos mangos, cocote ros, baobabs y helechos gigantes. Había dos bakongos jóvenes bañándose, desnudos como él. Aunque no hablaban inglés, contestaron su saludo con sonrisas. Parecían jugando entre ellos, pero, al poco tiempo, Roger advirtió que estaban pescando con sus manos desnudas. Su excitación y sus carcajadas se debían a la dificultad que tenían para su jetar a los escurridizos pececillos que se les escapaban de los dedos. Uno de los dos muchachos era muy bello. Tenía un cuerpo largo y azulado, armonioso, ojos profundos y de luz vivísima y se movía en el agua como un pez. Con sus movimientos trasparecían, brillando por las gotitas de agua adheridas a su piel, los músculos de sus brazos, de su espalda, de sus muslos. En su cara oscura, con tatuajes geométricos, de miradas chispeantes, asomaban sus dientes, muy blancos. Cuando por fin atraparon un pez, con gran bullicio, el otro salió del arroyo, a la orilla, donde, le pareció a Roger, comenzaba a cortarlo y limpiarlo y a preparar una fogata. El que había quedado en el agua lo miró a los ojos y le sonrió. Roger, sintiendo una especie de fiebre, nadó hacia él, sonriéndole también. Cuando llegó a su lado no supo qué hacer. Sentía vergüenza, incomodidad, y, a la vez, una felicidad sin límites.
—Lástima que no me entiendas —se oyó decir, a media voz—. Me hubiera gustado tomarte fotos. Que conversáramos. Que nos hiciéramos amigos.
Y, entonces, sintió que el muchacho, impulsándose con los pies y los brazos, cortaba la distancia que los sepa raba. Ahora estaba tan cerca de él que casi se tocaban. Y, en eso, Roger sintió las manos ajenas buscándole el vientre, tocándole y acariciándole el sexo que hacía rato tenía en hiesto. En la oscuridad de su celda, suspiró, con deseo y angustia. Cerrando los ojos, trató de resucitar aquella escena de hacía tantos años: la sorpresa, la excitación indescriptible, que, sin embargo, no atenuaba su recelo y temor, y su cuerpo, abrazando el del muchacho cuya verga tiesa sintió también frotándose contra sus piernas y su vientre.