Al tercer día de estar en la ciudad de Las Palmas salió, después de cenar, a dar un paseo por los alrededores del puerto, un barrio lleno de tabernas, bares y hotelitos prostibularios. En el parque Santa Catalina, vecino a la playa Las Canteras, luego de explorar el ambiente, se acercó a dos jóvenes con aire de marineros a pedirles fuego. Conversó con ellos un momento. Su imperfecto español, que mezclaba con el portugués, provocaba la hilaridad de los mu chachos. Les propuso ir a tomar una copa, pero uno de ellos tenía una cita de modo que se quedó con Miguel, el más joven, un moreno de cabellos ensortijados recién salido de la adolescencia. Fueron a un bar estrecho y humoso llama do Almirante Colón, donde cantaba una mujer entrada en años, acompañada por un guitarrista. Después del segundo trago, Roger, amparado en la semioscuridad del recinto, alargó una mano y la posó sobre la pierna de Miguel. Este sonrió, asintiendo. Envalentonado, Roger corrió un poco más la mano hacia la bragueta. Sintió el sexo del muchacho y una oleada de deseo lo recorrió de pies a cabeza. Hacía muchos meses —«¿cuántos?», pensó, «¿tres, seis?»— que era un hombre sin sexo, sin deseos ni fantasías. Le pareció que con la excitación regresaban a sus venas la juventud y el amor a la vida. «¿Podemos ir a un hotel?», le preguntó. Miguel sonrió, sin asentir ni negar, pero no hizo el menor intento de levantarse. Más bien, pidió otra copa del vino fuerte y picante que les habían servido. Cuando la mujer terminó de cantar, Roger pidió la cuenta. Pagó y salieron. «¿Podemos ir a un hotel?», volvió a preguntarle en la calle, ansioso. El muchacho parecía indeciso, o, tal vez, demoraba en responder para hacerse de rogar y aumentar la recompensa que obtendría por sus servicios. En eso, Roger sintió una cuchillada en la cadera que lo hizo encogerse y apoyar se en la baranda de una ventana. Esta vez el dolor no le vino a pocos, como otras veces, sino de golpe y más fuerte que de costumbre. Como una cuchillada, sí. Debió sentarse en el suelo, doblado en dos. Asustado, Miguel se alejó a paso vivo, sin preguntarle qué le ocurría ni decirle adiós. Roger permaneció mucho rato así, encogido, con los ojos cerrados, esperando que amainara ese hierro al rojo vivo que se encarnizaba con su espalda. Cuando pudo ponerse de pie, tuvo que caminar varias cuadras, muy despacio, arrastrando los pies, hasta encontrar un coche que lo llevara al hotel. Sólo al amanecer cedieron los dolores y pudo dormir. En el sueño, agitado y con pesadillas, sufría y gozaba a orillas de un precipicio al que todo el tiempo estaba a punto de rodar.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, abrió su diario y, escribiendo despacio y con letra apretada, hizo el amor con Miguel, varias veces, primero en la oscuridad del parque Santa Catalina oyendo el murmullo del mar, y, luego, en el cuarto pestilente de un hotelito desde el que se oían ulular las sirenas de los barcos. El muchacho moreno cabalgaba sobre él, burlándose, «eres un viejo, eso es lo que eres, un viejo viejísimo», y dándole unos manotazos en las nalgas que lo hacían gemir, acaso de dolor, acaso de placer.
Ni el resto del mes que pasó en las Canarias, ni durante el viaje al África del Sur, ni las semanas que estuvo en Cape Town y en Durban con su hermano Tom y su cuñada Katje, volvió a intentar otra aventura sexual, paralizado por el temor de volver a vivir, por culpa de la artritis, una situación tan ridícula como la que, en el parque Santa Catalina de Las Palmas, frustró su encuentro con el marinero canario. De cuando en cuando, como lo había hecho tantas veces en el África y en el Brasil, hacía el amor a solas, garabateando las páginas de su diario con letra nerviosa y apurada, frases sintéticas, a veces tan chuscas como solían ser aquellos amantes de unos minutos o unas horas a los que tenía luego que gratificar. Esos simulacros lo hundían en un sopor deprimente, de modo que procuraba espaciarlos, pues nada lo hacía tan consciente de su soledad y de su condición de clandestino, que, lo sabía muy bien, lo acompañaría hasta su muerte.
El entusiasmo que le causó el libro de Alice Stopford Green sobre la vieja Irlanda hizo que pidiera a su amiga más material de lectura sobre el tema. El paquete con libros y folletos que le envió Alice llegó cuando estaba por embarcar en el
Grantilly Castle
rumbo a África del Sur, el 6 de febrero de 1913. Leyó día y noche durante la travesía y lo siguió haciendo en Sudáfrica, de modo que, a pesar de la distancia, aquellas semanas volvió a sentirse muy cerca de Irlanda, la de ahora, la de ayer y la remota, un pasado del que le parecía ir apropiándose con los textos que Alice seleccionó para él. En el curso del viaje los do lores de la espalda y la cadera disminuyeron.
El encuentro con su hermano Tom, después de tantos años, fue penoso. Contrariamente a lo que Roger había pensado cuando decidió ir a verlo, que el viaje lo acercaría a su hermano mayor y crearía entre ambos un vínculo afectivo que en verdad nunca había existido, sirvió más bien para constatar que eran dos extraños. Salvo el parentesco sanguíneo, no existía entre ambos nada en común. Todos estos años se habían escrito, generalmente cuando Tom y su primera mujer, Blanche Baharry, una australiana, tenían problemas económicos y querían que Roger los ayudara. Nunca había dejado de hacerlo, salvo cuando los préstamos que su hermano y su cuñada le pedían eran excesivos para su presupuesto. Tom se había casado por segunda vez con una sudÁfricana, Katje Ackerman, y ambos habían iniciado un negocio turístico en Durban que no funcionaba bien. Su hermano parecía más viejo de lo que era y se había convertido en el sudAfricano prototípico, rústico, bruñido por el sol y la vida al aire libre, de maneras informales y algo rudas, que hasta en su manera de hablar inglés parecía mucho más un sudAfricano que un irlandés. No le interesaba lo que ocurría en Ir landa, Gran Bretaña ni Europa. Su tema obsesivo eran los problemas económicos que enfrentaba con el
lodge
que había abierto con Katje en Durban. Ellos pensaban que la belleza del lugar atraería a turistas y cazadores, pero no acudían tantos y los gastos de mantenimiento eran más altos de lo que calcularon. Se habían hecho muchas ilusiones con este proyecto y temían que, tal como iban las cosas, tuvieran que malvender el
lodge
. Aunque su cuñada era más divertida e interesante que su hermano —tenía aficiones artísticas y sentido del humor—, Roger terminó arrepintiéndose de haber hecho ese largo viaje sólo para visitar a la pareja.
A mediados de abril emprendió el regreso a Londres. Para entonces se sentía más animado y, gracias al clima sudAfricano, los dolores de la artritis se habían atenuado. Ahora su atención estaba concentrada en el Foreign Office. No podía seguir postergando la decisión ni pedir nuevos permisos sin goce de sueldo. O volvía a retomar el consulado en Río de Janeiro, como le pedían sus jefes, o renunciaba a la diplomacia. Volver a Río, ciudad que nunca le gustó, que, pese a la belleza física de su entorno, siempre sintió que le era hostil, se le hacía intolerable. Pero no sólo era eso. Sobre todo, no quería volver a vivir en la duplicidad, ejercer de diplomático al servicio de un Imperio que condenaba con sus sentimientos y principios. Durante toda la travesía de regreso a Inglaterra hizo cálculos: sus ahorros eran escasos, pero, llevando una vida frugal —para él era fácil— y con la pensión que recibiría por los años que acumulaba como funcionario, se las arreglaría. Al llegar a Londres su decisión estaba tomada. Lo primero que hizo fue ir al Ministerio de Relaciones Exteriores a llevar su renuncia explicando que se retiraba del servicio por razones de salud.
Permaneció muy pocos días en Londres, organizando su retiro del Foreign Office y preparando su viaje a Irlanda. Lo hacía con alegría, pero, también, con algo de nostalgia anticipada, como si fuera a alejarse para siempre de Inglaterra. Vio a Alice un par de veces y también a su hermana Nina, a quien, para no preocuparla, le ocultó los quebrantos económicos de Tom en África del Sur. Trató de ver a Edmund D. Morel, quien, curiosamente, no le había contestado ninguna de las cartas que le escribió en los últimos tres meses. Pero su viejo amigo, el
Bulldog
, no pudo recibirlo, alegando viajes y obligaciones que, a todas luces, eran pretextos. ¿Qué le ocurría a ese compañero de luchas al que admiraba y quería tanto? ¿Por qué ese enfriamiento? ¿Qué chisme o intriga le habían hecho llegar para indisponerlo con él? Poco después, Herbert Ward le hizo saber, en París, que Morel, enterado de la dureza con que Roger criticaba a Inglaterra y al Imperio en lo relativo a Irlanda, evitaba verlo para no hacerle saber su oposición a semejantes actitudes políticas.
—Ocurre que, aunque no te des cuenta, te has vuelto un extremista —le dijo Herbert, medio en broma, medio en serio.
En Dublín, Roger alquiló una casita diminuta y vetusta en el número 55 de Lower Baggot Street. Tenía un minúsculo jardín con geranios y hortensias que podaba y regaba temprano en las mañanas. Era un barrio tranquilo de tenderos, artesanos y comercios baratos donde los domingos las familias iban a la misa, las señoras emperifolladas como para una fiesta y los hombres con sus trajes oscuros, las gorras puestas y los zapatos lustrados. En el pub con telarañas de la esquina, que atendía una cantinera enana, Roger tomaba cerveza negra con el verdulero, el sastre y el zapatero del vecindario, discutía de la actualidad y cantaba viejas canciones. La fama que alcanzó en Inglaterra por sus campañas contra los crímenes en el Congo y en la Amazonia se había extendido a Irlanda y, pese a sus deseos de llevar una vida sencilla y anónima, desde su llegada a Dublín se vio solicitado por gente muy diversa —políticos, intelectuales, periodistas y clubes y centros culturales— para dar charlas, escribir artículos y asistir a reuniones sociales. Hasta tuvo que posar para una conocida pintora, Sarah Purser. En el retrato que le hizo, Roger aparecía rejuvenecido y con un aire de seguridad y de triunfo en el que no se reconoció.
Una vez más retomó sus estudios del viejo irlandés. La profesora, Mrs. Temple, con bastón, anteojos y un sombrerito con velo, iba tres veces por semana a darle clases de gaélico y le dejaba unas tareas que luego corregía con un lápiz rojo y calificaba con notas generalmente bajas. ¿Por qué tenía tanta dificultad para aprender esa lengua de los celtas con quienes tanto quería identificarse? El te nía facilidad para los idiomas, había aprendido el francés, el portugués, por lo menos tres lenguas Africanas, y era capaz de hacerse entender en español e italiano. ¿Por qué la lengua vernácula de la que se sentía solidario se le escapaba de tal modo? Cada vez que, con gran esfuerzo, aprendía algo, a los pocos días, a veces a las pocas horas, lo olvidaba. Desde entonces, sin decírselo a nadie, y todavía menos en las discusiones políticas donde, por una cuestión de principio, sostenía lo contrario, comenzó a preguntarse si era realista, si no resultaba una quimera, el sueño de gentes como el profesor Eoin MacNeill y el poeta y pedagogo Patrick Pearse, creer que se podía resucitar la lengua que el colonizador persiguió y volvió clandestina, minoritaria y casi extinguió y convertirla de nuevo en la lengua materna de los irlandeses. ¿Era posible que en la Irlanda futura el inglés retrocediera y, gracias a los colegios, a los diarios, a los sermones de los párrocos y discursos de los políticos, lo reemplazara la lengua de los celtas? En público, Roger decía que sí, no sólo era posible, también necesario, para que Irlanda recuperara su auténtica personalidad. Sería un proceso largo, de varias generaciones, pero inevitable, pues, sólo cuando el gaélico fuera de nuevo la lengua nacional, Irlanda sería libre. Sin embargo, en la soledad de su escritorio de Lower Baggot Street, cuando se enfrentaba a los ejercicios de composición en gaélico que le dejaba Mrs. Temple, se decía que aquél era un empeño inútil. La realidad había avanzado demasiado en una dirección para torcerla. El inglés había pasado a ser la manera de comunicarse, de hablar, de ser y de sentir de una inmensa mayoría de irlandeses, y querer renunciar a ello era un capricho político del que sólo podía resultar una confusión babélica y convertir culturalmente a su amada Irlanda en una curiosidad arqueológica, incomunicada con el resto del mundo. ¿Valía la pena?
En mayo y junio de 1913 su vida tranquila y de estudio se vio bruscamente interrumpida cuando, a raíz de una conversación con un periodista de
The Irish Independent
que le habló de la pobreza y primitivismo de los pescadores de Connemara, siguiendo un impulso, decidió viajar a esa región al oeste de Galway donde, según había oído, se conservaba todavía intacta la Irlanda más tradicional y cuyos pobladores mantenían vivo el viejo irlandés. En vez de una reliquia histórica, en Connemara Roger se encontró con un contraste espectacular entre la belleza de las montañas esculpidas, laderas barridas por las nubes y pantanos vírgenes a cuyas orillas merodeaban los caballos enanos oriundos de la región, y gentes que vivían en una miseria pavorosa, sin escuelas, sin médicos, en un desvalimiento total. Para colmo, acababan de presentarse algunos casos de tifus. La epidemia podía extenderse y causar estragos. El hombre de acción que había en Roger Casement, a veces apagado pero nunca muerto, de inmediato se puso manos a la obra. Escribió un artículo en
The Irish Independent
, «El Putumayo irlandés», y creó un Fondo de Ayuda del que fue primer donante y suscriptor. A la vez, se empeñó en acciones públicas con las Iglesias Anglicana, Presbiteriana y Católica y diversas asociaciones de beneficencia, y animó a médicos y enfermeras a ir a las aldeas de Connemara como voluntarios para apoyar la escasa acción sanitaria oficial. La campaña tuvo éxito. Llegaron muchos donativos de Irlanda e Inglaterra. Roger hizo tres viajes a la región llevando medicinas, ropa y alimentos para las familias afectadas. Además, creó un comité para proveer a Connemara de dispensarios de salud y construir escuelas primarias. Con motivo de esta campaña, en esos dos me ses tuvo agotadoras reuniones con clérigos, políticos, autoridades, intelectuales y periodistas. El mismo se sorprendía de la consideración con que era tratado, incluso por quienes discrepaban de sus posiciones nacionalistas.
En julio volvió a Londres para hacerse ver por los médicos, que debían informar al Foreign Office si eran exactas las razones de salud que alegaba para renunciar a la diplomacia. Aunque, pese a la intensa actividad desplegada con motivo de la epidemia de Connemara, no se sentía mal, pensó que el examen sería un mero trámite. Pero el informe de los médicos fue más serio de lo que pensaba: la artritis en la columna vertebral, el ilíaco y las rodillas, se había agravado. Se podía aliviar con un tratamiento riguroso y una vida muy quieta, pero no era curable. Y no se podía descartar que, si avanzaba, lo dejara tullido. El Ministerio de Relaciones Exteriores aceptó su renuncia y, en vista de su estado, le concedió una pensión decorosa.