En Berlín, se alojaron en el Edén Hotel, como de costumbre. A la mañana siguiente comenzaron las negociaciones con las autoridades. Las reuniones tenían lugar en el destartalado y feo edificio del Almirantazgo. El capitán Nadolny los recibía en la puerta y los llevaba a una sala en la que había siempre gentes de la Cancillería y militares. Caras nuevas se mezclaban con las de los viejos conocidos. Desde el primer momento, de manera categórica, fueron informados que el Gobierno alemán se negaba a enviar oficiales que asesoraran a los revolucionarios.
En cambio, consintieron en lo de las armas y municiones. Durante horas y días hicieron cálculos y estudios sobre la manera más segura de que llegaran en la fecha señalada al lugar establecido. Finalmente, se decidió que el cargamento iría en el
Aud
, un barco inglés, embargado, reacondicionado y pintado que llevaría enseña noruega. Ni Roger, ni Monteith ni brigadista alguno viajarían en el
Aud
. Este asunto motivó discusiones, pero el Gobierno alemán no cedió: la presencia de irlandeses a bordo comprometía el subterfugio de hacer pasar el barco por noruego y, si el engaño se descubría, el Reich quedaría en una situación delicada ante la opinión internacional. Entonces, Roger y Monteith exigieron que se les facilitara la manera de viajar a Irlanda al mismo tiempo que las armas, por se parado. Fueron horas de propuestas y contrapropuestas en las que Roger trataba de convencerlos de que, yendo él allá, podía convencer a sus amigos de esperar que la guerra se fuera inclinando más del lado alemán, porque en esas circunstancias el Alzamiento podría combinarse con una acción paralela de la Marina y la infantería alemanas. Por fin, el Almirantazgo aceptó que Casement y Monteith viajaran a Irlanda. Lo harían en un submarino y llevarían a un brigadista como representante de sus compañeros.
La decisión de Roger de negarse a que la Brigada Irlandesa viajara a sumarse a la insurrección le acarreó fuer tes choques con los alemanes. Pero él no quería que los brigadistas fueran sumariamente ejecutados, sin haber te nido siquiera la oportunidad de morir peleando. No era una responsabilidad que se echaría sobre los hombros.
El 7 de abril, el alto mando hizo saber a Roger que estaba listo el submarino en el que viajarían. El capitán Monteith escogió al sargento Daniel Julián Bailey para representar a la Brigada. Le proporcionaron papeles falsos con el nombre de Julián Beverly. El alto mando confirmó a Casement que, pese a que los revolucionarios habían pedido cincuenta mil, veinte mil rifles, diez ametralladoras y cinco millones de municiones estarían al norte de Innistooskert Island, Tralee Bay, el día indicado, a partir de las diez de la noche: debería esperar a la nave un piloto con un bote o lancha que se identificaría con dos luces verdes.
Entre el 7 y el día de la partida, Roger no pegó los ojos. Escribió un breve testamento pidiendo que si moría toda su correspondencia y papeles fueran entregados a Edmund D. Morel, «un ser excepcionalmente justo y no ble», para que con esos documentos organizara una «memoria que salve mi reputación luego de mi tránsito».
Monteith, aunque, como Roger, intuía que el Alzamiento sería aplastado por el Ejército británico, ardía de impaciencia por partir. Tuvieron una conversación a solas, de un par de horas, el día en que el capitán Boehm les entregó el veneno que le habían pedido por si eran capturados. El oficial les explicó que se trataba de curare amazónico. El efecto sería instantáneo. «El curare es un antiguo conocido mío», le explicó Roger, sonriendo. «En el Putumayo vi, en efecto, a indios que paralizaban en el aire a los pájaros con sus dardos empapados en este veneno». Roger y el capitán fueron a tomar una cerveza en un
kneipe
vecino.
—Me imagino que le duele tanto como a mí partir sin despedirnos ni dar explicaciones a los brigadistas —dijo Roger.
—Lo llevaré siempre en mi conciencia —asintió Monteith—. Pero es una decisión acertada. El alzamiento es demasiado importante para arriesgarnos a una filtración.
—¿Cree usted que tendré alguna posibilidad de detenerlo?
El oficial negó con la cabeza.
—No lo creo, sir Roger. Pero usted es muy respetado allá y, tal vez, sus razones se impongan. De todos modos, tiene que comprender lo que ocurre en Irlanda. Son muchos años preparándonos para esto. Qué digo años.
Siglos, más bien. Hasta cuándo vamos a seguir siendo una nación cautiva. Y en pleno siglo XX. Además, no hay duda, gracias a la guerra éste es el momento en que Inglaterra es más débil en Irlanda.
—¿No tiene usted miedo a la muerte?
Monteith se encogió de hombros.
—La he visto cerca muchas veces. En África del Sur, durante la guerra de los Boers, muy cerca. Todos tenemos miedo a la muerte, me imagino. Pero hay muer tes y muertes, sir Roger. Morir peleando por la patria es una muerte tan digna como morir por su familia o por su fe. ¿No le parece?
—Sí, lo es —asintió Casement—. Espero que, si se da el caso, muramos así y no tragándonos esta pócima amazónica, que debe ser indigesta.
La víspera de la partida, Roger fue por unas horas a Zossen a despedirse del padre Crotty. No entró al campamento. Hizo llamar al dominico y dieron un largo paseo por un bosque de abetos y abedules que comenzaban a verdear. El padre Crotty escuchó las confidencias de Roger demudado, sin interrumpirlo una sola vez. Cuando ter minó de hablar, el sacerdote se santiguó. Permaneció largo rato en silencio.
—Ir a Irlanda, pensando que el Alzamiento está condenado al fracaso, es una forma de suicidio —dijo, como pensando en voz alta.
—Voy con la intención de atajarlo, padre. Hablaré con Tom Clarke, con Joseph Plunkett, con Patrick Pearse, con todos los dirigentes. Les haré ver las razones por las que este sacrificio me parece inútil. En vez de acelerar la independencia, la retrasará. Y…
Sintió que se le cerraba la garganta y calló.
—Qué pasa, Roger. Somos amigos y yo estoy aquí para ayudarlo. Puede confiar en mí.
—Tengo una visión que no puedo sacarme de la cabeza, padre Crotty. Esos idealistas y patriotas que se van a hacer despedazar, dejando familias destrozadas, en la mi seria, sometidas a terribles represalias, al menos son conscientes de lo que hacen. Pero ¿sabe en quiénes pienso todo el tiempo?
Le contó que, en 1910, había ido a dar una charla a The Hermitage, el local de Rathfarnham, en las afueras de Dublín, donde funcionaba St. Enda's, el colegio bilingüe de Patrick Pearse. Luego de hablar a los alumnos, les donó un objeto que guardaba de su viaje por la Amazonia —una cerbatana huitoto— como premio a la mejor composición en gaélico de los estudiantes del último año. Le había impresionado enormemente lo exaltados que estaban esas docenas de jóvenes con la idea de Irlanda, el amor militante con que recordaban su historia, sus héroes, sus santos, su cultura, el estado de éxtasis religioso en que cantaban las antiguas canciones celtas. Y, también, el espíritu profundamente católico que reinaba en el colegio al mismo tiempo que ese patriotismo ferviente: Pearse había conseguido que ambas cosas se fundieran y fueran una sola en esos jóvenes, como lo eran en él y en sus hermanos Willie y Margaret, también profesores en St. Enda's.
—Todos esos jóvenes se van a hacer matar, van a ser carne de cañón, padre Crotty. Con fusiles y revólveres que ni siquiera sabrán cómo disparar. Cientos, millares de inocentes como ellos enfrentándose a cañones, a ametralladoras, a oficiales y soldados del Ejército más poderoso del mundo. Para no conseguir nada. ¿No es terrible?
—Desde luego que es terrible, Roger —asintió el religioso—. Pero tal vez no sea exacto que no conseguirán nada.
Hizo otra larga pausa y luego se puso a hablar despacio, dolido y conmovido.
—Irlanda es un país profundamente cristiano, usted lo sabe. Tal vez por su situación particular, de país ocupado, fue más receptivo que otros al mensaje de Cristo. O porque tuvimos misioneros y apóstoles como St. Patrick, enormemente persuasivos, la fe prendió más hondo allí que en otras partes. La nuestra es una religión sobre todo para los que sufren. Los humillados, los hambrientos, los vencidos. Esa fe ha impedido que nos desintegráramos como país pese a la fuerza que nos aplastaba. En nuestra religión es central el martirio. Sacrificarse, inmolarse. ¿No lo hizo Cristo? Se encamó y se sometió a las más atroces crueldades. Traiciones, torturas, la muerte en la cruz. ¿No sirvió de nada, Roger?
Roger recordó a Pearse, Plunkett, a esos jóvenes convencidos de que la lucha por la libertad era mística a la vez que cívica.
—Entiendo lo que usted quiere decir, padre Crotty. Yo sé que personas como Pearse, Plunkett, incluso Tom Clarke, que tiene fama de realista y práctico, saben que el Alzamiento es un sacrificio. Y están seguros de que haciéndose matar crearán un símbolo que moverá todas las energías de los irlandeses. Yo entiendo su voluntad de inmolación. Pero ¿tienen derecho a arrastrar a gentes que carecen de su experiencia, de su lucidez, a jóvenes que no saben que van al matadero sólo para dar un ejemplo?
—Y o no tengo admiración por lo que hacen, Roger, ya se lo he dicho —murmuró el padre Crotty—. El martirio es algo a lo que un cristiano se resigna, no un fin que busca. Pero ¿acaso la Historia no ha hecho progresar a la humanidad de esa manera, con gestos y sacrificios? En todo caso, el que ahora me preocupa es usted. Si es capturado, no tendrá ocasión de luchar. Será juzgado por alta traición.
—Yo me metí en esto, padre Crotty, y mi obligación es ser consecuente e ir hasta el final. Nunca podré agradecerle todo lo que le debo. ¿Puedo pedirle la bendición?
Se arrodilló, el padre Crotty lo bendijo y se despidieron con un abrazo.
Cuando los padres Carey y MacCarroll entraron a su celda, Roger había recibido ya el papel, la pluma y la tinta que pidió, y, con pulso firme, sin titubeos, había escrito de corrido dos breves misivas. Una a su prima Gertrude y otra, colectiva, a sus amigos. Ambas eran muy parecidas. A Gee, además de unas frases sentidas diciéndole cuánto la había querido y los buenos recuerdos de ella que guardaba su memoria, le decía: «Mañana, día de St. Stephen, tendré la muerte que he buscado. Espero que Dios perdone mis errores y acepte mis ruegos». La carta a sus amigos tenía el mismo relente trágico: «Mi último mensaje para todos es un
sursum corda
. Deseo lo mejor a quienes me van a arrebatar la vida y a los que han tratado de salvarla. Todos son ahora mis hermanos».
Mr.
John
Ellis, el verdugo, vestido siempre de os curo y acompañado de su asistente, un joven que se pre sentó como Robert Baxter y que se mostraba nervioso y asustado, vino a tomarle las medidas —altura, peso y ta maño del cuello— para, le explicó con naturalidad, determinar la altura de la horca y la consistencia de la cuerda. Mientras lo medía con una vara y anotaba en un cuadernito, le contó que, además de este oficio, seguía ejerciendo su profesión de peluquero en Rochdale y que sus clientes trataban de sonsacarle secretos de su trabajo, pero que él, en lo relativo a este tema, era una esfinge. Roger se alegró de que partieran.
Poco después, un centinela le trajo el último envío de cartas y telegramas ya revisados por la censura. Eran de gente que no conocía: le deseaban suerte o lo insultaban y llamaban traidor. Apenas las hojeaba, pero un largo tele grama retuvo su atención. Era del cauchero Julio C. Arana. Estaba fechado en Manaos y escrito en un español que hasta Roger podía advertir abundaba en incorrecciones. Lo exhortaba «a ser justo confesando sus culpas ante un tribunal humano, sólo conocidas por la Justicia Divina, en lo que res pecta a su actuación en el Putumayo». Lo acusaba de haber «inventado hechos e influenciado a los barbadenses para que confirmaran actos inconscientes que nunca sucedieron» con el único fin de «obtener títulos y fortuna». Terminaba así: «Lo perdono, pero es necesario que usted sea justo y declare ahora en forma total y veraz los hechos verdaderos que nadie los conoce mejor que usted». Roger pensó: «Este telegrama no lo redactaron sus abogados sino él mismo».
Se sentía tranquilo. El miedo que, en días y semanas anteriores, le producía de pronto escalofríos y le helaba la espalda, se había disipado por completo. Estaba se guro de que iría a la muerte con la serenidad con que, sin duda, lo habían hecho Patrick Pearse, Tom Clarke, Joseph Plunkett, James Connolly y todos los valientes que se in molaron en Dublín aquella semana de abril para que Ir landa fuera libre. Se sentía desasido de problemas y angustias y preparado para arreglar sus asuntos con Dios.
Father
Carey y
father
MacCarroll venían muy serios y le estrecharon las manos con afecto. Al padre Mac Carroll lo había visto tres o cuatro veces pero había habla do poco con él. Era escocés y tenía un pequeño tic en la nariz que daba a su expresión un sesgo cómico. En cambio, con el padre Carey se sentía en confianza. Le devolvió el ejemplar de la
Imitación de Cristo
, de Tomás de Kempis.
—No sé qué hacer con él, regáleselo a alguien. Es el único libro que me han permitido leer en Pentonville Prison. No lo lamento. Ha sido una buena compañía. Si alguna vez se comunica con el padre Crotty, dígale que tenía razón. Tomás de Kempis era, como él me decía, un hombre santo, sencillo y lleno de sabiduría.
El padre MacCarroll le dijo que el
sheriff
estaba ocupando de sus ropas de civil y que pronto se las traería. En el depósito de la prisión se habían ajado y ensuciado y el mismo Mr. Stacey se preocupaba de que las limpiaran y plancharan.
—Es un buen hombre —dijo Roger—. Perdió a su único hijo en la guerra y ha quedado medio muerto de pena, él también.
Luego de una pausa, les pidió que ahora se concentraran en su conversión al catolicismo.
—Reincorporación, no conversión —le recordó una vez más el padre Carey—. Fue siempre católico, Roger, por decisión de esa madre que tanto ha querido y a la que pronto va a volver a ver.
La estrecha celda parecía haberse angostado todavía más con las tres personas. Apenas tuvieron espacio para arrodillarse. Durante veinte o treinta minutos estuvieron rezando, al principio en silencio y luego en voz alta, padrenuestros y avemarias, los religiosos el comienzo de la oración y Roger el final.
Luego, el padre MacCarroll se retiró para que el padre Carey escuchara la confesión de Roger Casement. El sacerdote se sentó a la orilla de la cama y Roger permaneció de rodillas al principio de su larga, larguísima enumeración de sus reales o presuntos pecados. Cuando estalló su primer llanto, pese a los esfuerzos que hacía por contenerse, el padre Carey lo hizo sentarse a su lado. Así prosiguió esa ceremonia final en la que, mientras hablaba, explicaba, recordaba, preguntaba, Roger sentía que, en efecto, se iba acercando más y más a su madre. Por instantes, tenía la fugaz impresión de que la esbelta silueta de Anne Jephson se corporizaba y desaparecía en la pared de ladrillos rojizos del calabozo.