Traía noticias exaltantes de Irlanda. La división de los Voluntarios a raíz de la guerra europea había servido para aclarar las cosas, según él. Cierto que una gran mayoría seguía aún las tesis de
John
Redmond de colaborar con el Imperio y enrolarse en el Ejército británico, pero la minoría leal a los Voluntarios contaba con muchos milla res de gentes decididas a pelear, un verdadero Ejército unido, compacto, lúcido sobre sus objetivos y resuelto a morir por Irlanda. Ahora sí había una estrecha colaboración entre los Voluntarios y el IRB y asimismo el Irish Citizen Army, el Ejército del Pueblo, formado por marxistas y sindicalistas como Jim Larkin y James Connolly, y el Sinn Fein de Arthur Griffith. Hasta Sean O'Casey, que había atacado con ferocidad a los Voluntarios llamándolos «burgueses e hijitos de papá», se mostraba favorable a la colaboración. El Comité Provisional, que dirigían Tom Clarke, Patrick Pearse y Thomas MacDonagh entre otros, preparaba la insurrección día y noche. Las circunstancias eran propicias. La guerra europea creaba una oportunidad única. Era indispensable que Alemania los ayudara con el envío de unos cincuenta mil fusiles y una acción simultánea de su Ejército en territorio británico atacando los puertos irlandeses militarizados por la Royal Navy. La acción conjunta acaso decidiría la victoria alemana. Irlanda sería independiente y libre, por fin.
Roger estaba de acuerdo: ésta había sido su tesis hacía tiempo y era la razón por la que vino a Berlín. Insistió mucho en que el Comité Provisional estableciera que la acción ofensiva de la Marina y el Ejército alemanes era condición
sine qua non
para el Alzamiento. Sin aquella invasión la rebelión fracasaría, pues la fuerza logística era demasiado desigual.
—Pero, usted, sir Roger —lo interrumpió Plunkett—, olvida un factor que prevalece sobre el armamento militar y el número de soldados: la mística. Nosotros la tenemos. Los ingleses, no.
Hablaban en una taberna semivacía. Roger tomaba cerveza y Joseph un refresco. Fumaban. Plunkett le contó que Larkfield Manor, su casa en el barrio de Kimmage, en Dublín, se había convertido en una fragua y un arsenal, donde se fabricaban granadas, bombas, bayonetas, picas y se cosían banderas. Decía todo aquello con ademanes exaltados, en estado de trance. Le contó también que el Comité Provisional había decidido ocultar a Eoin Mac Neill el acuerdo sobre el Alzamiento. Roger se sorprendió. ¿Cómo se podía mantener secreta semejante decisión ante quien había sido el fundador de los Voluntarios y seguía siendo su presidente?
—Todos lo respetamos y nadie pone en duda el patriotismo y la honestidad del profesor MacNeill —explicó Plunkett—. Pero es blando. Cree en la persuasión y los métodos pacíficos. Será informado cuando ya sea tarde para impedir el Alzamiento. Entonces, a nadie le cabe duda, se unirá a nosotros en las barricadas.
Roger trabajó día y noche con Joseph preparando un plan de treinta y dos páginas con detalles del Alzamiento. Lo presentaron ambos a la Cancillería y al Almirantazgo. El plan sostenía que las Fuerzas Militares británicas en Irlanda estaban dispersas en reducidas guarniciones y podían ser fácilmente doblegadas. Los diplomáticos, funcionarios y militares alemanes escucharon impresionados a este joven malformado y vestido como un
clown
, que, al hablar, se transformaba y explicaba con precisión matemática y gran coherencia intelectual las ventajas de que una invasión alemana coincidiera con la revolución nacionalista. Los que sabían inglés, sobre todo, lo escuchaban intrigados por su desenvoltura, fiereza y la retórica exalta da con que se expresaba. Pero, aun los que no entendían inglés y debían esperar que el intérprete tradujera sus palabras, miraban con asombro la vehemencia y la gesticulación frenética de este maltrecho emisario de los nacionalistas irlandeses.
Lo escuchaban, tomaban notas de lo que Joseph y Roger les pedían, pero sus respuestas no los comprometían a nada. Ni a la invasión ni al envío de los cincuenta mil fusiles con la munición respectiva. Todo aquello se estudia ría dentro de la estrategia global de la guerra. El Reich aprobaba las aspiraciones del pueblo irlandés y tenía la intención de apoyar sus legítimos anhelos: no iban más allá.
Joseph Plunkett pasó casi dos meses en Alemania, viviendo con una frugalidad comparable a la del propio Casement, hasta el 20 de junio en que partió hacia la frontera suiza, de vuelta a Irlanda vía Italia y España. Al joven poeta no le llamó la atención el escaso número de adherentes que tenía la Brigada Irlandesa. Por lo demás, no mostró la menor simpatía por ésta. ¿La razón?
—Para servir en la Brigada, los prisioneros tienen que romper su juramento de lealtad al Ejército británico —le dijo a Roger—. Yo estuve siempre en contra de que los nuestros se enrolaran en las filas del ocupante. Pero, una vez que lo hicieron, un juramento hecho ante Dios no se puede romper sin pecar y perder el honor.
El padre Crotty oyó esta conversación y guardó silencio. Estuvo así, hecho una esfinge, toda la tarde que los tres pasaron juntos, escuchando al poeta, que acaparaba la conversación. Luego, el dominico comentó a Casement:
—Este muchacho es alguien fuera de lo común, sin duda. Por su inteligencia y por su entrega a una causa. Su cristianismo es el de esos cristianos que morían en los circos romanos devorados por las fieras. Pero, también, el de los cruzados que reconquistaron Jerusalén matando a todos los impíos judíos y musulmanes que encontraron, incluidas mujeres y niños. El mismo celo ardiente, la misma glorificación de la sangre y la guerra. Te confieso, Roger, que personas así, aunque sean ellas las que hacen la Historia, a mí me dan más miedo que admiración.
Un tema recurrente en las charlas de Roger y Joseph esos días fue la posibilidad de que la insurrección estallara sin que el Ejército alemán invadiera al mismo tiempo Inglaterra, o, al menos, cañoneara los puertos protegidos por la Royal Navy en territorio irlandés. Plunkett era partidario, incluso en ese caso, de seguir con los planes insurrecciona les: la guerra europea había creado una oportunidad que no debía ser desperdiciada. Roger pensaba que sería un suicidio. Por heroicos y arrojados que fueran, los revolucionarios serían aplastados por la maquinaria del Imperio. Este aprovecharía para hacer una purga implacable. La liberación de Irlanda demoraría cincuenta años más.
—¿Debo entender que si estalla la revolución sin intervención de Alemania no estará usted con nosotros, sir Roger?
—Estaré con ustedes, desde luego. Pero a sabiendas de que será un sacrificio inútil.
El joven Plunkett lo miró largamente a los ojos y a Roger le pareció advertir en esa mirada un sentimiento de lástima.
—Permítame hablarle con franqueza, sir Roger —murmuró, por fin, con la seriedad de quien se sabe poseedor de una verdad irrefutable—. Hay algo que usted no ha entendido, me parece. No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir. Días, semanas. Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?
No supo qué responderle. Las semanas que siguieron a la partida de Plunkett fueron muy intensas para Roger. Continuó pidiendo que Alemania pusiera en libertad a prisioneros irlandeses que, por razones de salud, edad, por su categoría intelectual y profesional y su conducta lo merecían. Este gesto causaría buena impresión en Irlanda. Las autoridades alemanas habían sido reacias, pero ahora comenzaron a ceder. Se hicieron listas, se discutieron nombres. Finalmente, el alto mando militar accedió a liberar a un centenar de profesionales, maestros, estudiantes y hombres de negocios de credenciales respetables. Fueron muchas horas y días de discusiones, un tira y afloje que dejaba a Roger extenuado. Por otra parte, angustiado con la idea de que los Voluntarios, siguiendo las tesis de Pearse y de Plunkett, desencadenaran una insurrección antes de que Alemania se decidiera a atacar a Inglaterra, presionaba a la Cancillería y el Almirantazgo para que le dieran una respuesta sobre los cincuenta mil fusiles. Le respondían vaguedades. Hasta que un día, en una reunión del Ministerio de Relaciones Exteriores, el conde Blicher le dijo algo que lo desalentó:
—Sir Roger, usted no tiene una idea justa de las proporciones. Examine un mapa con objetividad y verá lo poco que representa Irlanda en términos geopolíticos. Por más simpatías que tenga el Reich por su causa, otros países y regiones son más importantes para los intereses alemanes.
—¿Significa esto que no recibiremos las armas, señor conde? ¿Alemania descarta de plano la invasión?
—Ambas cosas están todavía en estudio. Si de mí se tratara, yo descartaría la invasión, desde luego, en un futuro inmediato. Pero lo decidirán los especialistas. Recibirá una respuesta definitiva en cualquier momento.
Roger escribió una larga carta a
John
Devoy y Jo seph McGarrity, dándoles sus razones para oponerse a un alzamiento que no contara con una acción militar alemana simultánea. Los exhortaba a que usaran su influencia con los Voluntarios y el IRB para disuadirlos de que se precipitaran en una acción descabellada. Al mismo tiempo, les aseguraba que seguía haciendo toda clase de esfuerzos para conseguir las armas. Pero la conclusión era dramática: «He fracasado. Aquí soy un inútil. Permítanme regresar a los Estados Unidos».
En esos días sus enfermedades recrudecieron. Nada le hacía efecto contra los dolores de la artritis. Continuos resfríos, con fiebres altas, lo obligaban a guardar cama con frecuencia. Había enflaquecido y sufría desvelos. Para mal de males, en este estado supo que
The New York World
había publicado una noticia, seguramente filtrada por el contraespionaje británico, según la cual sir Roger Casement se encontraba en Berlín recibiendo grandes sumas de dinero del Reich para alentar una rebelión en Irlanda. Envió una carta de protesta —«Trabajo para Irlanda, no para Alemania»— que no fue publicada. Sus amigos de New York le hicieron desechar la idea de un juicio: lo perdería y el Clan na Gael no estaba dispuesto a derrochar el dinero en un litigio judicial.
Desde mayo de 1915 las autoridades alemanas habían accedido a una demanda insistente de Roger: que los voluntarios de la Brigada Irlandesa fueran separados de los prisioneros de Limburg. El día 20, el medio centenar de brigadistas, que eran hostilizados por sus compañeros, fueron trasladados al pequeño campo de Zossen, en las vecindades de Berlín. Celebraron la ocasión con una misa que ofició el padre Crotty y hubo brindis y canciones irlandesas en una atmósfera de camaradería que levantó algo el ánimo de Roger. Anunció a los brigadistas que recibirían dentro de unos días los uniformes que él mismo había diseñado y que pronto llegaría un puñado de oficiales irlandeses a dirigir los entrenamientos. Ellos, que constituían la primera compañía de la Brigada Irlandesa, pasa rían a la Historia como los pioneros de una hazaña.
Inmediatamente después de esta reunión, escribió una nueva carta a Joseph McGarrity, contándole la apertura del campo de Zossen y excusándose por el catastrofismo de su misiva anterior. La había escrito en un momento de descorazonamiento, pero ahora se sentía menos pesimista. La llegada de Joseph Plunkett y el campo de Zossen eran un estímulo. Seguiría trabajando por la Brigada Irlandesa. Aunque pequeña, tenía un simbolismo importante en el cuadro de la guerra europea.
Al comenzar el verano de 1915 partió a Munich. Se alojó en el Basler Hof, hotelito modesto pero agradable. La capital bávara lo deprimía menos que Berlín, aunque aquí llevaba una vida todavía más solitaria que en la capital. Su salud seguía deteriorándose y los dolores y los resfríos lo obligaban a permanecer en su habitación. Su vida recoleta era de intenso trabajo intelectual. Bebía muchas tazas de café y fumaba sin tregua unos cigarrillos de tabaco negro que llenaban de humo su cuarto. Escribía continuas cartas a sus contactos en la Cancillería y el Almirantazgo y man tenía con el padre Crotty una correspondencia diaria, espiritual y religiosa. Releía las cartas del sacerdote y las guardaba como un tesoro. Un día intentó rezar. Hacía mucho que no lo hacía, por lo menos de este modo, concentrándose, tratando de abrir a Dios su corazón, sus dudas, sus angustias, su temor de haberse equivocado, pidiéndole misericordia y guía sobre su conducta futura. A la vez, escribía breves ensayos sobre los errores que debía evitar la Irlanda independiente, aprovechando la experiencia de otras naciones, para no caer en la corrupción, la explotación, las distancias siderales que separaban por doquier a pobres y ricos, a poderosos y débiles. Pero a ratos se desanimaba: ¿qué iba a hacer con esos textos? No tenía sentido distraer a sus amigos de Irlanda con ensayos sobre el porvenir cuando se encontraban sumergidos en una actualidad tan avasalladora.
Al terminar el verano, sintiéndose algo mejor, viajó al campo de Zossen. Los hombres de la Brigada habían recibido los uniformes diseñados por él y lucían bien todos ellos con la insignia irlandesa en las viseras. El campo se veía ordenado y funcionando. Pero la inactividad y el en cierro estaban minando la moral del medio centenar de brigadistas, pese a los esfuerzos del padre Crotty por levantarles el ánimo. Organizaba competencias deportivas, con cursos, lecciones y debates sobre asuntos diversos. A Roger le pareció un buen momento para hacer espejear ante ellos el acicate de la acción.
Los reunió en círculo y les expuso una posible estrategia que los sacara de Zossen y les devolviera la libertad. Si en estos momentos era imposible que combatieran en Irlanda ¿por qué no hacerlo bajo otros cielos donde se estaba librando la misma batalla por la que se creó la Brigada? La guerra mundial se había extendido al Medio Oriente. Alemania y Turquía peleaban para echar a los británicos de su colonia egipcia. ¿Por qué no participarían ellos en esa lucha contra la colonización, por la independencia de Egipto? Como la Brigada era todavía pequeña, tendrían que integrarse a otro cuerpo de Ejército, pero lo harían conservando su identidad irlandesa.
La propuesta había sido discutida por Roger con las autoridades alemanas y aceptada.
John
Devoy y Mc Garrity estaban de acuerdo. Turquía admitiría a la Brigada en su Ejército, en las condiciones descritas por Roger. Hubo una larga discusión. Al final, treinta y siete brigadistas se declararon dispuestos a pelear en Egipto. El resto necesitaba pensarlo. Pero lo que preocupaba a todos los brigadistas ahora era algo más urgente: los prisioneros de Limburg los habían amenazado con delatarlos a las autoridades inglesas a fin de que sus familias en Irlanda dejaran de recibir las pensiones de combatientes del Ejército británico. Si esto ocurría, sus padres, esposas e hijos se morirían de hambre. ¿Qué iba a hacer Roger al respecto?