El sueño del celta (50 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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No era un hombre cordial. Estaba endurecido por sus años de cárcel, clandestinidad y luchas, pero inspiraba confianza, la sensación de ser franco, honesto y de convicciones graníticas. En esa charla y en las que tendrían todo el tiempo que permaneció en Estados Unidos, Roger advirtió que él y Devoy coincidían milimétricamente en sus opiniones sobre Irlanda.
John
creía también que ya era tarde para la Autonomía, que ahora el objetivo de los patriotas irlandeses era únicamente la emancipación. Y las acciones armadas serían complemento indispensable de las negociaciones. El Gobierno inglés sólo aceptaría negociar cuando las operaciones militares le crearan una situación tan difícil que conceder la independencia fuera para Londres el mal menor. En esta guerra inminente, el acercamiento a Alemania era vital para los nacionalistas: su apoyo logístico y político daría a los independentistas una eficacia mayor.
John
Devoy le hizo saber que en la comunidad irlandesa de Estados Unidos no había unanimidad a este respecto. Las tesis de
John
Redmond tenían también partidarios aquí, aunque la dirigencia del Clan na Gael coincidía con Devoy y Casement.

En los días siguientes,
John
Devoy le presentó a la mayoría de dirigentes de la organización en New York así como a
John
Quinn y William Boerke Cokrane, dos abogados norteamericanos influyentes que prestaban ayuda a la causa irlandesa. Ambos tenían relaciones con altos círculos del Gobierno y el Parlamento de Estados Unidos.

Roger notó el buen efecto que hizo entre las comunidades irlandesas desde que, a instancias de
John
Devoy, comenzó a hablar en los mítines y reuniones para recolectar fondos. Era conocido por sus campañas en favor de los indígenas del África y la Amazonia, y su oratoria racional y emotiva llegaba a todos los públicos. Al final de los mítines en los que habló, en New York, Filadelfia y otras ciudades de la Costa Este, las recaudaciones aumentaron. Los dirigentes del Clan na Gael le bromeaban que a este paso se harían capitalistas. La Ancient Order ofHibernians lo in vitó a ser el orador principal en el mitin más numeroso en que Roger participó en los Estados Unidos.

En Filadelfia conoció a otro de los grandes dirigen tes nacionalistas en el exilio, Joseph McGarrity, colaborador estrecho de
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Devoy en el Clan na Gael. Precisa mente estaba en su casa cuando les llegó la noticia del éxito del desembarco clandestino de mil quinientos fusiles y diez mil municiones para los Voluntarios en la localidad de Howth. La noticia provocó una explosión de alegría y fue celebrada con un brindis. Poco después supo que, luego de aquel desembarco, hubo un serio incidente en Bachelor's Walk entre irlandeses y soldados británicos del regimiento The King's Own Scottish Borderers, en el que murieron tres personas y resultaron más de cuarenta heridos. ¿Comenzaba, pues, la guerra?

En casi todas sus idas y venidas por Estados Unidos, reuniones del Clan na Gael y actos públicos, Roger aparecía acompañado de Eivind Adler Christensen. Lo presentaba como su ayudante y persona de confianza. Le había comprado ropa más presentable y lo había pues to al día sobre la problemática irlandesa, de la que el joven noruego decía ignorarlo todo. Era inculto pero no tonto, aprendía rápido y se mostraba muy discreto en las reuniones entre Roger,
John
Devoy y otros miembros de la organización. Si a éstos la presencia del joven noruego les despertó recelos, se los guardaron para sí, pues en ningún momento hicieron a Roger preguntas impertinentes sobre su acompañante.

Cuando, en agosto de 1914, estalló el conflicto mundial —el día 4 Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania—, Casement, Devoy, Joseph McGarrity y
John
Keating, el círculo más estrecho de dirigentes del Clan na Gael, habían decidido ya que Roger partiera a Alemania. Iría como representante de los independentistas partidarios de establecer una alianza estratégica, en la que el Gobierno del Káiser prestaría ayuda política y militar a los Voluntarios y éstos harían campaña contra el enrolamiento de irlandeses en el Ejército británico que defendían tanto los unionistas del Ulster como los seguidores de
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Redmond. Este proyecto fue consultado con un pequeño número de dirigentes de los Volunteers, como Patrick Pear se y Eoin MacNeill, quienes lo aprobaron sin reservas. La embajada alemana en Washington, con la que el Clan na Gael tenía vínculos, colaboró con los planes. El agregado militar alemán, capitán Franz von Papen, vino a New York y se entrevistó dos veces con Roger. Se mostró entusiasmado con el acercamiento entre el Clan na Gael, el IRB irlandés y el Gobierno alemán. Luego de consultar con Berlín, les hizo saber que Roger Casement sería bienvenido en Alemania.

Roger esperaba la guerra, como casi todo el mundo, y apenas la amenaza se hizo realidad, se entregó a la acción con la enorme energía de que era capaz. Su posición favorable al Reich se cargó de una virulencia antibritánica que sorprendía a sus propios compañeros del Clan na Gael, pese a que muchos de ellos apostaban también por una victoria alemana. Tuvo una violenta discusión con
John
Quinn, quien lo había invitado a pasar unos días en su lujosa residencia, por afirmar que esta guerra era una conjura del resentimiento y la envidia de un país en decadencia como Inglaterra frente a una potencia pujante, en pleno desarrollo industrial y económico, con una demografía creciente. Alemania representaba el futuro por no tener lastres coloniales, en tanto que Inglaterra, encarnación misma de un pasado imperial, estaba condenada a extinguirse.

En agosto, septiembre y octubre de 1914, Roger, como en sus mejores épocas, trabajó día y noche, escribiendo artículos y cartas, pronunciando charlas y discursos en los que, con insistencia maniática, acusaba a Inglaterra de ser causante de esta catástrofe europea y urgía a los irlandeses a no ceder a los cantos de sirena de
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Redmond, que hacía campaña para que se enrolaran. El Gobierno liberal inglés hizo aprobar la Autonomía en el Par lamento, pero suspendió su vigencia hasta el fin de la guerra. La división de los Voluntarios fue inevitable. La organización había crecido de manera extraordinaria y Redmond y el Irish Parliamentary Party eran largamente mayoritarios. Más de ciento cincuenta mil Voluntarios lo siguieron, en tanto que apenas once mil continuaron con Eoin MacNeill y Patrick Pearse. Nada de esto amainó el fervor progermano de Roger Casement quien, en todos los mítines en Estados Unidos, seguía presentando a la Alemania del Káiser como la víctima en esta guerra y la mejor defensora de la civilización occidental. «No es el amor a Alemania lo que habla por tu boca sino el odio a Inglaterra», le dijo
John
Quinn en aquella discusión.

En septiembre de 1914 salió, en Filadelfia, un pequeño libro de Roger Casement,
Irlanda, Alemania y la libertad de los mares: un posible resultado de la guerra de 1914
, que reunía sus ensayos y artículos favorables a Alemania. El libro se reeditaría luego en Berlín con el título de
El crimen contra Europa
.

Sus pronunciamientos a favor de Alemania impresionaron a los diplomáticos del Reich acreditados en Estados Unidos. El embajador alemán en Washington, el conde Johann von Bernstorff, viajó a New York para reunirse en privado con el trío dirigente del Clan na Gael —John Devoy, Joseph McGarrity y John Keating— y Roger Casement. Estuvo también presente el capitán Franz von Papen. Fue Roger, según lo acordado con sus compañeros, quien expuso ante el diplomático alemán el pedido de los nacionalistas: cincuenta mil fusiles y municiones. Se podían desembarcar en distintos puertos de Irlanda de manera clandestina gracias a los Voluntarios. Servirían para un levantamiento militar anticolonialista que inmovilizaría importantes fuerzas militares inglesas, lo que debería ser aprovechado por las fuerzas navales y militares del Káiser para desencadenar una ofensiva contra las guarniciones militares del litoral inglés. Para ampliar las simpatías hacia Alemania de la opinión pública irlandesa, era indispensable que el Gobierno alemán hiciera una declaración garantizando que, en caso de victoria, apoyaría los anhelos irlandeses de liberación del yugo colonial. De otra parte, el Gobierno alemán debería comprometerse a dar un tratamiento especial a los soldados irlandeses que cayeran prisioneros, separándolos de los ingleses y dándoles la oportunidad de incorporarse a una Brigada Irlandesa que combatiría «junto a, pero no dentro de» el Ejército alemán contra el enemigo común. Roger Casement sería el organizador de la Brigada.

El conde Von BemstorfF, de robusta apariencia, monóculo y pechera empastelada de condecoraciones, lo escuchó con atención. El capitán Yon Papen tomaba notas. El embajador debía consultar a Berlín, desde luego, pero les adelantó que la propuesta le parecía razonable. Y, en efecto, pocos días después, en una segunda reunión, les comunicó que el Gobierno alemán estaba dispuesto a celebrar conversaciones sobre el asunto, en Berlín, con Casement como representante de los nacionalistas irlandeses. Les entregó una carta pidiendo a las autoridades que dieran todas las facilidades a sir Roger en su estancia alemana.

Comenzó a preparar su viaje de inmediato. Advirtió que Devoy, McGarrity y Keating se sorprendían cuan do les dijo que viajaría a Alemania llevando a su ayudante Eivind Adler Christensen. Como se había planeado, por razones de seguridad, que viajara en barco de New York a Christiania, la ayuda del noruego como traductor en su propio país sería útil, y también en Berlín, pues Eivind hablaba asimismo alemán. No pidió un suplemento de dinero para su asistente. La suma que el Clan na Gael le dio para su viaje e instalación —tres mil dólares— les alcanzaría a los dos.

Si sus compañeros neoyorquinos vieron algo extraño en su empeño por llevar consigo a Berlín a ese joven vikingo que permanecía mudo ante ellos en las reuniones, se lo callaron. Asintieron, sin comentarios. Roger no hubiera podido hacer el viaje sin Eivind. Con éste había entrado en su vida un flujo de juventud, de ilusión, y —la palabra lo hacía sonrojar— amor. No le había ocurrido antes. Había tenido esas esporádicas aventuras callejeras con gentes cuyos nombres, si es que lo eran y no meros apodos, olvidaba casi al instante, o con esos fantasmas que su imaginación, sus deseos y su soledad inventaban en las páginas de sus diarios. Pero con el «bello vikingo», como lo llamaba en la intimidad, tuvo en estas semanas y meses la sensación de que, más allá del placer, había establecido por fin una relación afectiva que podía durar, sacarlo de la soledad a la que su vocación sexual lo había condenado. No hablaba de estas cosas con Eivind. No era ingenuo y muchas veces se dijo que lo más probable, lo seguro incluso, era que el noruego estuviera con él por interés, porque junto a Roger comía dos veces al día, vivía bajo techo, dormía en una cama decente, tenía ropa y una seguridad de la que, según confesión propia, no disfrutaba hacía mucho tiempo. Pero Roger terminó por descartar todas sus prevenciones en el trato diario con el muchacho. Era atento y afectuoso con él, parecía vivir para atenderlo, alcanzarle las prendas de vestir, comedirse a todos los recados. Se dirigía a él en todo momento, aun en los más íntimos, guardando las distancias, sin permitirse un abuso de confianza o alguna vulgaridad.

Compraron pasajes de segunda clase en el barco
Oskar II
de New York a Christiania, que partía a media dos de octubre. Roger, que llevaba papeles con el nombre de James Landy, cambió su apariencia, cortándose los ca bellos al ras y blanqueando su tez bronceada con cremas. El barco fue interceptado por la Marina británica en alta mar y escoltado a Stornoway, en las Hébridas, donde los ingleses lo sometieron a un riguroso registro. Pero la verdadera identidad de Casement no fue detectada. La pare ja llegó sana y salva a Christiania al anochecer del 28 de octubre. Roger nunca se había sentido mejor. Si se lo hubieran preguntado, hubiera respondido que, a pesar de to dos los problemas, era un hombre feliz.

Sin embargo, en esas mismas horas, minutos, en que creía haber atrapado aquel fuego fatuo —la felicidad—, comenzaba la etapa más amarga de su vida, ese fracaso que, pensaría él luego, empañaría todo lo bueno y noble que había en su pasado. El mismo día que llegaron a la capital de Noruega, Eivind le anunció que había sido secuestrado unas horas por desconocidos y llevado al consulado británico, donde lo interrogaron sobre su misterio so acompañante. El, ingenuo, le creyó. Y pensó que este episodio le ofrecía una oportunidad providencial para poner en evidencia las malas artes (las intenciones asesinas) de la Cancillería británica. En realidad, como averiguaría después, Eivind se presentó al consulado ofreciendo venderlo. Este asunto sólo serviría para obsesionar a Roger y hacerle perder semanas y meses en gestiones y preparativos inútiles que, a la postre, no trajeron beneficio alguno a la causa de Irlanda y, sin duda, fueron motivo de burla en el Foreign Office y la inteligencia británica, donde lo verían como un patético aprendiz de conspirador.

¿Cuándo comenzó su decepción de esa Alemania a la que, acaso por simple rechazo de Inglaterra, se había puesto a admirar y a llamar un ejemplo de eficiencia, disciplina, cultura y modernidad? No en sus primeras se manas en Berlín. En el viaje, un tanto rocambolesco, de Christiania a la capital alemana, acompañado de Richard Meyer, quien sería su enlace con el Ministerio de Relaciones Exteriores del Káiser, todavía estaba lleno de ilusiones, convencido de que Alemania ganaría la guerra y su victo ria sería decisiva para la emancipación de Irlanda. Sus primeras impresiones de esa ciudad fría, con lluvia y niebla, que era el Berlín de ese otoño, fueron buenas. Tanto el subsecretario de Estado para las Relaciones Exteriores, Arthur Zimmermann, como el conde Georg von Wedel, jefe de la sección inglesa de la Cancillería, lo recibieron con amabilidad y mostraron entusiasmo con sus planes de una Brigada formada por los prisioneros irlandeses. Ambos eran partidarios de que el Gobierno alemán hiciera una declaración a favor de la independencia de Irlanda. Y, en efecto, el 20 de noviembre de 1914 el Reich la hizo, tal vez no en los términos tan explícitos como esperaba Roger, pero lo bastante claros para justificar la postura de quienes como él defendían una alianza de los nacionalistas irlandeses con Alemania. Sin embargo, para esa fecha, a pesar del entusiasmo que le deparó aquella declaración —un éxito suyo, sin duda— y de que, por fin, el secretario de Estado para las Relaciones Exteriores le comunicó que el alto mando militar había ya ordenado que se reuniera a los prisioneros de guerra irlandeses en un solo campo don de podría visitarlos, Roger comenzaba a presentir que la realidad no se iba a plegar a sus planes, que, más bien, se empeñaría en hacerlos fracasar.

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