Cuando finalmente el juez falló, desechando la denuncia por falta de pruebas y porque la víctima se ne gó a corroborarla, Roger Casement había renunciado a la Sanford Exploring Expedition y estaba trabajando otra vez bajo las órdenes de Henry Morton Stanley —a quien, ahora, los kikongos de la región habían apodado «Bula Matadi» («Rompedor de piedras»)—, en el ferrocarril que se había empezado a construir, paralelo a la ruta de las caravanas, de Boma y Matadi hasta Leopoldville-Stanley Pool. El muchacho maltratado se quedó trabajando con Roger y fue desde entonces su doméstico, ayudante y compañero de viajes por el África. Como nunca supo decir cuál era su nombre, Casement lo bautizó Charlie. Hacía dieciséis años que seguía con él.
La renuncia de Roger Casement a la Sanford Ex ploring Expedition se debió a un incidente con uno de los directivos de la compañía. No lo lamentó, pues trabajar junto a Stanley en el ferrocarril, aunque exigía un esfuerzo físico enorme, le devolvió la ilusión con que vino al África. Abrir el bosque y dinamitar montañas para plantar los durmientes y los rieles del ferrocarril era el quehacer pionero con que había soñado. Las horas que pasaba a la intemperie, abrasándose bajo el sol o empapado por los aguaceros, dirigiendo a braceros y macheteros, dando órdenes a los «zanzibarianos», vigilando que las cuadrillas hicieran bien su trabajo, apisonando, igualando, reforzan do el suelo donde se tenderían los travesaños y desbrozando la tupida enramada, eran horas de concentración y el sentimiento de estar haciendo una obra que beneficiaría por igual a europeos y Africanos, colonizadores y colonizados. Herbert Ward le dijo un día: «Cuando te conocí, te creí sólo un aventurero. Ahora ya sé que eres un místico».
A Roger le gustaba menos pasar del monte a las aldeas a negociar la cesión de cargadores y macheteros para el ferrocarril. La falta de brazos se había vuelto el problema número uno a medida que crecía el Estado Independiente del Congo. Pese a haber firmado los «tratados», los caciques, ahora que comprendían de qué se trataba, eran renuentes a dejar que los pobladores partieran a abrir caminos, construir estaciones y depósitos o a recolectar caucho. Roger consiguió, cuando trabajaba en la Sanford Exploring Expedition que, para vencer esta resistencia y pese a no tener obligación legal, la empresa pagara un pequeño salario, generalmente en especies, a los trabajadores. Otras compañías comenzaron también a hacerlo. Pero ni así era fácil contratarlos. Los caciques alegaban que no podían desprenderse de hombres indispensables para cuidar los sembríos y procurar la caza y la pesca de que se alimentaban. A menudo, ante la cercanía de los reclutadores, los hombres en edad de trabajar se escondían en la maleza. Entonces comenzaron las expediciones punitivas, los reclutamientos forzosos y la práctica de encerrar a las mujeres en las llamadas maisons d'otages (casas de rehenes) para asegurarse que los maridos no esca paran.
Tanto en la expedición de Stanley como en la de Henry Shelton Sanford, Roger fue encargado muchas veces de negociar con las comunidades indígenas la entrega de nativos. Gracias a su facilidad para los idiomas, podía hacer se entender en kikongo y lingala —más tarde también en swahili—, aunque siempre con ayuda de intérpretes. Oírle chapurrear su lengua atenuaba la desconfianza de los nativos. Sus maneras suaves, su paciencia, su actitud respetuosa facilitaban los diálogos, además de los regalos que les llevaba: ropas, cuchillos y otros objetos domésticos, así como las cuentecillas de vidrio que tanto les gustaban. Solía regresar al campamento con un puñado de hombres para el des broce del monte y las labores de carga. Se hizo fama de «amigo de los negros», algo que algunos de sus compañeros juzgaban con conmiseración, en tanto que a otros, sobre todo a algunos oficiales de la Fuerza Pública, les merecía desprecio.
A Roger esas visitas a las tribus le provocaban un malestar que aumentaría con los años. Al principio lo ha cía de buena gana pues satisfacía su curiosidad por conocer algo de las costumbres, lenguas, atuendos, usos, las comidas, los bailes y cantos, las prácticas religiosas de esos pueblos que parecían estancados en el fondo de los siglos, en los que una inocencia primitiva, sana y directa, se mezclaba con costumbres crueles, como sacrificar a los niños gemelos en ciertas tribus, o matar a un número equis de servidores —esclavos, casi siempre— para enterrarlos junto a los jefes, y la práctica del canibalismo entre algunos grupos que, por eso, eran temidos y aborrecidos por las demás comunidades. De aquellas negociaciones salía con un in definible malestar, la sensación de estar jugando sucio con aquellos hombres de otro tiempo, que, por más que se es forzara, nunca podrían entenderlo cabalmente y, por ello, pese a las precauciones que tomaba para atenuar lo abusivo de esos acuerdos, con la mala conciencia de haber obrado en contra de sus convicciones, de la moral y de ese «principio primero», como llamaba a Dios.
Por eso, a fines de diciembre de 1888, antes de cumplir un año en el Chemin de Fer de Stanley, renunció y se fue a trabajar en la misión bautista de Ngombe Lutete, con los esposos Bentley, la pareja de misioneros que la dirigía. Tomó la decisión bruscamente, después de una conversación que, iniciada a la hora del crepúsculo, terminó con las primeras luces del amanecer, en una casa del barrio de los colonos de Matadi, con un personaje que estaba allí de paso. Theodore Horte era un antiguo oficial de la Marina británica. Había dejado la British Navy para hacerse misionero bautista en el Congo. Los bautistas estaban allí desde que el doctor David Livingstone se lanzó a explorar el continente Africano y a predicar el evangelismo. Habían abierto misiones en Palabala, Banza Manteke, Ngombe Lutete y acababan de inaugurar otra, Arlhington, en las cerca nías de Stanley Pool. Theodore Horte, visitador de estas misiones, pasaba su tiempo viajando de una a otra, prestando ayuda a los pastores y viendo la manera de abrir nuevos centros. Aquella conversación produjo en Roger Casement una impresión que recordaría el resto de su vida y que, en estos días de convalecencia de sus terceras fiebres palúdicas, a mediados de 1902, hubiera podido reproducir con lujo de detalles.
Nadie imaginaba, oyéndolo hablar, que Theodore Horte había sido un oficial de carrera y que, como marino, había participado en importantes operaciones militares de la British Navy. No hablaba de su pasado ni de su vida privada. Era un cincuentón de aspecto distinguido y maneras educadas. Aquella noche tranquila de Matadi, sin lluvia ni nubes, con un cielo tachonado de estrellas que se reflejaban en las aguas del río y un rumor pausado del viento cálido que les alborotaba los cabellos, Casement y Horte, tumbados en dos hamacas contiguas, iniciaron una conversación de sobremesa que, creyó Roger al principio, duraría sólo los minutos que llevan al sueño después de una cena y sería uno de esos intercambios convencionales y olvidables. Sin embargo, a poco de entablada la charla, algo hizo latir su corazón con más fuerza que de costumbre. Se sintió arrullado por la delicadeza y calidez de la voz del pastor Horte, inducido a hablar de temas que nunca compartía con sus compañeros de trabajo —salvo, alguna vez, con Herbert Ward— y menos con sus jefes. Preocupaciones, angustias, dudas, que ocultaba como si se tratara de asuntos ominosos. ¿Tenía sentido todo aquello? ¿La aventura europea del África era acaso lo que se decía, lo que se escribía, lo que se creía? ¿Traía la civilización, el progreso, la modernidad mediante el libre comercio y la evangelización? ¿Podía llamarse civilizadores a esas bestias de la Forcé Publique que robaban todo lo que podían en las expediciones punitivas? ¿Cuántos, entre los colonizadores —comerciantes, soldados, funcionarios, aventureros—, tenían un mínimo respeto por los nativos y los consideraban hermanos, o, por lo menos, humanos? ¿Cinco por ciento? ¿Uno de cada cien? La verdad, la verdad, en los años que llevaba aquí sólo había encontrado un número para el cual sobraban los dedos de las manos de europeos que no trataran a los negros como animales sin alma, a los que se podía engañar, explotar, azotar, incluso matar, sin el menor re mordimiento.
Theodore Horte escuchó en silencio la explosión de amargura del joven Casement. Cuando habló, no parecía sorprendido por lo que le había oído decir. Al contrario, reconoció que a él también, desde hacía años, lo asaltaban dudas tremendas. Sin embargo, por lo menos en la teoría, aquello de la «civilización» tenía mucho de cierto. ¿No eran atroces las condiciones de vida de los nativos? ¿Sus niveles de higiene, sus supersticiones, su ignorancia de las más básicas nociones de salud, no hacían que mu rieran como moscas? ¿No era trágica su vida de mera supervivencia? Europa tenía mucho que aportarles para que salieran del primitivismo. Para que cesaran ciertos usos bárbaros, el sacrificio de niños y enfermos, por ejemplo, en tantas comunidades, las guerras en las que se entremataban, la esclavitud y el canibalismo que todavía se practicaban en algunos lugares. ¿Y, además, no era bueno para ellos conocer al verdadero Dios, que reemplazaran los ído los que adoraban por el Dios cristiano, el Dios de la pie dad, del amor y de la justicia? Cierto, aquí se había volcado mucha mala gente, tal vez lo peor de Europa. ¿No tenía eso remedio? Era imprescindible que vinieran las buenas cosas del Viejo Continente. No la codicia de los mercaderes de alma sucia, sino la ciencia, las leyes, la educación, los derechos innatos del ser humano, la ética cristiana. Era tarde para dar marcha atrás ¿no es cierto? Resultaba ocio so preguntarse si la colonización era buena o mala, si, librados a su suerte, a los congoleses les habría ido mejor que sin los europeos. Cuando las cosas no tenían marcha atrás, no valía la pena perder el tiempo preguntándose si hubiera sido preferible que no ocurrieran. Mejor tratar denrumbarlas por el buen camino. Siempre era posible en derezar lo que andaba torcido. ¿No era ésta la mejor enseñanza de Cristo?
Cuando, al amanecer, Roger Casement le preguntó si era posible para un laico como él, que no había sido nunca muy religioso, trabajar en alguna de las misiones que la Iglesia bautista tenía por la región del Bajo y Medio Congo, Theodore Horte lanzó una risita:
—Debe ser una de esas celadas de Dios —exclamó—. Los esposos Bentley, de la misión de Ngombe Lutete, necesitan un ayudante laico que les eche una mano con la contabilidad. Y, ahora, usted me pregunta eso. ¿No será algo más que una mera coincidencia? ¿Una de esas trampas que nos tiende Dios a veces para recordarnos que está siempre allí y que nunca debemos desesperar?
El trabajo de Roger, de enero a marzo de 1889, en la misión de Ngombe Lutete, aunque corto fue intenso y le permitió salir de la incertidumbre en que vivía desde hacía algún tiempo. Ganaba sólo diez libras mensuales y con ellas tenía que pagar su sustento, pero viendo trabajar a Mr. William Holman Bentley y a su esposa, de la mañana a la noche, con tanto ánimo y convicción, y compartiendo junto a ellos la vida en esa misión que, a la vez que centro religioso, era dispensario, sitio de vacunación, escuela, tienda de mercancías y lugar de esparcimiento, asesoría y consejo, la aventura colonial le pareció menos cruda, más razonable y hasta civilizadora. Alentó este sentimiento ver cómo en torno a esa pareja había surgido una pequeña comunidad Áfricana de convertidos a la Iglesia reformada, que, tanto en su atuendo como en las canciones del coro que a diario ensayaba para los servicios del domingo, así como en las clases de alfabetización y de doctrina cristiana, parecía ir dejando atrás la vida de la tribu y comenzando una vida moderna y cristiana.
Su trabajo no se limitaba a llevar los libros de ingresos y gastos de la misión. Esto le tomaba poco tiempo. Hacía de todo, desde sacar la hojarasca y desyerbar el pequeño descampado en torno a la misión —era una lucha diaria contra la vegetación empeñada en recobrar el claro que le habían arrebatado—, hasta salir a cazar un leopardo que se estaba comiendo a las aves del corral. Se ocupaba del transporte por trocha o por el río en una pequeña embarcación, llevando y trayendo enfermos, utensilios, trabajadores, y vigilaba el funcionamiento de la tienda de la misión, en la que los nativos de los alrededores podían vender y adquirir mercancías. Se hacían sobre todo trueques, pero también circulaban los francos belgas y las libras esterlinas. Los esposos Bentley se burlaban de su ineptitud para los negocios y de su vocación manirrota, pues a Roger todos los precios le parecían altos y quería bajarlos, aunque con ello privara a la misión del pequeño margen de ganancia que le permitía completar su magro presupuesto.
Pese al afecto que llegó a sentir por los Bentley y la buena conciencia que le daba trabajar a su lado, Roger supo desde el principio que su estancia en la misión de Ngombe Lutete sería transitoria. El trabajo era digno y altruista, pero sólo tenía sentido acompañado de esa fe que animaba a Theodore Horte y los Bentley y de la que él carecía, aunque mimara sus gestos y manifestaciones, asistiendo a las lecturas comentadas de la Biblia, a las clases de doctrina y al oficio dominical. No era un ateo, ni un agnóstico, sino algo más incierto, un indiferente que no negaba la existencia de Dios —el «principio primero»— pero incapaz de sentirse cómodo en el seno de una iglesia, solidario y hermanado con otros fieles, parte de un denominador común. Trató de explicárselo en aquella larga conversación de Matadi a Theodore Horte y se sintió torpe y confuso. El ex marino lo tranquilizó: «Lo entiendo perfectamente, Roger. Dios tiene sus procedimientos. Desasosiega, inquieta, nos empuja a buscar. Hasta que un día todo se ilumina y ahí está El. Le ocurrirá, ya verá».
En esos tres meses, al menos, no le ocurrió. Ahora, en 1902, trece años después de aquello, seguía en la incertidumbre religiosa. Le habían pasado las fiebres, había perdido mucho peso y, aunque a ratos se mareaba por la debilidad, había retomado sus tareas de cónsul en Boma. Fue a visitar al gobernador general y demás autoridades. Retomó a los partidos de ajedrez y de bridge. La estación de las lluvias estaba en pleno apogeo y duraría muchos meses.
A fines de marzo de 1889, al terminar su contrato con el reverendo William Holman Bentley y luego de cinco años de ausencia, regresó por primera vez a Inglaterra.
—Llegar aquí ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida —dijo Alice a manera de saludo, estirándole la mano—. Creí que nunca lo conseguiría. Pero, en fin, aquí me tienes.
Alice Stopford Green guardaba las apariencias de persona fría, racional, ajena a sentimentalismos, pero Roger la conocía lo bastante para saber que estaba conmovida has ta los huesos. Advertía el ligerísimo temblor en su voz que no conseguía disimular y esa rápida palpitación de su nariz que aparecía siempre que algo la preocupaba. Ya raspaba los setenta años, pero conservando su silueta juvenil. Las arrugas no habían borrado la frescura de su rostro pecoso ni la luminosidad de sus ojos claros y acerados. Y, en ellos, brillaba siempre esa luz inteligente. Llevaba, con la sobria elegancia de costumbre, un vestido claro, una blusa ligera y unos botines de tacón alto.