En el año que trabajó a sus órdenes, sin dejar de admirar la audacia y la capacidad de mando con que Henry Morton Stanley conducía su expedición por el territorio largamente desconocido que bañaba el río Congo y su miríada de afluentes, Roger Casement aprendió también que el explorador era un misterio ambulante. Todas las cosas que se decían sobre él estaban siempre en contradicción entre ellas mismas, de manera que era imposible saber cuáles eran ciertas y cuáles falsas y cuánto había en las ciertas de exageración y fantasía. Era uno de esos hombres inca paces de diferenciar la realidad de la ficción.
Lo único claro fue que la idea de un gran benefactor de los nativos no correspondía a la verdad. Lo supo escuchando a capataces que habían acompañado a Stanley en su viaje de 1871-1872 en busca del doctor Livingstone, una expedición, decían, mucho menos pacífica que ésta en la que, sin duda siguiendo instrucciones del propio Leopoldo II, se mostraba más cuidadoso en el trato con las tribus a cuyos jefes —450, en total— hizo firmar la cesión de sus tierras y de su fuerza de trabajo. Las cosas que aquellos hombres rudos y deshumanizados por la sel va contaban de la expedición de 1871-1872 ponían los pelos de punta. Pueblos diezmados, caciques decapitados y sus mujeres e hijos fusilados si se negaban a alimentar a los expedicionarios o a cederles cargadores, guías y mache teros que abrieran trochas en el bosque. Esos viejos compañeros de Stanley le temían y recibían sus reprimendas callados y con los ojos bajos. Pero tenían confianza ciega en sus decisiones y hablaban con reverencia religiosa de su famoso viaje de 999 días entre 1874 y 1877 en el que murieron todos los blancos y buena parte de los Africanos.
Cuando, en febrero de 1885, en la Conferencia de Berlín a la que no asistió un solo congolés, las catorce potencias participantes, encabezadas por Gran Bretaña, Es tados Unidos, Francia y Alemania dieron graciosamente a Leopoldo II —a cuyo lado estuvo en todo momento Henry Morton Stanley— los dos millones y medio de kilómetros cuadrados del Congo y sus veinte millones de habitantes para que «abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y civilizara y cristianizara a los paga nos», Roger Casement, con sus veintiún años recién cumplidos y su año de vida Áfricana, lo festejó. Igual hicieron todos los empleados de la Asociación Internacional del Congo que, en previsión de esta cesión, llevaban ya tiempo en el territorio, sentando las bases del proyecto que el monarca se disponía a llevar a cabo. Casement era un muchacho fuerte, muy alto, delgado, de cabellos y barbita muy negros, hondos ojos grises, poco propenso a las bromas, lacónico, que parecía un hombre maduro. Sus preocupaciones desconcertaban a sus compañeros. ¿Quién de ellos iba a tomar en serio aquello de la «misión civilizadora de Europa en África» que obsesionaba al joven irlandés? Pero le tenían aprecio porque era trabajador y es taba siempre dispuesto a echar una mano y a reemplazar en un turno o una comisión a quien se lo pidiera. Salvo fumar, parecía exento de vicios. No bebía casi alcohol y cuando, en los campamentos, desatadas las lenguas por la bebida, se hablaba de mujeres, se lo notaba incómodo, deseando irse. Era incansable en los recorridos por el bosque y un imprudente nadador en los ríos y lagunas, que daba brazadas enérgicas frente a los soñolientos hipopótamos. Tenía pasión por los perros y sus compañeros recordaban que en aquella expedición de 1884, el día que un cerdo salvaje clavó sus colmillos en su fox terrier llamado
Spindler
, al ver al animalito desangrándose con el flanco abierto, tuvo una crisis nerviosa. A diferencia de los demás europeos de la expedición, el dinero no le importaba. No había venido al África soñando con hacerse rico, sino movido por cosas incomprensibles como traer el progreso a los salvajes. Se gastaba su salario de ochenta libras esterlinas al año invitando a los compañeros. El vivía frugalmente. Eso sí, cuidaba de su persona, arreglándose, lavándose y peinándose a las horas del rancho como si en vez de acampar en un claro o en la playita de un río estuviera en Londres, Liverpool o Dublín. Tenía facilidad para los idiomas; había aprendido el francés y el portugués y chapurreaba palabritas de los dialectos Africanos a los pocos días de estar avecindado en una tribu. Siempre andaba anotan do lo que veía en unas libretitas escolares. Alguien descubrió que escribía poesías. Le hicieron una broma al respecto y la vergüenza apenas le permitió balbucear un desmentido. Alguna vez confesó que, de niño, su padre le había dado correazos y por eso le irritaba que los capataces azotaran a los nativos cuando dejaban caer una carga o incumplían órdenes. Tenía una mirada algo soñadora.
Cuando Roger recordaba a Stanley lo embargaban sentimientos contradictorios. Seguía recuperándose lentamente de la malaria. El aventurero gales sólo había visto en el África un pretexto para las hazañas deportivas y el botín personal. ¿Pero cómo negar que era uno de esos seres de los mitos y las leyendas, que a fuerza de temeridad, desprecio a la muerte y ambición, parecían haber roto los límites de lo humano? Lo había visto cargar en sus brazos a niños con la cara y el cuerpo comidos por la viruela, dar de beber de su propia cantimplora a indígenas que agonizaban con el cólera o la enfermedad del sueño, como si a él nadie pudiera contagiarlo. ¿Quién había sido en verdad este campeón del Imperio británico y las ambiciones de Leopoldo II? Roger estaba seguro de que el misterio no se desvelaría nunca y que su vida seguiría siempre oculta detrás de una telaraña de invenciones. ¿Cuál era su verdadero nombre? El de Henry Morton Stanley lo había tomado del comerciante de New Orleans que, en los años oscuros de su juventud, fue generoso con él y acaso lo adoptó. Se decía que su nombre real era
John
Rowlands, pero a nadie le constaba. Como tampoco que hubiera nacido en Gales y pasado su niñez en uno de esos orfelinatos donde iban a parar los niños sin padre ni madre que los alguaciles de salud recogían en la calle. Al parecer, muy joven partió a los Estados Unidos como polizonte en un barco de carga, y allá, durante la guerra civil, peleó como soldado en las filas de los confederados, primero, y luego en las de los yanquis. Después, se creía, se hizo periodista y escribió crónicas sobre el avance de los pioneros hacia el Oeste y sus luchas con los indios. Cuando el
New York Herald
lo mandó al África en busca de David Livingstone, Stanley no tenía la menor experiencia de explorador. Cómo pudo sobrevivir recorriendo esos bosques vírgenes, igual que quien busca una aguja en un pajar, y consiguió encontrar, en Ujiji, el 10 de noviembre de 1871 a quien, según jactanciosa confesión, dejó estupefacto con el saludo: «¿El doctor Livingstone, supongo?».
Lo que Roger Casement más admiró en su juventud de las realizaciones de Stanley, más todavía que su expedición desde las fuentes del río Congo hasta su irrupción en el Adántico, fue la construcción, entre 1879 y 1881, del
caravan trail
. La ruta de las caravanas abrió una vía al comercio europeo desde la desembocadura del gran río hasta el
pool
, enorme laguna fluvial que con los años se llamaría como el explorador: Stanley Pool. Después, Roger descubrió que ésta fue otra de las previsoras operaciones del rey de los belgas para ir creando la infraestructura que, a partir de la Conferencia de Berlín de 1885, le permitiera la explotación del territorio. Stanley fue el audaz ejecutor de aquel designio.
«Y yo», le diría muchas veces Roger Casement en sus años Africanos a su amigo Herbert Ward, a medida que iba tomando conciencia de lo que significaba el Estado Independiente del Congo, «fui uno de sus peones desde el primer momento». Aunque no del todo, pues, cuando él llegó al África, Stanley llevaba ya cinco años abriendo el
caravan trail
, cuyo primer tramo, desde Vivi hasta Isanguila, ochenta y tres kilómetros río Congo arriba de jungla intrincada y palúdica, llena de quebradas profundas, árboles agusanados y pantanos pútridos adonde las copas de los árboles atajaban la luz del sol, quedó terminado a comienzos de 1880. Desde allí hasta Muyanga, unos ciento veinte kilómetros de surcada, el Congo era navegable para pilotos avezados, capaces de sortear los remolinos y, a las horas de lluvia y subida de las aguas, refugiarse en vados o cavernas para no ser aventados contra las rocas y deshechos en los rápidos que se hacían y deshacían sin cesar. Cuando Roger comenzó a trabajar para la AIC, que, a partir de 1885, se convirtió en el Estado Independiente del Congo, Stanley ya había fundado, entre Kinshasa y Ndolo, la estación que bautizó con el nombre de Leopoldville. Era diciembre de 1881, faltaban tres años para que Roger Casement llegara a la selva y cuatro para que naciera legal mente el Estado Independiente del Congo. Para entonces este dominio colonial, el más grande del África, creado por un monarca que nunca pondría en él los pies, era ya una realidad comercial a la que los hombres de negocios europeos podían acceder desde el Atlántico, venciendo el obstáculo de un Bajo Congo intransitable por los rápidos, caídas de agua, vueltas y revueltas de las cataratas de Livingstone, gracias a esa ruta que, a lo largo de casi quinientos kilómetros, abrió Stanley entre Boma y Vivi hasta Leopoldville y el
pool
Cuando Roger llegó al África, audaces mercaderes, las avanzadillas de Leopoldo II, comenzaban a internarse en el territorio congolés y a sacar los primeros marfiles, pieles y canastas de caucho de una región llena de árboles que transpiraban el látex negro, al alcance de quien quisiera recogerlo.
En sus primeros años Africanos Roger Casement recorrió varias veces la ruta de las caravanas, río arriba, desde Boma y Vivi hasta Leopoldville, o río abajo, de Leo poldville a la desembocadura en el Atlántico, donde las aguas verdes y espesas se volvían saladas y por donde, en 1482, la carabela del portugués Diego Cao entró por primera vez al interior del territorio congolés. Roger llegó a conocer el Bajo Congo mejor que ningún otro europeo avecindado en Boma o en Matadi, los dos ejes desde los cuales la colonización belga avanzaba hacia el interior del continente.
Todo el resto de su vida, Roger lamentó —se lo decía una vez más ahora, en 1902, en medio de la fiebre— haber dedicado sus primeros ocho años en África a trabajar, como peón en una partida de ajedrez, en la construcción del Estado Independiente del Congo, invirtiendo en ello su tiempo, su salud, sus esfuerzos, su idealismo y creyendo que, de este modo, obraba por un designio filantrópico.
Aveces, buscándose justificaciones, se preguntaba: «¿Cómo hubiera podido yo darme cuenta de lo que pasaba en aquellos dos millones y medio de kilómetros cuadrados haciendo esos trabajos de capataz o jefe de grupo en la expedición de Stanley en 1884 y en la del norteamericano Henry Shelton Sanford entre 1886 y 1888, en estaciones y factorías recién instaladas a lo largo de la ruta de las caravanas?». El era apenas una minúscula pieza del gigantesco aparato que había empezado a tomar cuerpo sin que nadie, fuera de su astuto creador y un grupo íntimo de colaboradores, supiera en qué iba a consistir.
Sin embargo, las dos veces que habló con el rey de los belgas, en 1900, recién nombrado cónsul en Boma por el Foreign Office, Roger Casement sintió una profunda desconfianza hacia ese hombrón robusto, arrebozado de condecoraciones, de luengas barbas escarmenadas, formidable nariz y ojos de profeta que, sabiendo que él se hallaba en Bruselas de paso hacia el Congo, lo invitó a cenar. La magnificencia de aquel palacio de mullidas alfombras, ara ñas de cristal, espejos cincelados, estatuillas orientales, le produjo vértigo. Había una docena de invitados, además de la reina María Enriqueta, su hija la princesa Ciernentina y el príncipe Víctor Napoleón de Francia. El monarca acaparó la conversación toda la noche. Hablaba como un predicador inspirado y cuando describía las crueldades de los comerciantes árabes de esclavos que partían de Zanzíbar a hacer sus «correrías», su recia voz alcanzaba acentos místicos. La Europa cristiana tenía la obligación de poner fin a aquel tráfico de carne humana. El se lo había pro puesto y ésta sería la ofrenda de la pequeña Bélgica a la civilización: liberar a aquella dolida humanidad de semejante horror. Las elegantes señoras bostezaban, el príncipe Napoleón susurraba galanterías a su vecina y nadie escuchaba a la orquesta que tocaba un concierto de Haydn.
A la mañana siguiente Leopoldo II llamó al cónsul inglés para que hablaran a solas. Lo recibió en su gabinete particular. Había muchos bibelots de porcelana y figurillas de jade y marfil. El soberano olía a colonia y tenía las uñas charoladas. Como la víspera, Roger no pudo casi colocar palabra. El rey de los belgas habló de su empeño quijotesco y lo incomprendido que era por periodistas y políticos resentidos. Se cometían errores y había excesos, sin duda. ¿La razón? No era fácil contratar gente digna y capaz que quisiera arriesgarse a trabajar en el lejano Congo. Pidió al cónsul que si advertía algo que corregir en su nuevo destino le informara a él, personalmente. La impresión que el rey de los belgas le causó fue la de un persona je pomposo y ególatra.
Ahora, en 1902, dos años después, se decía que sin duda era eso, pero, también, un estadista de inteligencia fría y maquiavélica. Apenas constituido el Estado Independiente del Congo, Leopoldo II, mediante un decreto de 1886, reservó como
Domaine de la Couronne
(Dominio de la Corona) unos doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados entre los ríos Kasai y Ruki, que sus explora dores —principalmente Stanley— le indicaron eran ricos en árboles de caucho. Esa extensión quedó fuera de todas las concesiones a empresas privadas, destinada a ser expíotada por el soberano. La Asociación Internacional del Congo fue sustituida, como entidad legal, por L'Etat Indépendant du Congo, cuyo único presidente y
trustee
(apoderado) era Leopoldo II.
Explicando a la opinión pública internacional que la única manera efectiva de suprimir la trata de esclavos era mediante «una fuerza de orden», el rey envió al Congo dos mil soldados del Ejército regular belga al que debía añadirse una milicia de diez mil nativos, cuyo mantenimiento debería ser asumido por la población congolesa. Aunque la mayor parte de ese Ejército estaba comandado por oficiales belgas, en sus filas y, sobre todo, en los cargos directivos de la milicia, se infiltraron gentes de la peor calaña, rufianes, ex presidiarios, aventureros hambrientos de fortuna salidos de las sentinas y los barrios prostibularios de media Europa. La Forcé Publique se enquistó, como un parásito en un organismo vivo, en la maraña de aldeas diseminadas en una región del tamaño de una Europa que iría desde España hasta las fronteras con Rusia para ser mantenida por esa comunidad Áfricana que no entendía lo que le ocurría, salvo que la invasión que caía sobre ella era una plaga más depredadora que los cazadores de esclavos, las langostas, las hormigas rojas y los conjuros que traían el sueño de la muerte. Porque soldados y milicianos de la Fuerza Pública eran codiciosos, brutales e insaciables tratándose de comida, bebida, mujeres, animales, pieles, marfil y, en suma, de todo lo que pudiera ser robado, comido, bebido, vendido o fornicado.