Al mismo tiempo que de este modo se iniciaba la explotación de los congoleses, el monarca humanitario comenzó a dar concesiones a empresas para, según otro de los mandatos que recibió, «abrir mediante el comercio el camino de la civilización a los nativos del África». Algunos comerciantes murieron derribados por fiebres palúdicas, picados por serpientes o devorados por las fieras debido a su desconocimiento de la selva, y otros pocos cayeron bajo las flechas y lanzas envenenadas de nativos que osaban rebelarse contra esos forasteros de armas que reventaban como el trueno o quemaban como el rayo, quienes les explicaban que, según contratos firmados por sus caciques, tenían que abandonar sus sembradíos, la pesca, la caza, sus ritos y rutinas para volverse guías, cargadores, cazadores o recolectores de caucho, sin recibir salario alguno. Buen número de concesionarios, amigos y validos del monarca belga hicieron en poco tiempo grandes fortunas, sobre todo él.
Mediante el régimen de concesiones, las compañías se fueron extendiendo por el Estado Independiente del Congo en ondas concéntricas, adentrándose cada vez más en la inmensa región bañada por el Medio y Alto Congo y su telaraña de afluentes. En sus respectivos dominios, gozaban de soberanía. Además de ser protegidas por la Fuerza Pública, contaban con sus propias milicias a cuya cabeza figuraba siempre algún ex militar, ex carcelero, ex preso o forajido, algunos de los cuales se harían célebres en toda el África por su salvajismo. En pocos años el Congo se convirtió en el primer productor mundial del caucho que el mundo civilizado reclamaba cada vez en mayor cantidad para hacer rodar sus coches, automóviles, ferro carriles, además de toda clase de sistemas de transporte, atuendo, decoración e irrigación.
De nada de esto fue cabalmente consciente Roger Casement aquellos ocho años —1884 a 1892— en que, sudando la gota gorda, padeciendo fiebres palúdicas, tostándose con el sol Africano y llenándose de cicatrices por las picaduras, arañazos y rasguños de plantas y alimañas, trabajaba con empeño para apuntalar la creación comercial y política de Leopoldo II. De lo que sí se enteró fue de la aparición y reinado en aquellos infinitos dominios del emblema de la colonización: el chicote.
¿Quién inventó ese delicado, manejable y eficaz instrumento para azuzar, asustar y castigar la indolencia, la torpeza o la estupidez de esos bípedos color ébano que nunca acababan de hacer las cosas como los colonos esperaban de ellos, fuera el trabajo en el campo, la entrega de la mandioca (
kwango
), la carne de antílope o de cerdo salvaje y demás alimentos asignados a cada aldea o familia, o fueran los impuestos para sufragar las obras públicas que construía el Gobierno? Se decía que el inventor había sido un capitán de la Forcé Publique llamado monsieur Chicot, un belga de la primera oleada, hombre a todas luces práctico e imaginativo, dotado de un agudo poder de observación, pues advirtió antes que nadie que de la durísima piel del hipopótamo podía fabricarse un látigo más resistente y dañino que los de las tripas de equinos y felinos, una cuerda sarmentosa capaz de producir más ardor, sangre, cicatrices y dolor que cualquier otro azote y, al mismo tiempo, ligero y funcional, pues, engarzado en un pequeño mango de madera, capataces, cuarteleros, guardias, carceleros, jefes de grupo, lo podían enrollar en su cintura o colgarlo del hombro, casi sin darse cuenta que lo llevaban encima por lo poco que pesaba. Su sola presencia entre los miembros de la Fuerza Pública tenía un efecto intimidatorio: se agrandaban los ojos de los negros, las negras y los negritos cuando lo reconocían, las pupilas blancas de sus caras retintas o azuladas brillaban asustadas imaginando que, ante cualquier error, traspié o falta, el chicote rasgaría el aire con su inconfundible silbido y caería sobre sus pier nas, nalgas y espaldas, haciéndolos chillar.
Uno de los primeros concesionarios en el Estado Independiente del Congo fue el norteamericano Henry Shelton Sanford. Había sido agente y cabildero de Leopoldo II ante el Gobierno de Estados Unidos y pieza clave de su estrategia para que las grandes potencias le cedieran el Congo. En junio de 1886 se formó la Sanford Exploring Expedition (SEE) para comerciar con marfil, goma de mascar, caucho, aceite de palma y cobre, en todo el Alto Congo. Los forasteros que trabajaban en la Asociación Internacional del Congo, como Roger Casement, fueron transferidos a la SEE y sus empleos asumidos por belgas. Roger pasó a servir a la Sanford Exploring Expedition por ciento cincuenta libras esterlinas al año.
Comenzó a trabajar en septiembre de 1886 como agente encargado del almacén y del transporte en Matadi, palabra que en kikongo significa piedra. Cuando Roger se instaló allí, esa estación construida en la ruta de las cara vanas era apenas un claro abierto en el bosque a punta de machete, a orillas del gran río. Hasta allí había llegado cuatro siglos atrás la carabela de Diego Cao y el navegante portugués dejó inscrito en una roca su nombre, que todavía se podía leer. Una empresa de arquitectos e ingenieros alemanes comenzaba a construir las primeras casas, con madera de pino importada de Europa —¡importar madera al África!—, y embarcaderos y depósitos, trabajos que, una maña na —Roger recordaba nítidamente aquel percance—, fue ron interrumpidos por un ruido de terremoto y la irrupción en el claro de una manada de elefantes que por poco desaparece al naciente poblado. Seis, ocho, quince, dieciocho años Roger Casement fue viendo cómo aquella aldea minúscula que empezó a construir con sus propias manos para que sirviera de depósito de las mercancías de la San ford Exploring Expedition (SEE), se iba ensanchando, trepando las suaves colinas del contorno, aumentando las casas cúbicas de los colonos, de madera, de dos pisos, con largas terrazas, techos cónicos, jardincillos, ventanas pro tegidas con tela metálica y llenándose de calles, esquinas y gente. Además de la primera iglesita católica, la de Kinkanda, había ahora en 1902 otra más importante, la de Notre Dame Médiatrice, y una misión bautista, una far macia, un hospital con dos médicos y varias monjas enfermeras, una oficina de correos, una hermosa estación de ferrocarril, una comisaría, un juzgado, varios depósitos de aduana, un sólido embarcadero y tiendas de ropa, alimentos, conservas, sombreros, zapatos e instrumentos de labranza. Alrededor de la ciudad de los colonos había surgido una variopinta barriada de bakongos de chozas de cañas y barro. Aquí, en Matadi, se decía a veces Roger, estaba presente, mucho más que en la capital, Boma, la Europa de la civilización, la modernidad y la religión cristiana. Matadi tenía ya un pequeño cementerio en la colina de Tunduwa, junto a la misión. Desde esa altura se dominaban las dos orillas y una larga franja del río. Allí se enterraba a los europeos. Por la ciudad y el embarcadero circulaban sólo los indígenas que trabajaban como sirvientes o cargadores y tenían un pase que los identificaba. Cualquier otro que franqueara esos límites era expulsado para siempre de Matadi después de pagar una multa y recibir unos chicotazos. Todavía en 1902 el gobernador general podía jactarse de que ni en Boma ni en Matadi se había registrado un solo robo, homicidio ni violación.
De los dos años en que trabajó para la Sanford Exploring Expedition, entre sus veintidós y veinticuatro años, Roger Casement recordaría siempre dos episodios: el transporte del
Florida
a lo largo de varios meses, desde Banana, el minúsculo puerto en la desembocadura del río Congo en el Atlántico, hasta Stanley Pool, por la ruta de las caravanas, y el incidente con el teniente Francqui, a quien, rompiendo por una vez su serena disposición de ánimo por la que le hacía bromas su amigo Herbert Ward, estuvo a punto de lanzar a los remolinos del río Congo y de quien se salvó de milagro de recibir un balazo.
El Florida fue un imponente barco que la SEE trajo hasta Boma, para que sirviera de mercante en el Me dio y Alto Congo, es decir, al otro lado de los Montes de Cristal. Livingstone Falls, la cadena de cataratas que sepa raba a Boma y Matadi de Leopoldville, remataba en un nudo de torbellinos que le ganaron la denominación de Caldero del Diablo. A partir de allí y hacia el oriente el río era navegable en miles de kilómetros. Pero, hacia el occidente, perdía mil pies de altura en su descenso al mar, lo que en largos tramos del recorrido lo volvía innavegable.
Para ser llevado por tierra hasta Stanley Pool, el
Florida
fue desarmado en centenares de piezas, que, clasificadas y empaquetadas, viajaron a hombros de cargadores nativos los 478 kilómetros de la ruta de las caravanas. A Roger Casement se le encomendó la pieza más grande y pesada: el casco de la nave. Lo hizo todo. Desde vigilar la construcción de la enorme carreta donde fue izado hasta reclutar el centenar de cargadores y macheteros que tiraron a través de las cumbres y quebradas de los Montes de Cristal la inmensa carga, ensanchando la trocha a machetazos.
Y construyendo terraplenes y defensas, levantando campamentos, curando a los enfermos y accidentados, sofocando los pleitos entre miembros de las diferentes etnias y organizando los tumos de vigilancia, el reparto de comidas y la caza y la pesca cuando los alimentos escaseaban. Fueron tres meses de riesgos y preocupaciones, pero también de entusiasmo y la conciencia de hacer algo que significaba progreso, un combate exitoso contra una naturaleza hostil. Y, Roger lo repetiría muchas veces en los años venideros, sin usar el chicote ni permitir que abusaran de él esos capataces apodados «zanzibarianos» porque procedían de Zanzíbar, capital de la trata, o se comportaban con la crueldad de los traficantes de esclavos.
Cuando, ya en la gran laguna fluvial de Stanley Pool, el
Florida
fue rearmado y puesto a navegar, Roger viajó en ese barco por el Medio y Alto Congo, asegurando los de pósitos y el transporte de las mercancías de la Sanford Ex ploring Expedition por localidades que, años más tarde, visitaría de nuevo durante su viaje al infierno de 1903: Bolobo, Lukolela, la región de Irebu y, finalmente, la estación del Ecuador rebautizada con el nombre de Coquilhatville.
El incidente con el teniente Francqui, quien, a diferencia de Roger, no tenía repugnancia alguna contra el chicote y lo usaba con liberalidad, ocurrió al retomo de un viaje a la línea ecuatorial, a unos cincuenta kilómetros río arriba de Boma, en una ínfima aldea innominada. El teniente Francqui, al mando de ocho soldados de la Fuerza Pública, todos nativos, había llevado a cabo una expedición punitiva por el eterno problema de los braceros. Siempre ha cían falta más de los que había para cargar las mercancías de las expediciones que iban y venían entre Boma-Matadi y Leopoldville-Stanley Pool. Como las tribus se resistían a entregar a su gente para ese servicio agotador, de cuando en cuando la Fuerza Pública y a veces los concesionarios privados llevaban a cabo incursiones contra las aldeas refracta rias, en las que, además de llevarse amarrados en hilera a los hombres en condiciones de trabajar, se quemaban algunas cabañas, se decomisaban pieles, marfiles y animales y se daba una buena azotaina a los caciques para que en el futuro cumplieran con los compromisos contraídos.
Cuando Roger Casement y su pequeña compañía de cinco cargadores y un «zanzibariano» entraron al case río, las tres o cuatro chozas estaban ya en cenizas y los pobladores habían huido. La excepción era ese muchacho, casi un niño, tumbado en el suelo, con las manos y pies atados a unas estacas, sobre cuyas espaldas el teniente Francqui descargaba su frustración a chicotazos. Generalmente, los azotes no los daban los oficiales sino los soldados. Pero el teniente se sentía sin duda agraviado por la fuga de to do el pueblo y quería vengarse. Rojo de ira, sudando a chorros, daba un pequeño bufido a cada chicotazo. No se inmutó al ver aparecer a Roger y su grupo. Se limitó a responder a su saludo con una inclinación de cabeza y sin interrumpir el castigo. El chiquillo debía haber perdido el sentido hacía rato. Su espalda y piernas eran una masa sanguinolenta y Roger recordaba un detalle: cerca del cuerpecillo desnudo desfilaba una columna de hormigas.
—Usted no tiene derecho de hacer eso, teniente Francqui —dijo, en francés—. ¡Ya basta!
El menudo oficial bajó el chicote y se volvió a mirar la larga silueta, de barbas, desarmada, que llevaba en las manos una estaca para tentar el suelo y apartar la hojarasca durante la marcha. Un perrito revoloteaba entre sus piernas. La sorpresa hizo que la cara redonda del teniente, de recortado bigotito y ojitos parpadeantes, pasara de la congestión a la lividez y de nuevo a la congestión.
—¿Qué ha dicho usted? —rugió. Roger lo vio soltar el chicote, llevarse la mano derecha a la cintura y forcejear con la cartuchera donde asomaba la cacha del revólver. En un segundo comprendió que en su rabieta el oficial podía dispararle. Reaccionó con vivacidad. Antes de que consiguiera sacar el arma, lo había sujetado del pescuezo a la vez que de un manotazo le arrebataba el revólver que acababa de empuñar. El teniente Francqui trataba de zafarse de los dedos que lo acogotaban. Tenía los ojos salta dos como un sapo.
Los ocho soldados de la Fuerza Pública, que con templaban el castigo filmando, no se habían movido, pero Roger supuso que, desconcertados con lo que sucedía, tenían las manos sobre sus escopetas y esperaban una or den de su jefe para actuar.
—Me llamo Roger Casement, trabajo para la SEE y usted me conoce muy bien, teniente Francqui, porque alguna vez hemos jugado al póquer en Matadi —dijo, soltándolo, agachándose a coger el revólver y devolviéndoselo con un gesto amable—. La manera como azota a este joven es un delito, sea cual sea la falta que cometió. Como oficial de la Forcé Publique, lo sabe mejor que yo, porque, sin duda, conoce las leyes del Estado Independiente del Congo. Si este muchacho muere por culpa de los chicotazos, cargará en su conciencia con un crimen.
—Cuando vine al Congo tomé la precaución de dejar mi conciencia en mi país —dijo el oficial. Ahora tenía una expresión burlona y parecía preguntarse si Ca sement era un payaso o un loco. Su histeria se había disi pado—. Menos mal que fue usted rápido, estuve a punto de pegarle un balazo. Me hubiera metido en un buen lío diplomático matando a un inglés. De todas maneras, le aconsejo que no interfiera, como acaba de hacerlo, con mis colegas de la Forcé Publique. Tienen mal carácter y con ellos le podría ir peor que conmigo.
Se le había pasado la cólera y ahora parecía deprimido. Ronroneó que alguien había prevenido a éstos de su llegada. El tendría que regresar ahora a Matadi con las manos vacías. No dijo nada cuando Casement ordenó a su tropa que desamarrara al muchacho, lo echara en una hamaca y, colgada ésta entre dos estacas, partió con él rumbo a Boma. Cuando llegaron allí, dos días después, pese a las heridas y a la sangre perdida, el muchacho seguía vivo. Roger lo dejó en la posta sanitaria. Fue al juzgado a sentar una denuncia contra el teniente Francqui por abuso de autoridad. En las semanas siguientes dos veces lo llamaron a declarar y en los largos y estúpidos interroga torios del juez comprendió que su denuncia sería archiva da sin que el oficial fuera siquiera amonestado.