En los cuatro años que trabajó en Liverpool Roger continuó viviendo donde sus tíos Grace y Edward, a los que entregaba parte de su salario y quienes lo trataban como a un hijo. Se llevaba bien con sus primos, sobre todo con Gertrude, con la que domingos y días feriados iba a remar y a pescar si había buen tiempo, o se quedaba en casa leyendo en voz alta junto a la chimenea si llovía. Su relación era fraterna, sin pizca de malicia ni coquetería. Gertrude fue la primera persona a la que mostró los poemas que escribía en secreto. Roger llegó a conocer al dedillo el movimiento de la compañía y, sin haber puesto nunca los pies en los puertos Africanos, hablaba de ellos como si se hubiera pasado la vida entre sus oficinas, comercios, trámites, costumbres y gentes que los poblaban.
Hizo tres viajes al África Occidental en el SSBounny y la experiencia lo entusiasmó tanto que, luego del tercero, renunció a su empleo y anunció a sus hermanos, tíos y primos que había decidido irse al África. Lo hizo de una manera exaltada y, según le dijo su tío Edward, «como esos cruzados que en la Edad Media partían al Oriente a liberar Jerusalén». La familia fue a despedirlo al puerto y Gee y Nina echaron unos lagrimones. Roger acababa de cumplir veinte años.
Cuando el
sheriff
abrió la puerta de la celda y lo enanizó con la mirada, Roger estaba recordando, avergonzado, que siempre había sido partidario de la pena de muerte. Lo hizo público hacía pocos años, en su
Informe sobre el Putumayo
para el Foreign Office, el
Blue Book
(Libro Azul), reclamando para el peruano Julio César Arana, el rey del caucho en el Putumayo, un escarmiento ejemplar: «Si consiguiéramos que al menos él fuera ahorcado por esos crímenes atroces, eso sería el principio del fin de ese interminable martirio y de la infernal persecución contra los desdichados indígenas». No escribiría ahora esas mismas palabras. Y, antes, se le había venido a la cabeza el recuerdo del malestar que solía sentir al entrar en una casa y descubrir en ella una pajarera. Los canarios, jilgueros o loros enjaulados le habían parecido siempre víctimas de una crueldad inútil.
—Visita —murmuró el
sheriff
observándolo con desprecio en los ojos y en la voz. Mientras Roger se levantaba y se sacudía el uniforme de penado a manotazos, añadió con sorna—: Hoy está usted otra vez en la prensa, señor Casement. No por traidor a su patria…
—Mi patria es Irlanda —lo interrumpió él.
—… sino por sus asquerosidades —el
sheriff
chasqueaba la lengua como si fuera a escupir—. Traidor y malvado al mismo tiempo. ¡Vaya basura! Será un placer verlo bailar en una cuerda, ex sir Roger.
—¿Rechazó el gabinete el pedido de clemencia?
—Todavía —se demoró en responder el
sheriff
— Pero lo rechazará. Y también Su Majestad el rey, por supuesto.
—A él no le pediré clemencia. Es el rey de ustedes, no mío.
—Irlanda es británica —murmuró el
sheriff
—. Ahora más que antes, después de haber aplastado ese cobarde Alzamiento de Semana Santa en Dublín. Una puñalada por la espalda contra un país en guerra. A sus líderes yo no los hubiera fusilado sino ahorcado.
Se calló porque ya habían llegado al locutorio.
No era el padre Carey, el capellán católico de Pentonville Prison, quien había venido a visitarlo, sino Gertrude, Gee, su prima. Lo abrazó con mucha fuerza y Roger la sintió temblar en sus brazos. Pensó en un pajarillo aterido. Cómo había envejecido Gee desde su encarcelación y juicio. Recordó a la muchacha traviesa y animosa de Liverpool, a la mujer atractiva y amante de la vida de Londres, a la que por su pierna enferma sus amigos llamaban cariñosamente
Hoppy
(Cojita). Era ahora una viejecita encogida y enfermiza, no la mujer sana, fuerte y segura de sí misma de hacía pocos años. La luz clara de sus ojos se había apagado y había arrugas en su cara, cuello y manos. Vestía de oscuro, unas ropas gastadas.
—Debo apestar a todas las porquerías del mundo —bromeó Roger, señalando su uniforme lanudo de color azul—. Me han quitado el derecho a bañarme. Me lo devolverán sólo por una vez, si me ejecutan.
—No lo harán, el Consejo de Ministros aprobará la clemencia —afirmó Gertrude, moviendo la cabeza para dar más fuerza a sus palabras—. El presidente Wilson intercederá por ti ante el Gobierno británico, Roger. Ha prometido enviar un telegrama. Te la concederán, no habrá ejecución, créeme.
Lo decía de manera tan tensa, con una voz tan quebrada, que Roger sintió pena por ella, por todos los amigos que, como Gee, sufrían estos días la misma angustia e incertidumbre. Tenía ganas de preguntarle por los ataques de los periódicos que había mencionado el carcelero, pero se contuvo. ¿El presidente de los Estados Unidos intercedería por él? Serían iniciativas de
John
Devoy y demás amigos del Clan na Gael. Si lo hacía, su gestión tendría efecto. Todavía quedaba una posibilidad de que el gabinete le conmutara la pena.
No había dónde sentarse y Roger y Gertrude permanecían de pie, muy juntos, dando la espalda al
sheriff
y al guardia. Las cuatro presencias convertían el pequeño locutorio en un lugar claustrofóbico.
—Gavan Duffy me contó que te habían echado del colegio de Queen Anne's —se disculpó Roger—. Ya sé que ha sido por mi culpa. Te pido mil perdones, querida Gee. Causarte daño es lo último que hubiera querido.
—No me echaron, me pidieron que aceptara la cancelación de mi contrato. Y me dieron una indemnización de cuarenta libras. No me importa. Así he tenido más tiempo para ayudar a Alice Stopford Green en sus gestiones para salvarte la vida. Eso es lo más importante ahora.
Cogió la mano de su primo y se la apretó con ternura. Gee enseñaba hacía muchos años en la escuela del Hospital de Queen Anne's, en Caversham, donde llegó a ser subdirectora. Siempre le gustó su trabajo, del que refería divertidas anécdotas en sus cartas a Roger. Y ahora, por su parentesco con un apestado, sería una desempleada. ¿Tendría de qué vivir o quien la ayudara?
—Nadie cree las infamias que están publicando contra ti —dijo Gertrude, bajando mucho la voz, como si los dos hombres que estaban allí pudieran no oírla—. Todas las personas decentes están indignadas de que el Gobierno se valga de esas calumnias para quitarle fuerza al manifiesto que ha firmado tanta gente importante a tu favor, Roger.
Se le cortó la voz, como si fuera a sollozar. Roger la abrazó de nuevo.
—Te he querido tanto, Gee, queridísima Gee —le susurró al oído—. Y, ahora, todavía más que antes. Siempre te agradeceré lo leal que has sido conmigo en las buenas y en las malas. Por eso, tu opinión es una de las pocas que me importa. ¿Sabes que todo lo que he hecho fue por Irlanda, no es cierto? Por una causa noble y generosa, como es la de Irlanda. ¿No es así, Gee?
Ella se había puesto a sollozar, bajito, la cara aplastada contra su pecho.
—Tenían diez minutos y han pasado cinco —recordó el
sheriff
, sin volverse a mirarlos—. Les quedan cinco todavía.
—Ahora, con tanto tiempo para pensar —dijo Roger, en el oído de su prima—, recuerdo mucho esos años en Liverpool, cuando éramos tan jóvenes y la vida nos sonreía, Gee.
—Todos creían que éramos enamorados y que algún día nos casaríamos —murmuró Gee—. Yo también recuerdo esa época con nostalgia, Roger.
—Eramos más que enamorados, Gee. Hermanos, cómplices. Las dos caras de una moneda. Así de unidos. Tú fuiste muchas cosas para mí. La madre que perdí a los nueve años. Los amigos que nunca tuve. Contigo me sentí siempre mejor que con mis propios hermanos. Me dabas confianza, seguridad en la vida, alegría. Más tarde, en todos mis años en el África, tus cartas eran mi único puente con el resto del mundo. No sabes con qué felicidad recibía tus cartas y cómo las leía y releía, querida Gee.
Se calló. No quería que su prima advirtiera que estaba a punto de llorar él también. Desde joven había detestado, sin duda por su educación puritana, las efusiones públicas de sentimentalismo, pero en estos últimos meses incurría a veces en ciertas debilidades que antes le disgustaban tanto en los demás. Gee no decía nada. Permanecía abrazada a él y Roger sentía su respiración agitada, que hinchaba y deshinchaba su pecho.
—Tú fuiste la única persona a la que enseñé mis poemas. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo que eran malísimos —dijo Gertrude—. Pero yo te quería tanto que te los alababa. Hasta me aprendí alguno de memoria.
—Yo me daba muy bien cuenta de que no te gustaban, Gee. Fue una suerte que nunca los publicara. Es tuve a punto, como sabes.
Se miraron y terminaron por reírse.
—Estamos haciendo todo, todo, para ayudarte, Roger —dijo Gee, poniéndose de nuevo muy seria. También su voz había envejecido; antes era firme y risueña y, ahora, vacilante y resquebrajada—. Los que te queremos, que somos muchos. Alice, la primera, por supuesto. Moviendo cielo y tierra. Escribiendo cartas, visitando políticos, autoridades, diplomáticos. Explicando, rogando. Tocando todas las puertas. Ella hace gestiones para venir a verte. Es difícil. Sólo los familiares están permitidos. Pero Alice es conocida, tiene influencias. Conseguirá el permiso y ven drá, verás. ¿Sabías que cuando el Alzamiento en Dublín Scotland Yard registró su casa de arriba abajo? Se llevaron muchos papeles. Ella te quiere y te admira tanto, Roger.
«Lo sé», pensó Roger. El también quería y admi raba a Alice Stopford Green. La historiadora, irlandesa y de familia anglicana como Casement, cuya casa era uno de los salones intelectuales más concurridos de Londres, centro de tertulias y reuniones de todos los nacionalistas y autonomistas de Irlanda, había sido más que una amiga y una consejera para él en materias políticas. Lo había educado y hecho descubrir y amar el pasado de Irlanda, su larga historia y su floreciente cultura antes de ser absorbida por su poderoso vecino. Le había recomendado libros, lo había ilustrado en apasionadas conversaciones, lo había incitado a que continuara con esas lecciones del idioma irlandés que, por desgracia, nunca llegó a dominar. «Me moriré sin hablar gaélico», pensó. Y, más tarde, cuando él se volvió un nacionalista radical, fue Alice la primera persona que comenzó a llamarlo en Londres con el apodo que le había puesto Herbert Ward y que a Roger le hacía tan ta gracia: «El celta».
—Diez minutos —sentenció el
sheriff
— Hora de despedirse.
Sintió que su prima se abrazaba a él y que su boca trataba de acercarse a su oído, sin conseguirlo, pues era mucho más alto que ella. Le habló adelgazando la voz hasta hacerla casi inaudible:
—Todas esas cosas horribles que dicen los periódicos son calumnias, mentiras abyectas. ¿No es cierto, Roger?
La pregunta lo tomó tan desprevenido que demoró unos segundos en contestar.
—No sé qué dice de mí la prensa, querida Gee. Aquí no llega. Pero —buscó cuidadosamente las palabras—, seguro que lo son. Quiero que tengas presente una sola cosa, Gee. Y que me creas. Me he equivocado muchas veces, por supuesto. Pero no tengo nada de que avergonzarme. Ni tú ni ninguno de mis amigos tienen que avergonzarse de mí. ¿Me crees, no, Gee?
—Claro que te creo —su prima sollozó, tapándo se la boca con las dos manos.
De regreso a su celda, Roger sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Hizo un gran esfuerzo para que el
sheriff
no lo notara. Era raro que le vinieran ganas de llorar. Que recordara, no había llorado en esos meses, des de su captura. Ni durante los interrogatorios en Scotland Yard, ni durante las audiencias del juicio, ni al escuchar la sentencia que lo condenaba a ser ahorcado. ¿Por qué ahora? Por Gertrude. Por Gee. Verla sufrir de ese modo, dudar de ese modo, significaba cuando menos que para ella su persona y su vida eran preciosas. No estaba, pues, tan solo como se sentía.
El viaje del cónsul británico Roger Casement río Congo arriba, que comenzó el 5 de junio de 1903 y que cambiaría su vida, debió haberse iniciado un año antes. El había estado sugiriendo esta expedición al Foreign Office desde que, en 1900, luego de servir en Oíd Calabar (Nigeria), Lourenco Marques (Maputo) y Sao Paulo de Luanda (Angola), tomó oficialmente residencia como cónsul de Gran Bretaña en Boma —una contrahecha aldea— alegando que la mejor manera de presentar un informe sobre la situación de los nativos en el Estado Independiente del Congo era salir de esta remota capital hacia los bosques y tribus del Medio y Alto Congo. Allí se llevaba a cabo la explotación sobre la que venía informando al Ministerio de Relaciones Exteriores desde que llegó a estos dominios. Por fin, después de sopesar aquellas razones de Estado que al cónsul, aunque las comprendía, no dejaban de revolverle el estómago —Gran Bretaña era aliada de Bélgica y no quería echar a ésta en brazos de Alemania—, el Foreign Office lo auto rizó a emprender el viaje hacia las aldeas, estaciones, misiones, puestos, campamentos y factorías donde se llevaba a cabo la extracción del caucho, oro negro ávidamente codiciado ahora en todo el mundo para las ruedas y parachoques de camiones y automóviles y mil usos industriales y domésticos más. Debía verificar sobre el terreno qué había de cierto en las denuncias sobre iniquidades cometidas contra los nativos en el Congo de Su Majestad Leopoldo II, el rey de los belgas, que hacían la Sociedad para la Protección de los Indígenas, en Londres, y algunas iglesias bautistas y misiones católicas en Europa y Estados Unidos.
Preparó el viaje con su meticulosidad acostumbrada y un entusiasmo que disimulaba ante los funcionarios belgas y los colonos y comerciantes de Boma. Ahora sí podría argumentar ante sus jefes, con conocimiento de causa, que el Imperio, fiel a su tradición de justicia y
fair play
, debía liderar una campaña internacional que pusiera punto final a esta ignominia. Pero entonces, a mediados de 1902, tuvo su tercer ataque de malaria, uno todavía peor que los dos anteriores, padecidos desde que, en un arranque de idealismo y sueño aventurero, decidió en 1884 dejar Europa y venir al África a trabajar para, mediante el comercio, el cristianismo y las instituciones sociales y po líticas de Occidente, emancipar a los Africanos del atraso, la enfermedad y la ignorancia.
No eran meras palabras. Creía profundamente en todo aquello, cuando, con veinte años de edad, llegó al continente negro. Las primeras fiebres palúdicas sólo se abatieron sobre él tiempo después. Acababa de concretarse el anhelo de su vida: formar parte de una expedición encabezada por el más famoso aventurero en suelo Africano: Henry Morton Stanley. ¡Servir a las órdenes del explorador que en un legendario viaje de cerca de tres años entre 1874 y 1877 había cruzado el África del este al oeste, siguiendo el curso del río Congo desde sus cabeceras hasta su desembocadura en el Atlántico! ¡Acompañar al héroe que encontró al desaparecido doctor Livingstone! Entonces, como si los dioses quisieran apagar su exaltación, tuvo el primer ataque de malaria. Nada comparado a lo que fue el segundo y, sobre todo, tres años después —1887— y, sobre todo, este tercero de 1902, en el que por primera vez creyó morir. Los síntomas fueron los mismos esa madrugada de mediados de 1902 cuando, ya abultado el maletín con sus mapas, brújula, lápices y cuadernos de notas, sintió, al abrir los ojos en el dormitorio del piso alto de su casa de Boma, en el barrio de los colonos, a pocos pasos de la Gobernación, que servía a la vez de residencia y oficina del consulado, que temblaba de frío. Apartó el mosquitero y vio, por las ventanas sin vidrios ni cortinas pero con rejillas metálicas para los insectos, acribilladas por el aguacero, las aguas fangosas del gran río y las islas del contorno cargadas de vegetación. No pudo ponerse de pie. Las piernas se le doblaron, como si fueran de trapo.
John
, su bulldog, empezó a brincar y ladrar, asustado. Se dejó caer en la cama de nuevo. Su cuerpo ardía y el frío le calaba los huesos. Llamó a gritos a Charlie y a Mawuku, el mayordomo y el cocinero congoleses que dormían en la planta baja, pero ninguno contestó. Estarían fuera y, sorprendidos por la tormenta, habrían corrido a guarecerse bajo la copa de algún baobab hasta que amainara. ¿Malaria, otra vez?, maldijo el cónsul. ¿Justamente en vísperas de la expedición? Tendría diarreas, hemorragias y la debilidad lo obligaría a guardar cama días y semanas, atontado y con escalofríos.