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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (26 page)

BOOK: El sueño más dulce
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Cuando llegó al pie de la escalera, encontró a Rose con los brazos en jarras y una mueca de desconfianza en el rostro.

—Si pretendes acostarte con Sophie, piénsatelo mejor. Aunque Roland Shattock no le haga caso, Colin está loco por ella.

—¿Sophie? —balbuceó Franklin.

—Oh, sí, todos vais detrás de Sophie.

—Ha sido un error —dijo Franklin—. Un error, nada más.

—¿De veras? —preguntó Rose—. ¿Crees que puedes engañarme? —Le dio la espalda y se metió en la cama.

Pese a que no estaba enamorada de Franklin, que ni siquiera le gustaba, le habría gustado que intentara ligársela. Una hermana; vamos, ya le enseñaría ella qué clase de hermana era. No podía rechazar a un negro, ¿verdad? Lo heriría en su amor propio.

Franklin, hecho un ovillo en su cama, tenso como un puño, lloraba desconsoladamente.

Aquel año tumultuoso, 1968, fue bastante pacífico en casa de Julia, que desde hacía tiempo no estaba llena de «críos» sino de adultos formales.

Cuatro años es mucho tiempo..., al menos cuando uno es joven.

Sylvia, que al final se reveló como una persona extraordinariamente brillante, había comprimido los estudios de dos años en uno, abordaba los exámenes como si de retos estimulantes se tratase y no parecía cultivar amistades. Se había convertido al catolicismo, visitaba a menudo a un jesuita de Farm Street llamado padre Jack e iba todos los domingos a la catedral de Westminster. Le faltaba poco para licenciarse en Medicina.

A Andrew también le iba bien. Viajaba desde Cambridge con frecuencia. A su madre le preocupaba que no tuviese novia, pero él decía que aún le daba dentera pensar en todas las uvas verdes que les había visto comer a ellos, «los carrozas».

Colin había accedido a presentarse a los exámenes finales del instituto, pero no lo hizo. Pasó semanas enteras en la cama, gritando «largo» a cualquiera que llamase a su puerta. Un día se levantó como si tal cosa y anunció que quería ver mundo —«Es hora de que vea mundo, mamá»—, y se marchó. Llegaron postales de Italia, Alemania, Estados Unidos, Cuba («Ya podéis decirle a Johnny de mi parte que está como una cabra. Este país es una mierda»), Brasil y Ecuador. Entre viaje y viaje regresaba a casa y se mostraba cortés, pero poco comunicativo.

Sophie se había graduado en la escuela de arte dramático y de vez en cuando le ofrecían un pequeño papel en una obra. Fue a ver a Frances y se quejó de que la habían encasillado por culpa de su aspecto. Frances no respondió: «No te preocupes, eso pasará con el tiempo.» Vivía con Roland Shattock, que ya se había hecho un nombre e interpretado a Hamlet. Le confesó a Frances que no era feliz con él y que sabía que debía dejarlo.

Frances había estado a punto de volver al teatro. Había llegado a aceptar un papel tentador, pero en el último momento se había visto obligada a rechazarlo. El dinero; el dinero otra vez. Ya no tenía que pagar los estudios de Colin, y Julia se había ofrecido a hacerse cargo de los de Sylvia y Andrew, pero entonces Sylvia les pidió permiso para que Phyllida se instalara en el apartamento del sótano. He aquí lo que había ocurrido: Johnny había telefoneado a Sylvia para ordenarle que fuera a ver a su madre: «Y no te niegues, Tilly, no pongas excusas.»

Sylvia había encontrado a su madre esperándola, vestida como para aparentar cordura, aunque con aspecto enfermizo. En la casa no había nada que comer, ni siquiera una barra de pan. Johnny se había ido a vivir con Stella Linch y no pagaba el alquiler. Le había dicho que se buscara un trabajo.

—¿Cómo voy a buscar trabajo, Tilly? —había preguntado Phyllida a su hija—. No estoy bien.

Era evidente.

—¿Por qué no me llamas Sylvia?

—No puedo. Todavía oigo a mi niña diciendo: «Soy Tilly.» La pequeña Tilly; así es como te recuerdo.

—Fuiste tú quien me puso el nombre de Sylvia.

—De acuerdo, Tilly, lo intentaré. —Antes de que la verdadera conversación hubiese empezado, Phyllida estaba enjugándose las lágrimas con pañuelos de papel—. Si pudiera vivir en ese apartamento, me las apañaría. A veces consigo sacarle algo de dinero a tu padre.

—No quiero oír hablar de él —dijo Sylvia—. Nunca fue un padre para mí. Casi no lo recuerdo.

Su padre era el camarada Alan Johnson, tan célebre como el camarada Johnny. Había combatido en la guerra civil española —en su caso, de verdad— y lo habían herido. Julia, que había seguido su ascenso hacia el estrellato, lo describía como «un eminente rojo errante, igual que Johnny».

—Johnny piensa que Alan me da más dinero del que en realidad me entrega. Hace más de dos años que no me pasa ni un penique.

—Te he dicho que no quiero oír hablar de él.

Estaban sentadas en una habitación casi desierta, porque Johnny se había llevado prácticamente todos los muebles para empezar su nueva vida con Stella. Había una mesa pequeña, dos sillas y un viejo sofá.

—Mi vida ha sido un calvario —se lamentó Phyllida, en un tono tan familiar que Sylvia se levantó. No se trataba de una táctica ni de una artimaña: se sentía expulsada por su madre, por el miedo. Comenzaba a apoderarse de ella ese temblor interior que en el pasado la había dejado indefensa, incapacitada, histérica.

—No es culpa mía —dijo.

—Tampoco mía, desde luego —replicó Phyllida con la ronca y fluctuante voz de su letanía de quejas—. Nunca he hecho nada para merecer el trato que he recibido.

En ese momento reparó en que Sylvia se había ido al otro extremo de la habitación, lo más lejos posible de ella, y que la miraba con una mano sobre la boca, como si estuviera a punto de vomitar.

—Lo siento —se disculpó—. Por favor, no te vayas. Siéntate, Tilly... Sylvia.

La chica regresó, apartó su silla de la de su madre, se sentó y aguardó con expresión gélida.

—Si pudiera vivir en ese apartamento, me las apañaría. Se lo pediría a Julia, pero Frances me da miedo. Se negaría. Por favor, pídeselo por mí.

—¿Acaso no harías tú lo mismo? —inquirió Sylvia con aspereza. La gente que conocía y quería a la deliciosa criatura que, en palabras de Julia, «da vida a esta casa como un pajarillo», no habría reconocido ese semblante pétreo.

—Pero no es culpa mía... —empezó Phyllida otra vez, y al ver que Sylvia se levantaba para irse, dijo—: No, no, espera. Lo lamento.

—No aguanto tus quejas ni tus acusaciones. ¿No lo entiendes, mamá? No lo soporto.

—No lo haré más, te lo prometo —aseguró Phyllida, intentando sonreír.

—¿Lo dices en serio? Quiero terminar con los exámenes y ser médico. Si estás en la casa, acosándome todo el tiempo, tendré que largarme. No lo soporto.

Su vehemencia sorprendió a Phyllida.

—Ay, cariño —suspiró—, ¿tan mala madre he sido?

—Sí, y todavía lo eres. Cuando era niña no dejabas de decirme que todo era culpa mía, que si no fuese por mí podrías hacer esto o aquello. Una vez me amenazaste con que las dos meteríamos la cabeza en el horno y moriríamos juntas.

—¿De veras? Supongo que sería por una buena razón.

—Oh, mamá. —Sylvia se levantó—. Hablaré con Julia y con Frances, pero no pienso cuidar de ti. No esperes que lo haga. Estarías martirizándome todo el tiempo.

De manera que justo cuando Frances decidió con alegría dejar para siempre el periodismo, a Tía Vera y los artículos sociológicos serios, por no mencionar los pequeños trabajos que hacía con Rupert Boland, Julia le comunicó que tendría que pasarle una asignación a Phyllida y cuidar de ella.

—No es como tú, Frances. Es incapaz de valerse por sí misma; pero ya le he dicho que deberá arreglárselas sola y no molestarte.

—Lo más importante es que no moleste a Sylvia.

—Según ella, sabrá arreglárselas.

—Espero que no se equivoque.

—Pero si yo le paso una asignación a Phyllida... ¿podrías ocuparte tú de los gastos de Andrew? ¿Ganas lo suficiente?

—Sí, por supuesto.

Así fue como volvió a esfumarse el sueño del teatro. Todo eso había ocurrido en el otoño de 1964, junto con otro acontecimiento: Rose se había marchado.

Sabía que le había ido bien en los exámenes; no necesitaba que los resultados se lo confirmaran. Apareció en un momento en que Frances, Colin y Andrew estaban juntos.

—Tengo una gran noticia: me largo —anunció—. De manera que por fin os libraréis de mí. Me voy para siempre. Voy a estudiar a la universidad. —Y bajó la escalera corriendo.

Poco después se esfumó. Esperaban que llamara o escribiese, pero no lo hizo. Dejó el apartamento del sótano hecho una pocilga: ropa esparcida por el suelo, restos de un bocadillo en una silla y un par de medias colgadas en el tendedero del baño. Por otro lado, los «críos» vivían de esa manera, y aquello no era necesariamente un indicio de que hubiera sucedido algo fuera de lo normal.

Frances telefoneó a los padres de Rose. No, no sabían nada de ella.

—Dijo que iba a estudiar a la universidad.

—¿De veras? Bueno, supongo que cuando le venga bien nos lo hará saber.

¿Habría que avisar a la policía? No parecía lo más indicado en el caso de Rose. En varias ocasiones habían discutido largamente la idea de llamar a la policía por Rose, Jill e incluso por Daniel —que cierta vez había desaparecido durante varias semanas—, y siempre la habían rechazado porque no constituía una medida acorde con los principios de los sesenta. No debían ponerse en contacto con la pasma, los maderos, la bofia, los representantes de la tiranía fascista (Gran Bretaña). Julio..., agosto... Geoffrey había oído a través de la red de información que entonces comunicaba a los jóvenes de distintos continentes que Rose estaba en Grecia con un revolucionario americano.

En agosto Phyllida consiguió lo que quería y se instaló en el apartamento del sótano. En septiembre Rose regresó con una enorme mochila negra a la espalda y la dejó en el suelo de la cocina.

—He vuelto —proclamó—, con todos mis bienes terrenales.

—Espero que te lo hayas pasado bien —comentó Frances.

—Y una mierda. Los griegos son un asco. Bueno, llevaré mis cosas abajo.

—No puedes. ¿Por qué no nos informaste de tus planes? El apartamento está ocupado.

Rose se dejó caer en una silla, pasmada e impotente.

—Pero... ¿por qué?... Dije que... ¡No es justo!

—Dijiste que te marchabas para siempre. Y no te pusiste en contacto con nosotros para contarnos lo que pensabas hacer.

—Pero es mi apartamento.

—Lo siento, Rose.

—Puedo acampar en el salón.

—No, no puedes.

—Ya tengo los resultados de los exámenes. Sobresaliente en todos.

—Enhorabuena.

—Voy a ingresar en la universidad. En la London School of Economics.

—Pero ¿has solicitado plaza?

—Oh, mierda.

—Tus padres no saben nada al respecto.

—Ya veo, hay una conspiración contra mí.

Rose estaba encorvada y su rechoncha cara reflejaba una fragilidad insólita en ella. Estaba afrontando —quizá por primera vez, aunque seguramente no sería la última— el hecho de que su forma de ser podía hundirla en la...

—¡Mierda! —Repitió—: ¡Mierda! He sacado cuatro sobresalientes.

—Te aconsejo que preguntes a tus padres si están dispuestos a pagarte los estudios. En tal caso, ve al instituto y pídeles que intercedan por ti en la LSE. De todas maneras, me temo que el curso empezó hace tiempo.

Se levantó con dificultad, como un pájaro herido, cogió su enorme mochila negra y salió con paso vacilante de la cocina. No se oía nada desde el vestíbulo. ¿Estaba recuperándose, pensándolo mejor, tal vez? Entonces se oyó un portazo. No fue al instituto ni a casa de sus padres, pero los chicos la vieron en discotecas, manifestaciones y mítines políticos en distintos puntos de Londres.

Casi inmediatamente después de que Phyllida se instalara allí, llegó Jill. Era un fin de semana y Andrew se encontraba allí. Frances y él estaban cenando e invitaron a Jill a que los acompañara.

No le preguntaron qué había hecho. Tenía las manos cubiertas de cicatrices y había engordado hasta un extremo insalubre. Ya no era la jovencita rubia, delgada y pulcra del pasado; la ropa le venía demasiado ceñida y sus facciones se habían vuelto fofas. Aunque no la interrogaron, ella los puso al día. La habían internado en una institución psiquiátrica, se había fugado, había regresado voluntariamente y había acabado ayudando a las enfermeras con los demás pacientes. Pensaba que estaba curada, y los médicos coincidían con ella.

«¿Crees que podrías interceder ante el colegio para que me readmitieran? Si pudiera presentarme a los exámenes... Estoy segura de que aprobaría. Estuve estudiando un poco en el manicomio. —De nuevo Frances respondió que era un poco tarde—. ¿No podrías hablar con ellos?» —insistió Jill.

La complació, y en el instituto hicieron una excepción por Jill, a quien creían capaz de superar los exámenes si se aplicaba. Pero ¿dónde iba a vivir? Le preguntaron a Phyllida si le importaría ocupar la habitación donde se había alojado Franklin: «A caballo regalado...»

En cuanto Jill se instaló, sin embargo, Phyllida la convirtió en blanco de sus acusaciones. Desde la cocina oían la constante y monótona retahila de quejas, y al cabo de un solo día Jill pidió ayuda a Sylvia, y juntas fueron a hablar con Frances y Andrew.

—Nadie la soporta —dijo Sylvia—. No culpéis a Jill.

—No la culpo —repuso Frances.

—No la culpamos —convino Andrew.

—Podría dormir en el salón —sugirió Jill.

—Puedes usar nuestro cuarto de baño —ofreció Andrew.

Concedieron a Jill lo que les había parecido inadmisible en el caso de Rose, pues ella no llenaría el centro de la casa con nubarrones de ira y desconfianza.

—Lo sabía—comentó Julia—. Sabía que llegaría este momento. Esta hermosa casa se ha convertido en una pensión. Me sorprende que no haya sucedido antes.

—Casi nunca usamos el salón.

—Esa no es la cuestión, Andrew.

—Lo sé, abuela.

Tal fue la situación a partir del otoño de 1964: Andrew iba y venía desde Cambridge, Jill estudiaba con esmero, como una chica responsable y buena, Sylvia se esforzaba tanto que Julia decía entre lágrimas que acabaría por enfermar, Colin pasaba temporadas allí y temporadas fuera. Frances trabajaba en casa y en el Cosmo, a menudo colaborando con Rupert Boland en interesantes proyectos. Phyllida permanecía en el apartamento del sótano y se portaba bien, sin molestar a Sylvia, que rehuía su compañía.

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