Read El sueño más dulce Online

Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (30 page)

BOOK: El sueño más dulce
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La luz de la luna había llegado a sus pies. Eso significaba que llevaba un rato sentada allí. Sylvia no había hecho el más leve movimiento. Ninguno de los dos parecía respirar; podía haberlos dado por muertos. Se sorprendió pensando: «Si murieras, no te perderías gran cosa, Sylvia, porque acabarás como yo, una vieja con toda la vida a sus espaldas, consumiéndose en un caos de recuerdos dolorosos.» El Valium obró efecto por fin, y Julia se sumió en un sueño tan profundo que se balanceó lánguidamente entre las manos de Sylvia cuando ésta la sacudió.

La joven había despertado con la boca seca, y al ir a buscar agua había vislumbrado un pequeño fantasma sentado a la luz de la luna, que confiaba en que se esfumara cuando despertase del todo. Sin embargo, Julia no se esfumó. Sylvia se acercó a ella, la abrazó y la sacudió mientras la vieja emitía un gemido triste, desgarrador.

—Julia, Julia —susurro Sylvia, pensando que el joven necesitaba descansar—. Despierta, soy yo.

—Ay, Sylvia, no sé qué hacer. Ya no soy la que era.

—Levántate, querida, por favor. Tienes que ir a la cama.

Julia se puso en pie, tambaleándose, y Sylvia, que también se tambaleaba porque aún estaba adormilada, la acompañó fuera de la habitación y la ayudó a subir por la escalera.

Ya no salía luz de debajo de la puerta de Frances ni de la de Andrew, pero sí de la de Colin.

Sylvia acostó a Julia en su cama y la arropó con el edredón.

—Creo que estoy enferma, Sylvia. Debo de estarlo.

El lamento llegó directamente a la médico que había en Sylvia, quien la tranquilizó:

—Yo te cuidaré. Por favor, no estés triste.

Julia ya había cerrado los ojos. Sylvia, que también empezaba a dormirse, cruzó la habitación agarrándose a los respaldos de las sillas y regresó a su cuarto, donde encontró a su colega sentado en el suelo.

—¿Ya es de día?

—No, no, duérmete.

—Gracias a Dios. —Se tendió de nuevo mientras ella se arrojaba sobre la cama.

Colin era el único que permanecía despierto, acostado con los brazos alrededor de Sophie, que dormía con el perrito sobre la cadera, dormido también, aunque de vez en cuando agitaba su minúscula cola.

No estaba pensando en la hermosa mujer a quien abrazaba. Al igual que su madre un rato antes, se prometía insensatamente: «Lo mataré. ¡Juro que lo mataré!» ¡He aquí la cuestión! Si Johnny se había reconocido en la ponzoñosa trama de la novela, lo que se le pedía era un juicio de sobrehumana imparcialidad: sus pensamientos debían basarse sólo en criterios de excelencia literaria —¿Era una buena novela o no lo era?—, tal vez en recuerdos de las novelas que había leído cuando era un hombre culto, antes de sucumbir a los simplones encantos del realismo social. Era como esperar que la víctima de una caricatura cruel exclamase: «¡Oh, bien hecho! ¡Tienes mucho talento!»

En suma, al camarada Johnny se le exigía una conducta de la que su familia lo consideraba incapaz. Por otra parte, si no se había reconocido, era culpable de no sospechar cómo lo veían sus hijos, o al menos uno de ellos.

Julia, sufriendo y sufriendo, aunque no habría sabido decir por qué, si por Sylvia o por su propia vida, hojeaba los periódicos, los arrojaba a un lado, luego lo intentaba de nuevo y, cuando Wilhelm la llevaba al Cosmo, trataba de asimilar lo que se decía a su alrededor. El tema era la guerra de Vietnam. En ocasiones aparecía Johnny con su séquito, histriónico, persuasivo, y la saludaba con una inclinación de la cabeza o incluso con el puño en alto. A menudo lo acompañaba Geoffrey, a quien ella conocía bien, el apuesto joven que semejaba un Lochinvar llegado del oeste, como le decía a Wilhelm en tono burlón, citando el poema de Walter Scott; o Daniel, con su cabello rojo como un semáforo, o James, que se aproximó a ella y dijo: «Soy James, ¿me recuerda?» Pero Julia no recordaba a nadie con acento
cockney
.

—Es lo que se lleva —explicó Wilhelm—. Todos hablan con el acento de los barrios bajos.

—Pero ¿por qué? Es muy feo.

—Para conseguir trabajo. Son unos oportunistas. Si uno quiere conseguir un empleo en la televisión o en una película, tiene que dejar de hablar como una persona culta.

Los envolvía el humo de los cigarrillos y el ruido confuso de voces a menudo furiosas.

—¿Por qué cuando hablan de política parece que estén peleando?

—Ah, querida, si pudiéramos entenderlo...

—Me recuerda a los viejos tiempos, cuando iba de visita a Alemania y los nazis...

—Y los comunistas.

Acudieron a su mente las peleas, los gritos, las pedradas, las carreras... Sí, despertaba por las noches y oía pasos de gente que no paraba de correr.

Después de alguna atrocidad, corrían por las calles gritando.

Julia se sentaba en el sillón, rodeada de periódicos, hasta que sus pensamientos la empujaban a levantarse y pasearse por sus habitaciones, chascando la lengua con irritación cuando encontraba un adorno fuera de lugar o un vestido sobre el respaldo de una silla (¿qué hacía la señora Philby?). Toda su angustia se concentraba en esa época en la guerra de Vietnam. Resultaba inadmisible. ¿No les había bastado con aquella terrible guerra, la Primera, y luego con la Segunda? ¿Qué más querían? Se habían hartado de matar, y comenzaban de nuevo. ¿Estaban locos los americanos, que enviaban allí a sus jóvenes? A nadie le importaban los jóvenes, y cuando estallaba una guerra los reunían igual que a rebaños y los mandaban al matadero, como si no sirvieran para nada más. Una y otra vez. Nadie aprendía; aquello de las lecciones de la historia era una mentira: si hubieran asimilado la lección, en esos momentos no estarían lanzando bombas sobre Vietnam y los jóvenes... Por primera vez en muchos años Julia empezó a soñar con sus hermanos. Tenía pesadillas por culpa de esta guerra. En la televisión veía a los americanos luchar contra la policía porque no estaban de acuerdo con la guerra, y ella tampoco lo estaba; simpatizaba con los americanos que organizaban revueltas en Chicago o en las universidades, aunque cuando se había marchado de Alemania para casarse con Philip había escogido el bando de Estados Unidos. Philip había deseado que Andrew estudiara en este país, y si lo hubiera hecho con toda probabilidad se contaría entre los partidarios de dispersar a los manifestantes con mangueras y gases lacrimógenos. Julia sabía que Andrew era conservador por naturaleza, o, mejor dicho, que estaba del lado de la autoridad. La nueva mujer de Johnny, que por lo visto lo había abandonado, luchaba en las calles contra la guerra. Julia temía y detestaba las peleas callejeras; aún la asaltaban pesadillas sobre las que había visto en los años treinta en Alemania, que prácticamente había quedado arrasada por las pandillas que causaban disturbios, rompían cosas, gritaban y corrían por las noches. En su mente y su corazón se agitaba un torbellino de imágenes, pensamientos y sentimientos contradictorios.

Su hijo Johnny aparecía constantemente en la prensa, haciendo declaraciones contra la guerra, y ella pensaba que tenía razón. Era la primera vez que opinaba algo así de Johnny, pero ¿y si en este caso verdaderamente estaba en lo cierto?

Sin decir una palabra a Wilhelm, Julia se puso el sombrero que mejor le ocultaba la cara, el del velo más tupido, y unos guantes de color sufrido —puesto que asociaba la política con la suciedad— y se fue a escuchar a Johnny en un mitin contra la guerra de Vietnam.

Se celebraba en una sala que ella consideraba comunista. Las calles circundantes estaban atestadas de jóvenes. El taxi la dejó frente a la entrada principal, y entró ante la atónita mirada de jóvenes vestidos como gitanos o matones. Los que la habían visto llegar en taxi comentaron que debía de ser una espía de la CÍA, mientras que otros, sorprendidos por la presencia de una anciana —allí nadie rebasaba los cincuenta—, conjeturaron que se había equivocado de sitio. Algunos la tomaron por la señora de la limpieza.

La sala estaba abarrotada. Parecía expandirse, hincharse y oscilar. El olor era espantoso. Justo delante de Julia había dos grasientas melenas rubias: ¿en qué cabeza cabía que existieran chicas que se respetaban tan poco a sí mismas? Luego reparó en que se trataba de hombres. Y apestaban. Había tanto ruido que tardó unos instantes en percatarse de que los discursos habían comenzado. Allí arriba se encontraba Johnny, y Geoffrey, cuyo rostro limpio y compuesto conocía muy bien, si bien ahora llevaba una cabellera de vikingo, estaba de pie con las piernas abiertas, lanzando puñetazos al aire con la mano derecha, como si apuñalara a alguien, y asentía con sonrisas a lo que decía Johnny, que era una nueva versión de lo que Julia había oído tantas veces: el imperialismo americano..., rugidos de aprobación; el complejo industrial-militar..., gruñidos y abucheos; siervos, chacales, explotadores, vendidos, fascistas. Apenas se distinguía una palabra, porque las ovaciones eran atronadoras. Allí estaba James, en su papel de hombre público, robusto y afable, el James que se había convertido en
cockney
; y junto a Johnny un negro a quien Julia creyó reconocer. Sobre la plataforma había un montón de gente. Todas las caras estaban radiantes, llenas de presunción, suficiencia y triunfalismo. Qué bien conocía aquellos gestos, y cuánto la asustaban. Se pavoneaban en lo alto del escenario, iluminados por potentes focos, desgranando frases que ella invariablemente adivinaba antes de que salieran de sus bocas. Y el público componía una unidad, un todo, una masa capaz de matar o provocar disturbios, y ardía de... Sí, de odio. Aun así, dejando a un lado sus estúpidos clichés, Julia estaba de acuerdo con ellos, estaba de su parte; ¿cómo era posible, tratándose de unos locos, unos temerarios? Sin embargo, la violencia que más detestaba era la de la guerra. Le costaba mantenerse derecha: estaba apoyada contra una pared, rodeada de patanes que bien podían ir armados con garrotes. Echó un último vistazo a la plataforma y advirtió que su hijo, que la había reconocido, le dirigía una mirada triunfal y hostil al mismo tiempo. Si no se marchaba, cabía la posibilidad de que la escogiera como blanco de sus sarcasmos. Se abrió paso entre la multitud hacia la puerta. Por suerte, no se hallaba muy lejos. Le habían torcido el sombrero, y sospechaba que adrede. Tenía razón. Los rumores de que era una agente de la CÍA la seguían. Intentó sujetarse el sombrero, y en la puerta divisó a una gorda con su rechoncha cara enrojecida por la euforia y el alcohol. Llevaba una chapa que la identificaba como una de las organizadoras. La mujer la reconoció.

—Vaya, si es la madre de Johnny Lennox —dijo en voz alta, para que se enterasen sus compañeros.

—Déjeme pasar —pidió Julia, que empezaba a asustarse—. Quiero salir.

—¿Qué ocurre? ¿No soporta oír la verdad? —se burló un joven. Olía tan mal que Julia sintió náuseas y se cubrió la boca con las manos.

—¿Sabe Johnny que está aquí, Julia? —inquirió Rose—. ¿A qué ha venido? ¿A vigilarlo? —Miró alrededor y sonrió, buscando aprobación.

Julia consiguió cruzar la puerta, pero la estancia contigua estaba repleta de gente que acababa de entrar.

—¡Dejad paso a la madre de Johnny Lennox! —gritó Rose, y la multitud abrió un pasillo para ella.

Allí fuera, donde los discursos se oían por altavoces, reinaba un ambiente menos populachero, menos violento. Los jóvenes observaban fijamente a Julia, su sombrero torcido, su expresión angustiada. Llegó a la puerta de la calle y se agarró al marco como si fuera a desmayarse.

—¿Quiere un taxi, Julia? —preguntó Rose.

—No recuerdo haberte dado permiso para llamarme Julia.

—Oh, lo siento mucho, señora Lennox —repuso Rose mirando en torno, de nuevo en busca de aprobación. Soltó una carcajada y agregó—: ¡Vaya mierda!

—El
ancien régime
, supongo —dijo una voz con acento americano.

Julia había llegado al bordillo, segura de que se desvanecería. Desde el umbral, Rose exclamó:

—¡Es la madre de Johnny Lennox! Está borracha.

Se acercó un taxi y Julia le hizo una seña, pero el conductor no parecía dispuesto a parar para recoger a esa vieja de aspecto dudoso. Rose corrió tras él, gritando, y al final se detuvo.

—Gracias —dijo Julia mientras subía al coche. Todavía se tapaba el rostro con el pañuelo.

—Oh, no hay de qué, faltaría más —repuso Rose con delicadeza afectada; miró a quienes la rodeaban esperando risas, que no tardaron en llegar.

Mientras se alejaba, Rose oyó aplausos, gritos de desprecio y consignas: «¡Abajo el imperialismo yanqui! ¡Abajo...!»

Rose aprovechó esa afortunada oportunidad para abordar a Johnny, la gran estrella, y comentarle de igual a igual:

—Tu madre ha estado aquí.

—La he visto —dijo él sin mirarla. Nunca le hacía caso.

—Estaba borracha —se atrevió a añadir ella, pero Johnny pasó de largo sin decir nada.

Sylvia no había olvidado su promesa. Le concertó una cita a Julia con un tal doctor Lehman. Wilhelm, que lo conocía, explicó que estaba especializado en los problemas de las personas mayores.

—Nuestros problemas, querida.

—En geriatría —señaló Julia.

—¿Qué más da una simple palabra? Pide hora para mí también.

Julia se sentó enfrente del doctor Lehman, una persona agradable, a su juicio, aunque muy joven (en realidad se trataba de un hombre de mediana edad). ¿Sería alemán como ella? ¿Con ese nombre? ¿Judío, entonces? ¿Un refugiado? Le sorprendía la frecuencia con que pensaba en esa clase de cosas.

Hablaba modulando la voz con un perfecto acento inglés: por lo visto, los médicos no necesitaban imitar a los cockney.

Julia supuso que había captado muchos detalles sobre ella al observarla mientras se acercaba a la silla, que Sylvia le habría proporcionado más información y que, después de practicar un análisis de orina, tomarle la tensión y auscultarla, sabía más de ella que ella misma.

—Señora Lennox —dijo el médico con una sonrisa—, la han enviado a verme por trastornos relacionados con la edad.

—Eso parece —contestó ella, y notó que él había percibido el dejo de resentimiento en su voz.

El doctor Lehman volvió a sonreír.

—Tiene setenta y cinco años.

—Sí.

—No son muchos en la actualidad.

Ella sucumbió.

—Mire, doctor —dijo—, a veces me siento como si tuviera cien años.

—Sólo porque se permite a sí misma pensar de ese modo.

Aquello no era lo que Julia había esperado, y, más tranquila, sonrió a ese hombre que no iba a atormentarla con el tema de la edad.

BOOK: El sueño más dulce
3.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The People vs. Cashmere by Karen Williams
Terri Brisbin by The Duchesss Next Husband
Falling For Disaster by Sterling, K.
Dreamscape by Rose Anderson
Mysty McPartland by My Angel My Hell
The Weapon of Night by Nick Carter
Balance of Terror by K. S. Augustin
Doctors by Erich Segal