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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

El sueño robado (11 page)

BOOK: El sueño robado
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—Ha pasado un mes —dijo Andrei moviendo la cabeza dubitativo—. Quién se acordará a estas alturas dónde y cuándo les vieron, de qué hablaron… Tenemos cero probabilidades.

—Le he llorado al Buñuelo y me ha permitido utilizar a Misha Dotsenko, es un genio para estas cosas. Con él, los testigos se acuerdan de todo, lo quieran o no.

—¿Qué les hace, les parte la cabeza o qué? —se rió Chernyshov.

—No te lo tomes a pitorreo. No le has visto trabajar. Ha estudiado la materia, ha leído una pila de libros sobre los problemas de la memoria y la mnemotecnia. Puede resultarnos muy útil.

—Que Dios te oiga —asintió Andrei—, si yo no tengo nada en contra. ¿Cómo es que no me preguntas qué tal me ha ido en la comisaría Suroeste?

—¿Alguna novedad? —se animó Nastia.

—Ninguna, por desgracia. Un atropello común y corriente. Cada día son más frecuentes. El conductor arrolla al peatón y se da a la fuga. Una callejuela tranquila, altas horas de la noche, ni un testigo. Los vecinos de las casas más próximas no han visto nada y tampoco han oído el chirrido de los frenos. En la calzada no se han podido detectar huellas de la frenada aunque con el tiempo de perros que hace no las encontraríamos incluso si existieran: hay como dos dedos de agua sobre el asfalto. Sobre la ropa de la víctima, Kosar, se han encontrado partículas de la pintura del automóvil. Al parecer, el coche fue pintado en dos ocasiones, al principio era azul, luego marrón chocolate y ahora es gris marengo, color asfalto mojado, como le llaman. Esto es todo lo que hay. Los expertos sostienen que la altura del impacto prueba que seguramente el coche es de fabricación nacional y no de importación. No se sabe nada más.

—¿Y el propio Kosar? ¿Qué sabemos de él?

—Valentín Petróvich Kosar, cuarenta y dos años, diplomado universitario, cursó estudios de medicina pero sólo trabajó como médico durante cuatro años, luego se incorporó a la editorial Medicina como redactor. A partir de entonces trabajaba en ese sector, ocupó algún puesto en la revista
La Salud
, durante los últimos años se dedicaba a negocios, organizó la publicación de folletos divulgativos sobre las hierbas medicinales, el curanderismo, la percepción extrasensorial. Su último cargo fue el de adjunto del director jefe de la revista
La señora de su casa
, destinada a jubiladas y amas de casa. Recetas, consejos, chismes, novelas policíacas, programación pormenorizada de la televisión y cosas por el estilo. Casado, con dos hijos.

—Qué pena —suspiró Nastia—. Pobre hombre. Tendremos que restablecer la sucesión de los hechos a partir de las declaraciones de Kartashov y del médico.

—¿Crees que nos llevará a alguna parte?

—Quién sabe. Pero debemos intentarlo. Kartashov tuvo que darle a Kosar alguna razón para explicarle por qué necesitaba consultar con un psiquiatra. Kosar, a su vez, al llamar al médico pudo perfectamente mencionarle el problema de su amigo. ¿Y si a Kartashov, cuando hablaba con Kosar, se le escapó algo, aunque sólo fuera una palabra, que contradice lo que luego ha contado de la enfermedad de Vica? Esta tarde, a las 5.30, tengo cita con ese psiquiatra.

El pastor alemán que atendía por Kiril, satisfecho con el paseo, se acercó a su dueño y se sentó educadamente a sus pies, la cabeza apoyada con delicadeza en sus rodillas.

—Qué enorme es este animal —dijo Nastia con respeto—. Darle de comer debe de salirte por un ojo de la cara.

—Así es —confirmó Andrei rascando al perro detrás de la oreja—. Alimentarlo correctamente cuesta un riñón.

—¿Cómo te las arreglas?

—Con mucha dificultad. ¿No ves cómo voy vestido? —respondió señalando con la mano sus tejanos viejos, la trenca, que había conocido tiempos mejores, y los zapatos desgastados aunque de una limpieza impecable—. No bebo, no fumo, no frecuento restaurantes, no meriendo en la cafetería, me traigo los bocadillos de casa. ¡Régimen de economía rigurosa! —se rió—. La verdad sea dicha, mi Irina gana el doble que yo. Me viste y me da de comer, y yo me encargo del coche y de Kiril.

—Has tenido suerte. ¿Y qué haría uno que no tuviera una Irina como la tuya? Con nuestro sueldo uno no puede permitirse ni un coche ni un perro grande. Vivimos y nos moriremos en la pobreza más vergonzante. Bueno, vamos a trabajar.

El encuentro con el psiquiatra al que Borís Kartashov había acudido para solicitar su opinión sobre Vica no aportó prácticamente ninguna novedad, excepto que Nastia pudo comprobar una vez más la negligencia de su compañero Volodya Lártsev. Ya al leer por primera vez el protocolo del interrogatorio del doctor en psiquiatría Máslennikov, le llamó la atención la rotundidad con que el médico había diagnosticado la enfermedad sin ver a la paciente. Por lo que ella sabía, los médicos no solían hacerlo, y menos los psiquiatras. De creer al protocolo, el doctor Máslennikov no tenía la menor duda de la gravedad del trastorno de Yeriómina y de que debía ser ingresada con suma urgencia.

—¡Por el amor de Dios, qué dice! —dijo el psiquiatra agitando las manos cuando Nastia se lo preguntó—. Habría sido un error garrafal. Sabe usted, cuando se nos coloca en semejante aprieto, nos defendemos como gatos panza arriba, añadimos a cada palabra «puede ser», «en algunos casos», «tiene cierta similitud», «a veces puede ocurrir», etcétera; hacemos lo imposible con tal de no decir nada definitivo. Para hacer un diagnóstico necesitamos observar al paciente un mes como mínimo y, a poder ser, hospitalizado, y aun así, en ocasiones sucede que no podemos sacar ninguna conclusión definitiva. En cuanto a decidir algo sin ver al paciente, nunca, ni hablar. Ningún profesional de la medicina que se precie lo haría jamás.

—¿Es suya esta firma?

Nastia tendió a Máslennikov el protocolo redactado por Lártsev.

—Mía. ¿Hay algún problema?

—¿Había leído el protocolo antes de firmarlo?

—A decir verdad, no. No tenía motivos para desconfiar de su compañero. ¿Qué es lo que ocurre?

—Hágame el favor, lea el protocolo y dígame si está de acuerdo con todo lo que pone.

Máslennikov empezó a leer el protocolo escrito con la letra menuda y difícil de entender de Volodya Lártsev. Al llegar a la mitad de la segunda página, arrojó los papeles sobre la mesa furioso.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó con asco—. No guarda el menor parecido con lo que yo dije. Mire, aquí pone: «Su amiga debe ser ingresada de inmediato ya que se encuentra al borde de sucumbir a una grave enfermedad psiquiátrica.» Supuestamente, yo le dije eso a Kartashov, cuando lo que en realidad le dije a Borís fue que era imprescindible que un médico viera a su amiga. No se podía descartar que estuviese enferma, y le incumbía al médico decidir si necesitaba tratamiento. Pero tenía que estar preparado porque, si el médico llegaba a la conclusión de que aquello era el principio de un trastorno psíquico grave, se le ofrecería ingresar en una clínica con toda urgencia. ¿Nota la diferencia? Su compañero ha suprimido de mi declaración todos los reparos y, además, la tergiversó de pies a cabeza. ¿Y esto qué es? «El estado de su amiga indica que padece del síndrome de Kandinsky-Clerambault.» ¿Cómo puedo saber cuál es exactamente su estado? ¡Si no la he visto en mi vida! Recuerdo haberle dicho: «Los síntomas que me ha descrito pueden corresponder al síndrome…» No, ¡me niego categóricamente a comprender cómo ha sido posible trastrocar mis palabras hasta este punto!

Máslennikov se había enfadado en serio. Nastia, que volvía a encontrarse haciendo de cabeza de turco, de diana de las iras de todo el mundo, sintió que le asaltaba la rabia contra Lártsev. Uno podía tener prisa y resumir algunas cosas pero ¡no se debía falsear los testimonios!

—Vamos a anotar su declaración de nuevo —dijo en tono reconciliador—. Trataré de apuntarlo todo palabra por palabra y luego leerá lo que he escrito. ¿Cómo empezó todo?

—En octubre me llamó mi compañero de promoción Valentín Kosar para pedirme cita con un amigo suyo, Borís Kartashov. Kosar me contó que Borís estaba preocupado por el estado de salud de su novia, que había desarrollado ideas fijas sobre sus sueños. Según ella, alguien espiaba sus sueños y ahora trataba de influir sobre su comportamiento por medio de la radio.

Nastia tomó nota de la declaración de Máslennikov meticulosamente, pensando con angustia que había dado otro golpe en falso. No había conseguido encontrar la menor discrepancia entre la declaración de Kartashov y la de Máslennikov. Lo cual no dejaba al pintor libre de toda sospecha, pero el hilo al que Nastia quería agarrarse para desmadejar el ovillo volvía a escurrírsele de los dedos. ¡Ay, Lártsev, Lártsev! ¿Por qué no habrás dedicado una hora más a hablar con Kolobova? ¿Por qué has pasado por alto la existencia de un contestador automático en el piso de Kartashov? ¿Por qué no has averiguado cómo dio Kartashov con el doctor Máslennikov? Habían perdido un mes entero. La hipótesis sobre el trastorno mental, que provocó la pérdida de orientación y, como consecuencia, fue la causa de la desaparición de Victoria Yeriómina, había exigido esfuerzos ímprobos para su verificación. «Y todo porque a ti, Lártsev, esta hipótesis te había hecho tilín y redactaste los protocolos a medida, prescindiendo de detalles que en tu opinión importaban poco y para los que simplemente no tenías tiempo. Por supuesto, no se podía descartar que fuera esa hipótesis la que más se acercaba a la verdad pero tenías que haber comprobado otras también, aquellas que no pudieron ser formuladas justamente porque faltó la información que habías desechado. Eres un ser humano, se te parte el alma al saber que tu hija está sola en casa y a punto de desmandarse, y no obstante…»

Nastia terminó de redactar el protocolo y se lo tendió a Máslennikov.

—Léalo con atención. Si encuentra una sola palabra con la que no está conforme, la corregiremos. Después, firme en cada página. ¿Me permite hacer una llamada?

—Por supuesto —respondió el médico acercándole el teléfono—. Marque el nueve.

Nastia llamó a Olshanski.

—Soy Kaménskaya, buenas tardes. ¿Tiene alguna cosa para mí?

—Sí —resonó en el auricular la voz atiplada del juez de instrucción—. Han llegado los resultados del examen perital de la cinta.

—¿Y qué dicen? —A Nastia le dio un vuelco el corazón y empezó a latirle aceleradamente.

—El mensaje de la cinta número uno había sido borrado. Entre otros mensajes de esa cinta ninguna voz pertenece a Yeriómina. ¿Satisfecha?

—No lo sé. Tengo que pensarlo.

—Pues piensa, piensa. Mañana estaré todo el día fuera, voy a asistir a una reconstrucción de hechos. Si se presentara alguna emergencia, llama a la comisaría Otrádnoye del distrito Norte.

Al salir de la clínica psiquiátrica número 15, donde trabajaba el doctor Máslennikov, Nastia se dirigió a su casa, situada en la carretera de Schelkovo. El camino era largo y le dio tiempo para reafirmarse en su impresión de que las sospechas relacionadas con Borís Kartashov no estaban del todo infundadas. Si no hubiera sido Kartashov sino alguien más quien deseaba destruir el mensaje grabado en la dichosa cinta, la habría borrado o simplemente robado. Pero Borís, que conservaba las casetes usadas por si acaso, jamás lo habría hecho. Concordaba con su estilo personal borrar un solo mensaje, justamente el que amenazaba con poner en evidencia su implicación en el asesinato de Vica Yeriómina, y conservar todos los demás «por si las moscas». Nastia estaba casi segura de que el mensaje borrado arrojaba luz sobre la desaparición de la joven.

Nastia entregó a Gordéyev la hoja de papel con la descripción de una nueva tarea para Misha Dotsenko y se encerró en su despacho. Había decidido pasar esta jornada sentada delante de su mesa de trabajo en vez de corriendo por las calles. Tenía que poner en orden sus ideas y organizar la información recabada en una especie de sistema.

Enchufó el infiernillo, encontró en un cajón de la mesa un bote de café instantáneo y una caja de terrones de azúcar, acercó el cenicero, colocó delante de sí unas cuantas cuartillas en blanco, encabezó cada una con un titular que nadie más que ella sabría descifrar y se sumergió en el trabajo.

El tiempo pasaba, el cenicero se llenaba de colillas, las cuartillas, de frases, palabras sueltas, cuadraditos, circulitos y flechas… Cuando llamaron a la puerta, Nastia decidió no abrir. Si el jefe la necesitara, la llamaría por el teléfono interior. En cuanto a los compañeros, le daba cierto reparo hablar con ellos. Quería evitar esa situación que la obligase a mirar a su interlocutor en los ojos, sonreírle amablemente y para sus adentros pensar: «¿No serás tú aquel a quien se refería el Buñuelo?»

Pero quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta no se iba sino que seguía llamando con insistencia. Nastia se acercó e hizo girar la llave en la cerradura. En el umbral apareció Volodya Lártsev.

—Perdona, Aska, me urge hacer una llamada pero en nuestro despacho Korotkov se ha colgado del teléfono.

Los ojos de Lártsev parecían más pequeños, en el último año había perdido mucho peso, su cara tenía un color ceniciento. Cuando empezó a marcar, Nastia advirtió que le temblaban las manos.

—¿Nadia? ¿Dónde has estado?… Hoy tenéis cinco clases, debías estar en casa a la una y media… Ah, bueno, vale… ¿Has comido?… ¿Por qué?… ¿Acabas de entrar?… ¿Qué notas traes?… Buena chica… Bien hecho… ¿Cómo que suspenso en geografía? ¿No tenías los mapas mudos?… Bueno, mi pequeña, sobreviviremos, intentaré comprarlos, te lo prometo… ¿A casa de qué amiga?… ¿Qué Yula es ésa? ¿De tu grupo?… ¿De la casa de al lado? ¿Y de qué la conoces?… ¿En el patio? ¿Cuándo fue?… Nadiusa, quizá sea mejor que venga ella a nuestra casa, ¿eh? Allí jugaréis… Ah, ya, que son juegos de ordenador… Entonces, claro que sí. ¿Tiene teléfono tu Yula?… ¿No sabes el número?… ¿Cómo se apellida?… Tampoco lo sabes… Pero la dirección, el número del apartamento, algo… ¿Nada? Bueno, quedemos así. Ahora come algo, volveré a llamarte dentro de media hora y entonces decidiremos qué hacer con Yula. No se te olvide, la compota está en la olla, junto a la ventana. ¡Hasta ahora!

Lártsev colgó y miró a Nastia compungido.

—¿Puedo hacer otra llamada?

—Adelante. Oye, Volodka, eres un verdadero cancerbero. ¿Por qué no dejas que tu hija vaya a casa de su amiga a jugar con el ordenador?

—Porque necesito saber con toda exactitud adonde va y para qué, y cómo va a volver a casa. A las cinco ya habrá anochecido. ¿Oiga? ¿Yekaterina Alexéyevna? Hola, buenos días, soy el padre de Nadia Lártseva. Disculpe la molestia, ¿no conoce por casualidad a una familia que vive en su escalera, tienen una hija, Yula, de unos once años más o menos? ¿Los Obraztsov? ¿Qué clase de gente son?… ¿No tendrá su teléfono?, ¿sabe en qué piso viven?… Gracias, muchísimas gracias, Yekaterina Alexéyevna. Una pregunta más: en aquella familia, ¿suele haber algún adulto en casa por la tarde?… ¿La abuela? ¿Cómo se llama?… Una vez más, muchísimas gracias. Es un verdadero ángel de la guarda, ¡no sé qué haría yo sin usted! ¡Que le vaya bien!

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