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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

El sueño robado (14 page)

BOOK: El sueño robado
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—¿Estaba su marido aquí a finales de octubre o se había ido de viaje?

—No, seguro que no. No ha faltado un solo día al trabajo.

—¿Cómo puede saberlo?

—Suelo pasar por la estación, para comprobarlo.

—¿Cómo dice?

Resultaba asombrosa la franqueza de esa gatita blanca, suave y amanerada. Costaba comprender si se trataba de un cinismo indisimulado, que se negaba en redondo a disfrazarse con los ropajes del decoro, o si era la sinceridad de una mujer sumida en la desesperación, que ya no podía ni quería mentir ni a sí misma ni a los demás.

—Pero no se lo digan a él, ¿vale? Me matará si se entera. Lo que ocurre es que, cuando nos casamos, no me empadronó, de manera que, si un día decide divorciarse, iré derechita a la residencia otra vez. El año pasado se emperró con una, tuvo un amor que no era de este mundo, y yo las pasé canutas pensando que de un día para otro iba a dejarme para casarse con aquella individua. Me metía cada trola, decía que le mandaban a otra ciudad a recoger mercancía cuando en realidad estaba con la otra; y quién sabe si de verdad no hicieron algún viaje juntos. A partir de entonces le controlo todo el tiempo: si está trabajando o si se ha largado otra vez a ver a su querindanga. Ya sé que me la pega, qué remedio. Pues allá él, siempre que no sea nada serio, siempre que no me eche. Así es mi vida ahora: él se va a las ocho a trabajar, y dos horas más tarde voy detrás, le echo un vistazo, compruebo que está en su quiosco y regreso a casa. Luego, al anochecer, doy otra vuelta por allí. De manera que se lo digo con absoluta seguridad, en los últimos dos meses no ha faltado ni un solo día al trabajo. Una vez ocurrió que le dieron una paliza, e incluso entonces nada más guardó la cama un día, aprovechando que era su día libre, y al siguiente fue al quiosco a rastras, a despachar, aunque tenía el careto lleno de magulladuras. Se puede entender, pues no es el dueño, va a comisión de lo que vende. Un día de baja y la paga se resiente.

—¿Y cómo fue cuando lo de aquella mujer? Me ha dicho que faltó varios días, que no iba a trabajar.

—Bueno, la individua aquella estaba forrada, supongo que le pasaría algún dinerito. Además, Vaska es un codicioso, se dejaría ahorcar por un centavo; por eso, cuando me enteré de que había dejado de ir a trabajar, me puse en guardia. Me di cuenta en seguida de que no se trataba de una pelandusca cualquiera, de esas que Vaska cambia a diario, sino que era algo diferente. A sus furcias no les da ni la hora.

—Una pregunta más. ¿Cómo es posible que se haya despedido de la constructora pero conserve su permiso de residencia en Moscú? Debían darla de baja inmediatamente, ¿no?

—Nooo, formo parte de la cuota de orfanatos. No pueden darme de baja sin mi consentimiento, aunque no trabaje ya en la empresa.

—Está bien, volvamos a su marido. Por cierto, ¿no le ha contado por qué le dieron aquella paliza?

—¿Cuándo me ha contado ése algo…? Y, aunque me lo contase, mentiría. Por eso nunca le pregunto nada, no me meto en sus asuntos.

—Dígame, ¿nunca le ha mencionado que hubiera visto a Vica en la estación Savélovsky?

—No, nunca.

—¿Le preguntó alguna vez dónde trabajaba?

—Un día se lo dije yo misma, dije que era secretaria de una empresa privada. No me pidió detalles. A decir verdad, le tenía ojeriza a Vica.

—¿Por qué?

—Bueno, creía que era mala influencia para mí.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de las borracheras y en general… Creo que estaba mosca porque Vica ganaba más que él. Sobre mí sí que puede mandar porque no tengo ni blanca y dependo de él para todo. Por eso temía que siguiese el ejemplo de Vica. Porque si empezara a ganar dinero, podría comprar o cuando menos alquilar un piso, ¿Dónde va a encontrar entonces a otra boba como yo? Ninguna tía en su sano juicio aguantaría esta clase de vida, créalo.

—¿Ha intentado alguna vez hacer lo mismo que Vica? ¿O su marido se preocupaba sin motivo?

—Claro que se preocupaba sin motivo. Es tonto y… cree el ladrón que todos son de su condición, ¿entiende? Pero yo sé lo que hago. Nunca podría ser como Vica, no tengo su físico. Y para dedicarme a la prostitución común y corriente ya soy demasiado vieja. Aparte de que no es para mí. Lo mío es llevar la casa, criar hijos, no deseo ni necesito nada más. Vaska, el cabrón, no quiere tener hijos.

—¿Por qué?

—¿Para qué iba a quererlos? Ése no se busca complicaciones. Además, si tuviéramos un pequeño, ya no le sería tan fácil despacharme y mandarme a la residencia, conoce las leyes, teme perder su poder sobre mí.

¿Qué es lo que retiene a una persona al lado de otra? ¿Qué las obliga a estar juntas?

El escaparate del quiosco de la estación de ferrocarril exhibía el surtido habitual de licores, cigarrillos, chicles y preservativos. El dependiente era un chico de unos veinte años, moreno, de nariz aguileña y, a primera vista, amable.

—¿Conoce a Vasili Kolobov?

—¿A Vasia? Claro. ¿Por qué?

—¿Sabe que hace un mes, a primeros de noviembre, alguien le dio una buena paliza?

—Él no dijo nada pero se notaba. Llevaba el rostro entero marcado.

—¿Tiene alguna idea de por qué le pegaron?

—No me lo contó, y yo no se lo pregunté. No es costumbre preguntar nada. Son asuntos de esa gente.

—¿De esa gente? ¿De quiénes?

—Como si no lo supiera. El quiosco de Vaska está allí, el mío, aquí. Aquella zona la controla el grupo de Butyri; ésta, los marianos, es decir, los del Bosque de María. Qué nos importa lo que les pasa. No nos metemos donde no nos llaman.

—Entonces, ¿cree que se trataba de un ajuste de cuentas?

—¿De qué si no?

—Mire esta fotografía. ¿Ha visto alguna vez a esta joven?

—No me acuerdo. Qué guapa es, ¡será posible que haya mujeres así!

—Gracias, perdone la molestia.

El quiosco siguiente.

—¿A Vaska? Claro que le conozco. Nosotros aquí nos conocemos todos… ¿La paliza? Sí que me acuerdo de aquello. Fue justo a principios de noviembre, así es. No, no sé, Vaska no dijo nada. Nunca he visto a esta chica…

Otro quiosco, y otro, y otro… Y así hasta que cayó la noche. Nadie sabía por qué le dieron la paliza a Vasili Kolobov, ni quiénes se la dieron. Los vendedores de la zona de Butyri aseguraban que Vasili no había cometido ninguna falta y que nadie le había ajustado las cuentas. Por lo demás, aun suponiendo que estuvieran mintiendo y en realidad sí le habían pegado a Kolobov por alguna razón comercial, el suceso difícilmente tenía relación con el asesinato de Vica Yeriómina. Nadie reconoció tampoco a la chica de la foto. Un día más que pasó en vano.

«Qué lástima no poder contar con Lártsev ahora», se lamentó Nastia para sus adentros. Con toda seguridad habría «descifrado» a Kolobov, sonsacándole toda la verdad sobre la paliza que por alguna razón éste había preferido callarle a todo el mundo. Psicólogo con experiencia, Volodya sería capaz de tirar de la lengua hasta a una esfinge, facultad de la que echaban mano con frecuencia y con cierto descaro no sólo los funcionarios del departamento sino muchos jueces de instrucción con los que había colaborado en alguna ocasión. ¡Ojalá pudiera aclarar la historia de la pelea y olvidarla! Sin saber por qué, Nastia estaba convencida de que la paliza del marido de Olga Kolobova no tenía nada que ver con el asesinato pero acostumbraba a verificar y precisar cada detalle.

Intentó mencionarle a Gordéyev su deseo de encomendar a Lártsev el interrogatorio de Vasili pero su superior arrugó la nariz con displicencia:

—Ya sois cuatro, cinco incluso si contamos a Dotsenko. Lártsev ya está agobiado de trabajo. Tenéis que componéroslas solitos.

Pero ¿cómo explicar que Kolobov se pusiera tan tenso cuando se le preguntó si había visto a Vica en la estación? ¿O sólo había sido una impresión del interrogador? Por supuesto, podía ser sólo una impresión. Pero Nastia, que era reacia a dejar las cosas a medias, tuvo que dedicar un día más a aclarar la situación. Junto con Yevgueni Morózov y el estudiante Mescherínov habían hablado con los empleados de las taquillas y otras dependencias de la estación, con los funcionarios de la policía ferroviaria, con las camareras, con los médicos de la enfermería, con los obreros de la construcción que llevaban tres meses excavando una zanja junto a la estación… Nada. Nadie recordaba haber visto a Vica. Otro golpe en falso.

El hombre mayor al que algunos llamaban simplemente Arsén colgó el auricular, reflexionó unos instantes, volvió a descolgar y marcó un número. Al otro lado, nadie contestó la llamada. El hombre se levantó del sillón, entró en la habitación de al lado, donde había otro teléfono, y marcó otra vez el mismo número. De nuevo, la única respuesta que obtuvo fue el sonido del timbre. Arsén sonrió con satisfacción, se puso una gabardina de color verde oscuro con forro de piel de quita y pon, se calzó zapatos de suelas gruesas y salió a la calle. Al dejar atrás dos bocacalles entró en una cabina telefónica, volvió a llamar y, al no obtener respuesta, bajó al metro.

Media hora más tarde estaba sentado en una cafetería de ambiente acogedor y bebía el agua borzhomi. Frente a él, el tío Kolia sorbía cerveza.

—Habrá que darle otro repaso al muchacho aquel —anunció Arsén calmosamente.

—¿Qué pasa? ¿No le ha cundido una sola lección? —dijo el tío Kolia arqueando las cejas.

—Sí que ha cundido, no te preocupes —sonrió Arsén con aire de superioridad—. Pero tenemos que andar sobre seguro. Creo que pronto va a recibir presiones. Hay que adelantarse a los acontecimientos, por eso más vale recordarle quién es y qué hace en este mundo de nuestros pecados.

—Se lo recordaremos —prometió el tío Kolia, y sonrió con esa peculiar sonrisa suya que hacía relumbrar opacamente sus dientes de hierro.

El hombre a quien actualmente muchos conocían como Arsén, de pequeño respondía a un nombre tan corriente como Mitia, era un niño serio y reflexivo, que sacaba buenas notas y leía mucho. Desde su infancia más tierna sentía un terror irracional ante la posibilidad de ver mermada su integridad física. Tenía pánico al dolor, las inyecciones, las caídas, razón por la que nunca correteaba por la calle, no jugaba a la pelota con otros chicos, ni pretendía revivir con ellos las hazañas de Chapáyev
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, o las algaradas de los bandoleros cosacos, sino que prefería quedarse en casa, resolver problemas de ajedrez y pensar sus pequeños pensamientos.

Su infancia coincidió con los años heroicos en que todos los niños soñaban con seguir los pasos de Papanin, Cheliuskin, Chkálov, Lapidevsky y Grómov
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. Mitia no era una excepción. Pero le explicaron que, dadas su fragilidad, falta de preparación deportiva y vista débil, su futuro no se irisaba precisamente con los colores de la gloria. El pronóstico no le causó a Mitia un sufrimiento prolongado, ya que su cerebro, al recibir un nuevo empujón, comenzó a plantearle preguntas hasta entonces inexistentes. ¿Qué gente servía para qué trabajos? Un estibador debía ser fuerte. Un maestro, paciente. Un aviador no podía tener miedo a la altura… Esas preguntas resultaron tan apasionantes que Mitia se dedicó a leer todos los libros sobre psicología que pudo encontrar, libros que por aquel entonces no abundaban. Se hizo conocido en la mayoría de las bibliotecas municipales, cuyos empleados miraban con indisimulado respeto a ese chico con gafas, bajito y delgado, que se pasaba horas interminables sentado en un rincón de la sala, absorto en la lectura de un tratado de edición limitada.

Transcurrieron unos años y, cuando Dmitri entró a trabajar en el Departamento de Personal del KGB, se las daba de experto consumado en orientación profesional. Su costumbre de hacer las cosas con sensatez y responsabilidad se extendió al ámbito de su actividad profesional. Solía mantener largas charlas con los candidatos a un puesto laboral y les aconsejaba incluso sobre la subdivisión apropiada para sacar el máximo partido a sus capacidades y dotes innatas. Creía desempeñar un trabajo importante y útil, al ayudar a situar adecuadamente a los miembros de la plantilla de una organización tan sería, y contribuir así al fortalecimiento de la seguridad de la patria.

Un día fue a verle un joven funcionario de la Dirección de la Seguridad del Estado de Moscú, que necesitaba cumplir con este trámite antes de incorporarse en un organismo central, a saber, en el directorio que tenía a su cargo los servicios de inteligencia en el extranjero. Como era su costumbre, Dmitri le explicó las peculiaridades del trabajo fuera de las fronteras nacionales, le subrayó la necesidad de adaptar el comportamiento de uno a las exigencias de la cultura y de las tradiciones del país de destino, particularmente en lo referente a la psicología de la vida cotidiana. Todas las estancias de una embajada tenían micrófonos ocultos colocados por los servicios de inteligencia enemigos, siempre al acecho de la posibilidad de captar a algún ciudadano soviético, por lo que se debía conceder especial atención a problemas familiares. En otras palabras, no discutir con la esposa y, sobre todo y de ninguna manera, pegarle, ya que, al enterarse de las discordias conyugales, el enemigo no tardaría en ofrecerle al empleado de la embajada una seductora amiguita. El candidato al nuevo empleo escuchaba distraídamente y sus réplicas daban a entender que, en su opinión, los consejos del funcionario del Departamento de Personal no valían un pimiento, puesto que en Moscú había cumplido con sus tareas a las mil maravillas y tampoco iba a quedar mal en el extranjero. En cuanto al trato que le daba a su mujer, eso no tenía por qué importarle a nadie.

Para Dmitri fue evidente que ese joven, con su brillante currículo, sin lugar a dudas trabajador competente, que dominaba a la perfección dos idiomas extranjeros, no valía para el servicio de inteligencia en el extranjero. Podía hacer mucho aquí en Moscú, sumido en la familiar subcultura de la capital, pero al otro lado de la frontera seria un fracaso. No obstante, su intento de compartir sus dudas con el jefe de la subdivisión en la que iba a entrar el candidato fue acogido con malos modos. Le dieron a entender de forma clara e inequívoca que no era más que un oficinista, un peón del tablero de ajedrez, y que su tarea era archivar papelitos y pegar fotografías; y de ninguna manera debía entrometerse en los cometidos operativos, pues la decisión había sido tomada, se habían recogido los vistos buenos pertinentes y lo único que faltaba era formalizarla publicando la orden correspondiente. Esa reacción dejó atónito al inspector del Departamento de Personal. La rabia se le clavó en el alma como un cuchillo oxidado.

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