Por supuesto, la explicación más fácil, la más lapidaria, sería la siguiente: Vica oye por la radio un trozo de
La sonata de la muerte
(Nastia sabía incluso cuál exactamente). Luego se lo cuenta sin omitir detalle a Borís, que lo dibuja tal y como su amiga se lo relata. Si después de esto tiene una pesadilla, es posible que guarde un remoto parecido —o tal vez ninguno— con lo que narra
La sonata
y representa el dibujo de Kartashov. Algún desajuste debe de producirse en la cabeza de Vica y le parece que… Pero entonces habría que reconocer que, en efecto, estaba enferma. No, esto tampoco cuadraba, volvía a encontrarse en un atolladero…
El día anterior el caso del asesinato de Yeriómina adolecía de falta de información y ahora, en un periquete, se había embrollado más allá de lo imaginable.
—Tendremos que volver a empezar desde el principio —dijo Nastia mirando con consternación a Chernyshov, Morózov y Mescherínov.
—¿Por quinta vez? —preguntó Andrei sarcástico, cruzando las piernas y arrellanándose en su asiento.
Se habían reunido en casa de Nastia. Esa tarde de domingo, Nastia, nada más cruzar el umbral, había llamado por teléfono a sus colegas para pedirles que fueran a verla con urgencia. En el recibidor, su bolsa de viaje seguía sin abrir y para entrar en la cocina se tenía que pasar por encima de ella. Por algún motivo, a nadie, ni siquiera a la propia Nastia, se le había ocurrido moverla a un rincón donde no molestase.
—Qué más da que sea la quinta vez —le cortó Nastia—. Abordaremos el asunto por los dos extremos al mismo tiempo. Esta vez creo que obtendremos algún resultado. Oleg, vaya mañana por la mañana al archivo y encuentre el expediente de Yeriómina madre, que fue abierto cuando se la inculpó de asesinato. Andrei y Zhenia se encargarán de las pesquisas en las redacciones y editoriales partiendo de las amistades de Valentín Kosar.
—¿Y tú asumirás el mando ideológico general? —se mofó con malicia Morózov, sin intentar siquiera disimular su descontento porque le habían sacado de casa un domingo por la tarde.
Nastia, que entendía perfectamente su malestar, optó por no hacer caso de la pulla.
—Yo leeré la obra imperecedera de Brizac —contestó ella con calma—, puesto que ninguno de vosotros será capaz de hacerlo. ¿Satisfecho?
—Había hecho otros planes para mañana —continuó quejándose Morózov—. ¿Crees que no tengo otras cosas en que pensar aparte de ese asesinato de hace cien años? Sólo vosotros, allí en Petrovka, que sois la gente guapa de la policía, podéis permitiros eso, escoger un caso de cien y darle duro todos juntitos, al alimón, mientras que los noventa y nueve restantes nos tocan a nosotros, a los curritos de distrito.
—Venga ya, Zhenia, menos lobos —dijo Chernyshov reconciliador—, los jefes nos han mandado trabajar con Anastasia, así que a buenas horas… Corta el rollo.
—Pero si es verdad, mañana no puedo.
Morózov se había puesto nervioso y por un momento Nastia experimentó algo parecido a la compasión. En efecto, podía tener alguna cita importante e inaplazable, tal vez preñada de consecuencias graves para sus asuntos profesionales o incluso para su vida privada.
—Qué le vamos a hacer —suspiró ella—, si no puedes, qué remedio. Empezarás el martes. ¿Te parece?
Morózov asintió aliviado con la cabeza y se mostró más animado.
—Oiga, ¿y si en vez de mandarme al archivo, me pone a trabajar con Andrei? —dijo el estudiante, que estaba sentado en el sillón junto a la ventana, en el lugar más frío, donde por una rendija que había en el dintel de la balconera se colaba un cuchillo de aire invernal.
—No —atajó Nastia—. Usted irá al archivo.
—Pero, Anastasia Pávlovna, por favor —lloriqueó Oleg lastimeramente—. ¿Qué voy a aprender en el archivo? El trabajo de la calle, ése sí que…
—Aprenderá a leer los sumarios —le atajó Nastia con severidad reprimiendo la cólera—. Oleg, si cree que es fácil, me permito asegurarle que está equivocado. ¿Ha visto alguna vez un sumario, tal como se remite a los tribunales de justicia para conocer la causa?
Mescherínov, cejijunto, callaba.
—Un sumario presentado a los tribunales no tiene nada en común con las piezas que el juez de instrucción va recopilando en una carpeta mientras investiga el caso. Es decir, los materiales son los mismos, pero el juez de instrucción suele archivarlos por orden cronológico y le resulta fácil ver qué ha ocurrido primero y qué después. Una vez instruido el sumario, sobre todo, si hay varios inculpados y, encima, Dios no lo quiera, se las han apañado para cometer no uno sino varios delitos, es un rompecabezas de mil demonios. El juez de instrucción puede presentar el sumario ordenado por personas encausadas, en este caso, las piezas se agrupan según estén relacionadas con uno u otro inculpado y, más o menos, siguen este orden, pero para comprender el papel interpretado por cada participante en el suceso hay que buscar en todos los volúmenes del sumario. Pero también ocurre a veces que el sumario se ordena por episodios del hecho criminal, entonces uno las pasa moradas para comprender la parte concreta que le ha tocado desempeñar en el asunto a un inculpado concreto. Y para aclararse entre las declaraciones prestadas por diferentes testigos y quién ha querido «empapelar» a quién, para esto hay que armarse de paciencia en serio. ¿Se ha parado a pensar alguna vez por qué los servicios de un abogado cuestan tanto? Resumiendo, le ruego que me disculpe esta pequeña puesta a punto. Usted, Oleg, trabajará con una causa relativamente sencilla: hay un solo acusado y un solo hecho. Pero le ruego prestarle máxima atención y no confiarse a su memoria sino tomar notas. No pase por alto los nombres de cuantos participaron en la investigación y la encuesta judicial, hay que apuntarlos también. Y una cosa más. No lo tome como un gesto de desconfianza hacia usted pero quiero advertirle de antemano, con tal de evitar futuros malentendidos, que no se le ocurra limitarse a leer la sentencia o los alegatos de la acusación. No son las conclusiones finales lo que me interesa sino todo el curso de la instrucción, entre otras cosas, las declaraciones de los testigos y de los inculpados, sobre todo si esas declaraciones han sido modificadas en el proceso de la instrucción y del juicio. ¿Me ha entendido?
—La he entendido —respondió el estudiante descorazonado—. ¿Me permite hacer una llamada? Mis padres se han ido al campo y temo que ahora, al volver, estén preocupados porque no saben dónde me he metido. Cuando me llamó salí pitando y ni siquiera les dejé una nota.
—El teléfono está en la cocina —dijo Nastia señalando con la cabeza.
Oleg salió y Morózov dijo con retintín:
—¡Vaya con la nueva generación de policías! Está hecho un hombretón, a punto de tener rango de oficial, y ficha en casa ni que fuera un crío. ¡Niñato!
—Tú qué sabes —contestó Nastia con reproche—. Tal vez sus padres son así. Seguramente ya le gustaría no fichar pero se ponen nerviosos. Para los padres nunca dejamos de ser tontos y pequeños, aquí no hay nada que hacer.
Después de cerrar la puerta detrás de sus visitas, Nastia se detuvo pensativa delante de la bolsa abandonada en medio del recibidor, dudando si ponerse a deshacer el equipaje o dejarlo para más tarde. Ésa mañana, su madre y Dirk habían ido al aeropuerto Leonardo da Vinci a despedirla. Nadezhda Rostislávovna le entregó un abultado paquete, sus regalos, y Dirk, con una sonrisa socarrona, le ofreció un envoltorio que contenía un montoncito de libros. Eran los dichosos
thrillers
de Brizac, editados en formato de bolsillo y en rústica, que habían comprado para ella allí mismo, en un quiosco del aeropuerto. Los libros estaban dentro de la bolsa, junto con el resto de sus cosas. «Tendré que abrirla», pensó con angustia Anastasia Kaménskaya, famosa por su pereza, y se puso manos a la obra.
Tras colocar cada cosa en su sitio se tomó una larga ducha caliente, trajo el teléfono de la cocina, provisto de un largo cable, lo dejó junto al sofá, se tumbó y abrió una de las novelas «rusas» de Jean-Paul Brizac.
—¡Nastiuja! —exclamó Guennadi Grinévich y le dio a Nastia un fuerte abrazo—. ¿Qué haces tú aquí? Si has estado hace nada… ¿Ha ocurrido algo?
—Necesito un consejo.
Nastia atusó cariñosamente los ralos cabellos del director segundo y le dio un breve beso en el mentón.
—Decías que tenías amigos periodistas en Francia y Alemania.
—¿Qué necesitas? ¿Piensas sacar a luz algún escándalo? —bromeó Grinévich.
—Necesito información. Existe un escritor, Jean-Paul Brizac. No es ninguna estrella de importancia internacional, aquí nunca se le ha traducido y tengo la impresión de que ni le conocen. Pero es un autor prolífico, dicen que sus obras se venden bien, que sobre todo tiene éxito entre la gente que viaja y quiere distraerse. Me gustaría averiguar más cosas sobre él.
—¿Es francés?
—Creo que sí aunque no estoy segura.
—Entonces ¿por qué preguntas por los alemanes?
—Tiene una serie de novelas sobre Rusia y me han contado que esta clase de literatura tiene buena acogida entre nuestros emigrantes. Así que he pensado que los periodistas alemanes también estarían enterados.
—En cuanto a lo de los emigrantes, lo que te han dicho es correcto. ¿Qué es lo que quieres saber, exactamente?
—Quiero formarme una idea clara sobre lo que es ese Jean-Paul Brizac. ¿Puedo contar con tu ayuda?
—Haré lo que pueda. ¿Te corre prisa?
—Muchísima.
—Haré lo que pueda —repitió Grinévich con firmeza—. En cuanto sepa algo, te llamaré. ¿Quieres ver el ensayo?
—Gracias, Guena, pero no puedo. Tengo que irme.
Las novelas de Brizac no eran las primeras novelas extranjeras sobre Rusia que leía Nastia Kaménskaya. Es más, entre la cantidad de libros que ofrecían los vendedores ambulantes solía escoger justamente esta clase de publicaciones. Le interesaba saber cómo los autores extranjeros veían y representaban a los rusos. Cada nueva experiencia redundaba en la misma conclusión: la verosimilitud no contaba entre sus virtudes. Ni siquiera los emigrantes, que habían vivido en Rusia muchos años, eran libres de errores a la hora de pintar la realidad rusa actual. En cuanto a escritores tales como Martin Cruz Smith, el autor del famoso
best seller
«El parque Gorky» ni que decir tenía. Al llegar a la página cuarenta, Nastia estaba ya mortalmente aburrida y, sin embargo, hizo un esfuerzo y llegó casi hasta el final aunque nunca terminó el libro, pues no pudo vencer la irritación que le provocaba el sinfín de evidentes mentecateces y disparates que se contaban sobre la vida de Moscú. Más tarde se aplicó a conciencia intentando leer
La Estrella Polar
y
La plaza Roja
, obras del mismo Cruz Smith, y volvió a fracasar. Los libros eran francamente malos, y no pudo más que extrañarse de cómo habían llegado a las listas de
best sellers
occidentales.
Pero Brizac era otra cosa. Obviamente, pensó Nastia, no era Sidney Sheldon ni Ken Follet pero sus descripciones sorprendían por su veracidad. Se diría que había vivido en Rusia toda su vida, que seguía allí. Le sorprendía la precisión con que indicaba los precios de varios artículos y servicios, incluso en las novelas ambientadas en la Rusia de hacía dos o tres años. Bueno, había periódicos que cada semana publicaban las listas de precios, cualquiera que lo quisiera podía conseguirlos y encontrar allí la información necesaria. Pero las novelas de Brizac contenían también detalles de otra índole, detalles que los periódicos no publicaban y que nadie podía saber si no era basándose en experiencias personales, si no llevaba muchos años codeándose con los jueces de instrucción, detectives, fiscales y jueces, tratando a diario con los dependientes de las tiendas y las amas de casa que hacían cola en esas tiendas. Y también habiendo cumplido una larga condena en una penitenciaría de trabajos forzados, como demostraba una de las novelas más recientes del autor, titulada
El regreso triste
. Cada vez más, Nastia se reafirmaba en su impresión de que Jean-Paul Brizac era un emigrante ruso. En cuanto a su elegante francés del que tanto alarde hacía en sus libros, era posible que contara con una cuadrilla de traductores y correctores. Y si se ocultaba a los periodistas y fotógrafos, lo haría para mantener la falsa imagen de literato francés.
—Víctor Alexéyevich, tenemos que averiguar si Brizac había estado en Rusia. Quiero comprender de dónde ha sacado la idea de esa puñetera clave de sol color verde manzana. Si no creemos en las fuerzas del más allá y en la clarividencia, no nos queda más que una sola explicación: Vica Yeriómina y Jean-Paul Brizac fueron testigos de un acontecimiento en el que de alguna forma intervino el extraño dibujo. A continuación, Yeriómina empezó a soñar con él y la pesadilla se convirtió en un sueño recurrente, mientras que Brizac, de ánimo más curtido, lo incorporó a su arsenal creativo.
Mientras Nastia hablaba, Gordéyev reflexionaba mordisqueando la patilla de las gafas. Tenía un aspecto aún peor que hacía unos días pero su mirada había perdido la expresión interrogante. «Ahora ya lo sabe», comprendió Nastia. Sí, el coronel Gordéyev ya sabía con certeza, o casi, cuál de sus subalternos se había puesto al servicio de los criminales. Lo único que ignoraba era lo que tenía que hacer ahora y cómo iba a reconciliar el deber profesional con los sentimientos humanos.
—¿Descartas otras explicaciones? —preguntó el hombre al fin.
—Puede ser que las haya. Pero no las he encontrado todavía. De momento es la única que se me ocurre.
—De acuerdo, me pondré en comunicación con el DVYR. Pero ¿qué vamos a hacer si resulta que Jean-Paul Brizac es un seudónimo y el nombre que figura en su pasaporte es distinto? ¿Has pensado en esta posibilidad?
—He recurrido a la ayuda de un amigo que podrá averiguar si en el mundo de la prensa occidental conocen a ese tal Brizac. Tal vez sepan algo sobre si es seudónimo y cómo se llama de verdad.
—¿Qué amigo es ése? —preguntó Gordéyev frunciendo el entrecejo.
—Guennadi Grinévich, trabaja como director segundo en un teatro.
—¿Hace mucho que le conoces? —continuó indagando el coronel.
—Desde que fuimos niños. Pero ¿qué le pasa, Víctor Alexéyevich? —inquirió Nastia sin poderse contener—. ¿Cómo puede vivir si sospecha de todo el mundo? Acabará volviéndose loco.
—En esto tienes toda la razón. A veces creo que ya estoy loco —dijo Gordéyev con un rictus de amargura—. De acuerdo, Stásenka, sigue trabajando. Vuelvo a insistir en lo mismo: ten cuidado, pequeña, guárdate tus conclusiones para ti. No las compartas con nadie, si acaso, hazlo únicamente con Chernyshov, y aun así, únicamente si no queda otro remedio. ¿Entendido?