—Salí, por supuesto que salí, varias veces, como usted tardaba tanto en llegar…
—Deje de justificarse, será mejor que conteste a mis preguntas con la mayor exactitud posible. ¿Cerraba la puerta con llave?
—Sí… Creo que sí…
—¿La cerraba o no?
—Bueno… No siempre. Si pensaba que iba a entretenerme mucho rato, echaba la llave pero si era para volver en seguida…
—Ya veo. Déme la llave del despacho. Es indisciplinado, no puedo correr riesgos esperando a que entre en razón, tiene buenas cualidades, no me cabe duda, y podría convertirse en un buen detective pero con buenas cualidades no basta. Aprenda a aprender, entonces llegará a hacer algo útil. Y ocúpese de su carácter. La timidez y la cobardía, unidas a la confianza en sí mismo, son una mezcla espantosa. No duraría en ningún colectivo de trabajadores normal.
Oleg se puso la chaqueta en silencio, sacó del bolsillo la llave y la colocó encima de la mesa. Nastia se puso también la chaqueta, se colgó del hombro una enorme bolsa de deporte de la que no se separaba ni en verano ni en invierno y guardó la llave del estudiante en la caja fuerte.
—No se enfade, Oleg —dijo secamente a modo de despedida—. Nuestro trabajo no es un juego, es trabajo de verdad. Tal vez he sido demasiado dura con usted pero se lo ha merecido.
—No me enfado —contestó Mescherínov alicaído.
El timbre de teléfono hizo estremecerse a Nastia. Miró el reloj: era la una y media. ¿Serían ellos?
—¿Anastasia Pávlovna? —dijo por el auricular una agradable voz masculina.
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—¿Cómo se encuentra? —se interesó con viveza el hombre haciendo caso omiso de su pregunta.
—Fenómeno. ¿Quién es?
—Pues yo pienso que no es verdad, Anastasia Pávlovna. Se encuentra mal. Está asustada. ¿A que sí?
—No. ¿Qué quiere?
—Ya veo que sí. Pues bien, Anastasia Pávlovna, de momento no quiero nada excepto una cosa. Quiero que se pare a pensar en cómo ha pasado esta noche.
—¿Qué significa esto?
—Quiero que se acuerde del miedo que ha tenido y qué noche tan inolvidable ha pasado abrazada a ese miedo. Quiero que comprenda que hoy se le ha servido un trago pequeñito, sólo para que se entere a qué sabe el miedo. La próxima vez apurará el cáliz hasta el fondo. Supongo que no le gustaría que su padrastro sufriese una desgracia.
—¿Qué tiene que ver mi padrastro con esto? No le entiendo.
—Lo entiende todo perfectamente, Anastasia Pávlovna. Su padrastro posee un coche pero no es un hombre pudiente, y sus ganancias no le alcanzan para alquilar un garaje. ¿Sabe qué pasa con los coches que duermen en la calle sin que nadie los vigile?
—Los roban. ¿Quiere asustarme con esto?
—No sólo los roban. Los utilizan para cometer crímenes que más tarde son atribuidos al titular del vehículo. Y el titular tarda mucho tiempo en lavar su buen nombre y en demostrar que no conducía el coche en aquel momento. ¿Quiere que Leonid Petróvich se entretenga con ese pasatiempo? Además, en los coches que se dejan en la calle es fácil colocar un artefacto explosivo. O romper la barra de dirección. O hacer alguna atrocidad con los frenos. ¿Le gustaría?
—No. No me gustaría.
—Bien dicho, Anastasia Pávlovna —rió el hombre bonachonamente—. No debe gustarle, es malo. De momento no la amenazo con nada pero si no se comporta como Dios manda, le espera un susto mucho más grande que el de hoy. Hoy ha temido por usted misma. Mañana tendrá que temer por otra gente, alguna muy próxima a usted. Si no lo sabe, se lo diré por adelantado: un temor de esta índole es mucho más desagradable y resulta absolutamente insoportable. Buenas noches, Anastasia Pávlovna.
Nastia colocó el auricular sobre la horquilla del teléfono esmerando el cuidado, como si pudiera explotar. Se lo habían dicho con suma claridad y sencillez: sigue trabajando en el caso de Yeriómina como antes, dale vueltas a la hipótesis del asesinato por motivos personales, y no te haremos daño. «Bueno, Kaménskaya, tienes que decidir. Nadie va a reprocharte nada si abandonas la pista "Brizac-archivo" alegando que no conduce a ninguna parte. Cuentas con la confianza del Buñuelo, del juez de instrucción Olshanski, de Andrei Chernyshov, aunque éste se queja de que no se lo cuentas todo pero aun así reconoce tu autoridad. ¿Morózov? Sería feliz si le dejases en paz. ¿El estudiante? No se trata de él. Hará lo que le ordenen. Pues, ¿qué piensas hacer, Kaménskaya? ¿Echarte atrás o pegar otro arañazo con las uñas? Da miedo…»
Nastia se incorporó sobre el sofá y bajó los pies al frío suelo.
—¡Kiril! —llamó a voz en susurro.
Acto seguido, en el recibidor se oyó un ruido leve y el tableteo, apenas audible, de las uñas contra el parquet. El pastor alemán se acercó sin prisas y se sentó a su lado, sin apartar de Nastia los ojos llenos de interrogación.
—Kiril, tengo miedo —continuó susurrando Nastia, como si el perro pudiera entenderla y contestarle.
En realidad, no andaba muy equivocada. Kiril era, en efecto, un perro singular. Andrei le había echado ojo a los futuros padres del cachorro con antelación y esperó pacientemente a que dos pastores alemanes, excepcionalmente dotados en lo que se refería al oído, olfato e inteligencia, le regalasen al deseado heredero. Crió, mimó y enseñó a Kiril, cuyo pedigrí le asignaba un nombre largo y totalmente indigesto, y logró que, aunque el perro no comprendiera el lenguaje humano (salvo las órdenes, claro estaba), supiera descifrar correctamente la entonación. Además, el número de las órdenes que sabía interpretar era tan profuso que sustituía perfectamente la comunicación verbal.
—Tengo miedo, Kiril —repitió Nastia, esta vez elevando un poco más la voz.
El perro se agitó, su boca se abrió en mudo gruñido, en sus ojos se encendieron ominosos reflejos amarillos. Nastia había leído en alguna parte que el miedo, así como otras emociones negativas, hacía que los riñones segregasen adrenalina en grandes cantidades. Y los animales, al reconocer su peculiar olor, detectaban el miedo humano en el acto. «Sabe cuánto miedo tengo», pensó ella.
—¿Qué vamos a hacer? —continuaba Nastia procurando hablar con aplomo para apartar el miedo—. ¿Mandarlo todo al carajo y en paz? ¿Qué piensas, Kiril? Claro, mi Lionia está en buena forma, cincuenta y siete años y ninguna enfermedad, practica deporte, ha trabajado veinticinco años en la policía, si alguien le ataca, se lo pondrá difícil. Pero no es un extraño para mí, le quiero, le tengo mucho cariño, ha sustituido a mi padre. ¿Acaso tengo derecho a ponerle en peligro?
Encendió la luz del techo de la habitación y empezó a dar lentas vueltas, los hombros caídos y arrastrando los pies enfundados en blandas zapatillas. Kiril, inmóvil como una estatua, observaba su deambular atentamente.
—También tengo a Lioska, ese patoso despistado, matemático de talento pero de una ingenuidad aterradora y demasiado confiado. No cuesta nada engañarle y cogerle en un garito. También Lioska es alguien muy importante para mí, le conozco desde el colegio, fue mi primer hombre, estuve a punto de parir un hijo suyo. Es mi único amigo porque, Kiril, no tengo ni una amiga. Qué raro, ¿verdad? Es probable que no ame a Lioska con ese amor apasionado que se describe en las novelas pero, quizá, simplemente no sea capaz de sentir un amor así. Le amo como yo sé. Por supuesto, a veces se encandila con alguna morena despampanante de pechuga generosa, pero dos horas o dos días más tarde se le pasa. Y vuelve, porque conmigo se siente a gusto y con las otras no tanto. Bueno, para qué ocultarlo, yo también he tenido otros hombres, incluso estuve locamente enamorada de uno. Pero de todos modos, Lioska seguía y sigue siendo el más querido, el más íntimo. Por cierto, nadie nunca cuidará de mí cuando me pongo enferma como Chistiakov. Yo, Kiril, tiendo a padecer de enfermedades graves, tenlo en cuenta. Una vez me lesioné la espalda y ahora, si se me ocurre levantar algo pesado, lo noto, y mucho. Entonces me tumbo en el suelo porque no puedo acostarme sobre nada blando, y allí me quedo, medio muerta, sufriendo en silencio. Liosa me pone las inyecciones, me prepara la comida, me ayuda a levantarme y, en general, hace todo lo que haría una enfermera. Cuando esto sucede, se instala aquí aunque trabaja en las afueras y allí tiene su casa. Desde aquí tarda dos horas y media en llegar al trabajo. Pero nunca se ha quejado, nunca se ha negado a ayudarme. Así que ¿qué piensas, Kiril, tengo derecho a poner en peligro a Liosa Chistiakov?
El andar pausado y el sonido, cada vez más firme, de su propia voz, acabaron por calmar a Nastia. Los escalofríos, que la hacían estremecerse de pies a cabeza, cesaron, incluso había dejado de tener frío y las manos ya no le temblaban.
Miró con atención al perro y comprobó que también éste parecía ahora mucho más tranquilo. «Bueno —pensó con satisfacción—, así que sé dominarme cuando me lo propongo. Kiril lo ha notado.»
Nastia decidió tentar la suerte y ampliar el ámbito de su presencia: salió a la cocina. El perro la siguió sin tardar, se sentó junto a la puerta y volvió a quedarse inmóvil como una estatua de piedra.
A las tres de la madrugada Nastia consiguió por fin comer algo y tomarse un café bien cargado y recién hecho; hacia las cuatro se atrevió a meterse bajo una ducha caliente, donde permaneció unos veinte minutos. Alrededor de las seis recogió de la mesa las hojas de papel, cubiertas de palabras sueltas y cuajadas de indescifrables garabatos, las hizo añicos y las tiró al cubo de basura. Kiril seguía apaciblemente junto a sus pies, el hocico apoyado sobre la tibia zapatilla, como diciendo con todo su aspecto: «Ahora te has calmado de verdad, has dejado de oler a miedo y yo también ya estoy más tranquilo. Por eso me he permitido tumbarme a tu lado.»
Miró el reloj. Faltaba algo más de cuarenta minutos para que viniera Andrei Chernyshov. Nastia se acercó al espejo y guiñó un ojo a su propio reflejo. Ya sabía lo que iba a hacer.
Vasili Kolobov desgarró el sobre con impaciencia y sacó una hoja mecanografiada:
«Te has permitido irte de la lengua. Tienes poca memoria, Kolobov. Si no quieres que demos repaso a la última lección; preséntate mañana, el 23 de diciembre, en la dirección que ya conoces, a las once y media de la noche. Si avisas a la policía, ni siquiera llegarás a la cita.»
Kolobov se guardó la carta en el bolsillo lentamente y subió en ascensor hasta su piso. ¡No le dejaban en paz! ¿Faltar a la entrevista? No, sería mejor ir allí, no quería «dar repaso a la última lección». Los hijos de puta sabían pegar.
El coronel Gordéyev hizo venir a su despacho a Seluyánov.
—Nikolay, necesito un lugar tranquilo y oscuro cerca de la estación de Savélovo.
En su día, Kolia Seluyánov entró a trabajar en la policía obedeciendo a un impulso repentino y absolutamente inexplicable. Antes de esto, desde la misma infancia, soñaba con construir ciudades, tenía la cabeza llena de ideas sobre cómo mejorar los planes de urbanización de Moscú para acomodar a todo el mundo: a los peatones, a los conductores, a los niños, a los jubilados, a las amas de casa… Conocía su ciudad natal como su propia casa, cada callejón, cada patio, cada cruce donde en las horas punta se producían atascos. Tales conocimientos resultaron muy útiles en su trabajo, y con ellos se beneficiaban, además del propio Seluyánov, todos sus compañeros.
Kolia se quedó pensativo, luego cogió una hoja en blanco y un bolígrafo y rápidamente dibujó un esquema.
—Aquí tiene un buen sitio —dijo marcando el lugar con una crucecita—, está a unos siete minutos de la estación caminando a paso lento. Hay un arco, un patio que no tiene otras salidas, el edificio está en obras, no hay inquilinos. También podría valer este otro —una segunda crucecita apareció en el esquema—, está igual de apartado y desierto, sobre todo por la noche. Como punto de referencia, aquí tiene un quiosco de prensa. A cinco metros, a la izquierda, hay una bocacalle y a la vuelta de la esquina tres chiringuitos privados. Están bien situados, si se los mira de frente parece que están pegados uno a otro, pero vistos por detrás se nota que se encuentran separados. Por la noche están cerrados. ¿Tiene suficiente con éstos o quiere más?
—Dame alguno más, por si acaso —pidió Gordéyev.
Cuando Seluyánov se marchó, el coronel Gordéyev dio vueltas en las manos al dibujo marcado con cuatro crucecitas y movió la cabeza, incrédulo. Sí, había aprobado el plan de Kaménskaya pero no porque creyera que ese plan fuese perfecto sino porque era la única ayuda que podía prestarle. El plan contenía evidentes fallos y puntos débiles, la propia Anastasia era consciente de los defectos pero le era imposible arreglarlo, pues los compañeros con cuya colaboración podía contar eran pocos. Las fugas de información relacionada con el caso de Yeriómina eran constantes, y no había más que un modo de impedirlas: limitar el número de personas que tenían acceso a tal información.
Víctor Alexéyevich observaba con dolor cómo se venía abajo todo cuanto había ido construyendo con perseverancia y cariño a lo largo de años: un equipo donde no había especialistas universales pero sí buenos profesionales, cada uno de los cuales tenía un talento particular. Y esos talentos en su conjunto servían a la causa común y en beneficio de todos. Si, por ejemplo, pudiera asignar al caso a Volodya Lártsev, éste encontraría un modo de meterle los dedos en la boca a Vasili Kolobov y sonsacarle la verdad sobre su paliza, de la que se negaba a hablar en redondo. Si pudiera, como hacía antes, poner a Anastasia a analizar el caso y darle la posibilidad de reflexionar a fondo, sin duda ella encontraría una solución ingeniosa y elegante; mientras que Korotkov, simpático, sociable y rápido, junto con Lesnikov, intelectual, adusto y guapo, convertirían su guión en un espectáculo brillante y convincente, que no terminaría con aplausos y flores sino con una lluvia de informaciones. Si pudiera… Si pudiera… No podía. De momento no.
Gordéyev estaba ya enterado de cuál de sus colaboradores informaba a los criminales pero algo le impedía poner fin a la tormentosa situación. No se trataba sólo de compasión, emociones y de que todo esto le encogía el corazón. Víctor Alexéyevich no lograba liberarse de la sensación de que el asunto no era tan fácil, de que detrás de esa traición individual se ocultaba algo más grande. Algo más complicado y más peligroso.
El plan de Kaménskaya contenía una cosa más que no acababa de gustarle. Gordéyev exigía a sus subordinados que cumplieran con la ley a rajatabla. Con el corazón en la mano, no podría decir que su conciencia de jurista protestara especialmente contra la actuación no del todo legal a la que con cierta frecuencia recurrían los agentes operativos con tal de resolver los crímenes. En la memoria del Buñuelo era una práctica generalizada y cotidiana, y ya llevaba trabajando en la policía tres décadas. Sus motivos eran otros. Víctor Alexéyevich había comprobado que esa clase de licencias y la impunidad de los métodos de trabajo ilegales conducían a la decadencia profesional, a la pérdida de la inventiva a la hora de elaborar soluciones operativas. En efecto, ¿para qué iban a molestarse en estudiar los tipos de cerraduras y los principios de selección de llaves adecuadas cuando podían abrir cualquier puerta con una palanqueta o un buen martillo? En un futuro cercano se vislumbraban abogados que asesorarían al inculpado desde el momento de su detención, y fiscales y jueces que levantarían un poco la cabeza de su labor al sacudir el yugo de los índices estadísticos y el miedo a las represalias del partido. Hacía varios años que Gordéyev había atisbado esta perspectiva, al comienzo mismo del proceso de la democratización, y entonces había empezado a reunir, meticulosa y concienzudamente, un equipo que sería capaz de aprender a trabajar en nuevas condiciones. Un equipo que, tras comprender por fin que las exigencias de la ley eran sagradas e inviolables, podría aumentar su capacidad profesional y asegurar la eficacia del trabajo, podría inventar y llevar a la práctica nuevos procedimientos y métodos en la resolución de los crímenes. Un equipo que sabría echar mano de la psicología, de la topografía, de sus dotes físicas, de su intelecto y sabía Dios de qué más… De todo menos de las infracciones de la ley.