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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

El sueño robado (23 page)

BOOK: El sueño robado
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—No me parece muy inteligente —manifestó Liosa, quien tenía sus dudas—. Pueden abordarte por la calle. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Les dirás que tú no eres tú y que en realidad estás arriba, charlando con una vecina? Es un disparate.

—No se sabe, Liósenka. Y no, no se me acercarán en la calle, sería peligroso. Si se dejan ver, podremos seguirlos, lo saben muy bien. Lo único que no deja huellas son las llamadas de teléfono. Y de noche, para meter más miedo. Y desde una cabina, para que el identificador de llamadas no muestre el número, por si dispongo del identificador. Y que no duren más de tres minutos, para que no las localicen en el caso de que yo, a pesar de los pesares, se lo haya contado a mi jefe y mi teléfono esté intervenido.

—Escucha, ¿es que no les tienes nada de miedo?

—No lo sabes tú bien el miedo que les tengo, cariño —sonrió Nastia con amargura—. Sólo los deficientes mentales ignoran el miedo porque son incapaces de valorar el peligro en su justa medida y no entienden ni lo que es la vida ni lo terrible que es perderla. Un ser humano normal debe tener miedo siempre que le quede algo de instinto de supervivencia. Por lo demás, soy muy cobarde, y tú lo sabes. Apaga la luz, hazme el favor.

—¿Por qué?

—Porque pueden estar vigilando las ventanas. Según les has dicho antes, estoy durmiendo.

—Tú duermes pero a mí me han despertado —protestó Liosa.

—No discutas, cielo —dijo Nastia con cansancio—. Apaga la luz, podemos hablar a oscuras.

Volvió a acostarse, se hizo un ovillo y se apretó contra el hombro de Liosa. Éste le acarició la cabeza, la espalda, tratando de tranquilizarla, le cantó nanas, le contó algo en voz de susurro. Por fin, al amanecer, Nastia logró descabezar un sueñecito.

El tío Kolia, atlético, gallardo, sonreía con condescendencia, haciendo destellar su dentadura de hierro mientras miraba al joven de pelo cortado al estilo militar.

—No te angusties, Saniok, no tienes la culpa. Esas cosas suelen ocurrir.

Se sirvió agua mineral en un vaso y se la bebió de un trago. En efecto, Saniok no tenía la culpa. La culpa la tenía el casposo de Arsén, que confiaba ciegamente en «su gente» y no se había molestado en tomar precauciones y comprobar la información recibida. La misión había sido un fracaso, y ahora correspondía buscar otras vías, por ejemplo, mandarle alguna chica despampanante al pintor para que husmeara en su chamizo. A todas luces, el pintor sentía debilidad por el sexo femenino, no bien hubo enterrado a una perica, ya estaba enrollado con otra, hasta el extremo de que tenía que esconderse de ella. ¡Vaya con Borís Grigórievich, vaya con el viudo desconsolado!

—Si supieras las ganas que tenía de largarle un soplamocos —suspiró Saniok tan lastimeramente que el tío Kolia no pudo reprimir la risa.

—Lo has hecho todo bien, Saniok —le elogió—, un ladrón siempre es un ladrón. Tenías que convencerle de que eres un ratero inexperto e inofensivo. No podías armar jaleos.

—Ya, ya, no podía —continuaba lamentándose Saniok—. ¿Tienes alguna idea del meneo que me dio? Está entrenado el pájaro, conoce todos los puntos sensibles. No me dio un soponcio por un pelo.

—Ya lo ves. Si está bien entrenado, en un santiamén te habría descubierto, habría comprendido que no eres un caco sino un soldado profesional. Basta ya de hacer pucheros. No dejo de sorprenderme con vosotros: sois luchadores de pelo en pecho pero cuando se trata de mostrar la fuerza de carácter, os portáis como las señoritas de Bestúzhev
[7]
.

—¿Como quién? ¿Como qué señoritas?

—Qué ignorante eres, Saniok —suspiró el tío Kolia—. ¿Te acuerdas al menos de las letras todavía?

—¿De qué letras?

—Del abecedario. ¿Cuándo ha sido la última vez que cogiste un libro, eh?

—Anda ya, tío Kolia, no me vengas ahora con ésas. ¿No ves que ya estoy completamente hundido?

—¿Hundido? —el tío Kolia elevó la voz y dio un manotazo en la mesa—. ¡Ay, Dios mío, somos pobres pero honrados y delicados! ¡Le han untado el morro a bofetadas y tenía prohibido desquitarse! ¡Aguanta! Cumples con tu trabajo y cobras por eso. Si no te gusta, haznos el favor y lárgate. Pero ten en cuenta una cosa, no habrá nadie que te cubra las espaldas. ¿Cuántos fiambres tienes en tu haber? ¿Lo recuerdas todavía? Mientras llevemos todos el mismo collar, el de nuestro patrón, podrás dormir tranquilo. Si te vas, estás acabado. Así que elige.

—Pero si ya he elegido…

—Entonces, deja de quejarte y no me llores más.

—Es que me da coraje… Voy al gimnasio a diario, hago flexiones, lanzo hierros, y todo ¿para qué? ¿Para que un pintamonas me deje como un guiñapo?

—Ay, Saniok, discurres menos que un mosquito. Soberbia, en cambio, tienes de sobra. Fíjate en Slávik: un corredor de coches con experiencia, todo un campeón, pero le han prohibido conducir durante un tiempo y va a todas partes a pie como si tal cosa. Y no lloriquea. Porque sabe que el trabajo es el trabajo. Intenta comprenderlo tú también.

—Vale, no te pongas así. Ya lo he comprendido.

—Pues estupendo —sonrió el tío Kolia aliviado.

Después de mandar al chico a casa, permaneció sentado inmóvil en el pequeño cuartucho situado detrás de la sala del gimnasio. Miró el reloj. Eran las 10.25; dos minutos más y haría la llamada. El tío Kolia se acercó el teléfono, descolgó el auricular y empezó a marcar un número lentamente. Al llegar al último dígito, hizo girar el disco pero en lugar de soltarlo mantuvo el dedo hundido en el agujero hasta que el reloj electrónico señaló las 22.27. Al otro lado de la línea, nadie cogió el teléfono. El tío Kolia contó siete timbrazos y colgó. Volvió a marcar, esta vez esperó hasta que sonó cinco veces, volvió a colgar y marcó de nuevo. Tres timbrazos. Ya estaba. Ya no tenía que hacer más llamadas. La combinación de siete, cinco y tres timbrazos significaba que la misión no había sido cumplida y que se habían presentado dificultades que, sin embargo, no reclamaban ninguna intervención urgente.

Se preocupó de apagar todas las luces, cerró las puertas y se fue a casa.

Al oír el teléfono, el hombre sentado en la silla de ruedas cogió el bolígrafo y anotó escrupulosamente todos los datos en un bloc de notas: el número del teléfono de la llamada entrante, la hora exacta, cuántas veces había sonado el timbre. Dentro de un rato volverían a llamar, primero habría seis timbrazos, luego tres, luego once, y sólo al producirse la cuarta llamada podría descolgar. Le habían prohibido terminantemente contestar a todas las demás llamadas. El hombre de la silla de ruedas seguía las instrucciones a rajatabla porque se daba cuenta de la importancia y gravedad de la tarea que le había sido encomendada.

Tenía treinta y cuatro años, casi diez de los cuales los había pasado en la silla de ruedas. Amaba la técnica y los aparatos de radio, y pasaba los ratos libres montando circuitos electrónicos. Cursó carrera en el Instituto de Radiotécnica y Automática y, cumpliendo un viejo sueño, ingresó en la facultad técnica de la Escuela Superior del KGB; pero no llegó a iniciar los estudios. Junto con sus padres y su abuela fue víctima de un accidente aéreo del que resultó el único superviviente. A partir de entonces, su destino fue la soledad, la silla de minusválido y las muletas, con ayuda de las cuales podía desplazarse, aunque con enorme dificultad, por su piso.

Tras reponerse del golpe que supuso aquel cambio brusco de su vida, intentó dominarse y volver a sus circuitos electrónicos. Desde pequeño le apasionaban las novelas de espías y se dedicó a montar varios artefactos ingeniosos… Ansiaba ser útil, contribuir al fortalecimiento de la seguridad de la patria. Un buen día hizo acopio de valor y escribió al comité, el KGB, invitando a sus especialistas a conocer sus inventos. No le cogió de sorpresa cuando un hombre del comité vino para ofrecerle colaborar con ellos por el bien de la patria.

—Al parecer, usted es diligente y cumplidor —le halagó el representante del comité—, son las cualidades que más valoramos en nuestros colaboradores a cargo de los servicios de contraespionaje. ¿Sabe?, sin duda hay un número inmenso de enemigos que vienen a nuestro país, y tampoco faltan ciudadanos inestables que se dejan reclutar por la inteligencia extranjera. Para impedirles minar la seguridad de nuestra patria, nuestros agentes de contraespionaje vigilan a todos esos elementos. Bien, pues, para brindar a los agentes la máxima protección, para impedir que el enemigo los identifique, necesitamos contar con un sistema de comunicaciones seguro y que permita prescindir de contactos personales. ¿Me sigue?

Por supuesto que le seguía. Había leído toneladas de libros sobre el trabajo cotidiano de los agentes del servicio de contraespionaje y las triquiñuelas del enemigo. Y, también por supuesto, acogió la proposición de ayudar al hombre del comité con entusiasmo.

Sus funciones no eran nada complicadas pero requerían atención y puntualidad. Anotar la hora de la llamada, el número de timbrazos y el teléfono del comunicante, que aparecía en la pantalla del identificador. Nada más. A una hora precisa y siguiendo una secuencia de timbres estrictamente definida, aquel hombre del comité le llamaba, y el minusválido le informaba sobre las llamadas recibidas y la hora a la que se habían producido.

Una de las condiciones de ese trabajo bien remunerado en provecho de la patria era el aislamiento total del minusválido. A diario, el hombre del comité le enviaba a su gente, que le llevaba alimentos, medicinas y todo cuanto precisara. Si se sentía mal, el hombre del comité le mandaba a su médico personal. Si necesitaba comprar algo, le bastaba mencionarlo para que le enviaran a domicilio lo mejor de lo mejor de la cosa deseada. Le mandaban libros, tanto novelas como tratados técnicos de radiotécnica, piezas, herramientas, aparatos, todo cuanto le hiciera falta para dedicarse, sin tropezar con el menor problema, al trabajo que amaba. La única privación era que no podía tratar con nadie excepto la gente del KGB. El minusválido ni siquiera conocía su propio número de teléfono, para no ceder a la tentación de dárselo a alguien.

No sabía ni podía saber que en el KGB se rieron de su carta y que la echaron a la papelera. Pero un funcionario desarrugó aquellas hojas y decidió utilizar al enfermo para sus propios fines, que no tenían nada que ver con la seguridad nacional. Tampoco sabía que le cambiaban el número de teléfono varias veces al año.

Hacía lo que le gustaba, creía ser útil y era feliz.

Capítulo 9

A las ocho en punto de la mañana, Nastia Kaménskaya se acercó a la clínica de la DGI. Contra su costumbre, ese día lucía un tres cuartos acolchado de color rojo claro y un gorro enorme, de pelo largo, de zorro negro.

Al acercarse a la ventanilla de recepción, solicitó su historial clínico, dejó el tres cuartos y el gorro en el guardarropa y subió a la segunda planta, donde se realizaban las revisiones. Recogió los volantes y números de turno pertinentes y salió a la escalera de servicio. Allí la estaba esperando Chernyshov, con una abultada bolsa de fina tela sintética en la mano. Nastia le dio a Andrei un rápido beso en la mejilla y, sin decir palabra, cogió la bolsa, entró en el cuarto de baño de señoras situado allí mismo, junto a la escalera, y salió diez minutos más tarde con los ojos muy maquillados y ataviada con un abrigo oscuro, que llevaba desabrochado, de modo que dejaba a la vista una bata médica de cegadora blancura. Llevaba colgado del cuello un fonendoscopio y en las manos, una pila de historiales clínicos. La magnífica bolsa de tela finísima se encontraba ahora en el bolsillo de su abrigo, doblada varias veces formando un pequeño paquete.

Nastia bajó la escalera, salió por la puerta de servicio al patio y subió en un coche que llevaba en los costados una franja azul y el rótulo rojo que rezaba: «Servicio Médico.» En el patio había por lo menos tres coches más como éste, y dentro de poco en cada uno de ellos montaría otra mujer vestida igual que Nastia, con bata blanca, un fonendoscopio bailándole en el cuello e historiales clínicos en las manos: médicos que salían a hacer visitas domiciliarias.

Chernyshov, sentado al volante, le echó una ojeada a Nastia y rompió a reír.

—¿Qué te pasa? —se sorprendió ella—. ¿He hecho algo mal?

—Al verte con los ojos pintados, me acordé de cómo quisiste escaparte de Kiril cuando íbamos a coger a Gall. Desde entonces no he vuelto a verte maquillada. Sabes, pareces muy bonita con todos esos afeites.

—No me digas —repuso Nastia con escepticismo.

—Te digo. Hasta pareces guapa. ¿Por qué no irás así todos los días? Nos alegrarías el corazón a los chicos y, además, sería un bálsamo para tu amor propio. ¿Tanto puede tu pereza?

—Tanto —murmuró Nastia arreglando sobre las rodillas el montoncito de historiales clínicos de atrezzo—. Mi pereza es todopoderosa, me trae sin cuidado lo que os alegre el corazón a los chicos y carezco de amor propio. ¿Te has enterado de por dónde se va allí?

Andrei no contestó, pendiente del intenso tráfico en la avenida, al otro lado de la puerta del patio.

—¿Por qué no me llamaste anoche? —preguntó—. Le dejé el número a tu Liosa y le pedí que te dijera que me llamaras.

—Volví muy tarde, pensé que tu hijo estaría durmiendo y no quise despertar al niño. ¿Ha pasado algo?

—Sí. Grigori Fiódorovich Smelakov, el juez de instrucción retirado, vive cerca de Dmitrovo, y ahora nos dirigimos a verle siguiendo la carretera que bordea la vía férrea de Savélovo.

La pila de historiales clínicos que Nastia acababa de ordenar se deslizó de sus rodillas a sus pies.

—Hemos acertado —exhaló las palabras apenas audibles, articuladas por labios de pronto rígidos—. No hemos hecho diana todavía pero hemos dado cerca. ¡Por fin! No me lo puedo creer.

—¿Querrías explicarme cómo lo hemos conseguido?

—Ojalá lo supiera. Quizá haya sido la intuición. ¿Recuerdas que te pregunté cómo se ganaba la vida la madre de Yeriómina?

—Te dije que era sastra.

—Ahí está. Me estuve devanando los sesos tratando de comprender por qué en el dibujo de Kartashov la clave de sol tenía color verde manzana. ¿Qué puede haber en una casa que sirva para dibujar una clave de sol con este color?

—¿Qué puede haber?

—La tiza. Una simple tiza de un simple juego de tizas de colores que se vende en cualquier papelería. Todos los sastres tienen esas tizas, las utilizan para marcar el patrón. Fui al archivo y leí con mis propios ojos el sumario de la causa criminal que inculpaba a Yeriómina madre. Es un caso muy extraño, Andriusa. A casos así, yo les llamo casos de escuela.

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