En cuanto al hombre que intentó controlar a Nastia en la clínica, nada fue tan sencillo. Al parecer, tenía experiencia y era cauteloso, por lo que burló la vigilancia sin esfuerzo y como quien no quiere la cosa, sin comprobar siquiera si le seguían. Lo cual significaba que siempre actuaba de este modo, independientemente de que se supiera vigilado o no. Como resultado, lo único que Nastia y Gordéyev tenían de momento en su haber era la descripción de las curiosas relaciones que el hombre en cuestión mantenía con las cabinas públicas.
La noche anterior, Víctor Alexéyevich había obtenido de la Oficina Central de Empadronamiento la lista de todos los Nikiforchuk y Grádov residentes en Moscú.
—Hay menos Nikiforchuk que otros, me ocuparé yo de ellos —dijo el coronel—. A mi edad, trabajar demasiado perjudica la salud. Tú encárgate de los Grádov, y luego haremos la criba.
Le tendió a Nastia un mazo de hojas impresas.
—Partamos del supuesto de que el hijo de Popov no pudo nacer después del año cincuenta, ya que en el setenta ya había hecho el servicio militar y estaba cursando estudios superiores, pero tampoco antes del cuarenta y cinco, porque Popov llegó a Moscú al terminar la guerra y antes de la guerra residía en Smolensk. El asuntillo del hijo extramatrimonial tiene, como denominación de origen, la ciudad de Moscú, me he enterado. En teoría, su amiguete debe de tener la misma edad, tres años arriba o abajo. En el año setenta no podía tener menos de dieciocho, por lo tanto, nació, como muy tarde, en el cincuenta y dos.
Nastia recogió las listas y se marchó a su despacho. Desparramó sobre la mesa montañas de informes estadísticos y materiales de análisis, abrió el cajón central y guardó allí a los centenares de Grádov. Le hubiese gustado cerrar la puerta con llave, como era su costumbre, para poder trabajar tranquilamente, pero era consciente de que ese día precisamente no debía encerrarse. Que entren todos los curiosos, que vean que está preparando para Gordéyev el informe mensual de turno sobre los asesinatos perpetrados en el territorio de la ciudad y los índices de resolución.
Curiosos, lo fueron todos. Bueno, quizá no todos pero sí muchos. En el curso de las dos horas siguientes por su despacho desfilaron, como mínimo, diez compañeros, y a cada uno Nastia le contó pestes de los médicos, que en un tris estuvieron de ingresarla en el hospital; pestes de Olshanski, quien no tenía ni idea de qué hacer con el caso de Yeriómina y encima le amargaba la vida a Nastia; pestes de Gordéyev, quien le había reclamado el informe analítico para el día siguiente; pestes de sus botas, que dejaban pasar agua, por lo que siempre tenía los pies mojados; pestes de la vida en general, que estaba tan achuchada que para qué la quería… Todos asentían con cabeza, se condolían de ella, le reclamaban café, le pedían cigarrillos y no la dejaban trabajar. Cada vez que se abría la puerta, a Nastia apenas si le daba tiempo para cerrar el cajón con un movimiento enérgico del torso. Suerte que al menos no hubo llamadas por la línea exterior.
Cuando la puerta empezó a entornarse una vez más, Nastia pensó que, con toda seguridad, acabaría con el tórax lleno de moretones. Entró Gordéyev.
—¿Por qué no coges el teléfono? Chernyshov lleva horas tratando de hablar contigo.
Nastia miró el aparato extrañada.
—No ha sonado ni una vez.
Descolgó el auricular del teléfono exterior, se lo acercó al oído y se lo tendió a Gordéyev.
—No hay línea. Silencio sepulcral.
Víctor Alexéyevich corrió hacia la puerta ágilmente y echó la llave.
—¿Tienes un destornillador?
—¿Cómo quieres que lo tenga? —le dijo Nastia boquiabierta.
—Boba —dejó caer el Buñuelo, pero en su tono no había malicia—. Tijeras sí tendrás.
Echó una ojeada al enchufe, luego, manejando hábilmente las tijeras, desmontó el teléfono.
—Muy bonito —ponderó escudriñando unos daños apenas apreciables a simple vista en los alambres—. Sencillo y elegante. ¿Te apetece divertirte un poco?
—¿Para qué? Si yo ya sé quién lo hizo. También usted lo sabe.
—Qué importa lo que sepamos. ¿Y si estamos equivocados? Mírenle, es el más inteligente, el más astuto, el más afortunado, se sale con todo lo que se propone o lo que sus amos le ordenan, mientras que nosotros le decimos amén a todo y le consentimos que nos lleve al matadero como ovejas sin uso de razón. Va siendo hora de que le demos un tironcito a sus neuronas, para que no se le ocurra recelar. Es un profesional experimentado, sabe perfectamente que sólo sobre el papel todo va como una seda, pero en la vida real siempre hay algo que falla, algo que se tuerce. Que se entretenga, que se devane los sesos: ¿cuándo ha cometido un error?
—De todas formas, no lo entiendo. —Nastia se encogió de hombros—. ¿Qué esperaba? Pude haber descubierto que el teléfono no funcionaba hacía tiempo. Ha sido pura casualidad que yo no tuviera que llamar a nadie.
—¿Y qué habrías hecho al descolgar y no oír el tono?
—No lo sé. Probablemente le pediría a alguien que lo mirase, a ver qué pasaba.
—¿A quién, exactamente?
En los labios de Nastia retozó la risa.
—Tiene toda la razón, Víctor Alexéyevich, se lo habría pedido justamente a él. Primero, porque su despacho está al lado, puerta con puerta. Segundo, todos sabemos que entiende de aparatos y de electrodomésticos. Los demás no paran de llevarle molinillos de café, secadores de pelo, maquinillas de afeitar y otros chismes, para que se los repare. Por cierto, tiene un juego de destornilladores, se los deja a todo el mundo. De una forma u otra, mi teléfono no se le escaparía.
—Eso, eso mismo —convino Gordéyev—. Lo miraría y te diría que el problema es tan complicado que no se puede arreglar así como así, que hace falta una pieza especial que tiene en casa y que mañana te la traerá para reparar el aparato. Pero que hoy estarás incomunicada.
—Ya. No quiere que alguien me llame desde fuera. Y no se trata de uno de nuestros compañeros, que tienen una decena de números para encontrarme, entre otros, el suyo, Víctor Alexéyevich, sino de algún testigo o alguien por el estilo, alguien que normalmente sólo dispondría de un número, el de este despacho. Yo, por mi parte, en caso de necesidad podría llamar desde otro teléfono. Víctor Alexéyevich, ¿de quién cree usted que quiere protegerme? ¿De Kartashov?
—Todo es posible. ¿Tienes una botella?
—¿Cómo dice?
El asombro le arqueó las cejas a Nastia.
—Una botella. De licor. ¿Qué clase de detective eres, Kaménskaya? No vales para nada. No tienes destornillador, no tienes botella. Vale, ahora te la traigo.
Minutos más tarde, en el despacho de Nastia empezaron a entrar sus compañeros. Muchos no estaban en el edificio, pues, como es sabido, un detective se gana la vida pateando las calles. Pero se habían reunido unos siete. El último en llegar fue Gordéyev, que con aire de solemnidad sostenía en las manos una botella de champán y una bolsa de plástico en cuyo interior unos vasos tintineaban elocuentemente.
—Amigos míos —anunció con mucho sentimiento—, hoy celebramos una pequeña fiesta, la onomástica de todas las que recibieron el nombre de Anastasia, santa y mártir. Puesto que nuestra Nastasia se niega a celebrar su cumpleaños, felicitémosla el día de su santo. Vamos a desearle que siga igual de joven e inteligente durante muchos años.
—E igual de perezosa —sugirió Yura Korotkov.
Todos a una prorrumpieron en carcajadas. El Buñuelo descorchó el champán y llenó los vasos.
En este momento sonó el teléfono.
—Es papá.
La voz que Nastia escuchaba en el auricular pertenecía a Andrei Chernyshov:
—Felicidades, hija mía.
El hombre no se contuvo y soltó una risita.
—Gracias, papi. —Nastia sonrió beatíficamente—. Me alegra mucho que te hayas acordado. Yo y Lioska hemos apostado a que se te olvidaría… Claro, una botella de coñac. Llama aquí cada media hora y pregunta si me has felicitado o no… No, papi, fui yo la que pensé que no te ibas a acordar. Así que ha ganado él…
A estas alturas de la conversación, Andrei, desde el otro lado del hilo, se mondaba de risa.
—He perdido. —Nastia compuso el gesto trágico—. Tendré que estirarme y comprarle el coñac.
—¿Qué pasa? ¿Te da pereza ir a la tienda? —comentó Korotkov.
Todos estallaron en risas, terminaron el champán, hicieron cola para darle un beso a Nastia y regresaron a sus despachos. Pero por mucho que escrutase uno de aquellos rostros, no descubrió en él ni rastro de sorpresa, temor o perplejidad. No vio nada. Ni una palidez repentina, ni un sonrojo febril. Su sonrisa no era forzada, la voz no le tembló. Así que ¿no era él? ¿Quién, entonces? Había estado pendiente de una sola cara, sin molestarse en mirar las otras. Mal hecho.
De nuevo sola, se sentó en la silla y apoyó la cabeza en las manos. Así que eran dos. El Buñuelo tenía razón desde el principio, cuando le dijo que podían ser varios, o tal vez todos. En aquel momento, Nastia no había tomado en serio sus palabras y cuando descubrió a uno, se precipitó en concluir que era el único, que no había otros. Había vuelto a equivocarse. Eran dos. Dos. «Dos como mínimo», rectificó. Ahora estaba dispuesta a admitir que había otros. ¿Lo eran todos? Dios mío, ¡qué idea tan monstruosa!
Consiguió dominarse y volver a las listas de los habitantes de Moscú que llevaban el apellido nada raro de Grádov. Meticulosamente tachó de la lista a los que no cumplían con el requisito de la edad. De repente, algo le hirió los ojos. Nastia los entornó. Debajo de los párpados cerrados, por la negra oscuridad pululaban repugnantes moscas amarillas. La tensión que le provocaba su vaivén hizo que los ojos le lagrimearan. Humedeció un pañuelo con el agua de la botella que tenía encima de la mesa, echó la cabeza atrás y se lo puso sobre la cara. Su frescor le trajo algo de alivio.
Tiró el pañuelo mojado sobre el radiador y clavó la vista en el Grádov de turno, nombre y patronímico: Serguey Alexándrovich, domiciliado en… Había algo en esta dirección que no le gustaba. Pero bueno, ¿qué le pasaba hoy? Era una dirección completamente normal: la calle, la casa, la escalera, el piso. No era ni peor ni mejor que las demás.
Volvió a cerrar los ojos y trató de pensar en algo diferente. En Lioska, en los fenomenales pollos asados que hacía su padrastro, en el coñac que no iba a comprar… La avenida Federativni, número… Fuera, extraña dirección, largo de aquí, no me distraigas. Debería llamar por si acaso a papá, no descartaba la posibilidad de pasar luego por su casa. Tampoco vendría mal avisar a Lioska, para que dijera a todos cuantos le llamasen por la noche que estaba en casa de su padre y que volvería tarde… La avenida Federativni, número… La avenida Federativni…
Una oleada de calor se propagó por su cuerpo, las mejillas le ardieron, el sudor le humedeció las manos. Nastia descolgó el teléfono interior.
—Víctor Alexéyevich, ¿está solo?
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Será mejor que vaya a verle.
Al entrar en el despacho de su jefe, tragó saliva espasmódicamente. El nerviosismo la volvió afónica y sus palabras sonaron broncas y susurrantes:
—¿Verdad que me ha mencionado el domicilio del director del club «El Varego»?
—Verdad. Te he leído el informe de observación completo.
—¿Avenida Federativni, número dieciséis, escalera tres?
—¿Has venido aquí para hacer demostraciones de tu fenomenal memoria?
—En esa casa vive un tal Grádov Serguey Alexándrovich, nacido en el año cuarenta y siete.
El Buñuelo se arrellanó en el sillón, se quitó las gafas y se metió la patilla en la boca. Luego, sin prisas, se levantó y echó a andar arriba y abajo por el despacho, al principio lentamente, luego más y más de prisa, rodeando la larga mesa de conferencias como una pelota rebotada, apartando de su camino todas las sillas que encontraba. Cuantas más vueltas daba Víctor Alexéyevich, más intenso se volvía el brillo de sus ojos, más sonrosada se ponía su calva y con más firmeza se apretaban sus labios. Al final se paró, se dejó caer en un sillón situado junto a la ventana y estiró las cortas piernas.
—Me ocuparé yo de Grádov, no te metas en eso, te viene demasiado ancho. Voy a enterarme de a qué se dedica, e iré a verle. Tu misión consistirá en reflexionar sobre qué le puede provocar ese miedo tan espantoso. Evidentemente, no es porque hace cinco lustros presenció un crimen. Aquí hay algo más… Espera, no. He cambiado de idea. No voy a ver ni a Grádov, ni al viejo Popov. Lo haremos todo de otro modo. De un modo completamente distinto.
—¿Está absolutamente seguro de que ese Grádov de la avenida Federativni es el que buscamos?
—No te pases de lista conmigo, Nastasia, también tú estás segura, si no, no habrías venido zumbando a preguntarme la dirección del tío Kolia. Pero a última hora lo sabré a ciencia cierta. Averiguarlo no es nada complicado. Ahora dime, ¿has visto alguna vez que un caso parado y no resuelto fuese objeto de una investigación activa?
—La ley establece… —empezó a decir Nastia.
Pero Gordéyev no la dejó terminar:
—Lo que establece la ley lo sé tan bien como tú. ¿Y en la práctica?
—Un caso parado va a la caja fuerte o al archivo, la gente suspira con alivio y hace lo posible por olvidarlo como si hubiera sido una terrible pesadilla. Ocurre a veces que reabren un caso si el inculpado es procesado por otro crimen y de pronto decide confesar pecados pasados. Pueden darse otros motivos pero las más de las veces es pura suerte.
—Exactamente. Cuando un caso está parado, no lo toca nadie. Por eso ahora mismo voy a llamar a Olshanski y le pediré ordenar la suspensión de la causa criminal del asesinato de Yeriómina desde el momento en que venza el plazo de dos meses desde el día de su apertura, conforme a lo establecido por la ley.
—Nos queda una semana entera… —refunfuñó Nastia disgustada.
—Qué importa. El papeleo puede esperar pero las habladurías empezarán hoy mismo. Ya me encargaré yo de poner al corriente a toda la cofradía policíaco-judicial. ¿Comprendes adónde quiero llegar?
—Sí que lo comprendo. Únicamente me temo que lo de Olshanski no prospere. Es demasiado rígido para cerrar un caso mientras exista una hipótesis realista y tan prometedora.
—Estás subestimando a Kostia. Cierto que es un tipo malhablado, que su traje no ha visto la plancha en lo que va del siglo y que no se limpia los zapatos. Tiene un montón de defectos. Pero es un hombre muy inteligente. Y como juez de instrucción es muy inteligente también.