—Tal vez tengas razón —concedió Batyrov secamente—. ¿Qué tengo que hacer?
—El protocolo del examen del lugar de los hechos… —se apresuró a contestar el juez—. Mira que no quede ni rastro de que en el piso hayan estado terceros. Sólo Yeriómina y la víctima.
—¿Y la niña, la hija de Yeriómina?
—Por la niña no te preocupes. Todo el mundo sabe que estuvo allí.
La causa criminal fue remitida a la Fiscalía, Smelakov y Batyrov se marcharon a sus nuevos destinos; uno, a un pueblecito de la provincia de Moscú; el otro, a Kírov. Hacía cuatro años que Grigori Fiódorovich se había jubilado. Sus seis hijos ya eran mayores, estaban afincados en Moscú, tenían sus propias familias. Tres de los hijos se convirtieron en hombres de negocios. Así fue como decidieron vender el piso de cuatro habitaciones y construir para el padre una magnífica mansión, donde el hombre, recién enviudado, estuviera cómodo y a gusto y adonde podrían llevar a sus familias a darse un chapuzón en el cercano lago, a esquiar, a ponerse a tono en una sauna rústica; en pocas palabras, a descansar como Dios manda.
Grigori Fiódorovich no tenía nada en contra de su decisión, todo lo contrario, se alegró de poder realizar al final de sus días un viejo sueño: una casa con chimenea, biblioteca, mecedora y perros grandes, aprovechando que los negocios de sus hijos les aportaban pingües beneficios. Tras organizar la casa a su criterio y gusto, y disfrutar de comodidad y paz, Smelakov decidió hacer su primer pinito literario. Era otro de sus sueños largamente acariciados. Para empezar, escribió varias crónicas de hechos reales, le cogió, como quien dice, el truquillo a la cosa y se atrevió con una novela corta, en la que narró el consabido caso de Támara Yeriómina. Lo contó todo tal y como había sucedido en realidad.
—Y, en realidad, ¿en la pared de la cocina había algo así?
Nastia le tendió el dibujo que Kartashov había realizado basándose en las palabras de Vica. Smelakov asintió con la cabeza.
—¿Dónde han publicado al final mi novela?
—Me temo que en ninguna parte, Grigori Fiódorovich.
—¿Ha leído el manuscrito, entonces?
—No, no lo he leído.
Smelakov clavó en Nastia una mirada alarmada y suspicaz.
—En este caso, ¿cómo se ha enterado?
—Antes de contestarle, quisiera leerle algo, si usted me lo permite.
Sacó del bolso
La sonata de la muerte
, que previsoramente había forrado en papel para ocultar el dibujo de la portada, la abrió en uno de los numerosos sitios marcados por una señal y empezó a traducir. Dos párrafos más tarde levantó la vista hacia Smelakov.
—¿Le gusta?
—¿Qué es? —preguntó el hombre con ansiedad—. ¿De dónde lo ha sacado? Es mi texto, es mi novela. Es la vista que se veía desde la ventana de mi despacho. En los muros desconchados del edificio había una enorme pancarta con las palabras «Viva el PCUS». Debajo de la pancarta, unos gamberros habían pintado una esvástica. Y debajo de estos alardes artísticos cada sábado aparecía tumbado el mismo borracho, al que luego metían en el calabozo. Cosas así nadie se las inventa por casualidad, ¿no?
—Escuche un poco más.
Abrió el libro en otra página y tradujo un nuevo fragmento.
—No entiendo nada. Es algo sobrenatural. Los nombres están cambiados, todo en conjunto es distinto pero los detalles, las metáforas, incluso algunas frases, son míos, juraría que sí.
—¿En qué revista dejó su manuscrito?
—En Cosmos.
—¿A quién en concreto se lo entregó?
—Ahora se lo diré, aquí tengo todos los datos.
Grigori Fiódorovich abrió un cajón de la mesa, hurgó en su interior y sacó una tarjeta de visita.
—Aquí tiene —dijo tendiéndole la tarjeta a Nastia—. Está apuntado al dorso, a mano. Se llama Bondarenko. Cuando le llevé el manuscrito, tomó nota de mis señas y me dio su teléfono. No encontraba papel para escribirlo, cogió una tarjeta y en el dorso… Dios mío, ¿qué le pasa? Un momento, un momento —se puso a buscar algo con premura en los bolsillos de su chaqueta de lana—, tenía nitroglicerina…
—No hace falta, no se moleste —dijo Nastia con un hilo de voz guardando la tarjeta en el bolso.
Los dedos se negaban a obedecerle, el cierre se negaba a abrirse.
—Ya ha pasado. El ambiente aquí está muy cargado.
El dueño de la casa acompañó a la pareja hasta el coche. Al respirar el aire húmedo y frío, Nastia se sintió mejor.
—Grigori Fiódorovich, ¿no le da miedo vivir solo?
—En absoluto. Tengo perros y una escopeta. Hay vecinos cerca.
—Sin embargo…
—Sin embargo, ¿qué? ¿Hay algo que no me dice?
—Es un profesional y coincidirá conmigo en que es usted mucho más peligroso que la hija de Támara Yeriómina. Sabe mucho más que ella. Y si alguien le tuvo miedo a Vica, tanto miedo que decidió matarla, también usted está bajo amenaza. Comprendo que mi experiencia no puede compararse a la suya, sabe perfectamente, sin necesidad de que yo se lo explique, lo que tiene que hacer y dejar de hacer. No puedo darle consejos pero sí ayudarle si hiciera falta.
—Tiene gracia —sonrió Smelakov—. He estado a punto de decirle lo mismo. Tiene oficio y valor suficientes, es inteligente y, no obstante, no es prudente, un rasgo muy femenino pero que viene al pelo en el trabajo policial. Tampoco yo me tomo la libertad de aconsejarle. Pero si llega el caso, estaré dispuesto a ayudarla.
Nastia y Borís hicieron el viaje de vuelta en silencio. Borís sentía el prurito de hacerle decenas de preguntas pero no se atrevía a iniciar la conversación.
—¿Volvemos al club náutico? —preguntó al final.
—No, seguimos hasta Moscú. —Nastia sacó la tarjeta que le había dado Smelakov—. Intentaremos encontrar la redacción de la revista Cosmos.
Dio la vuelta a la tarjeta y quedó absorta en sus pensamientos, con la mirada fija en la superficie satinada del papel, sobre la que unas letras doradas rezaban: «VALENTÍN PETRÓVICH KOSAR.»
Para cubrir las apariencias Nastia debía pasar sin falta por la clínica antes de que los médicos del reconocimiento obligatorio terminasen de visitar, y salir de allí a la vista de todo el mundo y luciendo el llamativo tres cuartos colorado. Nastia abandonó la clínica sobre las siete de la tarde, vestida igual que por la mañana, con su tres cuartos de color rojo encendido y el peludo gorro de zorro. Se había dado cuenta de que la vigilaban y estaba preparada para que la «acompañasen» hasta su casa. Por ello no llamó a nadie durante el trayecto, para no poner nerviosos a los que la seguían y no darles pie para una nueva sesión nocturna de sustos. Entró en varias tiendas y compró comida anticipando placenteramente la deliciosa cena en que Liosa Chistiakov sabría convertirla.
La visita a la redacción de la revista Cosmos tuvo un éxito tan sólo parcial. En efecto, Serguey Bondarenko trabajaba allí, pero en ese momento estaba de baja por enfermedad y se encontraba en casa. Nastia le llamó pero nadie cogió el teléfono. Daba pena perder ese día, el tiempo que habían ganado, pero qué se le iba a hacer. Nastia y Kartashov estaban sentados en el coche aparcado junto a la casa de Bondarenko y cada quince minutos le llamaban desde una cabina. Al final, pasadas ya las cinco, se puso una mujer y dijo que Serguey llegaría a eso de las diez. De forma que le tocó a Chernyshov encargarse de hablar con Bondarenko. Intentaría dar con el redactor antes de que regresara a casa. Ese día, cada minuto contaba, mientras «ellos» creían que Nastia se dedicaba a recorrer los despachos de los médicos y el caso se encontraba parado. Al día siguiente volvería a estar a la vista de todo el mundo y volverían a producirse fugas de información, a menos que se le ocurriese una nueva maniobra de distracción.
El teléfono, cuyo timbre había sido ajustado al mínimo volumen, emitió su susurro apenas audible pero Arsén despertó de todos modos. Miró a la pantalla del identificador de llamadas y se apresuró a pulsar un botón para quitar el sonido por completo. Ahora sólo un piloto rojo señalaba que alguien intentaba comunicar con su número. Arsén no descolgó el teléfono. A su lado, su mujer estaba durmiendo.
Unos segundos más tarde, el piloto volvió a parpadear. Cuando llamaron por tercera vez, el reloj marcaba las 2.05. Procurando no hacer ruido, Arsén bajó de la cama y entró de puntillas en el salón. Tres llamadas consecutivas, realizadas en el intervalo de tiempo entre las 2.00 y las 2.05, significaban que se le solicitaba acudir con urgencia a un lugar especificado de antemano. Era la señal con la que el minusválido le informaba sobre la recepción de tal solicitud.
Arsén se vistió de prisa, se puso una chaqueta oscura de mucho abrigo, abrió silenciosamente la puerta y salió del piso. Nunca había podido soportar la suciedad y oscuridad de las calles, pero en momentos como éste daba gracias en su interior a las autoridades municipales que habían llevado Moscú a este lamentable estado, pues a altas horas de la noche los transeúntes eran incluso menos que escasos.
Caminó a paso rápido y quince minutos más tarde divisó en una esquina una silueta robusta.
—¿Qué pasa?
—Han llegado hasta Cosmos.
—¿Cuándo?
—Esta tarde.
—¿Cómo se ha enterado?
—Me ha informado el jefe de redacción.
—¿Han encontrado a Bondarenko?
—De momento, no parece que hayan dado con él. Pero lo encontrarán mañana, mejor dicho, hoy.
—¡Recondenada niña! —masculló Arsén entre dientes—. ¿Cómo es que se ha enterado de lo de la redacción? ¿Quién te parece que habrá podido ponerla sobre esta pista?
—No tengo la menor idea. El único vínculo entre Vica, sus pesadillas y Cosmos era Kosar. Pero ya hace dos meses que no vive.
—¿Y el autor? Me refiero al que escribió sobre ese asunto. ¿Ha podido dar con él?
—No debería…
—No le pregunto si debería o no. Quiero saber si en teoría esto es posible.
—Quizá sea posible, ya que el hombre está en el mundo de los vivos y no en el otro.
—Quizá, quizá —le remedó Arsén contrariado—. ¿Sabe cuál es su problema, Serguey Alexándrovich? Es incapaz de decir la verdad ni siquiera cuando es de vital interés para usted mismo. ¿Por qué no me explicó nada a las claras desde el principio? ¿Por qué no me contó lo de su oficina de París? Si Kaménskaya, Dios no lo quiera, ha comprendido que tenía que buscar a Smelakov, va listo. Incluso si le cortamos el oxígeno, ya no servirá de nada. Si ha ido a verle y le ha enseñado el libro de Brizac que había traído de Roma, Smelakov podría ponerse a buscar por su cuenta al que le robó su manuscrito. Y lo primero que hará será visitar su queridísimo Cosmos, para charlar con el señor Bondarenko. ¿Qué vamos a hacer entonces?
—¿No le podríamos…? Y de paso, también a Bondarenko… Se lo pagaré.
—¡Está loco! Ahora que ya los ha encontrado, no podemos hacerlo de ninguna de las maneras. Kaménskaya entendería en seguida que va por buen camino y escarbaría aún más a fondo. ¡Acabaría por soliviantarlos a todos! Aunque… Tal vez no esté todo perdido todavía. Repítame, con tantos detalles como pueda, todo lo que le ha contado su amigo de la redacción. ¿Quién, exactamente, ha ido a Cosmos?
—No le ha visto. Pudo oír desde su despacho cómo en la sala de redacción una voz de hombre preguntaba por Serguey Bondarenko. Le contestaron que estaba de baja médica.
—¿Ha preguntado por su teléfono de casa o la dirección?
—No. Dijo que volvería dentro de una semana. El jefe de redactores preguntó luego qué aspecto tenía el hombre que quería ver a Bondarenko. Le contaron que tendría treinta y pico de años, que era muy alto, de pelo castaño oscuro espeso y con bigote.
—¿Estaba solo?
—Solo.
—Está bien, Serguey Alexándrovich, puede irse a dormir. Me encargaré de todo.
—Confío en usted, Arsén.
—No diga eso. No soy omnipotente y no le prometo nada. La culpa es enteramente suya.
—¿Pero quién iba a suponer que Smelakov lo escribiría, que llevaría el manuscrito precisamente a Cosmos y que sería justamente su manuscrito el que mandarían al destino habitual? Una concurrencia semejante de circunstancias ¡era imposible de prever!
—No haber contado mentiras. Buenas noches.
Ni por un instante, Arsén dudó de que fuera Borís Kartashov quien había estado en la redacción. Por supuesto, delante de Serguey Alexándrovich, Arsén había puesto el gesto correspondiente, había fingido estar preocupado y estrujarse el cerebro. En realidad, había suspirado con alivio en cuanto comprendió que se trataba del pintor. ¿Qué significaba esto? Significaba que por fin había encontrado la dichosa nota que Vica le había dejado. Arsén tenía suficiente experiencia para no creer en casualidades. El pintor vivía en aquel piso y no había visto la nota. Pero luego, de pronto… Mejor dicho, no de pronto sino después de que en su domicilio se presentó cierto ladrón, la nota apareció como por arte de magia. Esto sólo podía tener dos explicaciones. O bien los sabuesos de Petrovka le pidieron a Kartashov que buscara la nota, o bien el chaval que había mandado el tío Kolia no aguantó la paliza y se fue de la lengua.
La primera explicación, probablemente, había que descartarla: en Petrovka creían que Borís no había vuelto todavía a Moscú. Además, si Kaménskaya se hubiera enterado del contenido de la nota, no habría sido Borís sino ella misma o alguien más de su grupo quien hubiera ido a Cosmos. Pero en lugar de esto se había pasado el día en la clínica, no había acudido al trabajo y no se había comunicado con ninguno de sus compañeros. A todas luces, incluso si Kartashov se había enterado de algo, de momento no había compartido su información con nadie más. Éste iba a ser su punto de partida.
Arsén juzgó que, de momento, la situación no revestía especial gravedad. Si Kartashov no había preguntado en la redacción por la dirección y el teléfono de Bondarenko, significaba que no daba demasiada importancia a lo que éste podría contarle, ni le urgía hablar con él. Es decir, no veía ninguna relación entre el redactor de Cosmos y la muerte de Vica. Y en este caso no había necesidad de atosigarse. Hacer las cosas con prisas era lo que Arsén más detestaba. Estaba convencido de que los apremios llevaban a tomar decisiones equivocadas e incluso estúpidas. En su juventud había jugado al ajedrez y había adquirido una habilidad envidiable, equiparable a la de un maestro.
Todo esto estaba muy bien pero el tío Kolia y ese chaval suyo… ¿Cómo pudo haber pinchado de este modo? No sólo había incluido en su equipo a un pelagatos que no pudo soportar los cuatro bofetones que le largó un aficionado, un pintamonas, sino que encima se dejó engañar por ese mocoso, no detectó sus mentiras y falsedades, se tragó todos sus cuentos. Le gustaría saber qué había ocurrido en realidad. ¿Fue el propio chaval quien confesó que había ido a por la nota? ¿O el pintor se agazapó en un rincón oscuro, se quedó observando al intruso y, cuando éste encontró lo que buscaba, salió del escondite y le dio una paliza monumental? De otra forma, Arsén no se explicaba el hecho de que Kartashov se presentase, de buenas a primeras, en la redacción y preguntase por Bondarenko. Sólo podía deberse a que hubiera leído la nota. Y el chico era el único que habría sido capaz de conducirle hacia ella. Tenía que hablar lo antes posible con ese Chernomor de pacotilla, el tío Kolia, decirle que le diera un repaso.