El sueño robado (43 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: El sueño robado
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—¿Para qué quiere ver a Diakov?

—Se ha dejado coger tontamente en el piso de Kartashov. En los días que quedan, el instructor puede emprender algunas medidas, entre otras cosas, intentar hacer cantar a Diakov. Puesto que sé con exactitud qué huellas ha dejado en el piso de Kartashov, le daré instrucciones sobre qué y cómo debe contestar si le encuentran. Me ha colocado en una situación que me convierte en la primera interesada en evitar patinazos. ¿Me ha entendido?

—La he entendido, Anastasia Pávlovna. Llevarán a Diakov a verla en el curso de una hora. Me alegra saber que somos aliados.

—Buenos días —contestó Nastia sobriamente.

¡Qué burla del destino! Hacía muy poco que Borís Kartashov le había dicho las mismas palabras. También estaba contento de que fueran aliados.

Bueno, ¿cuánto tardarían en dar con Sasha Diakov? En una hora no iban a encontrarle, de eso estaba segura. Dentro de una hora, el agradable barítono le comunicaría consternado que iba a tener que esperar algún tiempo más para hablar con el chico en cuestión. Esta nueva conversación sería más breve aún y sólo le requeriría a Nastia un esfuerzo mínimo. Simplemente, un leve gesto de displicencia. Bueno, tal vez también algo de perplejidad causada por la incapacidad de aquella organización tan seria para localizar con rapidez a uno de los suyos. Podía relajarse.

En la cocina, Liosa trajinaba con los cacharros armando un notable estruendo. Probablemente tenía hambre pero, a pesar del enfado, no quería comer solo, y esperaría a que Nastia se dignase acompañarle. No valía la pena enfadarle más…

Nastia respiró hondo varias veces, distendió los músculos agarrotados de la espalda y de la nuca, adoptó la habitual postura encorvada y abrió la puerta de la cocina. Liosa estaba sentado delante de la mesa puesta y leía un libro apoyado sobre la panera y un bote de
ketchup
.

—Si crees que te he ofendido y me merezco un castigo, estoy de acuerdo. Pero, por favor, dejemos las medidas educativas para más tarde. Ahora necesito tu cerebro.

Liosa dejó el libro y posó sobre ella una mirada llena de ira.

—¿Sigues reservándome trabajos auxiliares?

—Liosa, necesito tu ayuda. Por favor, no empecemos a aclarar las relaciones ahora. Para esto tenemos toda la vida por delante.

—¿Estás segura? De creer tus explicaciones, es posible que lo que nos queda por delante sea muy poco tiempo. Tu perturbado amiguito, Lártsev, puede presentarse aquí en cualquier momento para pegarnos un tiro. Pero aun tal como están las cosas, te obstinas en tratarme como un utensilio de cocina. ¿Qué clase de negociaciones has mantenido con ese bullterrier? ¿Quién te ha llamado?

—Te lo explicaré todo pero antes ayúdame a resolver un problema.

—Bueno, venga… —suspiró Chistiakov pesarosamente.

Lo primero que vio Gordéyev el Buñuelo, cuando subió la escalera y enfiló por el largo pasillo oficinesco, fue la cara, blanca como la pared, de Pável Vasílievich Zherejov. Luego vio también el corrillo de colaboradores y, por encima de sus cabezas, los destellos del flash de una cámara fotográfica. Sin decir palabra, Gordéyev se abrió paso entre la pequeña muchedumbre y vio a un hombre que tenía una herida en la cabeza producida por un arma de fuego y que se encontraba tendido en el suelo del despacho de su asesor. La bala había entrado exactamente por el centro de la frente, y el capitán Morózov estaba muerto.

—¿Cómo ha ocurrido? —dijo entre dientes Gordéyev.

—Estaba sentado en mi despacho esperándote. Me llamaron para decirme que las chicas de la secretaría tenían un documento urgente para mí, que fuera a buscarlo. No iba a mandar al hombre al pasillo por tan sólo cinco minutos. Guardé todos los papeles en la caja fuerte y salí. En la secretaría, nadie había oído hablar de ningún documento, ni me habían llamado. Me di cuenta de que ahí había gato encerrado y volví corriendo. Y eso es todo… Nadie ha oído el disparo, es probable que el asesino haya usado silenciador.

—Ya veo. ¿Te ha dicho Morózov algo? ¿Por qué quería verme?

—Decir, no me ha dicho nada, pero estaba muy nervioso. Completamente trastocado.

—¿Qué llevaba en las manos?

—Una bolsa. De deporte —precisó Zherejov.

—Ponla a buen recaudo, antes de que alguien se la lleve. En cuanto se marche la gente, miraremos por si ha dejado algunas notas. ¿Has encontrado a Lártsev?

—Ya está en camino, no tardará.

—Ve corriendo a la puerta y tráelo aquí por la escalera de servicio. No dejes que pase delante de tu despacho y no le digas ni una palabra de Morózov.

Nikolay Fistín, alias tío Kolia, alias —en el lenguaje metafórico de Arsén— Chernomor de pacotilla, estaba desconcertado. Arsén le había ordenado encontrar con toda urgencia a Sasha Diakov y llevarlo al apartamento de Kaménskaya. Tal requerimiento le parecía al tío Kolia tonto y disparatado. Peor aún, era, a todas luces, irrealizable.

Kolia Fistín tuvo su primer conocimiento de la cárcel a la edad de diecisiete años, cuando fue condenado por un delito contra el orden público especialmente grave; salió en libertad tres años más tarde pero, puesto que las barracas no fomentaron su inteligencia y seguía considerando la paliza como el único recurso para expresar su descontento, volvió a caerle otra condena, esta vez de ocho años, por delito de lesiones físicas graves con resultado de muerte.

Como consecuencia de esa juventud combativa, se le privó del permiso de residencia en Moscú o en cualquier otra población situada en un radio de cien kilómetros de la capital. Nikolay se instaló en una pensión para obreros, trabajaba en una fábrica de ladrillos, empinaba el codo, juraba en arameo y se hubiese dicho que su vida iba a seguir un curso previsible durante muchos años. Pero tuvo un golpe de suerte y supo aprovecharlo al doscientos por ciento.

Una vez, de paso por Zagorsk, conoció a una turista. Tonia trabajaba en la oficina de intendencia de las viviendas de un barrio donde se concentraban varios edificios codiciables, construidos a partir de proyectos arquitectónicos «mejorados». Por fortuna, en la época de estancamiento nació la costumbre de conceder a los funcionarios de las oficinas de intendencia pisos situados en el entresuelo de edificios de este tipo, gracias a lo cual una solterona invisible, desgraciadita y solitaria era propietaria de una vivienda más que decente. El matrimonio con la moscovita brindaba la posibilidad de recuperar el permiso de residencia en Moscú perdido, pero pronto el interés se vio desplazado por algo que Nikolay dio en llamar amor. Si iniciar su historia con Tonia le había costado un esfuerzo, al cabo de un mes comprendió que era el único rayo de luz en su vida. De pequeño sólo había conocido las palabrotas de unos padres borrachos, que las alternaban con bofetadas; había pasado once años en penitenciarías; en cuanto a sus hermanos, unos estaban en el trullo, otros eran borrachos perdidos, alguno había muerto. Tonía era una perica cariñosa que le quería, compadecía y no pedía nada a cambio, contenta con tenerle tal y como era. El primer entusiasmo tímido ante la sensación nunca antes conocida de intimidad y ternura se transformó en amor vehemente, y Nikolay estaba dispuesto a matar en el acto a cualquiera que tan sólo mirase a su mujer de manera que no le gustase.

Al mudarse al piso de Tonia, Fistín empezó a trabajar como fontanero para la misma oficina de intendencia. El idilio familiar, lamentablemente, no le llevó a acatar la ley, y a partir de 1987 fue introduciéndose poco a poco en el mundillo criminal, ya que contaba con muchos amigotes en este ramo: había crecido en Moscú y moscovitas habían sido sus compañeros de reformatorio para menores. La vida le parecía ahora perfectamente satisfactoria, empezó a ganar dinero, y descubrió un placer inédito obsequiando a su Antonina con el regalito de turno, que podía ser una pulsera, un traje o un maquillaje caro, y en cada ocasión observando su tímida incredulidad e indisimulada alegría. De dónde venía aquel dinero, por supuesto, la mujer no tenía ni idea, pues Nikolay le contaba no se sabía qué películas sobre no se sabía qué chapuzas que hacía en un taller de reparación de coches.

—Pero qué haces, Koliusa, pero si no me hace falta nada, sólo que estés bien y tengas salud. No necesito esos regalos, trabajas demasiado en aquel taller, no descansas nunca. Pero si tenemos de todo, para qué quieres más dinero —le decía Tonia, y sus palabras derretían el corazón de Fistín, hombre que había cumplido dos condenas.

Una vez, bien entrada la noche, Antonina se sintió indispuesta. Durante un largo rato aguantó el dolor, esforzándose por aparentar vigor y alegría, achacando el malestar a causas naturales relacionadas con el embarazo. Cuando empezó la hemorragia, se asustó en serio y el marido fue presa del pánico. Treinta minutos más tarde, como la ambulancia seguía sin llegar, Nikolay decidió llevar a la mujer a la clínica él mismo. En aquel entonces no había reunido aún el dinero necesario para comprarse un coche propio, así que pensó que sería preciso parar a un particular. Pensó horrorizado que Tonia mancharía los asientos de sangre y el dueño del coche le armaría una bronca. Lo que más miedo le daba en ese momento era perder al niño. Otro miedo, segundo en intensidad, era no contenerse y cruzarle la cara al conductor en cuanto intentase montar el pitote. Esto amenazaba con una tercera condena, y toda la armonía hogareña, tan bien afinada, se iría al carajo…

Fistín bajó la escalera de dos en dos, corrió con la mano alzada hacia el cruce y estuvo a punto de dejarse atropellar por un Volga, que frenó en seco y al volante del cual se encontraba Grádov, el vecino del quinto, quien no tardó en reconocer al fontanero que en varias ocasiones había ido a su piso a reparar instalaciones sanitarias de importación.

—¿Qué te ocurre, Nikolay? —preguntó Grádov.

—Me urge llevar a la mujer a la clínica, he llamado la ambulancia pero no sé por qué no vienen. Tengo miedo a que Antonina se desangre, necesito parar a algún particular.

—Os llevo —contestó Grádov en seguida—. ¿Podrá bajar ella sola o la bajamos nosotros?

—¡Pero qué dice, Serguey Alexándrovich! —dijo Nikolay atónito—. Le dejará la tapicería perdida…

El coche de Grádov la tenía suntuosa, confeccionada con unas pieles blancas y peludas.

—Bobadas, vamos allá —ordenó Grádov—. En cuanto a la tapicería, descuida, si la estropeas, pagarás en especie, vas a repararar mis retretes mientras vivas.

Serguey Alexándrovich no llevó a Tonia a un hospital cualquiera sino a una buena clínica, donde dijo que era familiar suya. Fistín, al ver aquellos lujos —sala individual, equipos inconcebibles, enfermeras solícitas y ágiles, desayunos con caviar negro—, se quedó patidifuso. Consiguieron salvar el embarazo y, cuando nació el hijo, Nikolay se creyó en deuda eterna con el vecino del quinto Serguey Alexándrovich Grádov.

En 1991, Grádov, cenando con amigos en un restaurante, fue testigo de un ajuste de cuentas más bien brutal, en el que se hizo uso de puños americanos e incluso tiros. Las caras de algunos participantes le parecieron familiares.

Grádov subió al despacho de la directora, su vieja conocida de muchos años, y le preguntó por qué no había llamado a la policía.

—¿Por qué iba a hacerlo? —dijo la directora encogiéndose de hombros—. Esos chicos se encargan de mantener el local en orden. Cuando algún cliente se desmadra, le llaman la atención. La policía no tiene nada que hacer aquí.

—Creo haber visto a esos chicos en varias ocasiones cerca de mi casa, charlando con nuestro fontanero, Kolia Fistín —observó Grádov pensativo.

—¿No está enterado? —se sorprendió sinceramente la directora—. Es su jefe. Le llaman tío Kolia.

Cuando, pasados unos días, Grádov invitó a Nikolay a su casa y, expresándose con suma claridad, le propuso cambiar de empleo, éste aceptó con alegría. Fistín se daba cuenta de que controlar el territorio se hacía cada vez más difícil. Había conseguido arrancar un trozo de la tarta y retenerlo durante cierto tiempo pero, poco a poco, fueron apareciendo otros cocodrilos, jóvenes y dotados de mejores dentaduras, que no reconocían las reglas del juego y con los que Nikolay nunca podría competir. Las nuevas circunstancias requerían, además de la potencia muscular, un buen cerebro, y el del tío Kolia no daba mucho de sí. Para empezar, se habían quedado con una gasolinera situada en su territorio, luego, con una manzana de casas entera, justo aquella donde estaba emplazado un hotel, y ahora andaban rondando la estación de metro y los tenderetes que la rodeaban. Todos los intentos de restablecer el orden solían tropezar con ciertos ininteligibles papeles que se exhibían ante el tío Kolia y que hablaban de la propiedad municipal y de que ésta quedaba exenta de cualquier tributo, ya que todos los beneficios derivados estaban rigurosamente controlados por las autoridades municipales. La proposición de Serguey Alexándrovich le venía como llovida del cielo, pues le permitía desentenderse del cobro por la protección sin quedar mal ante los chicos, para dedicarse a otro trabajo, bien remunerado y más tranquilo. Además, el propio Grádov había insistido en que abandonase los chanchullos ilegales: estaba haciendo carrera en la política y precisaba gente para su servicio de seguridad, para mantener el orden durante actos multitudinarios organizados por su partido, así como para cumplir diversos recados confidenciales. La gente vería a los chicos acompañándole, por lo que sería inconveniente que anduviesen implicados en grescas del mundillo criminal. El tío Kolia tenía cierta vaga idea de la clase de trabajo que le esperaba pero estaba dispuesto a servir a Grádov con devoción y lealtad, como un perro fiel.

Desde aquel entonces habían pasado dos años, y ahora, por primera vez, el tío Kolia se olía problemas. El peligro no tenía nada que ver con la policía, que, había que reconocerlo, podría pasarle una factura imponente; no, el peligro estaba relacionado con Arsén. Le había caído mal al tío Kolia desde que le vio por primera vez. ¿Por qué demonios su amo tuvo que meter a ese calvorota escuchimizado en sus manejos?

El tío Kolia lo hizo todo tal como Grádov le había ordenado: alquiló la casa que ya habían utilizado en otras ocasiones, encontró a la muchacha, los chicos le explicaron que eran amigos de Bondarenko, quien por un imprevisto no iba a poder llevarla a ver a Smelakov el lunes y les había pedido que la acompañaran a aquel pueblo el domingo. La llevaron a un sitio tranquilo, le hicieron contarles todo cuanto sabía, aunque a decir verdad, no sabía gran cosa, y lo único útil de todo aquello fue que le sacaron el nombre de un tal Kosar. Los chicos los mataron a los dos, visitaron la casa del pintor, borraron el mensaje con el número de Bondarenko que Kosar había dejado en el contestador, y asunto despachado. ¿Qué falta, pues, les hacía Arsén? Además, Arsén no paraba de criticarle. Desde el principio mismo se mostró escéptico con el equipo de Kolia y quiso obligar al amo a pagar a su propia gente. Lo cierto era que el amo no les dejó colgados, declaró que el equipo estaba altamente calificado, que haría todo cuanto fuese menester y que lo haría de la mejor manera. Aquellas palabras animaron a Fistín, y su sentimiento de gratitud y devoción hacia Grádov se consolidó aún más. Pero a pesar de todo, Arsén no perdía ocasión de restregarle por los morros alguna porquería y de humillarle, diciéndole sin parar cosas incomprensibles.

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