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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

El sueño robado (40 page)

BOOK: El sueño robado
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—Cierto —asintió el abuelo Nafania, llenando la tetera de porcelana de té indio y echando agua hirviendo—. Siempre me he sentido tranquilo trabajando contigo, teniente, para mí tu palabra vale mucho. Eres un poli chapado a la antigua, ya apenas quedan otros como tú, sois una especie en vías de extinción. Y esos jovencitos, de la nueva hornada, ¿acaso tienen alguna idea de cómo hay que trabajar? Ni siquiera saben hablarnos a los viejos. ¿Lo quieres fuerte?

El anciano echó té macerado en los vasos, que rellenó con agua caliente, abrió la caja del azúcar y sacó de un escondrijo debajo de la mesa una bolsita de rosquillas.

—No me hagas enfadar, abuelo —le reconvino Morózov, extrayendo de su bolsa de deporte una gran caja redonda sobre cuya tapa estaban dibujados unos alegres patinadores en una pista de hielo—. Nunca he ido de gorra. Toma, son galletas holandesas.

—Así me gusta —se animó Nafania—. Pronto todo el mundo se irá a sus casas, y le echaremos al té cuatro gotitas de la medicina, a la salud del año nuevo. ¡Qué ricas son! —añadió metiéndose en la boca un par de galletas a la vez.

—Que aproveche —sonrió Morózov—. En cuanto a los jóvenes, en esto, abuelo, tienes más razón que un santo. De la vieja escuela no queda nadie, y ésos no tienen idea de nada. Ya no sé si es que ya no les enseñan o si simplemente no quieren aprender. Antes, cuando debíamos ajustamos a las estadísticas de casos resueltos, nos matábamos trabajando con tal de resolver un crimen. No mantienes los índices, rapapolvo al canto, o peor aún, descenso en el escalafón. Si te meten una sanción, no cobras la paga extra. Cinco sanciones, te quitan de la lista de espera para el piso, etcétera. Nos tenían cogidos por las narices, de modo que echábamos los bofes. Pero ahora, los índices no le importan a nadie, ya no hay pisos gratis, han abolido el partido, ¿a quién van a temer? Así que trabajan chapuceramente y no quieren aprender nada. Encima se dan aires de superioridad con nosotros, los de más edad.

—Eso, eso mismo —corroboró el anciano—, lo has dicho bien, no saben nada pero lo peor es que no quieren aprender. Hace poco se me plantó uno aquí diciendo que a la comisaría del barrio iba a ir un chaval, que sólo estaría un mes, para hacer prácticas o algo así. Pues me dijo: «Nafanaíl Anfilógievich, ayúdale a sacar un buen índice, para que manden a la academia informes sobresalientes.» Piensa, teniente, lo que ha cambiado el mundo si la policía viene a pedirme a mí, que he sido condenado mil veces, para que ayude a no sé quién y sólo por su cara bonita a mejorar las estadísticas, para que luego a ese «resolvedor de crímenes» le den una buena colocación por los resultados brillantes de su trabajo. Sería distinto si me hubiesen pedido que le enseñara lo que yo sé, que le mostrara el territorio y le explicara cómo se hacen aquí las cosas, por dónde respira cada quién, que le diera algún consejo si venía al caso. En resumen, si ese chaval hubiese venido aquí a trabajar y se hubiese tenido que ponerlo en antecedentes, eso lo podría entender. Pero ¿ayudarle a pastelear? Tienen un morro que se lo pisan.

—¿Y el chaval? —quiso saber Morózov—. ¿Le has ayudado?

—No tuve ocasión, gracias a Dios.

—¿Y eso?

—Pues nunca apareció. Me habían dicho que estaría aquí a partir del 1 de diciembre, y hasta ahora no he tenido noticias. Tal vez han cambiado de opinión o le han mandado a hacer las prácticas en otro sitio. Aquí tienes el ejemplo —dijo el anciano acongojado—. Han perdido formalidad. Vino aquí, habló conmigo y nunca más se supo. De acuerdo, no me necesitas, el chico no hará las prácticas aquí, vale, pero levanta el culo del sillón, pásate por aquí y avísame: «Perdone la molestia, he metido la pata, no voy a necesitar de sus servicios.» Para mí, por supuesto, no ha sido ninguna molestia, no ha venido, mejor, pero debe haber algún orden. ¿Qué me dices, teniente?

Las palabras del abuelo Nafania le llegaban al capitán como a través de un algodón. Recordó cómo el estudiante Mescherínov contaba:
«He venido a parar a Petrovka en el último momento. En realidad iba a hacer las prácticas en el distrito Norte, en la comisaría Timiriázev.»

¿Quién sería ese alumno de la Academia de la Policía para que se le rodease de tantos mimos? Como mínimo, debería ser hijo del ministro del Interior. O… Y el tonto de él se extrañaba de que la pipiola hubiera renunciado al caso, de que lo hubiera dejado. ¿Y si el estudiante de marras la había confundido? ¿Y si había hecho lo mismo que el propio Morózov, ocultarle la información, aunque con otro fin? ¿Con cuál? La respuesta a esta pregunta era algo más que desagradable. Era aterradora.

Pero más aterrador aún le parecía al capitán el día de mañana. Si aquellas oscuras fuerzas estaban interesadas en que el asesinato de Yeriómina nunca fuese resuelto, él, Yevgueni, simplemente no llegaría a ver ese día de mañana. Avanzaba en línea recta, barriéndolo todo a su paso, ufano con su competencia profesional, con su empeño, con su experiencia como detective, con haberle tomado la delantera a la pipiola de Kaménskaya compitiendo en desigualdad de condiciones. Y ahora resultaba que había estado caminando al borde del precipicio y que estaba vivo de milagro.

Tal vez, no ese mismo día sino al siguiente, el abuelo Nafania le contaría a quien correspondía que alguien le había preguntado por Sasha Diakov, después de lo cual Morózov no duraría en este mundo más de unas horas. ¿Pedirle al viejo que no dijera nada a nadie? Si lo hacía, podía dar por descontado que informaría sin falta a su protector de la comisaría del barrio y, probablemente, a alguien más también.

—¿Qué te pasa, teniente? —le llamó el viejo—. ¿En qué estás pensando?

—En todo un poco —contestó el capitán descorazonado—, en la vida en general. Va siendo hora de que me jubile, estoy cansado. Ya tengo derecho a la pensión, no sé qué hago dando el callo como antes, si de todas formas no me entiendo con los nuevos, con los jovencitos. Acabarán por hacerme la vida imposible. He venido aquí para encontrar a un chico y, sin embargo, todo lo que tengo en la cabeza es mi huerto, el invernadero que habría que instalar, que yo solo no sabría construirlo y tampoco tengo dinero para contratar a alguien. Cosas así…

Al salir a la calle y respirar el aire helado, Yevgueni se animó un poco. Intentó recordar todo cuanto sabía de Oleg Mescherínov, cómo caminaba, cómo hablaba, cómo trabajaba.

Pero por más que el capitán forzaba su memoria, no conseguía detectar un solo indicio de que el estudiante, de un modo u otro, les hubiera impedido hacer su trabajo. En cambio, vio con extrema claridad, como en una película, que la pipiola no se fiaba de nadie, el estudiante incluido.

Entonces, ¿sabía desde entonces que era del otro bando? Los pensamientos del capitán pronto perdieron el norte y se enmarañaron, no estaba acostumbrado a reflexionar sobre situaciones complicadas, le faltaban la precisión y la capacidad de análisis. Se riñó a sí mismo por obtuso, intentó empezarlo todo de nuevo y de pronto se dio cuenta de que era inútil. Los criminales de hoy no eran como los de antes. Y no se podía luchar contra ellos con los viejos métodos. Es decir, poder sí que se podía pero ya no era suficiente. Ahora hacía falta gente como Kaménskaya, que se pasaba días y noches leyendo libros extranjeros y revisaba un expediente archivado hacía veintitrés años tres veces seguidas. Mientras que él, so carcamal, había querido resolver un asesinato él sólito, había pretendido desmontar sólo con sus manos ese portento que contaba incluso con sus propios estudiantes. No, qué va, era un verdadero milagro que aún siguiera con vida.

El capitán Yevgueni Morózov cogió el metro, bajó en la estación Chéjov y se dirigió a Petrovka, 38.

Pero antes de que tuviera tiempo de acercarse a la escalera mecánica, la información de que el capitán Morózov andaba buscando a Sasha Diakov había alcanzado los oídos pertinentes y había dado pie a conclusiones oportunas. El abuelo Nafania pagaba a tocateja el precio de una vejez tranquila. Y a diferencia de Morózov, hacía tiempo que se había adaptado a la nueva generación de criminales.

Los ojillos claros y penetrantes de Arsén echaban chispas. Ya desde el principio había tenido el presentimiento de que este asunto no iba a terminar bien. Todo, todo estaba mal, nada seguía el esquema inicial, y he aquí el resultado. ¡Quién le mandaba meterse en esto, ay, Señor, quién!

El primer error fue el haberse metido en la historia demasiado tarde. Los clientes habituales de la Oficina sabían que lo mejor no era esperar a consultar con Arsén después de cometer el crimen sino hacerlo antes. Los consultores con experiencia les asesorarían sobre el modo de proceder para luego limitarse a aplicar una presión mínima a un número mínimo de personas. A menos trabajo, menores ingresos, naturalmente, pero también se reducía el riesgo, esto Arsén lo sabía a ciencia cierta. Por eso cobraba sus consultas a precios exorbitantes. El cliente ideal no sólo le pedía consejo sobre cómo hacer el trabajo sino también sobre cuándo y dónde, y Arsén fijaba el sitio y la hora según el horario de guardias de su gente, funcionarios que acudirían al lugar de los hechos. El lema de Arsén era «más vale prevenir» y se había probado acertado siempre y en todo. Pero ese Grádov no sólo había contratado sus servicios varios días después de cometerse los dos asesinatos sino que, como luego resultó, antes de matar a la chiquilla, la tuvo secuestrada durante una semana entera en una casa de la zona rural. En una palabra, la gente de Grádov había hecho un trabajo poco profesional y dejó tal cantidad de pistas que había que ser ciego para no verlas y él tuvo que dirigir los principales esfuerzos a lavar y a borrar esas pistas.

El segundo fallo de Arsén fue consentir en utilizar a la gente de Grádov. No tenía que haberlo hecho, debió haber insistido en que sería su equipo el que se encargaría de todo, y no los muchachotes de Chernomor. Grádov era un tacaño, peor incluso que un tacaño, un agarrado como pocos, el dinero que le pagaba al tío Kolia no podía ni compararse con las espectaculares tarifas de Arsén. Quiso ahorrar, le convenció para que dejara que sus chicos hicieran todo el trabajo, y Arsén dijo amén. Y se equivocó de cabo a rabo.

El tercer error de Arsén consistía en no haber dado importancia a las quejas de Grádov cuando dijo aquello de que había hecho mal en acudir a su Oficina. Serguey Alexándrovich le había mencionado no una, sino nada menos que dos veces, que tenía sus contactos en el grupo que llevaba los trabajos de instrucción de la Fiscalía y que tal vez hubiera sido mejor utilizarlos a ellos en lugar de a Arsén. Tenía que haberle llamado al orden de inmediato y con mano dura, en cuanto Grádov lo dejó caer por primera vez; mejor aún, tenía que haberle dado una lección práctica. Arsén había empleado esfuerzos ímprobos en crear pequeñas agencias independientes, cuyos campos de acción permanecían absolutamente impermeables los unos para los otros. Bastaba que alguien concibiese tan sólo una vaga sospecha de que su red llegaba más allá de la subdivisión donde ese alguien trabajaba, y que envolvía todo el sistema de organismos de defensa de la ley para que toda la estructura se viera amenazada.

Arsén acababa de recibir el comunicado sobre la llamada realizada por el superior de Kaménskaya a ésta, y el contenido de su conversación indicaba con claridad que Grádov había pulsado ciertas palancas adicionales, poniendo así en duda la capacidad de Arsén de llevar el asunto a su término por cuenta propia. ¡Había que ver, qué sinvergüenza! Con esto no sólo había vulnerado los intereses de la seguridad sino el amor propio de Arsén. Sabía que en casos así lo correcto era rescindir cuanto antes el contrato con el cliente, pagándole, si venía al caso, la indemnización, aunque lo mejor sería no pagarle nada sino darle un escarmiento por infringir las normas de seguridad, para que a nadie más se le ocurriera seguir su ejemplo. Había que despachar a Grádov lo antes posible pero, por desgracia, Arsén tenía que reconocer que hacerlo no iba a ser fácil. El desplante de Serguey Alexándrovich había traído ciertas consecuencias, la oleada de esas consecuencias había salpicado a Kaménskaya, y ahora había que resolver la situación procurando reducir los daños al mínimo.

Kaménskaya creía que era el asesino de Yeriómina quien la presionaba. Si de pronto esa presión cesaba sin los resultados deseados, ella se daría cuenta en seguida de que el que había organizado todo ese lío no actuaba movido por ningún interés personal. Desde esta premisa, hasta la idea de los intermediarios no había más que un paso. Kaménskaya era una chica lista aunque inexperta, pero si se la entrenaba debidamente, se convertiría en buena profesional. Por supuesto, no sabía hacer nada, pues durante varios días los hombres de Arsén y del tío Kolia anduvieron pisándole los talones y no se percató de nada. Pero tenía buena cabeza y estaba bien formada, por lo que más les valía ganarse la amistad de la chica, pues Arsén tenía para ella planes a largo plazo. A esa niña Dios le dio discernimiento y perseverancia a manos llenas.

Arsén juzgaba a la gente en función de las cualidades que Dios les había concedido: a uno le había correspondido un mogollón, otro llegó tarde y sólo se llevó un puñado, a alguien más le dio pereza hacer la cola y se quedó sin nada…

Arsén no tenía miedo a acudir a la cita con Grádov. Si en Petrovka se hubieran enterado de la implicación de Serguey Alexándrovich, habrían ido a charlar con él hacía tiempo o, como mínimo, le tendrían bajo vigilancia. Pero nadie había ido a ver a Grádov, y la gente de Arsén tampoco había detectado la presencia de un «rabo». Era evidente que Kaménskaya había descubierto algo sobre los sucesos del año setenta pero, claramente, no tenía suficiente para identificar a Grádov. El tío Kolia era otra cosa, su chico, ese desgraciado de Diakov, se había retratado con toda seguridad, pero de momento esto no representaba peligro, puesto que no sabía nada sobre Grádov.

Arsén se presentó con ocho minutos de retraso. En realidad, llegó antes de tiempo, reconoció con atención el terreno, comprobó todos los detalles; luego, una vez que Grádov hubo llegado, observó la calle y sólo entonces, tras asegurarse de que no había ninguna presencia sospechosa, entró en el bar.

—Usted, Serguey Alexándrovich, no se porta como debe —dijo con calma, vertiendo el licor de la diminuta copa al café.

—¿A qué se refiere? —preguntó Grádov arqueando las hermosas cejas.

—Sabe perfectamente a qué me refiero. No pienso reprenderle ni armarle broncas, le propongo que nos digamos adiós por las buenas.

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