—Tranquilo, Víctor, no te sulfures —le interrumpió inesperadamente Zherejov, que conservaba la calma—. Haz lo que ellos dicen.
—¡¿Qué?!
Gordéyev se quedó de una pieza, la mirada incrédula fija en el ayudante.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que hagas lo que ordenan. ¿Quieren que se pare la investigación del caso del asesinato de Yeriómina y el crimen quede impune? Como quien dice, de mil amores y con mucho gusto. Declárate en huelga. Luego te sientas a caballo en la tapia y disfrutas con el espectáculo de la batalla de los leones en la selva.
Liosa Chistiakov, pensativo, colocó la dama de corazones sobre la sota del mismo palo, tendió la mano y subió el volumen de la radio situada encima de la mesa de la cocina porque empezaban a dar las noticias. Nastia se asomó a la cocina y exigió irritada:
—Quita el sonido, haz el favor.
—Pero si quiero oír los informativos.
—Baja la radio.
—Si la bajo, no oiré nada, con lo que crepitan las sartenes. Por cierto, si no te has fijado, estoy preparando la comida.
Meticulosamente, fue desplazando los naipes de un montoncito a otro, de acuerdo con las reglas del solitario llamado «La tumba de Napoleón».
—Sabes perfectamente que los ruidos extraños me molestan, que no puedo concentrarme con ese blablablá a mi lado.
Enfadada como estaba, Nastia no se dio cuenta de que el rostro de su compañero había empezado a alterarse, no se percató de que el ambiente del apartamento se había ido tensando y al fin había alcanzado ese punto crítico que hacía que todas las reclamaciones y caprichos dejaran de ser ridículos y disparatados para convertirse en peligrosos.
—¿Conque vuestra merced no puede pensar? —preguntó Liosa con sorna elevando poco a poco la voz y recogiendo los naipes de la mesa—. Usted, señora mía, sabe cómo darse la vida regalada. Se ha traído del pueblo al niñero, el cual le hace también las veces de cocinera, y también de camarera, y también de perro guardián y, de paso, simultanea todo esto con las funciones de enfermera. A usted no le cuesta ni un céntimo, me paga en especie. Trabajo para su merced lo comido por lo servido. Por eso puede permitirse, ya que es cómo corresponde tratar a la servidumbre, no dirigirme palabra durante días, no verme, tratarme a patadas, incluso colocarme delante del cañón de la pistola de un loco que se planta aquí en plena noche. Al diablo con mi trabajo, con mis obligaciones ante amigos y compañeros, qué te importa encerrarme en tu casa sin dar explicaciones y, encima, exigirme que no ponga la radio. Tengo un doctorando que dentro de una semana presenta su tesis pero debo estar aquí guardando el piso en vez de ganarme mi sueldo de doctor en Ciencias y ayudarle a prepararse. No he ido a una boda a la que me habían invitado hace dos meses, no me he presentado en la fiesta homenaje a mi monitor científico, con lo que le he dado un disgusto de muerte al viejo, he faltado a la cita con otro doctorando mío, que vive en el otro extremo de Rusia y ha venido aquí expresamente para verme, tal como habíamos quedado anteriormente, el hombre ha tenido que meterse en el hotel del instituto, los precios de Moscú le comen su magro sueldo de ingeniero, mientras está esperando con paciencia a que su majestad Chistiakov se digne separarse de su novia y acudir, por fin, al trabajo. Estoy ocasionando molestias y disgustos a mucha gente, tendré que dar muchas explicaciones y salvar relaciones dañadas. Y me gustaría saber a santo de qué estoy haciendo tantos sacrificios.
Nastia creyó verlas, esas olas de ira, que nacían dentro de aquella cabeza, bajo la cabellera ondulada de color rojo oscuro, que caían sobre aquellos hombros y brazos para deslizarse por los dedos, finos y flexibles, y morir, como en la arena, en los naipes que aquellas manos no dejaban de barajar. Se imaginó por un segundo que, si los naipes no estuvieran allí, esa ira largamente contenida se habría escapado de aquellas manos y le habría salpicado la cara. La imagen fue tan viva y verosímil que la hizo estremecerse.
—Liósenka, pero si te he explicado… —dijo Nastia.
Pero el hombre la interrumpió furibundo:
—Eso te lo crees tú, que me has explicado algo. En realidad, tus explicaciones se parecen demasiado a las órdenes que se dan a los perros amaestrados. Y para mí, señora mía, tal situación es insostenible. Una de dos: o me respetas y me cuentas todas las cosas desde el principio, para que comprenda qué rayos está pasando aquí, o si no, te compras un perro, me dejas en paz y ¡hasta nunca!
—¿Te has enfadado?
Nastia se puso en cuclillas delante de Liosa, apoyó la barbilla en sus rodillas, abrazó sus musculosas piernas.
—Te has enfadado, ¿verdad? —repitió ella—. Perdóname, Liosik. Tengo toda la culpa, lo he hecho todo mal pero ya me estoy reformando, ahora mismo. No te enfades, te lo suplico, no tengo a nadie más querido y preciado en todo el mundo, y si nos peleamos, sobre todo ahora, cuando todas las cosas se han complicado tanto, será muy duro para mí. Anda, dime que me perdonas.
Nastia seleccionaba y pronunciaba las palabras necesarias mecánicamente, el arrebato de Liosa no la había afectado lo más mínimo. Sabía que tarde o temprano iba a producirse, que Liosa no le iba a consentir por mucho tiempo que le asignase el papel de bobo de una partida de whist y confiaba en que la situación se resolviera antes de que se agotase su paciencia. Se había equivocado en sus cálculos, y encima el chiflado de Lártsev con sus desmanes le había metido miedo a Lioska. Claro que estaba asustado, no había podido evitar sucumbir al terror, tras lo cual era perfectamente lógico y natural que tuviera el deseo de enterarse cuando menos de por qué iban a pegarle un tiro. «Qué bicho —se dijo a sí misma mentalmente—, eres un mal bicho, eres una tonta con exceso de confianza en ti misma. Pretendes combatir a un fantasma y al mismo tiempo te olvidas de los sentimientos humanos más sencillos, entre otros, de los más poderosos, que son el amor y el miedo. Has metido a Lioska en tu apartamento y ni siquiera te has parado a pensar que, con toda seguridad, siente el mismo miedo que sentiste tú misma aquella primera noche, cuando encontraste la puerta abierta. El haber cambiado la cerradura no ha disminuido el peligro en absoluto, pues si pudieron haberse hecho con la antigua llave, también sabrán conseguir la nueva. Entretanto, Lioska ha estado aquí durante varios días, encerrado a solas con su miedo, aunque ponía el gesto de tranquilidad, como corresponde a un hombre. Es más, la propia situación permitía ver sin lugar a dudas que te habías metido en un serio lío, y el chico se dejaba corroer por su temor constante por ti, sin poder calmarse hasta que volvías a casa por la noche, pero tú, bicho ególatra, olvidabas descolgar el teléfono al mediodía y pegarle un telefonazo para que supiera que seguías sana y salva. El amor y el miedo. Lártsev y su hija. El amor y el miedo. Lena Luchnikova y el canalla de su marido. El funcionario del partido Alexandr Alexéyevich Popov y su hijo bastardo Seriozha Grádov. Y otro funcionario del partido, de nuevo Serguey Alexándrovich Grádov y la hermosa desdichada alcohólica y prostituta Vica Yeriómina. Grádov y el fantasma…»
La máquina analítica instalada en la cabeza de Nastia funcionaba imparable, de modo que incluso cuando reflexionaba sobre sus relaciones con Liosa, sus pensamientos retornaban al asesinato de Yeriómina. De hecho, sería mejor contárselo todo de principio a fin, Lioska sabía escuchar con atención, sin perder detalle, y no tardaría en descubrir los fallos lógicos de su relato.
—Éranse una vez dos jóvenes de provincia que habían venido a Moscú a trabajar, Lena y Vitaly… —empezó Nastia, acomodándose detrás de la mesa de la cocina y rodeando con los dedos helados la taza llena de café caliente.
El relato detallado de los sucesos del año setenta le llevó casi media hora. Antes de pasar al asesinato de Vica, Nastia le habló de la editorial Cosmos.
—Según sus reglas, los manuscritos no se devuelven a los autores. Es decir, el autor puede ir a recoger su obra inmortal en cualquier momento pero si no viene a buscarla, nadie se molestará en enviarle el manuscrito que ha sido rechazado. Así se ahorran los gastos postales. Los manuscritos que nadie ha reclamado desaparecen nadie sabe dónde, y luego unos episodios o ideas aislados, extraídos de esos manuscritos, hacen acto de presencia en los libros del famoso escritor occidental Jean-Paul Brizac, de cuyos
thrillers
se publican grandes tiradas y cuentan con un público lector relativamente numeroso. El juez de instrucción Smelakov, que a su edad decidió hacer sus pinitos con la pluma, describió en su novela la epopeya del asesinato de Vitaly Luchnikov y de la ocultación de los testigos del crimen. Llevó el manuscrito a Cosmos, desde allí lo enviaron derechito al misterioso Brizac y se materializó en forma de la novela
La sonata de la muerte
. Por supuesto, la novela de Smelakov estaba muy cruda, tratándose como se trataba del primer trabajo de un aficionado, y las manos del maestro Brizac la transformaron en un bombón con envoltura de colorines, pero el hecho de que es un plagio es indiscutible. Sigamos. Una emisora de radio transmite una especie de veladas dedicadas a la lectura, y en una de ellas se leen, traducidos al ruso, fragmentos del nuevo
best seller
. Y Vica Yeriómina tiene la mala suerte de escuchar el programa. Aquello que hacía veintitrés años había ocurrido en su casa, aquello que el juez de instrucción Smelakov vio con sus propios ojos y luego describió en su novela, se ha trasladado a la obra inmortal del misterioso Brizac como uno de los episodios más efectistas y espeluznantes de
La sonata de la muerte
, que fue la novela que, con fines publicitarios, se leyó desde aquella emisora, que emite en ruso. Pero para Vica se trataba de algo completamente distinto. Aquella escena se había grabado en su cerebro infantil para siempre y, aunque no tiene ni idea de dónde han salido, las rayas sangrientas y la clave de sol trazada con las tizas de colores que usan los sastres invaden sus sueños desde entonces. Por eso, cuando por casualidad oye la descripción de su sueño por la radio, pierde el norte. A partir de entonces, todo hubiera seguido por los derroteros habituales (lo más probable es que le hubieran colgado el sambenito de algún diagnóstico psiquiátrico) si no hubiese sido por Valentín Kosar. Hombre abierto, sociable y, lo más importante, nunca indiferente y siempre bondadoso, le habla de la extraña enfermedad de Vica a cualquiera que quiera oírle, entre otros a su compañero Bondarenko, que trabaja en Cosmos. Bondarenko no puede menos de recordar que ya había leído en alguna parte algo sobre la dichosa clave de sol de color verde. A cualquier otro el detalle le habría entrado por un oído y salido por otro, a cualquiera menos a Kosar. Decide llamar a Borís Kartashov y contarle su conversación con Bondarenko.
Nastia se calló y se sirvió más café.
—¿Decide llamar? Y luego ¿qué ocurre? —preguntó Liosa con impaciencia.
—Y luego no hay más que conjeturas. Puedo suponer que sí que le llamó. Borís estaba de viaje, el contestador grabó el mensaje. Vica, que tenía las llaves del piso de Borís, fue a su casa, escuchó los mensajes del contestador, oyó lo que decía Kosar y llamó a Bondarenko. Éste intentó encontrar el manuscrito pero no pudo. No obstante, como tenía ganas de ayudar a aquella joven guapísima, se ofreció para acompañarla a ver al autor del manuscrito desaparecido, a Smelakov. Quedaron en ir allí dos días más tarde, el lunes, pero Vica no apareció, y Bondarenko pronto se olvidó de la chica. Una semana más tarde encontraron a Vica estrangulada y con señales de torturas. Además, la encontraron cerca del pueblo donde vive Smelakov. Hay que suponer que sí había ido a verle, aunque, por algún motivo, prescindió de la compañía de Bondarenko.
—Espera —dijo Liosa torciendo el gesto—, no acabo de comprender cuáles son aquí los hechos y cuáles las suposiciones.
—Kosar iba a llamar a Kartashov, es un hecho, el propio Bondarenko lo ha confirmado. Vica tenía las llaves del piso de Kartashov, está comprobado. Vica había ido a ver a Bondarenko, quien buscó el manuscrito porque ella se lo pidió, no lo encontró y quedaron en ir a ver al antiguo juez, lo dice así el propio Bondarenko en sus declaraciones. Pero el que Kosar hubiera llamado a Borís para dejarle el nombre y el teléfono de Bondarenko y que Vica hubiera ido al piso de Borís y hubiese escuchado los mensajes son suposiciones.
—Bueno, comparadas con el número de hechos, tus suposiciones no son demasiadas. Y se ajustan a los hechos aceptablemente. Venga, adelante.
—No sé qué hay adelante. Lo único que sé es que alguien muy interesado en echar tierra al asunto del año setenta se entera de que Vica ha estado en la editorial y se propone ir a ver a Smelakov. Vica no oculta su interés en el manuscrito perdido y tampoco oculta cómo se ha hecho con el teléfono de Bondarenko. El hecho siguiente perfectamente comprobado es que el mensaje de Kosar fue borrado del contestador. Como conjetura, puedo decir que los que mantuvieron a Vica secuestrada durante una semana entera, antes de matarla, le quitaron las llaves del piso de Borís, fueron allí y borraron la grabación. Y luego mataron a Kosar.
—¿Cómo que «mataron»?
—Un atropello. El conductor se dio a la fuga y hasta este momento sigue sin identificar. Kosar murió casi en el acto. Vica y Kosar están muertos, el mensaje, borrado; por lo tanto, todas las pistas que podrían conducir a Cosmos están cortadas.
—¿Y por qué demonios se han tomado esas descomunales molestias?
—¡Ojalá lo supiese! Pero esto no es todo. Después de abrir el caso del asesinato, se emprenden esfuerzos más descomunales aún por evitar que se resuelva el crimen. Al principio se intenta imponer a la instrucción la hipótesis de la locura de Vica, que se marchó de casa no se sabe adonde y cayó en manos de un canalla. Luego, cuando salió a la luz el nombre de Brizac y las dudas sobre la salud mental de la chica se desvanecieron, pasaron a hacer presiones directas, primero a mí y luego a Lártsev. El resultado lo has visto con tus propios ojos esta misma noche.
—¿Pero qué tiene que ver Lártsev con todo esto?
—Obligaron a Volodya a tergiversar las declaraciones de los testigos de modo que respaldasen la hipótesis que les interesaba. Cuando no funcionó, la emprendieron conmigo, pero durante unos días me ayudaste a lidiarlos. Comprende, Liosik, esa gente se anda con mucho ojo. Hace tiempo que tratan con Lártsev y saben que le vuelve loco pensar que a su hija le pueda ocurrir algo. No les habla como un profesional sino como un padre que por salvar a su hija haría cualquier cosa. Han detectado su punto débil, le conocen bien. En cambio, conmigo no lo ven tan claro, mi comportamiento les resulta confuso, no encaja en sus esquemas, y todavía no han decidido si soy tonta o demasiado lista. Por eso han decidido que algún otro les saque las castañas del fuego. Han secuestrado a la hija de Lártsev y le han ordenado obligarme a hacer lo que ellos digan. Porque, si hasta este momento Volodya les ha obedecido, seguirá obedeciéndoles en adelante. En cambio, conmigo no pueden tener esa clase de garantías.