El sueño robado (33 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: El sueño robado
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—¿Y tú, Volodya? ¿No eres culpable de nada? ¿No tienes nada que reprocharte?

—¿Qué quieres que me reproche? ¿Que me preocupo de la seguridad de mi hija? Me ficharon casi inmediatamente después de morir Natasa. Había hablado con mi suegro, está categóricamente en contra de venir a vivir a Moscú. Tiene en Samara a sus hijos y nietos; además, ¿cómo cabríamos todos? No puedo comprarme un piso grande, no tengo dinero; a ellos, cambiar su vivienda por un piso en Moscú les sería imposible, todo lo que tienen son dos habitaciones en un piso comunal. Mi padre es un anciano enfermo y desvalido, necesita cuidados, de modo que tampoco puedo dejarlo con Nadia. Créeme, he pensado en un montón de variantes. Incluso quise contratar a alguna mujer, una chacha o algo así, para que cuidase de la niña pero resultó que no podía permitírmelo. Quise cambiar de trabajo pero tampoco salió.

—¿Por qué?

—Porque los empleos que precisan de mis conocimientos los ronda la mafia, y volvería a tener que elegir entre convertirme en criminal o temblar día y noche de miedo por mi hija. Tendría que conformarme con un puesto que no requiriese mis calificaciones y con un salario aún más bajo, y no me lo puedo permitir. ¿Tienes idea de lo que vale la ropa infantil? ¿Y el colegio de Nadia? Claro, cómo vas a saberlo, estás por encima de todo esto, no tienes hijos de los que preocuparte.

—Volodya, ¿a qué viene…?

—Perdona, Asia, se me ha escapado sin querer. Tienes que comprenderme, no me quedaba otra salida.

—Podías habérselo contado al Buñuelo. Seguro que se le habría ocurrido algo. ¿Por qué no has hablado con él?

—No lo entiendes, Asia. No soy el único. Hay otros muchos como yo, muchísimos. No puedes ni imaginarte hasta dónde llegan sus redes, a cuántos tienen atrapados en ellas. Cualquiera puede acabar trabajando para ellos, incluso, si quieres, cualquiera de nosotros.

—¿El Buñuelo también?

—También el Buñuelo.

—No me lo creo. Esto es imposible.

—No te digo que sea así. Sólo quiero que entiendas una cosa: pueden encontrar por dónde agarrar a prácticamente cualquiera porque disponen de informaciones completísimas y saben de cada uno de nosotros más que nuestras propias madres. Por recto que sea el Buñuelo, al intentar ayudarme, tarde o temprano tropezaría con uno de sus hombres que les informaría de lo que ocurre, y a mí me apretarían los tornillos. Si pudiera tener la seguridad de que en toda la PCM soy el único degenerado de esta clase, no dudaría ni un segundo, iría corriendo a pedir ayuda al Buñuelo. O, por ejemplo, a ti. Pero el problema es que somos muchos y no nos conocemos entre nosotros.

—¿Resulta que nos controlan en todo y estamos absolutamente indefensos ante ellos?

—Resulta que sí.

—Por lo menos, ¿sabes quiénes son? Vamos, siéntate ya, deja de apuntalar la puerta, lo que tenemos que hablar no se despacha en cinco minutos. De paso, quítate la chaqueta.

Despacio, como de mala gana, Lártsev se separó de la puerta, se quitó la chaqueta y la dejó caer sin cuidado sobre el suelo. Nastia se dio cuenta de que Lártsev apenas si se tenía en pie, por lo que sus movimientos eran titubeantes, inseguros. El hombre miró el reloj.

—Tengo que marcharme antes de que cierren el metro. Me llamarán a las dos.

—No importa —sonrió Nastia—, llamarán aquí. Saben perfectamente dónde estás, ¿no? Además, les resultará mucho más agradable poder por fin hablar conmigo para comprobar que no les has engañado y que, en efecto, has conseguido asustarme. Así que, ¿qué sabes de ellos? —dijo, y repitió su pregunta cuando Volodya se dejó caer en el sillón frente a ella.

—No mucho. Sólo han recurrido a mí en dos ocasiones, cada vez por un caso distinto. La primera fue hace un año y pico. ¿Te acuerdas del asesinato de Ozer Yusúpov?

Nastia asintió con la cabeza.

—Pero fue resuelto. ¿O no?

—Lo fue —confirmó Lártsev—. Pero había un detalle peliagudo… En pocas palabras, hacía falta suprimir las declaraciones de uno de los testigos presenciales. No tenía nada que ver ni con las pruebas de la culpabilidad del acusado, ni con el lado objetivo del cuerpo del delito. De todos modos, se trataba de un asesinato especialmente grave, tanto si figuraba aquel testimonio como si no. Lo que cambiaba de forma radical era el móvil del crimen. Tal vez recuerdes que lo presentamos al juzgado como un delito contra el orden público. Pero aquel testigo había oído al criminal hablar con Yusúpov, y su conversación evidenciaba que Yusúpov tenía tratos con uno de los bancos utilizados para el lavado del dinero obtenido de exportaciones ilegales de armas y materias primas estratégicas procedentes de Izhevsk. Yusúpov había metido la mano en el bote, se había embolsado un dineral y el director de su banco sufrió un castigo ejemplar, del que se acordarán generaciones venideras. Este era el testimonio que había que suprimir como si no se hubiera prestado nunca.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Robaste el protocolo del expediente?

—Oye, no me insultes. Se puede quitar un protocolo del expediente, no hace falta ser un lumbrera para esto, pero ¿y la memoria del que condujo el interrogatorio? Lo que se hace es introducir en el expediente otro protocolo, según el cual el testigo de marras reconoce que, cuando se le interrogó por primera vez, se encontraba bajo los efectos de las drogas y que en el momento de la comisión del crimen no vio ni oyó nada a las claras, puesto que poco antes se había pinchado y estaba esperando el «colocón». Y nada más.

—¡Véase la clase! —dijo Nastia con admiración—. ¿Cuánto te pagaron por hacerlo?

—Nada. Me tienen agarrado por Nadia, no por el bolsillo. El miedo, Asia, es un estimulante mucho más poderoso que la codicia. Lo que me sorprende es cómo sigues aguantando tanto tiempo sin asustarte.

—¿Quién te ha dicho que no estoy asustada? He cambiado incluso las cerraduras, sin mencionar ya que le he pedido a Chistiakov que se instale aquí.

—Dicen que ya no te pones al teléfono.

—Procuro evitarlo.

—Es inútil, Asia, ya lo has visto. Aunque no temas por el padrastro, que puede valerse por sí mismo… Aunque tu madre esté lejos… Aunque no sea fácil pillarte… Pero no abandonarás a su merced a una niña de once años, ¿verdad?

—Verdad. Bueno, ¿qué hacemos, Lártsev? Tenemos dos horas para encontrar un modo de liberar a tu hija. Primero, explícame cómo ha ocurrido.

—Ayer la llevé a casa de los Olshanski. Kostia estuvo dando rodeos, luego dijo que sospechabas de mí y que habías vuelto a hacer todo el trabajo del caso de Yeriómina. Yo, por supuesto, me alegré. Si alguien había detectado mis triquiñuelas, no podrían seguir utilizándome y me dejarían en paz. Se lo comuniqué aquella misma noche. Y hoy se han llevado a Nadia y me han dicho que tengo que hacer todo lo que esté en mi mano para obligarte a cambiar de conducta. Si ya sospechas de mí, puedo actuar sin tapujos, porque de un modo u otro te las arreglas siempre para eludir presiones indirectas.

—¿Cuáles son sus exigencias?

—Ni tú, ni Chernyshov, ni Morózov debéis acercaros a la editorial Cosmos. En cuanto se convenzan de que estás dispuesta a obedecerles, Nadia volverá a casa.

—¿Y si se lo prometo pero luego no lo cumplo?

—Espera, esto no es todo. Mañana por la mañana llamarás al médico para que venga a verte y te dé la baja laboral. Pasarás unos días en casa sin mantener contactos fuera de los necesarios ni con el Buñuelo, ni con Chernyshov, ni con Morózov. Sólo podrás hablar con ellos por teléfono.

—¿Cabe deducir que mi teléfono está pinchado?

—Sí. Hay más. Mañana por la mañana llamarás a Gordéyev y le dirás que tu hipótesis se ha ido al carajo y que no se te ocurre ninguna otra, así que lo que hay que hacer no es suspender el caso de mentirijillas sino pararlo de verdad. Harás esta llamada desde aquí, para que puedan controlarla. Luego llamarás a Olshanski y le contarás la misma historia. Luego, a Chernyshov y a Morózov. Si alguien se acerca a Cosmos, se sabrá de inmediato, y Nadia sufrirá las consecuencias. La tienen en sus manos y a la menor señal de alarma… Y no intentes salir de casa. Se enterarán al instante. ¿Está todo claro?

—No, no todo. Primero, no entiendo cómo te las apañaste anoche para informarles sobre tu conversación con Olshanski. ¿Tienes algún número para comunicar con ellos? ¿O ellos te llaman a diario?

—No tengo ningún número. Hay una señal que utilizo para indicarles que necesito hablar con ellos.

—¿Qué señal es ésa?

—Asia, no me trates como a un imbécil. Lo único que quiero es la seguridad para mi hija. Para esto necesito procurar que se cumplan sus exigencias. Tengo que pararte los pies. Si te digo cómo comunicar con ellos, volverás a meterte en líos. Antes que nada tengo que pensar en Nadia, no en los intereses de la lucha contra la delincuencia. No te pases de lista conmigo.

—Entonces, ¿no me lo dirás?

—No.

—Vale. Otra pregunta: ¿por qué sólo exigen garantías para mí? ¿No temen que Chernyshov y Morózov continúen el trabajo por cuenta propia?

—No, no lo temen. En este caso eres tú la que manda, si tú dices que el trabajo está terminado, terminado estará. Los demás tienen las manos llenas sin esta investigación.

—¿Y si digo otra cosa?

—Tu teléfono está pinchado, no lo olvides. Una palabra en falso y Nadia…

—De acuerdo, ya caigo —le interrumpió Nastia con enfado—. ¿No has considerado la posibilidad de esconderla? ¿Enviarla a alguna parte fuera de Moscú tal vez? O si no, darle una protección, con ayuda del Buñuelo, por ejemplo.

—Dios mío, ¡cómo es que no consigues entender una cosa tan sencilla! —exclamó Lártsev con desesperación—. A Nadia la han tomado de rehén. Me han advertido de entrada que, si intento cualquier cosa, simplemente me quitarán de en medio y mi hija se quedará huérfana e irá a un asilo. Quizá sea un cretino y un canalla, quizá sea un calzonazos y un cabrón, pero quiero que mi hija crezca sana y, dentro de lo posible, feliz. ¿Te parece un crimen? ¿Es que no tengo derecho a desearlo, a tratar de conseguirlo? ¿Es que es una anomalía que va en contra de las normas morales de la sociedad?

—Cálmate, por el amor de Dios —suspiró Nastia con cansancio—. Se lo diré todo tal como quieren que se lo diga.

—¿Y lo harás todo tal como quieren?

—Lo haré. Pero tienes que comprender que el Buñuelo está enterado de lo tuyo. Es capaz de interpretar correctamente esta situación por su cuenta. Y si lo hace, no me creerá y actuará según su propio criterio.

—¿Cómo puede estar enterado? ¿Se lo has contado tú?

—No, hace tiempo que lo sabe. Por eso te ha apartado del caso de Yeriómina. Espera, no me confundas. Quería preguntarte algo más…

Nastia entornó los ojos y se apretó las sienes con los dedos.

—Ya está, me he acordado. Has dicho que soy la que manda en este caso, que Chernyshov y Morózov harán sin rechistar todo lo que yo les ordene. ¿Cierto?

—Cierto.

—¿Se trata de tu opinión personal o te lo ha dicho alguien?

—Las dos cosas. Hace años que te conozco, tampoco Morózov es un extraño para mí, y hemos trabajado juntos con Andrei muchas veces. Puedo imaginarme muy bien cómo os repartís los papeles.

—Pero ¿esto te lo ha dicho alguien?

—Ellos mismos, ¿quién si no?

—Veo que no te han preparado nada mal para hablar conmigo, incluso te han surtido de todos los argumentos necesarios de antemano. Pero ¿cómo se han enterado de que soy yo quien lleva este caso? ¿Se lo habías contado tú, Lártsev?

—No. Te doy mi palabra de honor que no se han enterado por mí. A mí también me sorprendió que lo supieran.

—Bueno —dijo, y se levantó del sofá dificultosamente—. Voy a hacer café, a ver si así me aclaro las ideas.

Lártsev se puso en pie en seguida y dio un paso hacia la puerta.

—Voy contigo.

—¿Para qué? No suelo contarle mis cuitas a Chistiakov, no te preocupes.

—Voy contigo —repitió obstinadamente Lártsev—. O si no, te quedas aquí.

—¿Te has vuelto loco? —se indignó Nastia—. ¿Qué te pasa, es que no me crees?

—No, no te creo —respondió Lártsev con firmeza, aunque no se atrevió a mirarla a la cara.

—Tiene gracia. Has venido corriendo a verme a estas horas de la noche para pedirme ayuda, y ahora resulta que no te fías de mí.

—Sigues sin comprenderlo.

Hablar le costaba cada vez mayores esfuerzos. Se diría que cada palabra le causaba un dolor insufrible.

—No he venido a pedirte ayuda. He venido para obligarte a hacer lo que ellos exigen que se haga antes de devolverme a mi hija. ¿Te das cuenta? No para pedirte sino para obligarte. ¿Cómo puedes hablarme de creerte y de fiarme de ti si lo único que tienes en la cabeza son los problemas analíticos, que tanto te gusta resolver, y lo que tengo yo en la mía es una niña indefensa y asustada, mi única hija, que crece sin una madre a su lado? No somos aliados, Anastasia, somos enemigos, aunque sabe Dios lo doloroso que me resulta esto. Si te atreves a hacer cualquier minucia que pueda perjudicar a Nadia, buscaré el modo de pararte. Para siempre.

Con estas palabras, Lártsev sacó la pistola y enseñó a Nastia el cargador, en el que no faltaba ni una bala. Nastia comprendió que ése era un indicio de que estaba a punto de perder los estribos, porque la amenazaba con un arma a ella, a su compañera de trabajo y, además, una mujer. «No hay que hacer que se enfade —pensó—. Soy una idiota por hablarle de igual a igual, de compañero a compañero, como si fuera capaz de razonar con coherencia. Cuando no es más que un padre desgraciado y enloquecido por la pena.»

—Pero qué dices, Volódenka, piénsalo tú mismo —le dijo con suavidad—. Si me matas, te meterán en la cárcel, y entonces puedes dar por seguro que Nadia irá al orfanato. ¿Cómo crees que lo pasará creciendo sin madre y, encima, sabiendo que su padre es un asesino?

Lártsev clavó la mirada en la cara de Nastia, que se sintió incómoda.

—No me meterán en la cárcel. También mataré a tu Chistiakov, de modo que nunca nadie sabrá que he sido yo. No te quepa duda, soy capaz de hacerlo.

La puerta se entornó quedamente y Liosa asomó la cabeza a la habitación.

—Oye, a lo mejor os apetece un café…

Su mirada se deslizó distraída por el cuerpo de Lártsev y se detuvo de golpe, fija en la pistola asida por una mano estirada junto al costado.

—¿Qué es esto? —preguntó perplejo pero en absoluto asustado.

Nunca antes había visto armas en el apartamento de Nastia.

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