Los sollozos interrumpían continuamente su balbuceo inconexo mientras cogía un frasco de valocordín, disolvía unas gotas del clásico remedio contra la taquicardia en un vaso de agua y se lo bebía con tragos espasmódicos. No obstante, al final Lártsev pudo ordenar sus palabras sueltas en algo semejante a un relato. El año anterior, un hombre se le acercó para pedirle que asistiera a las reuniones de padres del colegio número 64, en concreto, de la clase donde estudiaba Nadia Lártseva. Dijo ser el padre de Nadia y que se había separado de la mujer a las malas, hubo un escándalo bestial, la ex no quería ni oír hablar de él y no le dejaba ver a la niña. Pero tenía tantas ganas de saber al menos algo de su hija, de cómo le iba en el colegio, cómo se portaba, qué problemas tenía, cómo andaba de salud. Parecía tan sincero, un padre tan devoto y tan dolido, que fue imposible decirle que no. Y menos cuando le ofreció una buena remuneración por aquel servicio nada complicado.
—¿Quién es? —preguntó Lártsev.
—No lo sé —respondió Natalia Yevguénievna, y se echó a llorar de nuevo.
—¿Cómo ha dado con usted?
—Estábamos haciendo cola en una tienda. Había mucha gente, empezamos a charlar, me explicó sus problemas familiares… Y nada más. No he vuelto a verle. Me llama por teléfono.
—¿Y cómo le paga?
—Deja el sobre con el dinero en mi buzón al día siguiente de cada reunión. Por la noche, después de la reunión, me llama, le cuento todo aquello de lo que me he enterado y al día siguiente el sobre está en el buzón. Tiene que entenderme —sollozó Dajnó—, soy cazadora, y cazar cuesta muchísimo dinero. Necesito un coche para llevar el equipo, necesito armas, municiones, licencias… No puedo prescindir de la caza, me moriría. He nacido en Siberia, en una reserva natural, mi padre era montero, me acostumbró a la caza desde que llevaba pañales. Si me la quitan, me asfixiaré aquí en la ciudad.
Dajnó se justificaba, se llevaba cada dos por tres la mano al corazón, tomaba medicinas, sollozaba y moqueaba. Estaban sentados en un salón espacioso pero poco acogedor, lleno de muebles dispares, obviamente comprados en momentos distintos y al azar, y ajenos a cualquier unidad de propósito o de estilo. Todas las paredes del gran piso de tres habitaciones estaban cubiertas de trofeos de caza y armas. En el umbral de la puerta que comunicaba el salón con el recibidor, yacía majestuoso el enorme doberman de purísima sangre llamado César.
—Trate de tranquilizarse, Natalia Yevguénievna —le dijo Lártsev suavizando la voz—. Para empezar, vamos a intentar recordar todo cuanto sabe sobre ese hombre. No tenga prisa, tómese el tiempo que necesite para pensar.
—¿Qué interés tiene por aquel individuo? —preguntó Dajnó con repentina suspicacia.
—Verá, Natalia Yevguénievna, han secuestrado a mi hija y él es quien ha organizado el secuestro.
—¡¿Qué dice?! —Dajnó volvió a agarrarse del corazón—. Dios mío, qué horror, qué horror —plañó hundiendo la cabeza entre las manos y balanceándose en la silla—. Toda la culpa es mía, tonta de mí, cómo pude ser tan confiada, me dejé seducir por la pasta, le creí al canalla ese…
Y vuelta a empezar: sollozos, medicinas, agua, palabras de arrepentimiento, los golpes en el pecho. Lártsev sentía una profunda pena por esa mujer, ya nada joven, a la que las luces de una gran ciudad al principio habían atraído como a una mariposa tonta y luego la quemaron. Una chica criada en una reserva natural siberiana había empezado a sofocarse en la inmensa ciudad de piedra, llena de humo y suciedad, y durante todos esos años la caza había sido su única evasión, el sorbo de frescor y pureza de la naturaleza.
Para ir a casa de Dajnó, Lártsev había cogido el metro en Universidad y cuando hizo el transbordo a la línea Circular, los agentes de seguimiento le perdieron. Era la hora punta, las muchedumbres se arremolinaban, se empujaban, les cerraban el paso, se agolpaban delante de las numerosas paradas de venta de libros y prensa que proliferaban en los túneles y pasadizos.
—Volvamos de prisa a la Sociedad de Cazadores —ordenó el más bajito y de más edad.
Su compañero, un muchacho moreno y simpático, maniobró con agilidad y se incorporó al torrente de gente que le venía de frente en dirección opuesta, cuidando de abrir paso al agente de más edad.
La jornada laboral había terminado, la empleada de la Sociedad de Cazadores que había atendido a Lártsev se había ido a casa. Los agentes le pidieron su dirección al guardia, avisaron del patinazo a Zherejov en Petrovka y se marcharon zumbando a Kúntsevo. Les costó Dios y ayuda convencer a la mujer de que subiera en el coche para regresar a su lugar de trabajo. Ella, sin ocultar su enojo, abrió la caja fuerte y tiró las fichas sobre la mesa.
Había hecho planes concretos para esa noche y esos extraños policías, que andaban persiguiéndose unos a otros, no le merecían otra reacción que una ira sorda.
—¿A quién buscaba? —preguntó el muchacho alto educadamente mientras ojeaba las fichas con las fotos de las cazadoras.
—No lo sé. No tomó notas. Examinó las fichas y eso fue todo.
—Por favor, haga memoria, tal vez miró una ficha más tiempo que otras, tal vez le preguntó algo o tuvo alguna duda. Cualquier detalle puede ser importante para nosotros.
—No hubo nada de eso. Simplemente estudió todas las fichas con atención, dio las gracias y se marchó.
—Entonces, ¿puede ser que no haya encontrado lo que buscaba? ¿Qué impresión le dio?
—Se lo pregunté y me dijo que sí, que lo había encontrado. ¿Piensan tenerme aquí mucho tiempo todavía?
—Nos iremos en seguida, sólo vamos a anotar las direcciones. Oye —dijo de pronto el muchacho al agente mayor—, fíjate, la mayor parte de esas mujeres trabajan aquí mismo, en la sociedad. Si Lártsev no se ha quedado aquí para hablar con una de ellas, significa que la que le interesa es sólo socia. Mujeres que trabajan en otros sitios hay pocas.
—Ya es algo —se alegró el agente mayor—. Buen chico, la cabeza te carbura. De prisa, vamos a hacer una lista de las direcciones, planeamos el recorrido y le pedimos refuerzos a Zherejov.
La primera dirección, según su plan, era un piso en la calle Domodédovo, la segunda, en la Lublín, con lo que habrían cubierto la parte sur de Moscú, para luego avanzar, pasando por el centro, primero hacia oriente y luego al norte. Las señas de Natalia Yevguénievna Dajnó —un piso en la avenida Lenin— ocupaban el tercer puesto de su plan de visitas. Eran las 19.40 horas.
Hacia las siete de la tarde, Serguey Alexándrovich Grádov reconoció al fin que las cosas estaban muy mal. Cuando, alrededor de las dos y media, se despidió de Arsén y, sentado en el bar, intentó ordenar más o menos las ideas, tuvo una súbita revelación. ¡Todo aquello era un malentendido! Arsén había mencionado a Nikiforchuk, y Grádov se asustó tanto que perdió toda capacidad de razonar y, sobre todo, de oponer resistencia a Arsén. Pero ahora, al repasar los detalles de la conversación, recordó que éste le había echado en cara sus excesivas iniciativas. ¿A qué se refería? El, Grádov, no se había permitido actuar por iniciativa propia. Se trataba de un error, de un error fastidioso, que debía ser rectificado, después de que Arsén retomase el contrato y acabase con el asunto. Tenía que hablarle con toda urgencia.
Serguey Alexándrovich salió del bar rápidamente, se metió en el coche y fue a casa. Desde allí llamó varias veces a cierto número y se puso a esperar la llamada de retorno, para convenir el lugar y la hora de la cita. Sin embargo, la llamada nunca se produjo. Repitió el intento pero el resultado fue el mismo. Grádov empezó a ponerse nervioso, telefoneó a un amigo del Ministerio del Interior para pedirle que averiguara el nombre del abonado del número que le interesaba. La respuesta no se hizo esperar y fue desconcertante: el número en cuestión no estaba asignado a nadie y figuraba en la lista de números disponibles desde hacía cinco años.
Había otra vía, la misma que le había conducido hacia Arsén inicialmente. Serguey Alexándrovich llamó al hombre que le facilitó su primer contacto con la Oficina.
—Piotr Nikoláyevich, soy Grádov —dijo de prisa—. Dígame cómo puedo encontrar a su amigo rápidamente.
—¿Grádov? —preguntó una voz con un tono bajo y lleno de perplejidad—. No me acuerdo. ¿Quién le ha dado mi teléfono?
—Pero qué dice, Piotr Nikoláyevich, le llamé hace dos meses y me dio el número de un hombre que iba a ayudarme a resolver cierto asuntillo delicado. Ahora me urge hablar con ese caballero.
—No sé de qué me está hablando. Tal vez se ha equivocado de número.
Grádov no podía ni sospechar que Arsén, precavido y astuto, había llamado a Piotr Nikoláyevich nada más terminar de hablar con él y le había dicho:
—Si su protegido se atreve a buscarme, explíquele que es un error por su parte.
Horrorizado, Serguey Alexándrovich pensó que todo estaba perdido. No encontraría a Arsén. Nunca. Le quedaba una última esperanza. Esta última esperanza era Fistín.
Seriozha Grádov había crecido como un niño mimado y agasajado. Le causaba profundo sufrimiento el que todos sus amigos tuvieran padres permanentes, mientras que el suyo era algo así como un turista; y aun así cada vez que se producía una de sus raras visitas, la madre enviaba al niño a jugar en el patio. El padre siempre llegaba cargado de regalos, juguetes y golosinas, la madre le amaba con locura y no dejaba de repetir: «Nuestro papá es el mejor, lo que ocurre es que simplemente tiene otra mujer y dos hijos a los que, como hombre honrado que es, no puede abandonar.» El padre, a su vez, no dejaba de repetirle a Seriozha: «Hijo, si algo sucediese, siempre te ayudaría, no te abandonaré en la adversidad, cuenta conmigo, tú y mamá sois mis seres más queridos.» Con frecuencia, Seriozha hacía las típicas travesuras de niño o adolescente pero nunca fue castigado por ellas, todo lo contrario, papá y mamá, sintiéndose culpables ante el hijo por no poder ofrecerle una familia normal, se encargaban de reparar los daños y jamás le reñían sino que se hubiese dicho que hasta le compadecían.
Con los años, Seriozha desarrolló una total incapacidad y desgana de pensar en las consecuencias de sus actos, de anticipar siquiera el futuro más inmediato. Lo hacía todo como mejor le parecía, concediendo a los padres el honroso deber de enmendar sus acciones precipitadas y, en ocasiones, temerarias. El resultado fue lo que los psicólogos llaman disociación afectiva del pensamiento. En situaciones de estrés, el cerebro le fallaba a Seriozha, el chico no conseguía razonar con lucidez y comenzaba a desbarrar, de obra y de palabra. Lo malo era que el menor cambio de situación que requiriese atención, reflexión, reacción y toma de decisión podía causarle el estrés. La menor tensión psicológica le resultaba inaguantable.
Después de que Serguey cumplió el servicio militar, papá le apañó la admisión en el Instituto de Relaciones Internacionales. En el IRI estudiaban principalmente hijos de altos dignatarios, que tenían suficientes influencias para matricular a sus vástagos en seguida después de cursar los estudios secundarios, por lo que estudiantes que hubiesen hecho el servicio militar había pocos. Éstos llamaban la atención con su madurez, conocimiento de la vida cuartelera, chistes subidos de color, conversaciones sobre mujeres y borracheras, y unos modales adquiridos en su época de «abuelos». Todo el mundo buscaba su atención, les respetaba, les hacía caso.
En su entorno más inmediato, Serguey destacó particularmente a Arkady Nikiforchuk porque no se le parecía en nada. Arkady, hijo de un diplomático, se había criado en el extranjero, su infancia había transcurrido entre libros, un piano de cola y el aprendizaje de idiomas. Había crecido tratando casi exclusivamente con su madre y cociéndose en el escaso jugo de la reducida colonia soviética. Terminó el colegio en Moscú y en seguida fue admitido en el instituto. Al descubrir la libertad de la vida estudiantil, Arkady se encontró influido en todo y para todo por Grádov, y se desmelenó por completo. Sus padres volvieron a marcharse al extranjero, donde permanecerían varios años todavía, dejando a la disposición del hijo el piso y proveyéndole regularmente de dinero y modelitos de última moda.
Después de lo ocurrido en el bosque, Grádov y Nikiforchuk resolvieron sin apuros el problema de pagos al marido de la víctima vendiendo algún que otro trasto de los que los padres le enviaban a Arkady. Sin embargo, Grádov, que no tenía posibilidad de pedir dinero a la madre, no quería contraer una deuda eterna con su compinche rico.
La idea de quitarse de encima al insaciable chantajista fue suya. Conocía a Támara Yeriómina y no le costó nada convencer a Vitaly Luchnikov, tras pagarle la cuota de turno, de que les acompañara a tomarse un trago y a charlar un rato a casa de «una potranca muy ardiente». En poco tiempo emborracharon a Támara hasta la inconsciencia y la metieron en la cama. Luchnikov les dio más trabajo pero al final lograron llevarlo a él también hasta el lecho de Támara. Turnándose, le cosieron a cuchilladas utilizando el cuchillo de cocina. Luego se sentaron en la cocina y esperaron a que Támara volviese en sí. Nikiforchuk estaba inquieto, se removía en su asiento como un azogado, quería marcharse cuanto antes pero Serguey empleó su autoridad para explicarle lo imprescindible que era esperar a que Támara descubriese el cadáver y montarle una escena para persuadirla de que había sido ella la que, borracha perdida, había matado al chaval. Si no lo hacían, cualquiera sabía en qué iría a parar todo aquello.
—No podemos dejar la situación descontrolada —pontificaba con aire de suficiencia Grádov, sirviéndose patatas y cortando otra rebanada de pan.
El asesinato que acababan de cometer no le había quitado apetito. Ni siquiera prestó atención a la hija de tres años de Támara, Vica, que jugaba quietamente debajo de la mesa, refunfuñando a propósito de sus problemas de niña.
Tuvieron que esperar un rato largo. Al final, desde la habitación llegaron sonidos, al principio confusos pero que pronto se transformaron en aullidos animales. En el umbral de la cocina apareció Támara, verde de terror y con las manos ensangrentadas. La sangre goteaba de sus dedos y ella, mirando con perplejidad su mano, la restregó con un movimiento como suspendido en el tiempo contra la blanca pared estucada. El espectáculo fue tan monstruoso que Arkady apenas pudo reprimir las ganas de vomitar. No quería quedar mal ante su mejor amigo y, para dar pruebas de dominio de sí mismo, cogió del aparador una tiza verde de sastre y dibujó una clave de sol sobre las rayas de sangre que habían quedado en la pared. En aquel momento su ocurrencia le pareció graciosa e insólita, y se rió con satisfacción. Ya podía estar orgulloso de sí.