—Este caso, Víctor Alexéyevich, es una birria, estaba claro desde el principio. Una jovencita desequilibrada, dada a la bebida, que estaba como una chota, pudo haberse marchado de casa con quien y a donde le diera la gana, cualquiera le sigue la pista. Pero Nastia ha sobrevalorado sus capacidades, se ha aferrado a sus hipótesis retorcidas, se ha volcado con todas sus energías y, como resultado, todo lo que ha obtenido es una crisis nerviosa, y el agujero del dónut. La entiendo, cuando se trata de la primera investigación propia, es natural que uno aspire a encontrarse con un caso embrollado, en el que ande involucrada la mafia. Pero no nos olvidemos de que, a pesar del crecimiento del crimen organizado, la mitad de asesinatos, o tal vez más, siguen siendo asuntos de familia. Celos, venganza, dinero, envidia, conflictos familiares, en pocas palabras: simples sentimientos humanos. La mafia no tiene nada que ver ni por casualidad. Nastia no quiso aceptarlo, le apetecía un asesinato sonado, dio en inventarse hipótesis a cuál más enrevesada, y desperdició tiempo y fuerzas intentando comprobarlas.
—No, Volodya, no creo que sea tan sencillo —dijo Gordéyev cabeceando—. Tú y yo la conocemos hace años, a Nastasia no la para un problema y nunca vuelve la cara atrás. Claro, puede dejarse llevar por los nervios, puede caer enferma pero seguirá adelante. Estará muriéndose pero apretará los dientes y hará el trabajo. No, no me lo creo. Aquí hay juego sucio, lo siento. Tenemos que actuar. Cuando se ponga bien y vuelva al trabajo, informaré a mis superiores para que le abran un expediente disciplinario. Insistiré en que la despidan y que no vuelva a trabajar más en las fuerzas del orden público. Aunque la quiero mucho, como quiero mucho a cualquiera de vosotros, no toleraré ni la traición ni la cobardía.
«Ya está, Stásenka, te he vendido viva. Veamos ahora por dónde sale nuestro Lártsev, si quiere sangre o si se nos pone como una seda. Por supuesto, no dejará que te despidan, maldita la falta que le hace que te incoen el expediente. Ahora se dará aires de nobleza y me aconsejará trasladarte a algún puesto de segunda importancia, para alejarte del trabajo operativo. Me gustaría saber qué destino querrá darte. Creo que ya se siente mejor, ha comprendido qué línea de actuación conviene adoptar. Ahora acabaré de tranquilizarle, que respire un poco antes de que le aseste la puñalada trapera, y entonces… Me juego el todo por el todo. Ay, Stásenka, pequeña, si supieras cuánto me duele, cómo todo esto me parte el corazón. Volodka me da lástima, su hija es lo más precioso que tiene en este mundo. ¡Tengo que golpear en lo más sagrado, que me parta un rayo!»
—Bueno, no se ponga así, Víctor Alexéyevich, no se apresure a despedirla. No le rompa la vida a la chica. Lleva razón, no sirve para el trabajo operativo, tiene rodillas de cristal. Pero es incapaz de jugar sucio, se lo juro, pondría la mano en el fuego por ella. Lo mejor será trasladarla al Estado Mayor, a la sección de análisis de datos, que haga allí sus queridas sumas. Allí cundirá más, además, el trabajo es tranquilo, sin nervios.
—No sé, no sé.
Gordéyev se levantó del sillón y se puso a dar lentas vueltas por el despacho. Para sus subordinados era indicio cierto de que el jefe se encontraba en el proceso de toma de una decisión difícil. Se detendría sólo cuando la decisión estuviera adoptada.
—Tenemos que indagar todo esto a fondo. Aún hay tiempo para que venza el plazo de dos meses, sería prematuro dar este asunto por concluido. Me ocuparé personalmente. O lo encargaré a alguien. A ti mismo, por ejemplo. Has sido el primero en trabajar en este caso, quién sabrá mejor que tú qué registros hay que tocar.
—Faltaría más, Víctor Alexéyevich. Si en el caso de Yeriómina hay el menor desajuste, lo descubriré, y si no hay nada, pues qué remedio. Aunque yo por mi parte estoy seguro de que es un asesinato del montón.
Gordéyev miró el reloj. Desde el momento de la llegada de Lártsev había transcurrido media hora. El coronel había logrado acomodarse al plazo convenido con Zherejov. Empezó a decir frases vagas, sobre nada en particular, hasta que la puerta se abrió bruscamente.
—Víctor Alexéyevich, tenemos situación de máxima alerta. ¡En el despacho de Pável Vasílievich han matado al capitán Morózov!
Cuando el coronel Lártsev se separó del corrillo que se había formado delante del despacho de Zherejov y se dirigió hacia la salida, los dos hombres sentados en un coche aparcado en el patio del edificio de la DGI recibieron la señal de «¡ojo avizor!». Desde una distancia prudencial, siguieron al objeto de su vigilancia hasta la estación de metro, se le acercaron un poco al entrar en la escalera mecánica, tomaron el mismo tren. Lártsev bajó en una estación próxima a su casa, compró en un quiosco un paquete de tabaco, siguió caminando, entró en un pequeño jardín, se sentó en un banco y encendió un cigarrillo.
La tarea de los agentes que le seguían consistía en averiguar si Lártsev iba a intentar comunicarse con alguien. Durante el trayecto había tropezado con varios transeúntes y pasajeros, se disculpó brevemente con cada uno de ellos, y no quedaba claro si uno de aquellos encontronazos había sido o no una contraseña. No había realizado llamadas telefónicas, ni había entrado en ningún local, ni había hablado con nadie. Y ahora estaba simplemente sentado en el banco y fumaba.
Los agentes de seguimiento se compraron cada uno un par de empanadillas georgianas calientes y se afanaron en masticarlas pensativamente, sin apartar la vista de la silueta inmóvil sentada en el jardincillo.
En el cuarto quiosco contando desde la salida del metro, el comandante Lártsev había comprado una cajetilla de cigarrillos Davidoff, lo que era la contraseña para solicitar un contacto urgente, y se quedó observando el quiosco.
No tenía la menor intención de entrar en comunicación con los que le habían hecho el chantaje. El asesinato de Morózov le había sobrecogido, pues Anastasia había hecho todo lo que le habían exigido y él no comprendía por qué incumplían ahora su compromiso. ¿Por qué habían matado a Morózov? Así que no eran de fiar, y todas sus promesas de devolverle a Nadia en cuanto la situación se normalizase y pasase el peligro podían resultar una mentira. Quizá la niña estaba muerta ya. No tenía derecho a esperar, necesitaba encontrarles y salvar a su hija por cuenta propia. Nada de nuevas negociaciones y más palabrería, acababa de ver que no debía creerles. Iba a esperar al que vendría a recoger su mensaje y le haría morder el polvo. Luego seguiría la cadena hasta llegar al jefe y arrancaría a su hija de sus garras aunque para eso tuviese que matarle.
Lártsev miraba hacia los quioscos con atención pero de momento allí no ocurría nada digno de interés. El dependiente que le había atendido no se había ausentado ni por un instante, los de los otros quioscos tampoco. Suponía que la contraseña servía para alertar a alguien que siempre se encontraba presente en la zona comercial, es decir, al propio dependiente, quien, por tanto, debería salir y llamar por teléfono para transmitir el mensaje. En el caso de que el receptor de la contraseña no fuera el dependiente sino un cliente, a quien el dependiente simplemente debía decir que Lártsev había comprado un paquete de Davidoff, todo su plan se derrumbaba. Nunca llegaría a detectar a ese cliente. A pesar de todo, no perdía la esperanza… Sentado en el banco húmedo y helado, hecho un carámbano, observaba los quioscos y pensaba en Nadia. ¿Cómo estaría? ¿Le daban de comer? ¿Y si caía enferma?
Sus pensamientos siguieron su propio curso, centrándose en los chantajistas, que habían reunido prácticamente toda la información imaginable sobre la niña: cuándo y adonde iba, cuándo y de qué enfermaba, qué notas le ponían en el colegio, quiénes eran sus amigos. Habían tenido a Nadia bajo vigilancia permanente pero los datos de que disponían no eran la clase de datos que se obtienen mediante un simple seguimiento. Se hubiese dicho que se los habían proporcionado tanto los maestros como los médicos de la clínica del barrio y los padres de sus amigas. Aunque Lártsev se daba cuenta de que era sencillamente imposible. ¿Cómo los habían conseguido?
De repente se puso tenso. Aquella mujer de allí. La cuarentona de complexión recia, con algunos kilos de más, de cara ordinaria, indumentaria modesta y algo desaliñada, pelo rubio oscuro lacio, con algunas canas, recogido en una coleta con una simple goma de oficina. En el último año y medio la había visto en cada reunión de padres de alumnos.
Cuando murió su mujer, Lártsev cambió a la hija de colegio, eligiendo el que estaba más cerca de casa para evitarle tener que cruzar la calle demasiadas veces. Antes era Natasa la que la llevaba al colegio y luego iba a buscarla, por lo que podían permitirse el lujo de matricularla en uno con enseñanza intensiva de francés. Ahora las prioridades de Lártsev eran otras, lo que importaba era que estuviera cerca de casa, y desde hacía un año y medio la niña iba a un colegio normal, que estaba a tan sólo diez minutos andando y en el camino sólo había un cruce.
Acudía a las reuniones de padres de alumnos cumplidamente pero se abstenía de trabar amistades, aunque se preocupó de conocer a los padres de las amigas de Nadia.
Fijarse en las caras que veía en aquellas reuniones le parecía absurdo porque, primero, no todos los padres creían necesario asistir, segundo, porque a veces acudían las madres, a veces los padres, a veces los abuelos. Las reuniones se celebraban trimestralmente, y en cada ocasión Volodya se encontraba con rostros nuevos. Excepto esa mujer… Había estado presente en cada reunión. Y en cada reunión tomó notas. En esto era totalmente diferente de los demás, que no disimulaban su aburrimiento, puesto que ya lo sabían todo sobre sus hijos, y se pasaban el tiempo cuchicheando, criticando las palabras de la maestra monitora, algunas mujeres hacían calceta ocultando los ovillos de lana en los cajones de los pupitres; los padres, por lo común, leían un periódico o algún
thriller
, que sostenían sobre las rodillas. Esa mujer era la única que escuchaba con atención. Al final, Lártsev captó y formuló su confusa impresión: todos los demás padres sólo cubrían el expediente mientras que ella iba allí a trabajar.
Cuanto más pensaba en ella, más detalles extraños acudían a su mente.
Ha llegado tarde a la reunión y, al entrar en el aula, no va al fondo, donde hay un pupitre vacío, sino que se sienta allí mismo, junto a la puerta, al lado de esa mujer. Como siempre, está tomando notas pero en cuanto Lártsev se acomoda a su lado, cierra el bloc… En aquel momento, el hombre sonrió para sus adentros pensando que a lo mejor se aburría igual que los demás, pero que se había inventado algo que hacer y tal vez escribía cartas o, por qué no, poemas. Por eso había ocultado sus apuntes…
La maestra monitora informa a los padres sobre los resultados del examen estatal de lengua rusa.
—¿Les apetece ver si sus hijos saben escribir correctamente? —pregunta la señorita levantándose para entregar las libretas a los padres.
La mujer tiene un ataque súbito de tos, aprieta contra los labios un pañuelo y abandona el aula…
Terminada la reunión, todos los padres se agolpan delante de la mesa de la monitora para abonar el importe de los desayunos. Todos menos esa mujer, que sin pérdida de tiempo se dirige a la puerta…
Sale del colegio después de asistir a la reunión y al doblar la esquina ve a la mujer, que sube en un coche y ocupa el asiento de conductor. VAZ-99 de color asfalto mojado, de potentes faros antiniebla halógenos, neumáticos Michelin y cara tapicería de ante natural. «¡Toma! —se dice en aquel momento Lártsev—, parece tan poquita cosa y mira qué cochazo tan fardón…»
Se fija un poco más y ve que en el asiento de atrás lleva una mochila enorme, botas y chaqueta de cazador, y una cartuchera…
Lártsev se reprochó el no haberle prestado atención antes. Claro, casi toda la información sobre Nadia provenía de aquellas puñeteras reuniones. Nadia, que se había sentido mal durante la segunda hora, fue citada como ejemplo cuando se les recordó a los padres que era imprescindible darles a los niños un buen desayuno. También mencionaron a Nadia al pedir a los padres que no dejaran que sus niños trajesen juguetes al colegio porque esos juguetes solían ser muy caros y no estaban al alcance de cualquiera, lo cual a menudo generaba conflictos. «No hace mucho, Nadia Lártseva ha estado a punto de pelearse en clase con Rita Biriukova, porque Rita había traído al colegio una muñeca Barbie, se la dejó a Nadia para que jugara con ella y cuando quiso recuperarla Nadia fue incapaz de separarse de aquel maravilloso juguete.» De Nadia hablaron al exigir a los padres que de ninguna de las maneras mandasen al colegio a los hijos si no se encontraban bien, ya que podían ser portadores de alguna infección. ¡Ay, ojalá se hubiera fijado antes en todos estos detalles!
Se levantó del banco de un salto y a paso rápido se encaminó hacia el metro. Bajó en la tercera parada, hizo transbordo, llegó hasta Universidad, la estación más próxima a la sede de la Sociedad de Cazadores y Pescadores de Moscú.
Cuando, en cumplimiento de su solicitud, delante de él colocaron una treintena de fichas de mujeres cazadoras, con fotos y domicilios, no tardó en reconocer aquella cara, memorizó en un instante la dirección y el nombre, recogió las fichas y se las devolvió a la empleada de la sociedad sin molestarse en tomar notas.
—¿Ha encontrado lo que buscaba? —le preguntó guardando las fichas en la caja fuerte.
—Lo he encontrado, gracias.
Resumiendo: Dajnó Natalia Yevguénievna, avenida Lenin, 19, apartamento 84.
—¡Quieto, César! —dijo una voz autoritaria al otro lado de la puerta cuando Lártsev llamó.
Se oyeron unos pasos y la puerta se abrió de par en par. En el umbral estaba aquella misma mujer.
—Hola, buenas tardes, ¿me reconoce? Nos hemos visto en las reuniones de padres del colegio número 64. ¿Se acuerda de mí? Soy el padre de Nadia Lártseva.
La mujer profirió un gemido, se tambaleó y tuvo que apoyarse en la puerta.
—Querrá decir su padrastro, ¿no? —precisó ella.
—No, no, soy su padre. ¿Por qué dice que soy su padrastro?
—Pero cómo es posible… —parpadeó perpleja—. Yo creía que el padre de Nadia…
—¿Qué es lo que creía? —inquirió Lártsev con dureza, entrando en el recibidor y cerrando detrás de sí la puerta.
La mujer prorrumpió en sollozos.
—Perdóneme, por amor de Dios, perdóneme, sabía que esto no iba a acabar bien, lo presentía… todo ese dinero… lo presentía.