A continuación todo sucedió tal como Serguey había pensado. Gritando: «¡Qué has hecho, zorra, le has matado!», salieron disparados al rellano para atraer la atención de los vecinos y crear, según la expresión de Grádov, un estado de opinión. Llegó la policía, los jóvenes prestaron declaración, y sólo entonces Arkady cayó en la cuenta:
—Han tomado nota de nuestras direcciones y del instituto. ¿Y si se les ocurre mandar algún papel diciendo que acostumbramos a entretenernos con alcohólicas asesinas? Nos expulsarán en menos de lo que se dice.
Era algo que Grádov no había tenido en consideración. Pero no se asustó en exceso. Tenía a papá, que en último caso les sacaría del apuro.
Serguey empezó por contarle a papá la misma historia que a los funcionarios de policía. Pero Alexandr Alexéyevich Popov conocía a su hijo demasiado bien para tragarse el cuento.
—¿Lo habéis hecho vosotros? —preguntó sin ambages.
—Equilicuá. ¿Cómo lo has adivinado? —respondió Serguey mirándole a los ojos desafiante.
Había perdido todo escrúpulo y la continua impunidad de que disfrutaba en el pasado le había liberado del último vestigio del miedo a la ira paterna.
El padre le explicó a su hijo con frases llenas de sentido, expresivas a la vez que muy concretas, que estaba equivocado y que había cometido una fechoría gorda. Sin embargo, prometió ayudarle. Y le ayudó.
Después de terminar la carrera, los caminos de Serguey Grádov y Arkady Nikiforchuk se separaron. Alexandr Alexéyevich había ascendido en el escalafón del partido y logró que a su hijo le ofrecieran un puesto en el Comité Municipal de Moscú del PCUS. Las esperanzas de Serguey de conseguir trabajo en el extranjero no prosperaron porque le daba pereza aprender idiomas raros, mientras que el inglés que llevaba chapurreando desde el colegio y un francés macarrónico que mal que bien había asimilado en las aulas del IRI no le permitían contar con ninguna perspectiva real. Serguey se contentó con aceptar el puesto del comité y, sin prisas, se dedicó a construir su carrera en el partido. Al llegar la perestroika ya contaba con numerosas relaciones útiles y había inventado un modo fácil de ganar divisas, al organizar en París un grupo de literatos y traductores jóvenes y hambrientos, a los que suministraba materia prima para su tratamiento literario y creación de estridentes
thrillers
.
Después del fallido golpe de estado de 1991, cuando un partido murió definitivamente y en su lugar empezaron a salir como hongos nuevos partidos y partiditos en grandes cantidades, Serguey Alexándrovich, afianzado sobre una buena base de pecunio convertible, se dedicó con entusiasmo a escribir una nueva página de su vida. Y entonces se cruzó en su camino, tras muchos años de ausencia, Nikiforchuk…
Arkady había vivido los dieciocho años que habían transcurrido desde que terminó la carrera de una forma muy diferente. En el último curso se casó con una estudiante del mismo instituto, una morena bajita y delgadita, de pechos pequeños y seductores, y grandes ambiciones, hija de muy buena familia y dotada de muy mal genio. Después del incidente en el bosque, el joven evitaba instintivamente a mujeres de aspecto típicamente ruso —robustas, de pelo claro, ojos grises y cara redonda—, le resultaba simplemente insufrible la sola idea de tocarlas, sin hablar ya de acostarse con ellas. El propio Arkady —alto, elegante, de cara guapa y dulce— atraía a las chicas, pero de todas las pretendientes escogió a la que menos se parecía a aquella belleza rusa, Lena Luchnikova. Nikiforchuk, quien desde pequeño estaba acostumbrado a aprender idiomas extranjeros, en el instituto estudió holandés, lo que uno o dos años más tarde le ayudó a ser destinado a los Países Bajos en calidad de representante de uno de los grupos del Ministerio de Comercio Exterior. La mujer estaba encantada. Todo salía tal como se lo había imaginado cuando decidió casarse con Arkady. Tuvieron una niña.
Pero la carrera de Arkady, que había arrancado con tantos bríos, de repente se encalló. Se emborrachaba, se dejaba llevar por el abatimiento, escuchaba música triste y reflexionaba sobre el sentido de la vida, la culpabilidad y paparruchas similares. La mujer empezó a preocuparse, pretendía convertirle en diplomático y consideraba que el chico debía currárselo complaciendo a la gente pertinente y frecuentando recepciones; él, en cambio, no hacía más que mamarrachadas. Luego, en una recepción de altísimos vuelos, Nikiforchuk agarró una melopea de aúpa, hizo gansadas y dijo despropósitos; en resumen, se comportó de forma improcedente. Sus encendidos y beodos discursos se centraron en un tema principal: nosotros, los aquí presentes, tan ahítos y boyantes, afectamos que todo va de la mejor de las maneras cuando en realidad cada uno de nosotros ha llegado hasta donde está pisando cadáveres y no hay ninguno libre de pecado. En veinticuatro horas le organizaron el regreso a Moscú. Le cancelaron el visado de salida del país y ya podía decir adiós a los viajes al extranjero, por lo que la mujer, sin pensárselo dos veces, cogió a la hija y todo lo que habían comprado mientras vivían juntos y abandonó tranquilamente el nido conyugal. Corría el año 1977. Hacia 1980, las borracheras de Arkady le merecieron el despido del Ministerio de Comercio Exterior, y a partir de entonces subsistía haciendo traducciones para la editorial Progreso (que publicaba obras de propaganda soviética para su difusión en el extranjero). Cuando, en 1981, sus padres regresaron del extranjero para quedarse definitivamente en Rusia, su vida se volvió del todo insufrible. No había sabido ganar dinero para comprarse un piso propio, por lo que estaba obligado a escuchar cada día los lamentos y reprimendas paternas. Aguantó todo lo que pudo, luego se casó con una camarera y se marchó a vivir con ella. En todos esos años sólo había visto a su amigo del alma, Serguey Grádov, una vez, en 1983, durante la reunión de la promoción del setenta y tres, donde charlaron un rato e intercambiaron teléfonos, tras lo cual Arkady titubeó y, discretamente, abandonó la fiesta. No tenía nada de qué presumir.
A medida que en Rusia fueron apareciendo empresas mixtas, la situación de Arkady mejoró un poco, pues empezaron a llamarle para servicios de intérprete en diversas negociaciones, tanto las serias como las que no lo eran tanto.
En 1991, una vez más, le pidieron que atendiera a un empresario holandés durante su estancia en el país. Nada más llegar, el holandés le echó el ojo a una secretaria muy guapa llamada Vica, que servía café y licores, y al concluir la parte oficial, la invitó a cenar. También invitó a Arkady, ya que sin su ayuda no iba a poder entenderse con la chica. En el restaurante todos cogieron trompas monumentales y después el extranjero los llevó a su hotel, donde ocupaba una suite de dos habitaciones. Mientras éste se daba un revolcón con Vica, Nikiforchuk descabezó un sueñecito en el sofá de la habitación de al lado. El holandés salió de la alcoba con una sonrisa de cansancio en el rostro y le ofreció a Arkady las sobras de la mesa del gran señor. La muchacha era increíblemente atractiva y Arkady, maldiciendo para sus adentros su propia debilidad y luchando con la repugnancia que se inspiraba a sí mismo, aceptó la proposición. Vica le evocaba a alguien vagamente, y le preguntó su apellido esperando recordar dónde pudo haber tropezado con ella.
Al oír el nombre de Yeriómina se estremeció y sintió que se le encogía el corazón, pero en seguida se consoló pensando que era un apellido común y corriente y que se trataba de mera coincidencia.
Pero superar el interés enfermizo que sentía por Vica no fue nada fácil, por lo que Arkady se brindó a acompañarla a casa, subió a su piso y se quedó allí hasta el amanecer. A mitad de la noche, la joven despertó con sudores fríos, chillando y llorando; bajó de la cama de un salto, llenó un vaso de agua, se lo bebió de un trago y le contó a Nikiforchuk el sueño recurrente que tanto la asustaba. Luego comenzó a sollozar, a sacudirse en espasmos histéricos, y a vomitar. Mientras, Arkady le enjugaba las lágrimas y pensaba horrorizado que Grádov y él tenían la culpa de haberle estropeado la vida y haber trastornado la mente a la muchacha. Le invadían una compasión torturadora por Vica y una vergüenza no menos dolorosa. Tras veinte años de remordimientos, aquélla fue la gota que colmó el vaso.
A la mañana siguiente llamó a Grádov y empezó a desvariar: le dijo que su deber era ayudar a Vica, que eran culpables de haberle roto la vida, que habían cometido un pecado gravísimo. Grádov consiguió tranquilizar por un tiempo al viejo compañero.
—Valiente ayudante estás tú hecho —le objetó Serguey Alexándrovich cariñosamente—, si no puedes pasar ni un día sin darle al frasco. Primero, vamos a ponerte en orden a ti y luego ya pensaremos qué podemos hacer por la chica. Te llevaré a ver a mi médico, te coserá una ampolla de aquellas que si se te ocurre beber una gota de alcohol, la palmas. ¿Sabes a qué me refiero? Ese tratamiento que se está haciendo tan popular. Cuando te desintoxiques, tomaremos alguna decisión.
Durante un tiempo, sus razones surtían efecto pero luego a Arkady le dio por llamar a Grádov por las noches, cada vez más a menudo, para exponerle sus delirantes ideas de quitarse de en medio y dejar escrita una carta de arrepentimiento, o ir a confesarse con un sacerdote, o contárselo todo a Vica e implorar su perdón. Grádov comprendió que Nikiforchuk se estaba volviendo peligroso. La decisión que adoptó Serguey Alexándrovich fue, como siempre, drástica y brutal.
—Bueno, ¿cómo está? —preguntó Arsén en voz baja, estremeciéndose frioleramente y soplando sobre las ateridas manos para calentarlas.
La habitación estaba sumida en tinieblas, el electrocardiógrafo zumbaba suavemente y sus plumillas trazaban líneas enigmáticas en las que estaba encriptada la respuesta a la pregunta.
—De momento no está mal —contestó el médico desprendiendo los sensores del cuerpo de la niña y guardando el aparato en el maletín—. El pulso está bien; los tonos cardíacos, limpios.
—¿Seguirá mucho tiempo así? —inquirió Arsén.
—Cómo se lo diría… —titubeó el médico dubitativo—. Dígame qué quiere y le explicaré cómo conseguirlo.
Miró a Arsén a la cara con gesto servicial, para lo cual tuvo que inclinar fuertemente la cabeza, ya que el viejo era mucho más bajito que él.
—No se esfuerce por complacerme —contestó Arsén desabridamente—. Usted es médico, tiene que decirme con la máxima claridad cuánto tiempo podemos seguir administrándole el fármaco a la niña sin poner en peligro su salud. Déme el plazo límite y tomaré la decisión oportuna.
—Verá usted… —vaciló el médico.
Tenía muchas ganas de agradar a Arsén y trataba de adivinar la respuesta que éste deseaba oír.
—Así en general… Todo depende del estado de la actividad cardíaca… En realidad, habría que saber si su salud es buena, si ha soportado recientemente alguna enfermedad grave.
—No se vaya por las ramas —se enfadó Arsén—. Me resulta mucho más fácil colaborar con su mujer. Siempre valora con precisión tanto la situación como sus propias posibilidades y no tiene miedo a defender sus opiniones. Usted trabaja para mí como especialista y debe tener criterio propio. Si pudiera resolver los problemas médicos yo solo, no le pagaría el dineral que me cuestan sus servicios. Así que haga el favor de ganarse su sueldo. Por ejemplo, acaba de ponerle una inyección. ¿Cuánto tiempo durarán los efectos?
—Doce horas.
—¿De manera que mañana a las ocho de la mañana habrá que poner otra?
—Bueno… En principio, sí.
—¿Qué significa «en principio»?
—Empieza a ser arriesgado. Una nueva dosis puede matarla. Ya no despertaría.
—Vaya, por fin hay algo de claridad —rezongó Arsén—. Pero también puede suceder que un pinchazo más no le haga daño, ¿verdad?
—Desde luego. Ya le he dicho que depende de su estado de salud, del corazón…
—Bien, pues la situación se presenta de este modo —resumió Arsén—: mañana por la mañana, usted examina a la niña y me comunica si es posible administrarle otra inyección. Si es posible, se la administra. Si no, yo decidiré si la despertamos o si seguimos con el tratamiento. Por la mañana dispondré de información suficiente para adoptar la decisión.
—Pero se da cuenta de que después de la inyección de mañana la niña puede… —el médico se cortó y tragó saliva convulsivamente.
Arsén levantó un poco la cabeza y fijó sus ojos, pequeños y muy pálidos, en la cara del médico. La pausa se prolongaba y el silencio fue mucho más expresivo y amenazador que las palabras más duras y denigrantes. Al final, el brillo colérico de sus ojos se apagó y la cara del viejo recobró su aspecto anodino y corriente.
—¿Cómo se encuentra el emperador? —preguntó casi alegremente, estudiando el horario de trenes de cercanías que había extraído del bolsillo.
—¿César? Está fenomenal. Come por dos, da la lata con sus caprichos por tres, y en lo que respecta a la mala baba, la que tiene alcanzaría para diez chuchos.
En la voz del médico resonó un alivio indisimulado. No sólo quería agradar a Arsén, también le tenía un miedo cerval.
—No le preguntaré por su hijo, estoy al tanto de sus asuntos. ¿La esposa sigue con buena salud?
—Gracias, estamos bien todos.
—Aquí hace fresquito —observó Arsén estremeciéndose otra vez de frío—. ¿No se nos va a resfriar la niña?
—Está bien abrigada. Por lo demás, conviene mantener el ambiente fresco. En una habitación demasiado caldeada, el sueño inducido por psicotrópicos se soporta peor —aclaró el médico competentemente—. Como ve, aquí sólo hay un radiador, y es más que suficiente. En cambio, en la habitación de al lado, donde están sus chicos, hace mucho más calor. Allí hay dos radiadores y, además, tienen enchufado el infiernillo constantemente, están todo el tiempo hirviendo el agua para el té.
—Está bien, amigo mío, tengo que irme. —Arsén acababa de elegir el tren y tenía prisa—. Mañana a las ocho examinará a la niña, espero su llamada a las ocho y cuarto. Si decido no continuar con las inyecciones, les dirá a los guardias que la lleven a la ciudad y que la dejen en el jardín, ellos saben cuál.
—¿Y si…? —preguntó el médico acobardado.
—Entonces, le pondrá la inyección. Y quítese de la cabeza todas esas tonterías que le preocupan.
Arsén salió de la habitación, bajó del porche y pisó la nieve fresca, que crujió bajo sus pies. Allí, en el campo, el invierno había llegado de veras, la nieve no se derretía nada más pisarla los viandantes y las ruedas, sino que se extendía como un manto de azúcar blanco y sólido. El viejo sabía que, desde el campamento de pioneros, el campamento infantil, abandonado en invierno, hasta el apeadero se tardaba exactamente veintitrés minutos caminando a paso normal. Había emprendido el camino justo veintitrés minutos antes de la llegada del tren para no permanecer ni un segundo esperando en el andén, para no dar la nota sin necesidad.