—En esto tienes razón —observó Slávik—. Nos calentará las orejas, eso seguro.
Volvieron hasta el apeadero, fueron al pueblo y encontraron la estafeta de correos, desde donde llamaron a Moscú.
El tío Kolia se mostró sumamente disgustado pero no quiso perder el tiempo con monsergas. El que hubieran perdido al viejo cascarrabias estaba muy mal. Pero que, en cambio, hubieran dado con los hombres de éste mejoraba las cosas. ¿Qué le había dicho Arsén de sudarle las manos y de mancharse el pantalón? Que se entere, pues, de que Kolia Fistín no olvidaba las ofensas. Y que no sólo no las olvidaba sino que las hacía pagar. Por supuesto, a Nikolay le habría gustado ajustarle las cuentas a ese viejo repugnante y taimado pero de momento no era lo más importante.
Lo importante era darle un susto a Arsén, hacerle ver que el tío Kolia era hombre de recursos, que Fistín no era ni tan bobo ni tan primitivo como parecía a primera vista. Lo importante era meterse en el bolsillo al renacuajo calvorota y obligarle a cumplir lo pactado con el amo. Salvar al amo y fortalecer su propia posición, ésta era la tarea prioritaria.
—Regresad a la ciudad. Aquí cogeréis el coche y a dos hombres más e iréis al campamento y lo pondréis en orden. Ojo con dejar basura, limpiadlo todo bien y lo que tengáis que tirar tiradlo en el bosque, donde la nieve está alta —ordenó.
Se mirase por donde se mirase, la imaginación de Fistín era todo menos prodigiosa, matar a un hombre y esconder el cadáver en el bosque era lo máximo a lo que llegaba.
Por enésima vez, Natalia Yevguénievna Dajnó echó unas gotas de valocordín en el vaso, sin olvidarse del sollozo pertinente, y con frialdad pensó que su visita no debía abandonar el piso. La acuciaba la necesidad de comunicarse con Arsén pero mientras estaba sola, mientras su marido e hijo no volviesen a casa, eso sería imposible. Iba a tener que seguir mareando la perdiz hasta que llegasen. Desgraciadamente, la situación llevaba visos de prolongarse por un tiempo indefinido. Su marido se había marchado al campo, allí donde Arsén tenía a la hija de Lártsev y podía tardar lo suyo en volver. En cuanto al hijo, sólo Dios sabía cuándo se dejaría caer por casa, podía ser que dentro de un minuto, podía ser que a media noche.
Notaba que el espectáculo le estaba saliendo bien y que el desgraciado del padre le había creído. Tenía un olfato extraordinario, detectaba la agresividad y desconfianza lo mismo que un animal, lo que le permitía valorar cada situación sin error posible y fijar el límite exacto, rebasado el cual correría un grave riesgo, pero que podía apurar para realizar maniobras. Esta cualidad suya la destacaba especialmente Arsén, quien no se cansaba de repetir:
—Cuando Dios repartía el sentido de la mesura y la facultad de asumir riesgos razonables, usted, no me cabe duda, estuvo a la cabeza de la cola. Y gracias a la caza ha adquirido la paciencia y habilidad para percatarse del peligro. Por eso tengo una confianza absoluta en su olfato.
Natalia Yevguénievna era, en efecto, originaria de Siberia, había nacido en la familia del montero de una reserva natural, en esto no le había mentido a Lártsev. En Moscú estudió la carrera de medicina, se graduó con la beca Lenin, concedida por sacar sobresalientes en todos los exámenes durante todos los años de estudios; practicó el tiro al blanco, representó a su facultad en varias competiciones y las ganó todas; siguieron los años de interna, de residente, el doctorado, el traslado a la clínica del KGB. Se casó con un compañero de estudios, cuya carrera seguía un curso mucho menos brillante y quien trabajaba de anestesista en una de las clínicas municipales. Natalia, como oficial del KGB, ganaba mucho más que su marido, con lo que él quedó en una situación subordinada, que se fue volviendo más y más pronunciada debido a la debilidad del carácter de éste y a una fuerza moral extraordinaria de la mujer. Había un solo fallo, no tenían hijos. Natalia Yevguénievna, aprovechando sus amistades en el mundillo médico, se sometió a todos los tratamientos habidos y por haber pero no sirvieron de nada. Sin perder esperanza de dar a luz a un hijo propio, el matrimonio Dajnó intentó adoptar, pero su petición fue denegada porque carecían de una vivienda adecuada: compartían su apartamento de ambiente único con el padre anciano del marido y aunque estaban en la lista de espera para mudarse a un piso más grande, su turno no llegaría antes de diez años como mínimo.
La desgracia visitó a Natalia Yevguénievna de forma fulminante. Un día, tras concluir un nuevo tratamiento, torturadoramente doloroso, conoció el veredicto final: nunca sería madre. Esa clase de esterilidad no la curaba nadie, en ninguna parte del mundo, y cualquier intento ulterior de tratamiento no haría más que minar su salud sin aportar resultado alguno.
Pasó la noche llorando, por la mañana se tomó un puñado de tranquilizantes y se arrastró al trabajo. Su cabeza estaba a punto de estallar, le dolía el corazón, cada poco las lágrimas le saltaban a los ojos, la vida parecía haber perdido todo sentido. Y, lo que faltaba, fue a verla el adjunto del jefe de uno de los directorios, de fisonomía enrojecida y abotargada por excesos etílicos, olor a resaca y voz cavernosa de mandamás. El angelito tenía dolores en el costado. «Bueno, ahora tienes dolores, mañana no los tendrás», pensó con ira la cirujana Dajnó prescribiéndole al general un fármaco para el cólico renal y diciéndole que volviera dentro de tres días.
El general volvió al cabo de tres días, algo más pálido pero despidiendo el mismo persistente olor a alcohol. Y se murió. Allí mismo, en el despacho de la cirujana Dajnó. Resultó que el general padecía de apendicitis, que pronto se transformó en peritonitis, la cual el hombre había aguantado durante los cuatro días, combatiendo el insoportable dolor con el clásico remedio popular de renombrada eficacia. El veredicto de la comisión médica proclamaba que los síntomas de la apendicitis estaban presentes en el momento de la primera visita del enfermo, pero que la doctora Dajnó no realizó las pruebas pertinentes y prescribió un tratamiento incorrecto, incurriendo en negligencia manifiestamente grave, que ocasionó el óbito del paciente. La privación de libertad asomó en el horizonte, más cercana cada día, Natalia Yevguénievna podía sentir ya su aliento sobre su cara. Y entonces apareció Arsén.
—Puedo ayudarla, Natalia Yevguénievna —le dijo con cariño—, es buena persona, una doctora magnífica, pero la suerte le puso la zancadilla y usted tropezó. Son los criminales de verdad, los canallas redomados, los que tienen que ir a la cárcel, y no la gente decente que ha sufrido una desgracia. ¿Está de acuerdo conmigo?
Dajnó asentía con la cabeza en silencio y se enjugaba las lágrimas.
—Hoy la ayudo a usted, mañana me ayudará usted a mí, ¿le parece? —continuaba entre tanto Arsén—. Los dos juntos sacaremos de apuros a buenos y dignos ciudadanos. Si se une a mi lucha, tendrá un piso como Dios manda y le echaré una mano con la adopción. El niño que adoptará no será un niño cualquiera, con no se sabe qué genes de padres alcoholizados, sino el más sano, el más listo, el de más talento que se pueda encontrar. Aunque no será un recién nacido sino un adolescente, puesto que tenemos que estar seguros de su salud, de su psique y de su intelecto, y cuando se trata de niños pequeños es fácil equivocarse. Además, dispondrá de posibilidades de dedicarse a la caza, que tanto le gusta. ¿Qué me dice pues, acepta?
Desde luego que aceptó. Cómo no iba a aceptarlo. Arsén nunca reclutaba a nadie sin haberle estudiado antes. Todo cuanto había averiguado sobre Natalia Yevguénievna Dajnó probaba fuera de toda duda que la mujer era justo lo que buscaba. Iba a ser una combatiente fiel. Y no se equivocó.
Después del incidente con el general tuvo que abandonar la práctica de la medicina. Arsén la colocó en el Departamento de Registro y Explotación de una de las sucursales moscovitas de la compañía telefónica. El sueldo era de pena pero Arsén le pagaba sus encargos particulares con tanta generosidad que los sueños más largamente acariciados de Natalia Yevguénievna y su marido pronto se hicieron realidad. Aparecieron un hermoso piso, el coche, escopetas caras, luego les siguió el chalet, en el que se volcaron, invirtiendo el dinero necesario para convertirlo en un auténtico palacio enclavado en el seno de la naturaleza. No era que Natalia Yevguénievna no sintiera interés por su piso de la ciudad, simplemente no creía conveniente alardear de su prosperidad ante las amistades moscovitas.
El chalet, en cambio, recibió los cuidados más esmerados del matrimonio. Los esposos Dajnó también educaron a su hijo en consonancia con las exigencias de Arsén…
Natalia Yevguénievna echó una mirada al reloj. Ya eran casi las nueve. ¿Cuánto tiempo más iba a poder darle la tabarra al agente operativo sin despertar sus sospechas? Ya eran dos las veces en que había estado «al borde de un desmayo», una tercera sería demasiado, no acostumbraba a tensar tanto la cuerda. Había que intentar tirar a Lártsev de la lengua.
—Su mujer estará desesperada —dijo con tono culpable—. Nunca podré perdonármelo… No hay nada peor que el dolor de una madre.
—Mi mujer murió —la cortó Lártsev—. A pesar de todo, Natalia Yevguénievna, vamos a probar una vez más a restablecer todo lo que sabe sobre ese hombre.
Una llave raspó la cerradura, se oyó un portazo.
—¿Estás en casa, mamá? —oyó Lártsev.
La voz le pareció vagamente conocida.
Se volvió hacia la puerta y su mirada tropezó con la cabeza disecada de un ciervo colgada en la pared. En ese preciso momento se dio cuenta de que había cometido un error monumental e irreparable. La mujer con la que llevaba dos horas hablando no podía ser cazadora. Las lágrimas, los gimoteos y desmayos que le había servido en abundancia no eran propios de una mujer acostumbrada a pasar varias horas de paciente espera en un bosque invernal, sola, al acecho de un jabalí que saldría de entre los árboles para abalanzarse sobre ella; de una mujer que durante una cacería de patos navegaba en la barca por un cañaveral de tallos de dos metros de altura, donde sería fácil desorientarse y perderse; de una mujer que destripaba y desangraba habitualmente las piezas cobradas. Tampoco el perro que estaba en este piso era de caza sino policial, un doberman con pedigrí, que desempeñaba las funciones de un guardaespaldas y estaba adiestrado para proteger al amo e impedir que una visita indeseable entrase en casa. Un cazador de verdad, si podía permitirse un perro, tenía, claro estaba, un podenco, un setter o alguno de los terriers. Si un cazador tenía un doberman, esto significaba que en su vida había cosas mucho más importantes y peligrosas que la caza… Él, Lártsev, había caído en la trampa. Consternado y abatido, cegado por el miedo por su hija de once años, había remoloneado demasiado en dejar intervenir al profesional que llevaba dentro.
Lártsev sacó la pistola pero Oleg Mescherínov, que acababa de entrar en la habitación, tuvo tiempo de descolgar de la pared un fusil. Los dos disparos sonaron simultáneamente.
Ocho años atrás… Arsén la llamó y, sin disimular su satisfacción, le comunicó:
—Natalia, le he encontrado a un granujilla encantador. Trece años, listísimo, perfectamente sano física y mentalmente, una cabecita despejada de bobadas y dislates intelectuales. Vaya a verle, la directora la espera.
Sin perder un minuto, Natalia Yevguénievna se arregló y fue volando al orfanato situado en una provincia vecina. La directora, que había recibido previamente una gratificación por dejar examinar al niño a médicos y psicólogos que vinieron de Moscú expresamente para verle, recibió a Natalia con los brazos abiertos y le enseñó encantada toda la documentación de Oleg Mescherínov.
—Es hijo de muy buena familia —se apresuró a informar la directora del orfanato, ya que se había aludido con mucha claridad a los honores y premios que la esperaban si Dajnó accedía a adoptar a Oleg—. Sus padres eran científicos, doctores en ciencias, hace dos años murieron durante una expedición al Pamir. En su familia, nadie padecía enfermedades crónicas, nadie consumía alcohol. El niño recibió buena educación, su carácter se formó armoniosamente, es de natural reposado y conciliador. A decir verdad, Oleg es el chico mejor educado y el más considerado de todos cuantos tenemos aquí. ¿Quiere que le llame?
—Llámele —se dejó convencer Dajnó.
Estaba muy nerviosa. Natalia Yevguénievna era suficientemente sensata para darse perfecta cuenta de que estaba obligada a aceptar a ese niño aun cuando no le gustase en absoluto, porque se trataba de una orden de Arsén. Por más que todo tuviese apariencias de una sincera preocupación por su bienestar, por más que se le presentase como ayuda en su búsqueda del hijo adoptivo, Natalia no quiso engañarse. Comprendía muy bien lo que ocurría.
Aunque el muchacho no le gustase, le adoptaría de todos modos y con esto asumiría una pesada carga hasta el resto de sus días.
La puerta se abrió suavemente y en el despacho de la directora entró un adolescente alto, ancho de hombros, de pelo rubio, mirada serena y mentón voluntarioso.
—Buenos días —dijo sin asomo de timidez—. Soy Oleg Mescherínov. La directora me ha dicho que quería verme.
De un golpe de vista, Natalia Yevguénievna apreció tanto la tensión lacerante como el esfuerzo de voluntad en absoluto pueril que le costaba al adolescente reprimir o, cuando menos, ocultar su emoción.
—Buenos días, Oleg —le sonrió—. Supongo que te habrán dicho que me gustaría adoptarte. Pero, por supuesto, necesito tu consentimiento. Así que, decide tú si quieres ver nuestra casa y conocernos mejor a mí y a mi marido, o si te parece suficiente que conteste a todas tus preguntas aquí y ahora.
—¿Tiene hijos? —preguntó sin venir a cuento Oleg.
—No —respondió Dajnó.
—Entonces, si me adopta…
—… serás hijo único —terminó por él Natalia Yevguénievna.
—Estoy de acuerdo con la adopción —contestó con firmeza el muchacho.
—Pero si no sabes nada de mí —dijo la mujer desconcertada—. Ni siquiera has preguntado cómo me llamo, a qué me dedico, dónde trabajo… ¿Estás seguro de que quieres tomar la decisión ahora mismo?
—Tengo muchas ganas de llamarla mamá —dijo Oleg con un hilo de voz, y la miró con valentía directamente a los ojos.
En ese instante, Natalia Yevguénievna comprendió muchas cosas sobre el adolescente de trece años que respondía al nombre de Oleg Mescherínov. No todo, quizá, pero mucho, muchísimo. «Ya entiendo por qué Arsén te ha llamado granujilla. Lo eres en efecto, y más que granujilla, todo un granujón. Eres un granuja listo, muy preparado y precoz. A tus trece años ya eres buen conocedor de la naturaleza humana. Se nota que vivías bien en tu hogar paterno, estabas cómodo y a gusto, te querían, te mimaban, te arropaban, te atiborraban de regalos. O tal vez, no te mimaban ni te arropaban sino que respetaban tus aficiones y pequeñas manías, te ahorraban los sermones, no te martirizaban con la superprotección, no estaban pendientes de cada paso tuyo, no te daban la lata con naderías. Has crecido tranquilo y voluntarioso, sabes con máxima precisión qué es lo que quieres en la vida y estás dispuesto a obtenerlo cueste lo que cueste. No amabas a tus padres con un amor irracional y abnegado por el mero hecho de que fueran tus padres. Los amabas como se ama la buena mesa, un sillón cómodo, un buen libro. Para ti eran la fuente de la comodidad y del confort, y cuando murieron y el destino te llevó al orfanato, decidiste hacer todo lo posible con tal de volver a encontrarte cuanto antes en el seno de una familia, volver a contar con un plato de sopa casera, un lecho blando y ropa elegida a tu gusto. Me has preguntado si tenía hijos. Es evidente que te importa ser hijo único para recibir nuestra atención y cariño sin tener que compartirlo con nadie. No nos dedicamos a obras de caridad, somos un matrimonio sin hijos, lo cual significa que podrás dictarnos las reglas del juego, y nosotros las asumiremos sin decir ni pío. ¿Te apetece llamarme mamá? Esto está bien pero no creas que me he derretido al oír la palabra y que he perdido la capacidad de razonar con serenidad. Eres demasiado inteligente para tu edad. Y más granuja de lo que corresponde a tus años. Pero descuida, te adoptaré. Porque siento que somos de la misma sangre…»