Aquella mañana, tras recibir la llamada de Nastia, Víctor Alexéyevich Gordéyev decidió no ir al trabajo.
—Por la noche empezó a dolerme una muela —informó concisamente a su lugarteniente, Pável Zherejov—. Voy al dentista. Si alguien pregunta por mí, volveré después de comer.
Cuando su mujer se marchó a trabajar, comenzó a dar vueltas por el piso tratando de poner en orden sus pensamientos. El teléfono de Nastia estaba pinchado, ya lo sabía. Pero ¿qué le había pasado? ¿Quién podía haberla agarrado con tanta fuerza? ¿Y cómo? Tenía que encontrar algún modo de hablar con ella… Creía recordar que le había dicho que se encontraba mal y que un médico iría a verla. Se podía intentar, por probar nada se perdía… A toda prisa, el Buñuelo corrió hacia el teléfono.
—Clínica, recepción —dijo una voz femenina, joven e indiferente.
—Le habla el coronel Gordéyev, jefe de un departamento de la PCM —se presentó Víctor Alexéyevich—. ¿Sería tan amable de decirme si una colaboradora mía, la comandante Kaménskaya, ha solicitado hoy una visita domiciliaria?
—No somos Información —contestó la voz con la misma indiferencia.
—¿Es que tienen servicio de información?
En el auricular resonaron unos pitidos cortos. «¡Menudo bicho!», refunfuñó el Buñuelo furioso, y marcó otro número.
—Sala de revisiones, dígame.
Esta voz le pareció a Víctor Alexéyevich más esperanzadora.
—Buenos días, disculpe la molestia, aquí el coronel Gordéyev de la PCM —ronroneó el Buñuelo, escarmentado con la mala experiencia de la llamada anterior, e hizo una pausa esperando la respuesta.
—Hola, qué tal está, Víctor Alexéyevich —oyó el coronel y dejó escapar un suspiro de alivio: había dado con alguien que le conocía.
A partir de ahora, todo debía ir sobre ruedas.
Por si acaso, empleó algunos segundos y un par de decenas de palabras más en expresar su alegría a propósito de que se le conociera en la sala de revisiones de la clínica, y sólo entonces fue al grano. Para dar con el médico que hacía visitas a domicilio tuvo que hacer otras seis llamadas pero al final obtuvo el resultado deseado.
—Ha tenido suerte al encontrarme —le dijo la doctora Rachkova—, ya estaba en la puerta.
Escuchó las explicaciones vagas y confusas de Gordéyev en silencio, sin interrumpirle.
—Voy a repetírselo todo. Usted quiere que le diga a Kaménskaya que me ha llamado y que le pregunte si desea mandarle algún recado. Independientemente de su verdadero estado de salud, tengo que darle la baja por un plazo máximo autorizado. Además, tengo que encontrar fundamentos para su ingreso urgente en el hospital y preguntarle a la paciente su opinión. En caso de una respuesta afirmativa, tengo que llamar al hospital desde la casa de Kaménskaya. Y, por último, tengo que comprobar, en la medida de lo posible, si actúa como actúa porque hay alguien vigilándola o no. ¿Es correcto?
—Sí, es correcto —suspiró con alivio Gordéyev—. Támara Serguéyevna, se lo ruego, vaya a verla de inmediato y luego llámeme. Tengo que enterarme lo antes posible de lo que le ocurre.
—No puedo llamarle desde la casa de Kaménskaya, ¿verdad? —sonrió Rachkova desde el otro lado del hilo.
—Por supuesto que no —confirmó el coronel—. Se lo agradezco por anticipado.
Víctor Alexéyevich colgó el teléfono, se tumbó en el sofá, colocó delante de sí el despertador y esperó.
Támara Serguéyevna Rachkova dio al conductor la dirección de la primera visita y se puso a hojear el historial clínico de Kaménskaya, en busca del diagnóstico que mejor se adaptase a la situación y no le hiciese perder demasiado tiempo. A lo largo de su vida había visto mucho y, de sus sesenta y dos años, llevaba cuarenta trabajando en establecimientos médicos que prestaban servicios a «organismos competentes». Por eso la petición del coronel Gordéyev no le había extrañado demasiado. Había tenido experiencias mucho más impresionantes. Una vez incluso se vio en la necesidad de extraer un tumor inexistente a un joven agente operativo que se sometió voluntariamente al bisturí porque el verdadero paciente debía ser transportado secretamente a otro sitio, y por motivos de seguridad no se podía cancelar la operación…
El historial clínico de Kaménskaya la decepcionó. En los ocho años sólo había cogido la baja por enfermedad una vez, y únicamente porque una ambulancia la llevó a urgencias tras recogerla en la calle. El diagnóstico era una crisis vascular. Pero, a continuación, los resultados de los reconocimientos médicos animaron a la facultativa. Padecía de dolores de espalda a consecuencia de una lesión. Distonía vegetovascular. Arritmia. Insomnio. Bronquitis crónica. Malos análisis de sangre, secuela de infecciones víricas agudas que la paciente había aguantado al pie del cañón (¿qué otra cosa podía esperar si nunca cogía bajas?). Al acercarse al inmueble de la carretera de Schelkovo, Támara Serguéyevna ya había compuesto en la mente los apuntes que añadiría al historial clínico y había elegido el diagnóstico que, con toda probabilidad, le haría a Kaménskaya, año de nacimiento 1960.
Bajita, fondona, de pelo cano muy corto, ojos miopes detrás de gruesas lentes de las gafas, Rachkova, que caminaba bamboleándose patosamente sobre piernas cortas y regordetas, no se parecía tanto a un médico como, más bien, a una actriz cómica que interpreta papeles de destiladoras clandestinas de la vodka, usureras, viejas alcahuetas y otros personajes repugnantes por el estilo. Sólo el que hablara con ella un buen rato sería capaz de apreciar la viveza de su sentido del humor y su agudeza mental, y de creer que de joven había tenido un encanto irresistible e incluso un peculiar morbo seductor. Por lo demás, el marido de Támara Serguéyevna lo recordaba muy bien y seguía tratándola con ternura y consideración.
Al examinar a Nastia, al tomarle la presión y el pulso, al auscultar los tonos de su corazón, Rachkova pensó que, en efecto, a la joven no le vendría nada mal someterse a un tratamiento en el hospital. Su estado de salud dejaba que desear.
—Debería ingresarla —dijo sin levantar la vista del historial donde anotaba los resultados del examen—. Sus vasos están muy mal. Ya ha tenido una crisis y no parece que la segunda se haga esperar.
—No —contestó Nastia con brusca rapidez—. No quiero ir al hospital.
—¿Por qué? —preguntó la doctora, que dejó el historial y abrió el bolso para sacar los impresos de baja—. En nuestro hospital no se está nada mal. Pasará unos días en cama, descansará, se encontrará mejor.
—No —repitió Nastia—. No puedo.
—Vamos a ver, ¿no puede o no quiere? Por cierto, su jefe, Gordéyev, está muy preocupado por su salud. Me ha encargado decirle que no tiene nada en contra de su ingreso. La necesita sana.
Nastia callaba mientras se arropaba con la gruesa bata y se tapaba los pies con la manta.
—No puedo ingresar en el hospital. No puedo, de verdad. Tal vez más adelante, dentro de uno o dos meses. Pero no ahora. ¿Por qué lo dice, es que ha hablado hoy con Gordéyev?
—Sí, me ha llamado para pedirme que la trate con especial atención, ya que le ha comunicado que está enferma. —Rachkova terminó de rellenar la baja, introdujo con cuidado el tonómetro en el estuche y miró a Nastia fijamente—. Gordéyev está preocupado por usted. ¿Quiere que le diga algo de su parte?
—Dígale que él tenía razón. —También, que me gustaría hacer mucho más. Pero no puedo. Estoy atada de pies y manos. He empeñado mi palabra y debo mantenerla. Le agradezco su atención. Y a usted, la suya.
—Aquí tiene —suspiró la médica levantándose pesadamente de la mesa—. Por cierto, aquel joven encantador que está sentado en la ventana de la escalera, en el piso de abajo, ¿es un admirador suyo?
—Creo que sí —sonrió Nastia con parsimonia.
—¿Está al corriente su marido?
—Sí, por supuesto, aunque no estamos casados.
—Es lo de menos. ¿Quiere que se lo diga a Gordéyev?
—Sí, dígaselo.
—De acuerdo, se lo diré. Cuídese, Anastasia Pávlovna, se lo aconsejo muy en serio. Usted no presta atención a su salud, eso es espantoso, así no se puede seguir. Aproveche el respiro y, ya que de todas formas tiene que quedarse en casa, tómese las medicinas, duerma todo lo que pueda. Y coma bien, su delgadez no es nada buena.
Cuando Rachkova se marchó, Liosa empezó a vestirse en silencio.
—¿Adónde te crees que vas? —se extrañó Nastia al verle quitarse el chándal y ponerse jersey y tejanos.
—Te han prescrito un tratamiento. ¿Dónde están las recetas?
—No puedes irte, Liósenka; de todos modos, no te dejará salir. ¿Has oído a la médica? Está sentado en la escalera, en el piso de abajo.
—¡Me importa un comino! —explotó Chistiakov—. La palmarás aquí, delante de mis propios ojos, mientras esos perros pelean por su hueso.
Abrió la puerta violentamente y salió a la escalera.
—¡Eh, tú, bullterrier! —llamó en voz alta.
Se oyeron unos pasos leves y, desde el piso de abajo, saltando con ligereza los peldaños de dos en dos, subió un jovencito de cara bonita y pelo rubio.
—Ve a la farmacia —le ordenó Liosa con un tono que no admitía reparos—. Aquí tienes las recetas; aquí, el dinero. Devuélveme el cambio.
Sin decir palabra, el jovencito cogió las recetas y los billetes, dio media vuelta y corrió abajo ligera y silenciosamente.
—¡Compra el pan también, el negro! —le gritó Liosa a su espalda.
—Oye, se va a mosquear —dijo Nastia con reproche cuando regresó al apartamento—. Piensa que dependemos de ellos en todo. Más vale una mala paz que una guerra abierta.
Liosa no le contestó. Se acercó rápidamente a la ventana y se quedó mirando a la calle.
—Va embalado —observó siguiendo con la mirada la silueta, que se alejaba a trote deportivo en dirección a la farmacia—. Pero es otro. De manera que hay dos vigilándonos. Esa organización no es moco de pavo.
—Y que lo digas —confirmó Nastia con tristeza—. Déjame que al menos prepare la comida. ¡Ay, Señor, cómo he podido meter la pata de este modo! La niña me da mucha pena, y Lártsev también.
—¿Y tú misma no te das pena?
—También yo me doy pena. ¡El caso era tan interesante, un verdadero rompecabezas! Tengo ganas de llorar de rabia. También me da pena Vica Yeriómina. Ya sé por qué la han matado. Aunque, si quieres que te sea franca, estaba segura de que no consentirían que yo sacase esta historia a la luz del día. Lo único que no sabía era en qué momento me pararían los pies y cómo lo harían exactamente. En otros tiempos me habría llamado el jefe de la PCM para ordenarme educadamente dejar el caso y ocuparme de otro crimen, cuya investigación sería mucho más peligrosa y complicada, por lo que había que asignarlo a lo mejorcito del personal. Y yo debería haberme sentido honrada porque su excelencia me hubiera llamado a mí y, dada la gran estima que le merecían mis conocimientos y capacidades, me hubiera pedido personalmente que tomara parte en la fiesta nacional de la busca y captura de un asesino sanguinario y temible. O alguna cosa de este género. Luego, el Buñuelo suspiraría con pesar y me aconsejaría que no me preocupase, aunque él mismo estaría rabioso y por lo bajo seguiría haciendo las cosas a su manera pero en solitario, para evitarme las iras de los jefes. Antes, todo se conocía de antemano: sus métodos y nuestras reacciones. Ahora, en cambio, se arma cada barullo; una nunca sabe quién, dónde, en qué momento y de qué manera querrá meterte en cintura. Y no hay quién se salve de esa gente. Por cada desgraciado polizonte indigente hay demasiados ricos que pueden pagarse gorilas que nos harían pasar por el aro incluso si, de repente, todos sin excepción nos volviésemos honrados, desinteresados y aceptásemos de buena gana vivir en apartamentos minúsculos compartiéndolos con los hijos y con los padres parapléjicos, sin posibilidad alguna de contratar a una enfermera cualificada para que los atienda. ¡Qué te voy a contar! Llevas toda la razón, Liosik, los perros están peleando por su hueso. Y una joven lo ha pagado con su vida…
Al repasar la lista de las visitas a domicilio para organizar su itinerario de la forma más racional posible, Támara Serguéyevna Rachkova vio que una de las direcciones estaba al lado de su casa. Esto le venía de perlas. Támara Serguéyevna decidió visitar al enfermo y luego pasar por casa, tomar un té y de paso llamar a Gordéyev. Támara Serguéyevna vivía muy lejos de la clínica, por lo que en los días en que su turno empezaba a las ocho de la mañana tenía que madrugar mucho y hacia las once solía asaltarla un hambre canina.
Al entrar en el piso, en seguida oyó voces que llegaban desde el salón. «Otra vez están aquí los filatelistas», comprendió Rachkova. Su marido se había jubilado hacía poco y se dedicaba de lleno a su gran afición, repartiendo su tiempo entre intercambios, compras, ventas, exposiciones, simposios y publicaciones especializadas sin fin, e incluso dando alguna que otra conferencia. La gente entraba y salía de su casa, el teléfono sonaba tan a menudo que en ocasiones ni los hijos de los Rachkov, ni los amigos y compañeros de la propia Támara Serguéyevna conseguían comunicar con ellos durante varios días. Todo esto condujo a que, con ayuda de amistades y obsequios, en el piso apareciera un segundo teléfono y una segunda línea, destinados exclusivamente a los filatelistas, y su vida retornó a la normalidad.
Quedamente hasta donde se lo permitía su constitución, Támara Serguéyevna entró en la cocina, puso la tetera en el fuego y se sentó junto al teléfono.
—Su Kaménskaya lo tiene muy mal —le comunicó a Gordéyev en voz baja.
—¿Qué le pasa? —se alarmó el Buñuelo.
—Primero, está enferma de verdad. Le recomendé muy en serio que ingresara en el hospital, me sobraban motivos para hacerlo.
—¿Qué le contestó?
—Se negó en redondo.
—¿Razones?
—La están vigilando y lo hacen sin el menor disimulo, de la forma más descarada. Esto es lo segundo. Y tercero, me ha encargado decirle que usted tenía la razón. Quería hacer mucho más pero no puede porque ha empeñado su palabra y tiene que mantenerla.
—La ha empeñado, ¿a quién?
—Víctor Alexéyevich, se lo he repetido todo al pie de la letra. No me ha dicho nada más.
—Támara Serguéyevna, ¿ha podido formarse alguna impresión personal de la situación?
—Bueno… Más o menos. Kaménskaya está deprimida, angustiada, sabe que la están vigilando. Creo que se niega a ingresar en el hospital porque se le ha prohibido abandonar la casa so amenaza de causar disgustos a un ser próximo.