—No sé —dijo Liosa encogiéndose de hombros—. Yo en su lugar…
—Ahí está —incidió Nastia con dureza—. Tú en su lugar. Pero tú eres Liosa Chistiakov, con tu cerebro y tus experiencias. Él, en cambio, es Volodya Lártsev y ha vivido su propia vida, con sus miserias y sus tesoros, posee un carácter propio, unas experiencias personales. Todos somos distintos, por eso todos actuamos de forma distinta. Muchos de nuestros males se deben justamente a que queremos aplicar a los demás nuestra propia vara de medir.
—¿Cuándo le devolverán a su hija? ¿Podemos hacer algo tú y yo para que se la devuelvan antes?
Nastia no le contestó. Estaba mirando a los posos de café de la taza, como si allí pudiera esconderse la respuesta a la pregunta de Liosa.
—¿Me oyes? —insistió éste—. ¿Qué se puede hacer para ayudar a la niña?
—Me temo que nada —respondió Nastia con un hilo de voz.
—¿Qué quieres decir?
—La experiencia demuestra que nadie suelta nunca a los rehenes.
—¿Y lo dices tan tranquila? No puede ser que no se pueda hacer nada. No me lo creo. Simplemente estás desanimada, te has desentendido porque no se te ocurre ninguna solución. ¡Anda, despierta, Nastia, tenemos que hacer algo!
—Cállate —le cortó ella desabridamente—. Veo que no me conoces bien si crees que me dejo desanimar y me quedo de brazos cruzados. La niña es demasiado mayor para que la dejen volver a casa. Si tuviera dos o tres años, habría una posibilidad, porque como testigo no valdría nada. Pero una niña de once años les recordará a todos, les describirá con todo detalle. Contará qué era lo que le daban de comer, de qué charlaban, qué muletillas usaba cada uno al hablar, adonde daban las ventanas, qué ruidos llegaban desde la calle y muchas cosas más. Después de esto, encontrarlos será cuestión de paciencia y recursos técnicos. Por eso nunca sueltan a los rehenes. Pero hay una ley más, y sólo podemos confiar en que funcione en este caso.
—¿Qué ley?
—Tras pasar una semana juntos, para el criminal no resulta nada fácil matar al rehén. Se acostumbran el uno al otro, los dos entablan cierta relación, están forzados a comunicarse. Cuanto más tiempo tienen al rehén, más les cuesta matarle. Y entonces aparece una probabilidad, aunque infinitesimal, de que no le maten. Ni que decir tiene que no soltarán a la niña así como así, pero tampoco la matarán, o al menos no en seguida. Lártsev no quiere comprenderlo, está desesperado, no tiene más remedio que creerles. Pero si son criminales con experiencia, lo más probable es que la niña ya esté muerta.
—Eres un monstruo —suspiró Liosa—. ¿Cómo puedes hablar de esas cosas con tanta calma?
—Di también que soy una degenerada moral. Simplemente sucede que tengo más sangre fría y sensatez que Lártsev. Tal vez porque no tengo hijos, como él me ha dicho con muchísima razón. Pero si me pongo a dar cabezazos contra la pared, llorar y lamentarme, esto, por desgracia, no cambiará las cosas. Si la niña está muerta, podemos hacer lo que consideremos oportuno pero corriendo el riesgo de que Lártsev venga aquí para matarnos. Sin embargo, si todavía sigue con vida, lo que tenemos que hacer es estarnos quietecitos y esperar tiesos y callados para, Dios nos libre, no provocar a los criminales, tenemos que rezar para que el juego se prolongue el máximo tiempo posible. Cada día, cada hora que Nadia está con ellos es, desde luego, un trauma para ella, son días y horas llenos de terror pero también son una esperanza de que salga con vida. Esto es en lo que intento pensar, en la manera de dilatar el asunto sin despertar sus sospechas. Pero tú tienes que montarme escándalos por no sé qué informativos de la radio.
—Bueno, perdóname, viejecita mía. Quedemos en que ninguno de los dos tenía razón. Pero convendrás conmigo…
Liosa no tuvo tiempo de terminar la frase porque le interrumpió el sonido del teléfono.
—¿Cómo te encuentras, Stásenka? —inquirió el Buñuelo con voz que rezumaba dulzura.
—Mal, Víctor Alexéyevich. Ha estado el médico, me ha dado la baja por diez días, me ha dicho que guarde cama, duerma y no me preocupe de nada.
—Qué suerte la tuya —suspiró Gordéyev con envidia—. A mí, en cambio, me están poniendo tibio.
—¿Quiénes?
—Empezó Olshanski. Ya ves tú, le ha llamado el jefe de la instrucción y le ha puesto de vuelta y media por aquello del caso de Yeriómina. Gritaba que, si no sabían resolver crímenes, tenían que reconocer abiertamente su incompetencia y parar el caso en vez de crear apariencias de actividad. Le dijo que le llevara el expediente, lo leyó personalmente, le restregó por las narices que desde el 6 de diciembre en el expediente no ha aparecido ni un solo documento nuevo, llamó vago a Kostia y le ordenó preparar la conclusión de inmediato. Kostia, faltaría más, me echó la bronca, y yo le eché otra, como debe ser. Tengo a los detectives trabajando a tope, currando de sol a sol, mientras que los jueces como él no hacen otra cosa que marear la perdiz, no dan un palo al agua, se quedan de brazos cruzados esperando a que los detectives les solucionen el caso. Con éstas nos hemos despedido. Luego vino echando humo Goncharov, el de las tareas de seguimiento, también para cantarme las cuarenta. Se puso a chillar porque le faltaba gente y me dijo que, si el propio general no me firmaba la orden, me quitaría a todos sus hombres, a los que trabajaban para mí. Así que todos los vigilados por el caso de Yeriómina se han quedado sin que nadie los siga.
—Pues vaya a ver al general para que le firme la orden, ¿cuál es el problema?
—Ya he ido.
—¿Y…?
—Y me he quedado como estaba. Encima, he tenido que escuchar cada lindeza sobre mí mismo, sobre ti, sobre la madre de Dios. No sé si te has enterado ya, han matado al presidente de la junta del banco Unic, de manera que, a partir de ahora, éste será para nosotros el crimen número uno, y pondremos todos los medios para su resolución, porque si tuviéramos que investigar el asesinato de cada furcia, nos quedaríamos con el culo al aire y un montón de sanciones. Ésta es la situación, más o menos.
—Qué fuerte —le compadeció Nastia—. Menuda le ha caído.
—Y que lo digas. Pero sabes una cosa, pequeña, tengo la impresión de que alguien desde alguna parte está tocando todas las clavijas para que cerremos el caso de Yeriómina.
«¡Adiós! —pensó Nastia helándose por dentro—. Cómo diablos se le ha ocurrido sacarlo. No ha entendido nada. O la doctora no le dio mi recado. Ahora todo está perdido.»
—Y… ahora ¿qué? —preguntó con cautela.
—Ahora, nada. De todos modos íbamos a cerrar el caso, tú misma me has dicho esta mañana que habíais agotado todas las posibilidades, y Kostia Olshanski es de la misma opinión, más o menos. Simplemente, ni a él ni a mí nos gusta cuando intentan apretarnos las clavijas. Con la edad me he vuelto rebelde. Cuando uno toma una decisión por cuenta propia es una cosa, pero cuando se la imponen es otra muy distinta. Ya han pasado a la historia los tiempos en que nos tragábamos esas porquerías con el mismo apetito. Cuando los jefes empiezan a presionarme, me entran ganas locas de hacer lo contrario, para que se chinchen.
—Venga ya, Víctor Alexéyevich, déjelo, los jefes de ahora son los mismos que estaban antes, cómo van a tener nuevas costumbres. Siguen trabajando como siempre. No les haga caso, no merece la pena —le aconsejó Nastia.
—Ya lo sé. Bueno, te he llorado mis penas y ya me siento mejor. ¿Necesitas algo? ¿Tal vez comida o medicinas?
—Gracias, Liosa está aquí conmigo, así que no me falta de nada.
—Escucha, ¿quieres que te lleve a la clínica de mi suegro, para que te examine? Cuando se trata de problemas con el corazón, ¡pocas bromas!
El suegro de Gordéyev, el profesor Vorontsov, dirigía un gran centro de cardiología y era un médico de prestigio mundial.
—No, gracias, no me estoy muriendo todavía —bromeó Nastia—. Unos días en cama y se me pasará.
—Bueno, como tú digas. Si necesitas algo, llama.
Nastia colgó y se sentó en el sofá esperando calmar el pálpito frenético de su corazón. El Buñuelo había entrado en el juego. Ahora le tocaba mover pieza a ella, Nastia.
Tras despedirse de Nastia, Yevgueni Morózov se dedicó, encantado de la vida, al trabajo por cuenta propia. Antes que nada, decidió que, a pesar de los pesares, tenía que encontrar a Alexandr Diakov —aparentemente, desaparecido sin dejar rastro—, para lo cual se dirigió al distrito Norte, donde Diakov estaba empadronado y donde el propio Morózov contaba con una fuente de información segura. La «fuente» atendía por un nombre complicado, Nafanaíl Anfilógievich, pero todo el mundo le llamaba simplemente Nafania. Con el paso de los años, el ridículo diminutivo se adornó con la palabra «abuelo».
El abuelo Nafania había cumplido una infinidad de condenas pero no pertenecía a la élite del latrocinio, todas las sentencias eran por delitos contra el orden público cometidos en estado de embriaguez, y en los breves lapsos entre sus ingresos en prisión, el hombre trabajaba a conciencia, aunque sin dejar de empinar el codo, también a conciencia. La naturaleza había dotado a Nafania de una salud envidiable y, a pesar de sus continuas borracheras, no se convirtió en alcohólico. Al hacerse viejo decidió instalarse cerca de sus hijos y nietos y, aunque comprendía que la familia podía sentir por él cualquier cosa menos amor, confió en que, cuando llegasen la decrepitud y el desvalimiento, no le dejaría morirse en un arroyo.
Las andanzas del abuelo Nafania por los centros penitenciarios no contaban como actividad laboral con derecho a pensión, por lo que, a pesar de la edad, continuaba trabajando, hasta donde las fuerzas se lo permitían, de portero en tres empresas distintas, que pudieron ofrecerle el horario de un día de guardia por tres libres. Aparte de esto, siempre salía alguna chapucilla sin importancia. Aún tenía que pagar a los que le habían concedido el permiso de residencia en Moscú a pesar de su cantidad de antecedentes penales.
Morózov conoció a Nafania cuando era todavía teniente capitán, por lo que el abuelo seguía llamándole teniente. Sus relaciones eran ecuánimes, tirando a buenas antes que frías. Nafania no le debía nada a Morózov pero de todos los policías que recurrían a los servicios del abuelo, el teniente era el único que le pagaba, primero, siempre, segundo, en efectivo y, lo más importante, en el acto, sin dilaciones.
—Hola, teniente —saludó el abuelo Nafania al capitán nada más reconocer la familiar silueta que se introducía en el vestíbulo de la empresa donde ese día el vejete estaba de guardia.
—Buenos días, abuelo —le respondió Morózov inclinando la cabeza y sonriendo—. ¿Qué hay de tu vida?
—La vida es estupenda pero la mía no tanto —recitó Nafania su fórmula de saludo personal—. ¿Qué te trae por aquí?
—Quería charlar, tomar un té juntos. ¿Te parece?
—Y por qué no, son buenas cosas. Hoy termino pronto, a la una todo el mundo se va a casa, así que podremos tomar té en paz y entonces charlaremos. ¿O tienes prisa?
Morózov miró el reloj. Eran las doce menos cuarto. Por un lado, una hora y media no cambiaría nada, sobre todo porque su carrera de competición con la pipiola había terminado pero por otro… Podía pasar cualquier cosa.
—Prisa no, pero algo apurado sí que voy —confesó el capitán.
—Mírale —se rió el abuelo con satisfacción—. En cuanto tenéis algún apuro, todos corréis en busca de Nafania, ¿qué haríais sin mí? Ven aquí, siéntate en este sillón, vamos, ¡acércate más!, para que podamos hablar con comodidad y yo pueda alcanzar el teléfono. ¡Jo, qué vida! —El viejo sonrió con aire triunfante—. La policía viene a que le conceda algo así como una audiencia, y yo les ofrezco tomar asiento. Ni que fuera el presidente del comité ejecutivo de distrito. Venga, teniente, desembucha, a ver ese problemilla tuyo.
La verborrea del anciano no engañó a Morózov. Conocía a Nafania desde hacía demasiado tiempo para dar alguna importancia a la ostensible alegría con que ofrecía asiento a los policías. El capitán sabía que detrás de la amigable palabrería se ocultaba un pensamiento inquieto y denso: a qué había venido el teniente, qué podía y qué no podía decirle para no desatar las iras de la parte contraria.
—Busco a un chaval, a Sasha Diakov. Ha desaparecido, no conseguimos dar con él.
—¿Y para qué lo buscas? ¿Ha hecho ese Diakov alguna fechoría o es pura curiosidad?
—¡Vamos, abuelo, anda ya! Sabes muy bien que mi trabajo consiste en buscar a los desaparecidos. Desaparece alguien, yo le busco y no pregunto si ha hecho alguna fechoría ni a quién. Mi tarea es encontrarle.
—¿Y por qué le buscas aquí precisamente?
—Porque aquí es donde está empadronado, en el distrito Norte. Es el abecé de la policía: siempre hay que empezar por el domicilio, por los padres y amigos.
—¿Qué pasa, quieres asignármelo de hijo? ¿O de amiguete?
—Bueno, abuelo, ya está bien de bromas. ¿Puedes ayudarme?
Al instante, la sonrisa bobalicona se borró del rostro del abuelo Nafania. El nombre de Sasha Diakov no le sonaba de nada, así que se tranquilizó y reflexionó en serio sobre el modo de echarle una mano al teniente.
—Dame la dirección.
Después de oír el domicilio donde estaba empadronado Diakov, el abuelo nombró en seguida varios «puntos calientes» donde organizaban sus juergas los jóvenes del barrio, y luego le dio al capitán las señas del hombre que «se encargaba» de ese territorio y lo sabía todo de todos. El hombre en cuestión, según el abuelo Nafania, había trabajado durante muchos años en el KGB, luego allí, por falta de trabajo, se «olvidaron» de él y, enfadado, fue y se vendió, al mismo tiempo, a la policía y a la mafia comercial del área, que controlaba el mercado negro de los recambios de automóvil.
—Si él no lo sabe, no lo sabe nadie —le aseguró el abuelo al capitán—. Pero no se te ocurra decirle que eres policía o que yo te he dado su nombre. Antes ve a ver a Saíd, es el número uno del mercado, a éste sí puedes decirle que vas de mi parte y, si a Saíd le parece bien, te llevará a ver a aquel tipo. Pero convencer a Saíd no es fácil, anda con la mosca detrás de la oreja, no se me ocurre nada que puedas decirle para que hable contigo.
—No temas, abuelo, ya me las apañaré para convencer a ese Saíd tuyo. No he nacido ayer. ¿Es que se te ha olvidado la de veces que me mandaste a hablar con esa clase de gente? No he fallado ni una sola vez. Y tampoco te he fallado nunca. Sabes que no voy a verle con las manos vacías, no me chupo el dedo, descuida.