—¡Será imbécil! —exclamó Andrei con coraje.
—¿Quién?
—Ese estudiante tuyo, ¿quién si no? Es evidente que ha decidido tomar la iniciativa y hablar por su cuenta con los que figuran en aquella libreta. ¡Quería trabajar con la gente! Por eso lloró tanto cuando le mandaste al archivo, se ha creído que es Nat Pinkerton, maldito mocoso. En cuanto le vea, se enterará de lo que vale un peine.
—Tranquilo, tranquilo, cálmate, ya me encargo yo de que se entere de lo que vale un peine. Por cierto, ya debería estar de vuelta, no sé qué puede estar haciendo tanto tiempo en el archivo.
—Ya verás como tengo razón —continuó hablando Chernyshov con excitación—. No está en el archivo sino corriendo por la ciudad, investigando las amistades de Kosar. ¿Qué te juegas a que es así?
Nastia descolgó el teléfono en silencio y marcó el número del archivo.
—Por extraño que te parezca, has perdido la apuesta —dijo al colgar—. Mescherínov está en el archivo. Y también estuvo ayer, todo el día.
—Ya veremos qué nos trae cuando vuelva —farfulló Andrei, que tras dar salida a su furia empezaba a calmarse.
La desazón reconcomía a Nastia. Hacía unos momentos, hablando con Korotkov del nuevo coche de Igor Lesnikov, había sentido que un frío desagradable le mordía el estómago. Significaba que en su mente acababa de deslizarse un pensamiento importante pero no había conseguido atraparlo y descifrarlo. Ahora estaba dando vueltas a la conversación, repasándola desde el principio hasta el final, esperando repescar aquel pensamiento. Algo la había puesto alerta mientras hablaban. Pero ¿qué era? ¿Qué?
—Creía que querías invitarme a un café —volvió a hablar Chernyshov.
—En seguida te lo hago.
Se puso a preparar el café y mientras enchufaba el infiernillo, sacaba las tazas, las cucharillas y el azúcar, siguió repasando mentalmente los fragmentos de su conversación con Yura Korotkov.
«Es de nuestro Lesnikov. Hace poco ha cambiado de coche…»
«Los padres de Igor se ganan bien la vida…» No, no era esto.
«Su mujer cobra en correspondencia…» En correspondencia ¿a qué? Parecía que lo que buscaba estaba cerca. ¿Qué más dijo?
«Su mujer… modista de alta categoría…»
La cucharilla se estremeció en su mano y derramó parte del café sobre la mesa.
—Andriusa, ¿a qué se dedicaba la madre de Yeriómina? ¿Cómo se ganaba la vida?
—Era sastra. Antes de que se hubiera alcoholizado por completo había sido buena modista. Su primera condena fue por un robo, ¿te acuerdas?
—Sí, lo habías contado. ¿Y qué?
—Robó a una cliente cuando fue a probarse un vestido, le robó allí mismo, en la sastrería donde trabajaba. Le quitó dinero del bolso y la cogieron con las manos en la masa. Cuando salió en libertad, no la readmitieron en la sastrería; intentó buscar trabajo en otras y en todas le dijeron que no. Por aquel entonces no era fácil encontrar trabajo si se tenían antecedentes penales y, por si fuera poco, una niña de corta edad a su cargo. Yeriómina se colocó de portera, obtuvo el piso de la portería y se ganaba un sobresueldo cosiendo para clientes privados.
—¿Por qué no me lo habías contado antes?
—No me lo habías preguntado.
«Mal hecho —pensó Nasti—. Eres una boba, Kaménskaya, o, para ser más exactos, una estúpida como pocas.»
Eran ya casi las diez cuando Nastia por fin volvió a casa. Al salir del ascensor se acercó cansinamente a su apartamento e insertó la llave en la cerradura. La llave se negó a girar.
Cuando era niña todavía, el padrastro le repetía a menudo: «No te apresures, si hay algo que no entiendes, párate a pensar y luego actúa sin prisas y con detenimiento.» No apresurarse, no ponerse nerviosa, pararse a pensar…
Extrajo la llave e intentó recordar lo que había hecho por la mañana. ¿Pudo haberse olvidado de cerrar la puerta? No, imposible. Era un movimiento que, como otros muchos, se había convertido en automático. Nastia le dio un leve empujón a la puerta. Claro que sí, estaba abierta. El pestillo de la cerradura estaba bloqueado, por eso la puerta no se había cerrado. Qué raro. Nunca utilizaba el botón de bloqueo.
Entornó la puerta con cautela, bajó procurando no hacer ruido al piso inferior y llamó al apartamento de una vecina.
Cuarenta minutos más tarde vino Andrei Chernyshov acompañado del enorme Kiril.
—Adelante —le dijo al perro cuando se acercaron al apartamento de Nastia—. Ve a ver qué pasa allí dentro.
Abrió la puerta de par en par y soltó la correa del collar del perro. Kiril, alerta, entró en el recibidor, examinó detenidamente la cocina, la habitación, se paró unos instantes delante de la puerta del cuarto de baño, delante de la del aseo, escuchando el silencio, olisqueando el aire, y retornó junto al umbral. Olfateó los pies de Nastia, luego regresó al recibidor, dio varias vueltas, salió al rellano y se dirigió con resolución hacia la puerta del ascensor.
—El apartamento está limpio —concluyó Andrei—. No hay extraños aunque sí los hubo, puesto que dentro huele a alguien y no es a ti. ¿Vas a entrar o avisamos a la policía?
—¿Para qué quiero a la policía?
—¿Y si te han robado? Si entras, destruirás las huellas de las pisadas.
—¿Estás loco, Andriusa? ¿Quieres que duerma en la escalera? En el mejor de los casos la policía tardará dos horas en llegar, y al experto forense no lo esperes hasta mañana. Qué te voy a contar, lo sabes tan bien como yo. Vamos adentro.
Entraron en el apartamento. Nastia examinó la habitación. En realidad, allí no había nada que robar, excepto alguna ropa sin estrenar que la madre le había regalado. Todo lo demás difícilmente tentaría a un ladrón.
—¿Qué dices, pues? —preguntó Chernyshov al ver que Nastia daba el examen por terminado—. ¿Está todo en orden?
Nastia abrió un cajón de la mesa donde guardaba, metidos en un estuche, unos cuantos adornos de oro: una cadena con colgante, un par de pendientes y una pulsera elegante y cara que Liosa le regaló cuando sus trabajos le merecieron un prestigioso premio internacional.
—Todo está en orden —dijo lanzando un suspiro de alivio.
—Dime entonces en qué lío te has metido. Si no te han robado, significa que querían darte un susto. ¿Alguna idea?
—El único caso que llevo es el de Yeriómina.
—Ya veo —gruñó Andrei—. Lo tenemos mal, Nastasia.
—Peor, imposible —sonrió ella sin alegría—. Ojalá supiéramos qué es lo que les ha molestado, ¿lo de Brizac o el que Oleg esté curioseando en los archivos?
—Vamos a esperar —dijo Andrei encogiéndose de hombros—. No nos queda otro remedio. Antes o después querrán explicar qué es lo que pretenden.
Miró el reloj.
—De acuerdo, bonita, tengo que irme, soy hombre casado y padre de familia. Te dejo a Kiril. Pasaré mañana a las siete y cambiaré la cerradura. Ten en cuenta que Kiril no dejará que nadie entre en casa pero tampoco te permitirá salir, así que ni lo intentes.
—Tal vez podría pasar sin Kiril —protestó Nastia tímidamente—. Cerraré la puerta, la cerradura no está rota.
—Tienen las llaves. Creo que te lo han probado de sobra. ¿Te apetece despertar en plena noche y encontrar a un apuesto desconocido junto a tu cama? A veces tu ligereza me sorprende. Hasta mañana.
Andrei cogió cariñosamente a Kiril del collar, lo llevó junto a Nastia, le dijo con aire grave: «Guardar», y se marchó. Nastia y el perro se quedaron solos en el apartamento.
Estaba cansada y tenía frío y hambre, pero lo que más deseaba era tomarse una larga ducha caliente, tumbarse en la cama y transformarse en una niña que vive con sus padres y no tiene nada que temer…
Nastia seguía en el sofá hecha un ovillo y completamente vestida. Al principio había pensado en ducharse pero en cuanto se quitó el jersey, la asaltó un miedo tan intenso que se apresuró a ponérselo de nuevo. Tenía la impresión de que, si entraba en el cuarto de baño y dejaba de oír el zumbido del ascensor, en seguida «él» entraría en el apartamento. Ni siquiera la presencia de un pastor alemán magníficamente adiestrado conseguía serenarla. Para distraerse de la sensación de terror puso la televisión pero la apagó en el acto, pues pensó que el televisor no le dejaría oír los pasos en la escalera. Muy pronto su estado empezó a parecerse a un ataque de pánico, no se pudo obligar a enchufar el molinillo de café porque haría demasiado ruido y se tomó un café instantáneo, que no le aportó ni energía ni calor y sólo le dejó un regusto ácido en la boca. Todo se le caía de las manos, incluso el abrelatas, de modo que apenas consiguió comer algo. Agotada por los vanos intentos de dominar el miedo, se echó en el sofá y trató de concentrarse. ¿Qué diferenciaba ese día del anterior? ¿Por qué había acontecido ahora y no hacía una semana? Porque hacía una semana se encontraba en Italia y antes de esto ni había oído hablar de un tal Brizac. ¿El archivo? Chernyshov había ido al archivo al inicio mismo de la investigación, y su visita no había provocado ninguna reacción. Nastia no preocupaba a nadie mientras se llevaban a cabo los interminables interrogatorios de Kartashov y del matrimonio Kolobov, la requisa de la casete del contestador de Kartashov había sido acogida con tranquilidad. Así que Brizac era el quid de la cuestión. ¿Por qué? ¿Y cómo se habían hecho con la llave del apartamento?
¿Qué más había pasado hoy? A última hora de la tarde llegó Oleg Mescherínov y le enseñó apuntes detallados del sumario de Yeriómina madre. Resultaba que había llevado una vida muy desordenada, a menudo traía a casa compañeros accidentales de juerga, a los que dejaba dormir en su cama mientras mandaba a su hija de corta edad a jugar sola en la cocina y muchas veces se olvidaba de darle de comer. Fue precisamente uno de esos compañeros accidentales a quien mató clavándole el cuchillo de cocina cuando estaba tendido en la cama y, satisfecha, se durmió al lado del cadáver. Cuando despertó, algo más sobria, salió del apartamento dando voces y tropezó con unos vecinos y peatones caritativos que llamaron a la policía.
Al escuchar al estudiante, Nastia reflexionaba sobre el mejor modo de abordar el asunto de su visita a la viuda de Kosar y la maldita libreta. No quería ponerse a malas con Oleg; primero, porque había venido a hacer prácticas justamente para aprender, no para escuchar amonestaciones; y segundo, porque tenían que seguir trabajando juntos y no convenía estropear las relaciones. Nastia optó por empezar con rodeos.
—¿A qué se dedicaba Yeriómina? ¿Cómo se ganaba la vida?
—Era portera —contestó Oleg sin inmutarse tras consultar los apuntes.
—¿Había sido procesada con anterioridad al asesinato?
—Sí, por un robo.
—¿A qué se dedicaba Yeriómina antes de su primera detención?
Mescherínov hojeó el bloc de notas.
—No lo he apuntado. No creo que el sumario lo mencione. ¿Tiene alguna importancia?
—Es probable que no. Pero usted, Oleg, debería ser más meticuloso. El sumario sí lo menciona. No lo tome a mal pero no está preparado todavía para trabajar solo. En vez de aprender, hacer preguntas y obtener respuestas, usted lo que quiere es tomar decisiones y opinar. Seré yo la que decida qué es lo que tiene importancia y qué no la tiene, su tarea consiste en proporcionarme hechos. Los analizaremos juntos y le mostraré cómo debe interpretarlos y valorarlos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —gruñó Oleg recogiendo los papeles de la mesa.
—¿Qué libreta ha requisado a la viuda de Kosar?
El muchacho se quedó inmóvil, un espasmo le contrajo brevemente una mejilla y la cicatriz encima de la ceja, normalmente apenas visible, se congestionó. No dijo nada.
—Estoy esperando —le recordó Nastia—. Démela. No voy a montarle una escena por haberme ocultado que la ha cogido. Ha incurrido en una falta sancionable pero sólo está aquí de prácticas, no ha acabado aún los estudios, por lo que prescindiremos de informes y castigos. Únicamente tiene que recordar que esas cosas no se hacen.
Mescherínov no salía de su obstinado mutismo, la mirada fija en la ventana.
—¿Oleg, qué ocurre?
A Nastia le dio mala espina pero apartó de sí los agoreros pensamientos.
—Anastasia Pávlovna, lo siento muchísimo pero… la he perdido —dijo por fin trabajosamente.
—¿Cómo que la ha perdido? —preguntó Nastia con un hilo de voz—. ¿Dónde?
—No lo sé. Se la traje aquí, usted no se encontraba en el despacho. Cuando regresó quería dársela en seguida, metí la mano en el bolsillo y ya no estaba. Por eso no le dije nada. Tenía miedo a que me riñera.
—Ya le estoy riñendo. Lo que no va en lágrimas va en suspiros. ¿Acaso esperaba que nadie se diera cuenta, pensaba que de alguna manera todo se arreglaría solo?
Oleg asintió con la cabeza.
—En este caso tiene que aprender una regla más. No la he inventado yo sino los físicos. Suelen decir: «Cualquier cosa que pueda ir mal, irá mal por narices. Todo aquello que no pueda ir mal, también irá mal un día.» Aplicada a nuestro trabajo, significa que nada se arregla solo nunca, nada desaparece sin dejar rastro y de ningún modo se debe contar con que desaparezca. Cualquier error hay que intentar rectificarlo de inmediato, ¿me oye? De inmediato, y cuanto antes, mejor. Porque cada minuto de retraso entraña el peligro de que ya sea demasiado tarde para rectificar lo que sea. ¿Ha comprendido?
El volvió a asentir con la cabeza.
—¿Cuándo ha visto la libreta por última vez?
—En casa de Kosar.
—¿Dónde la guardó?
—En el bolsillo de la chaqueta. Cuando usted vino ya no estaba allí.
—¿Se detuvo en algún lugar mientras se dirigía de la casa de Kosar a Petrovka?
—No.
—¿Se quitó la chaqueta en algún momento?
—Sólo cuando vine aquí, al despacho.
—¿Entró alguien en el despacho mientras yo no estaba?
—Más de uno. Korotkov, Lártsev, luego ése… el guapo aquel, no recuerdo cómo se llama.
—¿Igor Lesnikov?
—Sí, sí, ese mismo. También vino Kolia.
—¿Seluyánov?
—Sí. También algunos más, todos preguntaban por usted.
—¿Eran todos de nuestro departamento?
—Creo que sí.
—¿Qué significa «creo que sí»? Estuvieron presentes en las reuniones en el despacho de Gordéyev?
—No me acuerdo. Tengo mala memoria para las caras.
—Entrénela —le espetó Nastia, que ni se preocupaba ya por disimular su ira—. ¿Salió del despacho en algún momento?