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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (6 page)

BOOK: El susurro del diablo
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Unos diez minutos más tarde, Mamoru se asomó al pasillo y se encaminó hacia el cuarto de Maki. Llamó a la puerta, pero no hubo respuesta.

¿Maki? —susurró su nombre y entreabrió la puerta. Su prima, sentada en la cama, escondía la cara entre las manos.

Me da igual que sea mi madre —sollozó—. Una ha de saber cuándo morderse la lengua.

Mamoru se inclinó contra la puerta y la observó sin mediar palabra.

¿Acaso he dicho alguna barbaridad? —preguntó ella.

No, por supuesto que no.

Entonces, ¿por qué…?

Porque ella tampoco lo ha hecho.

Maki se retiró el pelo de la cara y alzó la mirada.

¿Cómo puedes ponerte del lado de las dos?

Es que ambas tenéis razón —sonrió el chico.

¿Qué opinas tú, Mamoru?

Estoy seguro de que el tío Taizo no sería capaz de cometer un delito como ese.

No me refiero a mi padre, sino al tuyo. —Maki lo miró, aún tenía las mejillas empapadas.

Eso fue harina de otro costal. Mi padre sí tenía algo que reprocharse. La malversación de fondos es un delito grave.

Pero ¿consiguieron reunir pruebas contra él? ¿Demostraron su culpabilidad?

Mamoru asintió.

Debió de ser una pesadilla para ti.

Mamoru no respondió. No quería soltar toda la amargura acumulada a lo largo de esos dichosos años. ¿Podría contarle la verdad? ¿Podría explicar a su prima que la razón por la que nunca perdonaría a su padre nada tenía que ver con ese maldito dinero? Los abandonó, sencillamente. Prefirió no afrontar el peso de la ley y huyó como un cobarde. Dejó que fueran los que se quedaban atrás quienes asumieran las consecuencias de sus actos.

—¿Maki?

—¿Qué?

—Lo digo en serio. Las dos tenéis razón.

—¿Qué quieres decir?

—Tú crees al tío Taizo y no quieres que tu madre se rinda hasta que resuelvan el caso. Y no me negarás que te preocupa que cuente con antecedentes penales.

—Entonces, ¿tú también piensas eso de mí? —Maki lo fulminó con la mirada.

Mamoru se negaba a dar marcha atrás.

—Escúchame, prima, tus padres te necesitan. Has de apoyarlos a los dos por igual. Tu madre está destrozada, le aflige el hecho de que nadie apueste por la inocencia del tío Taizo. Sabes que tiene que hervirle la sangre cuando la policía dice que no soltará a tu padre hasta que aparezcan pruebas exculpatorias.

Entrelazó los dedos y tiró de ambas manos en direcciones opuestas. Se figuraba que aquella debía de ser la sensación que uno experimentaba cuando, en su fuero interno, se debate entre dos emociones antagónicas, dos sentimientos diametralmente opuestos, pero frutos de un mismo corazón. Estaba seguro de que eso fue lo que su madre sintió. Jamás tocó los papeles del divorcio y jamás dijo una mala palabra de su marido del cual, incluso, mantuvo el apellido. Pero Mamoru sabía que, en el fondo, se sintió traicionada.

Maki se puso en pie y sacó una pequeña mochila de su armario. Empezó a meter ropa.

—¿Te vas?

—Me quedaré en casa de una amiga —dijo, y entonces lanzó una sonrisa que apenas logró el efecto tranquilizador esperado—. Pero volveré.

—¿Vas a casa de Maekawa?

—No, él vive con sus padres. Las cosas nunca salen como las describen en las novelas románticas. Y… —Maki se mordió la lengua. Mamoru esperó a que prosiguiera pero ella no terminó la frase.

El chico la acompañó hasta la calle y se aseguró de que se montaba en el taxi. Cuando regresó adentro, se sorprendió al encontrar a su tía Yoriko en el salón, fumando un cigarrillo.

—No es la primera vez que hace algo así —dijo con los ojos enrojecidos—. No te preocupes.

Mamoru decidió salir a correr. Cada noche, el mismo ritual: una carrera de dos kilómetros. Se atavió con un chándal y cuando bajó la escalera, reparó en que su tía había apagado las luces de la habitación. Sin embargo, al pasar junto a su puerta, oyó un hondo suspiro.

«Me recuerda mucho a mamá», pensó.

Era tarde. Apagó el motor y las luces, y se quedó sentado en el interior del vehículo, mirando por la ventanilla.

Se había detenido junto a la orilla del canal, a los pies del puente. Las farolas arrojaban la más tenue de las luces sobre su coche de color plata.

Esperó.

Sabía que el chico pasaba por allí cada noche y quería verlo. Encendió un cigarrillo y abrió unos centímetros la ventanilla para dejar entrar algo de aire. Se coló una suave fragancia traída por la brisa y el agua.

La ciudad dormía bajo un manto de estrellas.

Se quedó un buen momento absorto en los astros, como si contemplara el firmamento por primera vez. Hacía mucho que se había olvidado de las estrellas.

El agua estancada. Las casas bajas. La maleza y esos hogares anticuados, cubiertos de argamasa, contrastaban con los edificios de estilo occidental. En una de esas casas que quedaba al otro lado de la carretera, alguien se había olvidado de retirar la colada. Divisó una camisa blanca y unos pantalones de niño en la oscuridad.

El chico apareció por fin, unos cuatro cigarrillos más tarde. Dobló la esquina a trote lento, emergiendo en el espejo retrovisor del conductor. Este se apresuró a apagar el cigarrillo y a hundirse en el asiento.

Era más bajito de lo que pensaba. Consideró que todavía no habría dado el estirón. Con aquel chándal de color azul claro parecía un chico limpio, saludable y totalmente indefenso.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Avanzaba a un ritmo constante. No parecía cansado. Se había subido las mangas hasta los codos y sus brazos acompañaban el movimiento de sus piernas.

Se convertiría en un buen atleta. Durante un instante, el hombre se sintió orgulloso. El chico se acercaba. Seguía con la cabeza al frente; no se había percatado de la mirada acechante que lo observaba desde dentro del coche. Tras adelantarlo unos pasos, se detuvo; sus hombros subían y caían. Su silueta llenó el espacio que abarcaba el parabrisas.

Instintivamente, el hombre intentó agacharse aún más, pero no tenía libertad de movimiento. Se tranquilizó al conjeturar que, de todas formas, el chico no podría verle la cara. Estaba bajo la luz que arrojaba la farola y era imposible que pudiera distinguir a alguien agazapado en la oscuridad por más que ese coche desconocido aparcado en la calle hubiese levantado sus sospechas.

El hombre no podía moverse. Tampoco apartar los ojos del chico que, sin darse cuenta, lo atravesaba con la mirada.

El corredor ladeó la cabeza como si algún ruido hubiese captado su atención. Tenía unos rasgos finos, era atractivo y probablemente se convertiría en un hombre apuesto. Se parecía a su madre, pensó la figura al acecho. «A no ser por la firme expresión de su boca que denota un carácter fuerte», matizó en su mente.

Durante ese breve instante, el hombre tuvo que bregar contra el abrumador impulso de abrir la puerta, salir a luz de la farola y dirigirse al joven. Poco importaba lo que le contestara, solo quería oír su voz, escuchar lo que fuera que le dijera, ver cómo cambiaba su semblante. Pero no poseía el valor de hacer algo parecido.

El chico se enderezó, dio media vuelta y retomó la carrera. Cuanto más se alejaba, más blanquecino se veía su conjunto azul. Después, dobló una esquina y desapareció de su vista.

El hombre aflojó su puño húmedo y se quedó un momento paralizado, sin apartar la vista de la esquina.

«¡Soy yo! ¡Soy yo!». Las palabras resonaban sin descanso en su cabeza. Una y otra vez, como martillazos. «¡Soy yo!».

El hombre recapacitó. Tuvo la precaución de no moverse hasta estar seguro de que había superado la tentación de echar a correr tras el chico y gritarle esas mismas palabras. Aspiró una profunda bocanada de aire y se inclinó hacia adelante, buscando algo en el bolsillo interior de la chaqueta.

Se trataba de un diminuto objeto que resplandecía en el hueco de su mano.

Un anillo. Lo había guardado junto con el álbum de fotografías en el que aparecía el chico y su madre. Era el anillo de boda de Toshio Kusaka. Las iniciales quedaban grabadas en el interior y aún eran legibles. Ahora lo llevaba consigo y lo mantenía lo más cerca posible del corazón. Guardó el anillo en el bolsillo, giró la llave y arrancó el coche.

«Te compensaré», se dijo a sí mismo. «Por fin ha llegado mi momento. Mamoru, pronto volveré a verte.»

Capítulo 2
Sospecha

El día siguiente era sábado, y Mamoru solo tenía clases por la mañana. En cuanto hubo acabado, se dirigió hacia Laurel, unos grandes almacenes que quedaban a solo dos paradas de metro. Trabajaba cada sábado por la tarde y cada domingo en la Sección de Libros, ubicada en la cuarta planta del edificio. Entró por la puerta reservada a los empleados, fichó la hora con su tarjeta azul y se encaminó hacia los vestuarios. El uniforme de la plantilla de la Sección de Libros y Audio era de color naranja. La etiqueta de identificación de Mamoru lucía, además, una línea azul que indicaba su estatus de empleado a media jornada.

Antes de incorporarse a su puesto de trabajo, comprobó su reflejo en el espejo. Laurel era algo puntilloso con el aspecto de sus empleados: nada de calzar sandalias ni de llevar melena, y las mujeres hasta tenían que recogerse el pelo y llevar las uñas cortadas y sin pintar.

Subió la escalera de servicio que conducía hasta la cuarta planta y desembocaba en el almacén. La entrega de la tarde acababa de efectuarse, y los empleados andaban atareados abriendo las cajas y comprobando el contenido.

—¡Eh, Mamoru! —Sato, un compañero suyo, también empleado a media jornada, lo saludó mientras abría una de las cajas con un cúter enorme. Llevaba unos cuantos años trabajando en Laurel y fue él quien enseñó a Mamoru todos los trucos del oficio. Y es que Mamoru se ocupaba de tareas muy variopintas: procesar los albaranes, gestionar los envíos, existencias, entregas y devoluciones. Manipular la mercancía requería una gran fuerza física, de ahí que, de los veinticinco empleados que trabajaban en esa sección, veinte fueran jóvenes y no superasen los treinta años. El resto del equipo lo completaban cuatro mujeres asignadas a las cajas registradoras y el decano de la plantilla, un guarda de seguridad cincuentón que siempre iba vestido de civil.

—Takano dijo que fueras a verlo en cuanto llegases. —Sato entregó su mensaje mientras clasificaba, con suma destreza, los contenidos de las cajas. Desafiando las reglas de la empresa, se había remangado la camisa y alardeaba de unos brazos de un oscuro color tostado. En cuanto Sato lograba ahorrar el dinero suficiente, se marchaba de viaje equipado únicamente con su saco de dormir y mochila, y no regresaba hasta que se quedaba sin blanca.

Hacía un mes que había vuelto de su último viaje. Cuando Mamoru le preguntó dónde había estado esta vez, el chico contestó sin entrar en muchos detalles: «En el desierto de Gobi». Durante sus peculiares escapadas, el resto de empleados especulaba sobre su destino, y les gustaba decir que la superficie de la luna era el único lugar que podían descartar con seguridad. Al menos, de momento.

—¿Y dónde está Takano?

—Pues supongo que en la oficina. Estará preparándose para la reunión mensual. —Sato señaló con la barbilla una puerta escondida al fondo.

Hajime Takano era el jefe de la Sección de Libros, uno entre tantos otros eslabones de una larga cadena. Solo tenía treinta años. Laurel tenía muy en cuenta las habilidades de sus empleados a jornada completa para promocionarlos y, de hecho, no pocos encargados habían acabado los estudios hacía tan solo unos años.

Otro dato interesante sobre la empresa era que, en contraposición a lo que dictaba la norma en Japón, los empleados no se dirigían los unos a los otros con la deferencia que correspondía al lugar que cada uno ocupaba en la jerarquía. El rango del empleado no determinaba el trato que recibía o daba a los demás. Las funciones de cada trabajador quedaban bien detalladas, y la empresa sometía a la plantilla a frecuentes rotaciones, de modo que los rangos cambiaban a menudo. La compañía tachaba de irrelevante, de pérdida de tiempo y energía que los empleados se esforzaran en asimilar las reglas de subordinación entre compañeros. Del mismo modo, la dirección se dio cuenta de que, desde el punto de vista de los negocios, incluso favorecía las relaciones tanto con los clientes como con los proveedores. Ni siquiera se estipulaba el título del puesto en las tarjetas de identificación. La administración de Laurel priorizaba la supervivencia en la encarnizada competición que se libraba en los grandes almacenes, y cualquier cosa que se alejara de este objetivo quedaba eliminada por considerarse un desperdicio de recursos.

Era cierto que ese sistema les quitaba un peso de encima a los empleados. Mamoru llamó a la puerta de la oficina sin necesidad de adoptar ninguna postura de inferioridad o código formal alguno. Takano tenía las manos llenas a rebosar de los informes de ventas que acababa de imprimir, pero su rostro adoptó un semblante inquieto en cuanto Mamoru se presentó ante él.

—Hola. Me he enterado del accidente. ¿Estás bien? ¿Tienes noticias de tu tío? —Mamoru estuvo a punto de entrar en pánico al contemplar la idea de que, como a Maki le había sucedido, su superior lo sometiera a un duro interrogatorio. Takano prosiguió—: Si hay algo que pueda hacer por ti, dímelo. No dudes en pedirte algún día libre.

Una sensación de alivio lo invadió de inmediato, aunque matizado por una pizca de culpa: llevaba trabajando allí seis meses, el tiempo suficiente para saber que Takano se preocupaba por sus empleados.

—En estos momentos, no podemos hacer gran cosa. Un asesor jurídico está llevando el caso, pero gracias por preguntar. —Mamoru se sentó en un taburete y puso a Takano al tanto de lo sucedido.

—Entonces ¿existen dos versiones de la misma historia? —Takano se recostó en la silla, miró al techo y colocó las manos detrás de la cabeza—. ¿No hay modo de averiguar de qué color estaba el semáforo o que hizo aquella mujer?

—Bueno, nosotros creemos a mi tío. No es que le sirva de mucho, pero en fin...

—Y que los médicos del servicio de urgencias oyeran las palabras que pronunció Yoko Sugano antes de morir tampoco jugará a su favor.

—¿Te refieres a «Es horrible, horrible. ¿Cómo ha podido?»

Takano descruzó las piernas y se incorporó.

—Sí. No me gustaría estar en el pellejo del policía que llegó a la escena. Supongo que tendría que devanarme los sesos para buscar el significado de esas palabras.

BOOK: El susurro del diablo
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