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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (2 page)

BOOK: El susurro del diablo
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No se trataba de un recuerdo. Mamoru estaba seguro de ello. El no estuvo presente cuando el jefe de su padre llamó para decir que este no se había presentado a trabajar en todo el día. Mamoru no sabría que su padre había desaparecido hasta mucho más tarde. Sin embargo, en esa bruma onírica, se vio a sí mismo sentado contra la pared, abrazándose las rodillas. Observaba a su madre que ganaba en palidez conforme respondía con un hilo de voz.

Mamoru se despertó y se quedó mirando las vigas del techo. Se preguntó a qué vendría semejante sueño tantos años después.

A menudo soñaba con el que fue su mejor amigo, el viejo Gramps. Solían ser reminiscencias de los últimos días que pasaron juntos. El anciano debió de presentir que había llegado su hora, puesto que obsequió a Mamoru con un juego de herramientas nuevo que estrenó con aquella caja de seguridad de triple cerradura. Toda una odisea. Era como si Gramps quisiese poner al chico a prueba por última vez.

Mamoru se incorporó para echar un vistazo al reloj de la mesita. Solo eran las dos de la madrugada. Dejó escapar un suspiro y escondió la cabeza bajo las mantas pero, en el silencio de la noche, pudo distinguir la débil voz de su tía Yoriko emerger desde la planta baja.

Estaba al teléfono.

Mamoru dio una patada al futón y se levantó. Se encaminó descalzo hacia el pasillo. El suelo estaba frío. En una sincronización casi perfecta, Maki, con aspecto soñoliento y un cárdigan cubriéndole el pijama, salía de su habitación, que quedaba al otro extremo del pasillo.

—Está al teléfono —confirmó en un susurro antes de encabezar el descenso por la escalera.

Mamoru supo que su prima estaba preocupada. Su padre era taxista y la chica era consciente de que una llamada a medianoche podía no traer nada bueno. Mamoru, a su vez, se estremeció.

Para cuando llegaron abajo y se colocaron, ambos descalzos, frente a Yoriko, esta ya había colgado el auricular.

—¿Qué sucede? —preguntó Maki.

—Lo que tarde o temprano tenía que suceder —contestó Yoriko, ceñuda.

—¿Un accidente?

Yoriko asintió.

—Papá ha sufrido un accidente, ¿verdad? ¿En qué hospital está?

—Tu padre ha salido ileso.

—Entonces, ¿qué ha ocurrido?

—Ha habido un accidente, sí… —Yoriko se humedeció los labios, sin saber muy bien cómo proseguir—. Ha atropellado a alguien.

Mamoru sintió que el frío de noviembre se le filtraba por las plantas de los pies y ascendía por su cuerpo hasta helarle el corazón.

—Una joven. Murió casi en el acto. Era la policía quien llamaba.

—¿La policía?

—Han arrestado a tu padre.

Mamoru pasó en vela el resto de la noche. Solo llevaba nueve meses viviendo con Yoriko Asano, la hermana mayor de su madre, y apenas empezaba a acostumbrarse a su nueva familia y a su nueva vida en Tokio.

Los Asano vivían en el casco antiguo de la ciudad. Este sector de la urbe estaba situado por debajo del nivel del mar y ofrecía una extraña configuración en la que los ríos y los canales que recorrían la zona quedaban a una altura superior a los tejados de las casas. El marido de Yoriko, Taizo, contaba con casi veinte años de experiencia como taxista. La primavera anterior, Maki, la única hija del matrimonio, había terminado sus estudios en la universidad, y hacía muy poco que acababa de conseguir su primer empleo.

Mamoru había nacido y crecido en Hirakawa, un núcleo urbano enclavado muy al norte de Tokio, donde los cerezos florecían algo más tarde que en la capital. Esta ciudad amurallada se enorgullecía de la calidad de sus aguas y sus fuentes termales naturales. De hecho, la población local se dedicaba casi exclusivamente al turismo, cuando no a la artesanía lacada que era otra de las tradiciones del lugar.

El padre de Mamoru, Toshio Kusaka, trabajó en el ayuntamiento donde ocupaba un puesto de ayudante del director del área financiera. Esa fue su situación laboral cuando desapareció, poco después de que se descubriera que cincuenta millones de yenes se habían evaporado de las arcas municipales.

Mamoru apenas recordaba ya la pequeña celebración familiar en la que festejaron la promoción profesional de su padre. ¿Quién habría imaginado por aquel entonces que ese mismo ascenso iba a significar su caída en desgracia, hacia la que arrastraría al resto de su familia cuando, señalado como el autor de un delito de malversación, su retrato apareciera en las portadas de todos los periódicos?

Y por si fuera poco, el dinero solo era parte del escándalo: había una mujer de por medio.

Cuando su padre desapareció del mapa, Mamoru y su madre permanecieron en Hirakawa. El pasado diciembre, doce años más tarde de lo ocurrido, Keiko Kusaka, de treinta y ocho años, fallecía repentinamente de un derrame cerebral.

Ya inerte en el suelo, Keiko recobró el conocimiento unos instantes, lo justo como para revelar a Mamoru la existencia de una tía de la que el joven jamás había oído hablar. La hermana de su madre vivía en Tokio. Keiko pidió a su hijo que contactase con ella en el caso de que algo malo le pasara.

Mamoru no tardó en localizar la agenda de su madre y llamó. Yoriko y Taizo acudieron de inmediato y, desde la muerte de su madre, el chico quedó bajo su tutela. Solo entonces y gracias a Yoriko, supo la verdadera historia de la familia.

—Me casé con tu tío a los dieciocho años. Desde luego, no contamos con el permiso de tus abuelos, de modo que nos fugamos —relató Yoriko con el tono contundente con el que se expresaban los tokiotas—. Sé perfectamente por qué estaban tan enfadados. Ahora Taizo es un hombre honrado pero, en aquella época, nadie habría apostado un yen por él. Yo misma estuve a punto de abandonarle en más de una ocasión después de casarnos. No lo hice nunca, por ser demasiado orgullosa, supongo. El caso es que no estaba dispuesta a regresar corriendo a casa de mis padres, con la cabeza baja y un bebé en los brazos. No me aguardaba nada allí.

Yoriko no había retomado la relación con sus padres y su hermana hasta hacía unos pocos años.

—Ríete si quieres, pero tomé la decisión mientras veía un culebrón. Puede que simplemente llegara el momento de zanjar el asunto de una vez por todas. Taizo se ganaba la vida, e imaginé que yo ya no tenía motivos para rebelarme contra el mundo. Contaba con el respaldo de tu prima y de tu tío, así que escribí a la vieja dirección.

La carta le llegó devuelta a los pocos días con el sello «devolver al remitente». No obstante, Yoriko estaba decidida a contactar con su familia, y acabó tomando un tren con destino a Hirakawa. No tardó en dar con un conocido del barrio quien le indicó dónde podría encontrar a su hermana.

—Me fui derechita a la fábrica donde trabajaba tu madre y la reconocí en seguida. No había cambiado mucho. Llevaba sin verla más de quince años, pero supe que era ella en cuanto la avisté. Por supuesto, lo demás no resultó tan fácil. A lo de haber abandonado el seno familiar de la noche a la mañana, se sumaba la difícil relación que habíamos tenido siempre. En fin, teníamos pocas cosas que decirnos. Me llevó a ver la tumba de nuestros padres, donde pedí disculpas por todos los errores que pude cometer. Fue entonces cuando empezó a hablarme de sí misma, aunque sin extenderse demasiado. Eso sí, dijo que no me permitiría conocerte. Todo era culpa mía, de modo que no protesté. Yo era la hermana mayor y ni siquiera había estado allí para el funeral de nuestros padres.

Yoriko no quiso forzar las cosas. No sentía un apego especial a su tierra natal, y estaba claro que a Keiko no le entusiasmaba la idea de recuperar el tiempo perdido con su hermana.

—No la culpé —añadió Yoriko—. No se trataba de algo que pudiera perdonarme sin más.

Sin embargo, las hermanas empezaron a cartearse aproximadamente una vez al mes. Al cabo de un año de correspondencia, Keiko le contó a su hermana los infortunios de su matrimonio.

—¡Qué mal trago! Me sentí fatal por ella. Aunque he de admitir que me sacaba de quicio su modo de encarar los problemas. No sé cuántas veces le dije que se olvidara del desgraciado de su marido y se viniera a vivir con nosotros. Pero se negó. Decía que estaba convencida de que tu padre regresaría algún día y que quería estar presente cuando lo hiciera. Siempre fue muy cabezota. Incluso afirmó que te criaría haciéndote creer que tu padre volvería a casa.

Hubo algo más de lo que Mamoru no tendría constancia hasta después de la muerte de su madre: cuando su padre desapareció, hacía ya doce años, dejó tras él los papeles del divorcio. Los documentos llevaban tanto su firma como su sello personal. Lo único que Keiko debía hacer era firmar y remitirlos a las autoridades. Sin embargo, nunca lo hizo.

Mamoru confesó a su tía que tenía la sensación de no haber conocido realmente a su madre. Yoriko asintió con compasión, antes de añadir:

—Tu madre era muy reservada. ¿Sabes qué? Yo ni siquiera sé el aspecto que tenía tu padre. Keiko jamás me enseñó una fotografía, y yo tampoco insistí demasiado, la verdad. Aunque sí sé que era alto y bastante bien parecido.

Yoriko enmudeció un instante y lanzó una atenta mirada a su sobrino.

—Tú te pareces a tu madre. Hay algo alrededor de tus ojos que me hace pensar en ella. Y me preocupa mucho que acabes siendo como mi hermana. Era fuerte, pero una persona no puede aislarse así de los demás. Cargó con todo sin pedir ayuda a nadie. Y entonces… Bueno, se fue.

Tras el funeral de Keiko, Yoriko pidió a su sobrino que se fuera a vivir con su familia a Tokio. El accedió, entre otras cosas, porque percibió algo en los ojos de su tía que jamás había podido distinguir en los de su madre.

La vida en Tokio no fue fácil al principio. No le costó mucho adaptarse a una ciudad tan grande, pero tuvo que aprender a vivir con una nueva familia. Maki fue un valiosísimo apoyo en este periodo de transición. Desde el primer día, ella lo trató como un miembro más de la familia. Al principio, él supuso que le inspiraba pena pero, poco a poco, se dio cuenta de que su prima era así.

Cuando se conocieron, ella estalló en carcajadas y dijo:

—Pues ahora que me ha salido un hermano de dieciséis años, me siento como una señora de veintiuno.

Mamoru supo más tarde que cuando su tío Taizo resumió la primera impresión que tuvo de su sobrino como «Un chico algo sombrío», Maki respondió: «En realidad, a mí me gustan así».

En una ocasión, Maki llamó a Mamoru desde la estación tras una noche de juerga con sus amigas.

—No hay taxis. Ven a recogerme.

Mamoru la encontró apoyada contra un poste, cantando, mientras un amigo la observaba.

—¿Eres su hermano? —El chico se rascó la cabeza y señaló a Maki—. Iba a acompañarla a casa…

—Déjale en paz —gritó la chica, ebria, a su amigo—. Mamoru, prométeme que no cambiarás nunca, que no te convertirás en un pijo urbanita como este.

Llevarla a casa supuso toda una aventura para el chico y, para colmo, su prima no dejó de tararear en ningún momento. Cuando Mamoru se echó a reír por fin, ella se le unió.

—¿Ves? —dijo—. ¡La vida en Tokio no es tan mala!

No, no era mala en absoluto, concluyó el chico. Y por esa misma razón, mientras su mirada se perdía en la oscuridad y oía los sollozos de su prima, sintió que el mundo se le caía encima.

Mamoru se levantó de un salto de la cama y se acercó a la ventana. Frente a la casa, discurría el canal cuyas aguas contenía un talud de hormigón. Dependiendo de la dirección en la que soplase el viento, los efluvios del río se colaban dentro de la casa. No era desagradable, excepto en los días más calurosos del verano.

Mamoru no había visto un canal en su vida hasta que llegó a Tokio. Fluían en artificiales cauces de hormigón y seguían trayectorias que le habían sido impuestas por la mano del hombre. En Hirakawa, los ríos no entrañaban ningún peligro para la población, y se les dejaba recorrer libremente su curso natural: estaban vivos, cada uno expresaba a su manera su forma de ser, su idiosincrasia. En cambio, los canales en Tokio eran tan somnolientos como aburridos y, visto lo visto, se conformaban con ello.

Cuando el chico compartió esta observación con su tío, este se apresuró a contestar: «Eso dices ahora, pero espera al día en que un tifón azote la zona».

A mitad de septiembre, un fuerte temporal arrasó la región de Kanto. Mamoru se colocó un impermeable, se acercó junto a Taizo al talud de hormigón y entendió lo que su tío quiso decir con aquello.

Tuvo la impresión de que el río por fin había despertado, sus aguas enfurecidas bramaban en un caudal abundante, con toda la violencia y el vigor de las lluvias. «Habida cuenta de nuestro poder, no tenemos ninguna prisa. En cuanto menos lo esperéis, derribaremos este talud y, de un solo golpe, os arrebataremos la tierra que siempre nos perteneció. Retomaremos nuestros derechos sobre ella así como sobre todo lo que vosotros, humanos, consideráis vuestro, y lo arrastraremos hacia el mar.»

En cuanto rememoró aquella noche, Mamoru sintió la necesidad de salir a echar un vistazo. El río fluía apacible; la superficie se asemejaba a una pizarra pulida. Sobre el talud que quedaba al otro lado, asomaba el garaje para autobuses de una compañía cuyo rótulo alumbraba las tranquilas calles. Las señales de tráfico que salpicaban la carretera parpadeaban ocasionalmente en rojo y verde, dulcificando la melancolía que flotaba en el aire.

Mamoru ascendió por el talud hasta alcanzar el lugar en el que había estado cuando el tifón sacudió la región. Bajó la oxidada escalera de hierro que conducía hasta debajo del puente. Una fina columna graduada medía el nivel del agua; ahí mismo, el día en que el tifón descargó su ira, Taizo y su sobrino observaron la crecida del caudal, sin dejar de parpadear, bajo el azote de la tromba de agua. En la pilastra quedaban señalados los niveles que el río había alcanzado durante los sucesivos tifones que asolaron la zona; incluso una de las marcas quedaba unos centímetros por encima de la cabeza de Mamoru. Junto a cada señal, una inscripción especificaba el nombre del tifón y la correspondiente fecha en la que tuvo lugar. Entre estos epígrafes meteorológicos, resaltaba una línea roja que rezaba «Nivel de alerta».

Taizo ya le había señalado aquel punto. «El agua jamás volverá a alcanzar semejante nivel», aseguró. «Esos descomunales aluviones son cosa del pasado. Ya no corremos peligro ninguno, no tienes de qué preocuparte.»

Mamoru había empezado una nueva vida en una nueva casa, con una nueva familia, pero no podía dejar de pensar en su desgraciada infancia. Parecía que la maldición lo había encontrado de nuevo. Estaba seguro de que era el único responsable de la desgracia que se cernía ahora sobre los Asano. Y empezaba a sospechar que el vecindario iba a estar en peligro ante unas posibles inundaciones.

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